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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

La crisis de la soberanía.

La soberanía popular es un sofisma profundamente arraigado en la cultura política dominante. Su invocación por los detentadores del poder político sirve para dar una cierta consistencia a todo el aparato institucional erigido para proteger el dominio fáctico de una instancia impersonal y oculta. El repudio de todo poder que se resista a dar razón de sus decisiones es condición inexcusable de toda política justa.

"La positividad significa que lo jurídicamente posible no tiene límite alguno, ni temporal, ni social, ni material. Dicho en otros términos: la positividad expresa para el ordenamiento jurídico lo que la teoría política conceptualiza como soberanía". De Otto, Derecho Constitucional. Sistema de fuentes, Barcelona 1987, pág. 22.

Si se pregunta a alguien sobre la fuente de Legitimidad del Estado liberal la respuesta apuntará, sin duda, a la denominada soberanía popular. Este concepto es interpretado por la mayoría de nuestros coetáneos como una garantía de que el ejercicio del poder político está siempre determinado teleológicamente por el servicio a la comunidad. En realidad, la apelación al concepto de soberanía excluye, por sí misma, esta interpretación. Para comprender el alcance de esta realidad, universalmente extendida en virtud del denominado Nuevo Orden Mundial, es preciso, nada menos, que reducir al absurdo uno de los sofismas políticos más deletéreos de nuestra época.

Fue Jean Bodin, con inspiración confederada, el primer fautor de la idea moderna de soberanía, que plasma en "Les six livres de la Republique". El francés habla de "puissance absolue et perpétuelle d´une République". La soberanía es, pues, un poder absoluto, perpetuo y, en consecuencia, originario. El Estado nacional soberano absorbe todo el poder social, erigiéndose en autoridad última e inapelable, como instancia neutra, objetiva y racional, superadora de los conflictos religiosos. Con ello, se eludía el problema nuclear de la Legitimidad mediante el recurso al formalismo agnóstico propio del Derecho Natural Racionalista.

Thomas Hobbes consagrará esta concepción absolutista del poder en su obra "Leviathan": "Cedo mi derecho de gobernante a este hombre o a esta asamblea, con la condición de que tú cedas igualmente el tuyo. Así, la multitud se ha convertido en una persona llamada Estado o República. Tal es el origen de ese Leviathan o dios terrestre, al cual debemos toda paz y seguridad" (Capítulo XVII, De generatione et definitione civitatis). El poder soberano, en esta línea de pensamiento, no puede ser sino indivisible, por pura aplicación del principio de no contradicción: "cada súbdito, al haber sido convertido por la institución de la república en autor de todas las acciones y juicios del soberano instituido, no puede ser dañado por el soberano, ni éste puede ser jamás acusado por ninguno de ellos de injusticia, puesto que no actuando más que por mandato ¿de qué manera los que le han confiado este mando se las arreglarían para quejarse de él? Por esta institución del Estado cada ciudadano es el autor de todo lo que hace el soberano; en consecuencia, quien pretenda que el soberano le perjudica, ataca a actos cuyo autor es él mismo y de los que no puede acusar a otro que él". La unidad de poder es absoluta, no hay autoridad superior a la autoridad política y toda autoridad social caerá, antes o después, en la dependencia mediata o inmediata del poder político. La sociedad no puede controlar el ejercicio del poder sino a través del ejercicio del poder. El resultado final es la politización delirante de todas las cosas, la sociedad queda constituida en Estado, toda sociedad que se precie debe ser Estado y nada más que Estado.

Baruch Spinoza señala, en idéntico sentido, que "todos han debido conferir al soberano, mediante un acto expreso o tácito, el poder que ellos tenían a regirse por sí, es decir, todo el derecho natural (¡). En efecto, si ellos hubiesen querido reservar para sí algo de este derecho, debían conservar al mismo tiempo la posibilidad de defenderlo; pero como no lo han hecho y no lo pueden hacer sin que haya división entre ellos y, en consecuencia, una destrucción del mando, por eso mismo se han sometido a la voluntad, cualquiera que sea, del poder soberano " ("Traité Theologico-politique", XVI). Da escalofríos pensar que estamos citando, nada menos, que al primer gran profeta de la democracia moderna.

Immanuel Kant culmina esta formulación inicial del concepto, concibiendo la soberanía con una triple significación: el Estado, como legislador, es irreprensible; como juzgador, inapelable; como ejecutor irresistible.

Por obra de la Revolución esta soberanía quedó transfundida a una divinidad misteriosa llamada pueblo. Una recta concepción del poder público debe señalar como norte de su actuación el servicio a la comunidad, compuesta de personas, grupos sociales y regiones con características y necesidades específicas. No es esto, sin embargo, lo que, en realidad, postula el liberalismo. El pueblo es el estado espontáneo de un individuo, carente de toda determinación o cualificación singularizante. La doctrina liberal atribuye un poder omnímodo a una muchedumbre ideal construida a partir de la agregación de n individuos químicamente puros, abstractos y, por tanto, inexistentes en el mundo real, para proceder seguidamente, como por ensalmo, a reservar en régimen de monopolio el gobierno y la representación de ese conglomerado difuso e indeterminado a sujetos carentes de todo vínculo vital con sus supuestos representados y cuyo único título de legitimidad consiste en la profesión de una determinada ideología.

Rousseau, el primer gran mentor de la soberanía popular, reconoce que la teoría revolucionaria de la representación constituye un burdo paralogismo: "la soberanía no puede ser representada... Los diputados del pueblo no son y no pueden ser sus representantes..." ("Du contrat social", lib. III, cap.XV).

De nada sirve escudarse en la postura, aparentemente más comedida, de Sieyés. Las doctrinas liberales del denominado "gobierno representativo" han concentrado toda la soberanía, es decir, toda potestad y, lo que es peor, toda autoridad, en el poder político. Al unificar el gobierno y la representación en el aparato del Estado desaparece todo límite externo a éste y sólo cabe intentar cuartearlo internamente, con el fin de simular formalmente un sistema de controles y equilibrios (checks and balances) que no puede ocultar la realidad de un Estado gangrenado por una insignificante oligarquía que explota al servicio de intereses turbios e inconfesables la fuerza bruta de la mayoría numérica.

Esta construcción doctrinal, tan profundamente arraigada en la mentalidad contemporánea, incurre en continuas e insalvables contradicciones. Proclama la ilimitación objetiva del poder del Estado al tiempo que declara el valor absoluto de los derechos del individuo, concebidos al modo incivil e irrestricto propio del talante revolucionario, con lo que tales derechos se configuran como límites del poder ilimitado. Lo mismo puede decirse del problema que plantean los grupos sociales inferiores al Estado cuando, exigiendo sus derechos, le imponen limitaciones. La soberanía popular es un germen de tiranía, ya que estatuye un poder pleno y originario, es decir, arbitrario, irresponsable, dotado de la potestad de autojustificar sus decisiones con sólo acreditar la concurrencia de una mayoría aritmética de la mitad más uno.

Empero, el ciclón revolucionario soberanista no se ha detenido en las limitaciones impuestas por el fracaso del nacionalismo estatista liberal. Frente a los males del Estado nacional soberano se propone ahora el nuevo Superestado global, laico, liberal y tolerante, que aspira, de nuevo, a gobernar todas las dimensiones de la vida, del pensamiento y de las actividades humanas, ejerciendo un control cada vez más centralizado de la información y del conocimiento. La tiranía soberanista ha engullido todas las sociedades intermedias y pretende, finalmente, destruir la Patria, creando una multitud universal de individuos desarraigados a los que poder explotar en un mercado sin límites de ningún orden.

Ante estos peligros, ¿tenemos los instrumentos de defensa adecuados?. Por lo que respecta a España, el virus soberanista ha sido inoculado desde el primer momento constituyente del nuevo orden social inaugurado en 1978 a imagen y semejanza del Nuevo Orden Mundial:

Constitución española de 1978

Preámbulo

"La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama su voluntad de:

(...)

Consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular (léase voluntad general roussoniana).


(...)".

Artículo 1.-

"(...).

2. La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.
(Creo que no cabe mayor sinceridad. Sobra toda aclaración).

(...)".

Como tantas otras veces, hemos de acudir a nuestros clásicos para encontrar luces y doctrina segura, basada en un sano empirismo sazonado con unas gotas de sentido común. Las antinomias propias de la concepción liberal del poder político encuentran solución en una concepción del poder político que difiere de la expuesta hasta aquí. Se trata del pensamiento que alborea con los juristas y teólogos españoles del siglo de oro, especialmente representada por Vitoria, Soto, Covarrubias, Molina, Suárez, Mariana, Vázquez de Menchaca y Morcillo.

Estos pensadores construyen la unidad del poder público con base en un sistema original: atribuyen la potestad temporal suprema a la comunidad y la vinculan a su fin. Dice Suárez: "La potestad civil, cuando se halla en un hombre o príncipe por derecho legítimo y ordinario, procede de la comunidad próxima o remotamente y no puede ser de otro modo para que tal potestad sea justa". Por tanto, el príncipe ejerce a título de oficio la potestad que, perteneciendo a la comunidad, le ha sido encomendada a él para el bien común; lo cual significa que su ejercicio está sometido al modo y condición de la transferencia, y que la comunidad mantiene viva su potestad junto a la del príncipe para velar por su recto uso. Al quedar vinculado el príncipe a un oficio, se impide toda concepción voluntarista y arbitraria del poder, ligándolo a los fines de gobierno propios de ese oficio.

De este modo, la limitación del poder deriva de su vinculación a un fin, al fin que es propio de la función encomendada. Así, pues, la soberanía o ejercicio de la potestad queda configurada por su propio fin; ya no es un poder, sino una capacidad que entrañará el ejercicio de todas las funciones que al oficio correspondan pero solamente ésas. Y no existen límites, sino competencia: es una potestad plena pero restringida a una esfera, la cual viene determinada por su propio fin, y fuera de ella no existe competencia.

En una línea similar de pensamiento, la doctrina jurídica moderna de las potestades administrativas, que las define como poderes expresos, de necesaria atribución legal y vinculados al cumplimiento de un determinado fin de interés público fuera del cual incurren en el vicio invalidante de la desviación de poder, todavía no se ha hecho extensiva al ámbito de los poderes legislativos superiores (quis custodiat custos?), únicamente sometidos a un control de adecuación formal a la Constitución, cuyo presupuesto último es la norma fundamental kelseniana o presupuesto lógico de todo el ordenamiento, que, como hemos visto, no es sino la propia soberanía popular revolucionaria.

Sólo los principios firmemente acrisolados por la tradición nacional, configuradores de la identidad de la Patria, nos brindan una solución razonable para todos los problemas planteados.

Javier Alonso Diéguez.



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