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Di no a la constitución antieuropea, totalitaria y tiránica

El positivismo jurídico como negación de la naturaleza humana

por José Martín Brocos Fernández

El positivismo jurídico es el instrumento del que se sirve en lo cultural y en lo político las diversas corrientes secularizadoras en los diversos ámbitos de nuestra sociedad para implantar una visión del hombre sustentada en el inmanentismo antropocéntrico y anclada en las filosofías del pensamiento débil, hijas de la postmodernidad

Se destierra la concepción del hombre como imago Dei y se produce la ruptura radical entre la moral y el derecho. El Derecho se convierte en Sociología. La verdad, lo lícito y el bien pasan a ser definidos por el legislador. La mayoría social en consenso fija el derecho, pues hay una negación de la ley eterna y la ley natural. Esto conduce a una amoralidad del derecho –se rechaza la subordinación del derecho a una moral divina- unido a la moral de situación imperante en la postmodernidad e hija directa de la Ilustración como su consecuencia última, pero también directa.

El emponzoñamiento de la conciencia humana conduce al menosprecio de la dignidad de la persona y de sus derechos.

Frente a esta concepción kelseniana, nosotros afirmamos que el derecho es derecho en cuanto que es justo, cuando respeta el orden natural establecido por Dios.

1. La divinización confesional del Estado.

Es el Estado liberal nacido tras la Revolución Francesa el que abraza el positivismo jurídico: la ley es la ley y agota todo el derecho; el único derecho existente, válido y completo es el derecho positivo establecido por los órganos estatales[1]. El orden jurídico estatal es supremo, comprende los restantes órdenes como entidades parciales y señala su perímetro de validez[2].

El neokantiano Kelsen rompe radicalmente con la visión iusnaturalista[3], y aunque reconoce la teología como ciencia, a la par de la jurisprudencia, pues ésta determina el quehacer humano terreno, la teología fija el universo conceptual en el más allá[4]. El Estado de Derecho es el que crea el Derecho, sin ningún referente permanente e inmutable considerado como antea. El mismo Estado de Derecho lo legitima, independientemente del contenido de esa ley. Se rechaza por tanto la existencia de una justicia interna[5], ligada al Derecho Natural, a la propia ley. La justicia pasa a ser creación de la ley, su consecuencia; lo justo es lo legal al margen de la licitud o ilicitud moral. Resulta obvio que al no reconocer el Derecho Natural, tampoco éste sirve de prelación en la inspiración de las leyes. A fortiori supone una despersonalización de la persona al cercenar su intrínseca dignidad humana. Categóricamente proclama que La soberanía sólo es concebible dentro del marco de lo normativo[6]. El Derecho es concebido entonces como expresión formal de la moralidad que emana del Estado. No deja de ser una sustitución de una moralidad por otra, con las características, la segunda, de arbitrariedad[7] y dependencia del juicio de mayorías muchas veces pasionales y fácilmente manejables y manipulables. La propia democracia, en la concepción kelseniana, supone una filosofía relativista[8] y una apuesta por la relatividad de los valores políticos en el sentido que no hace distinción de personas a la hora de fijar la voluntad política, a la vez que pone en paridad toda creencia y opinión política[9]. Postula Kelsen una correlación directa entre democracia y relativismo[10]. No podría expresar más certeramente Dalmacio Negro el pensamiento kelseniano cuando escribe el Estado de Derecho es el dios mortal hobbesiano despolitizado[11].

Esta divinización de la norma positiva conduce paradójicamente, como bien atisba F. A. Hayek en su crítica a Kelsen, a la decadencia progresiva del Estado de Derecho. Sostuvo Hayek que el positivismo jurídico, al no reconocer principios metalegales, violentaba el lenguaje haciendo equivalente el Estado de Derecho con cualquier orden legal; llegó afirmar incluso que tal construcción no era otra cosa que una ideología de poder sin límite al servicio del socialismo y de las democracias liberales dominadas por el legislativo, y que de la ley dictada se podía esperar cualquier disposición en cuanto carecía de barreras[12].

2. Necesidad del Derecho Natural para el armonioso desarrollo de la persona y de la sociedad[13].

Toda democracia debe contribuir y fomentar el desarrollo integral, armonioso de la persona humana en la sociedad; y por ende en la familia, que es el núcleo esencial de la misma sociedad. Debe legislar en positivo teniendo presente la vertiente trascendente de la persona.

Es por ello que las leyes naturales deben ser el principio universal rector que pueda servir de referencia para las leyes positivas humanas[14]; en caso contrario se corre el riesgo de caer en un eclecticismo y relativismo moral y legal que hará que los hechos de la persona dependan de la ideología positiva que predomina en cada momento. Hay verdades eternas y principios universalmente válidos, inmutables, inherentes al hombre; no sometidos a discusión, a referéndum o a leyes permisivas contra natura. La ley natural que orienta al hombre hacia su fin, hay que hacer el bien y evitar el mal, afluye de la simple naturaleza humana, la llevamos impresa con caracteres de fuego en el alma desde el mismo momento de la concepción; es consustancial a la persona y pertenece a la mismidad personal, y sus exigencias son inmutables, aunque puede sufrir cambios accidentales en cuanto a sus aplicaciones y formulaciones externas. Se identifica con la razón humana en cuanto ésta regula racionalmente la actividad del hombre en orden a su fin, por esto mismo prescribe que debe hacerse y el mal que debe evitarse[15]. Obliga a todo hombre en todo tiempo y en todo lugar pues el hombre está dotado de la capacidad que le permite conocer las verdades morales, capacidad llamada por la escolástica sindéresis.

El Estado no tiene competencia para legislar en materia de doctrina religiosa o de normas morales en cuanto tales. Tiene, sin embargo, el deber de definir y defender los derechos básicos[16] y aquella libertad sin las que el bien común[17] de la ciudad secular sería insostenible. En la medida en que sea necesario para el bien común[18], para la paz y para el orden, para el progreso en la vida económica y cultural, el Estado puede y debe legislar[19]. El Estado debe legislar a favor de la persona, de su armonioso desarrollo psíquico, moral y espiritual; y el derecho a la vida humana, entre los que se cuenta el feto humano, y el respeto a la vida de todos los seres humanos pertenece a los pilares que soportan la sociedad y el Estado organizado. El Estado tiene derecho a imponer el cumplimiento de sus leyes justas a quienes no las respetan y puede imponerlas incluso por la fuerza a quienes actúan violentamente, y esta ley positiva justa entraña además de su cumplimiento jurídico, obligación moral grave. Sin embargo, no podrá obligar al cumplimiento de leyes injustas ni siquiera a quienes se oponen a ellas violentamente[20]. En este sentido, Santo Tomás revalorizó la función política de la ley natural como justificación de desobediencia a las leyes positivas injustas. Una ley civil injusta para Santo Tomás de Aquino nunca sería ley pues el fin de la ley positiva es el ser bien de la comunidad y una ley que se oponga a ese bien no es propiamente ley ni tiene vigencia moral alguna. San Agustín está en la misma línea cuando sostiene que no hay ley que no sea justa, non videtur esse lex quae iusta non fuerit, pues superior y anterior a las leyes positivas existen unos principios absolutos, objetivos, universales e inmutables, permanentes y superiores, que constituyen auténtico derecho pues participa de los caracteres de lo jurídico, a los que el legislador ha de inspirarse a la hora de dictar sus leyes. Este Derecho Natural[21] debe ser la fuente y el fundamento de todo derecho positivo[22], en el sentido de vincular a éste con el orden preceptivo objetivo. Y la razón de ello es que nuestra razón descubre la necesidad de este orden para el desenvolvimiento y plenitud de desarrollo de la naturaleza humana[23].

La persona es el fundamento próximo de los derechos naturales que radican en la naturaleza humana[24]. La persona es la naturaleza humana en acto, que revela la eficacia de la ley natural. La ley positiva, tiene consiguientemente por finalidad precisar y prolongar la ley natural; ésta es también regla del obrar humano. Toda ley debe orientarse al bien común[25], y por ende, contribuir a la perfección del sujeto y a la perfección social. Política y Religión, en su sentido más elevado y metafísico, no son ideas separadas ni son opuestas, al revés, la primera contiene la segunda. La política, esto es, el arte de gobernar a los pueblos, no es más, en su parte moral –la que aquí se trata-, que la aplicación de los grandes principios de la religión al ordenamiento de la sociedad por los debidos medios a su debido fin[26]. El fundamento de la sociedad liberal kelseniana no es la verdad, sino el respeto a la libertad del individuo y el principio de igualdad ante la ley de todas las religiones y opiniones. No es entonces la verdad la que nos hace libres. Es la libertad quien nos hace verdaderos[27].

Pero la auténtica libertad humana está orientada a este pleno desenvolvimiento y perfección de la naturaleza humana. Es por ello que la libertad sólo es libertad para la práctica del bien, de la verdad, de la justicia y de la belleza[28]. Y estos conceptos no son algo extrínseco al hombre, pues existe una capacidad en el hombre para discernir, aunque ignore los preceptos de la revelación, cuando su conducta es honesta o inaceptable. Las leyes permisivas contra natura coartan la auténtica libertad, fomentan la depravación del hombre y no su exaltación como imago Dei. Una libertad anárquica no es libertad. Libertad no es capricho, ni instinto, ni fuerza bruta. La libertad humana es una libertad limitada. Ante el crimen, la norma contra natura, ante el pecado[29], no hay libertad[30]. Una libertad no cimentada en la ley natural se destruye a sí misma, es utópica, quimérica y vaporosa, es libertinaje y anarquía. Hay plena libertad para obrar según la recta conciencia y las leyes positivas divinas. Toda libertad que se precie de tal tiene que auspiciar la defensa de la ley natural, fomentar valores éticos, humanos, morales, religiosos; primero en la persona, para enraizarla, y luego por contagio a la familia, ayudando al pleno desarrollo, unión, madurez integral de la misma. Esta libertad tiene que promover y apoyar toda libertad que contribuya a este fin, al desarrollo de la propia virtud, y por ende, de la sociedad.

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José Martín Brocos Fernández.



[1] Lucas Verdú, Pablo; Murillo de la Cueva, Pablo Lucas. Manual de Derecho Político. Madrid: Tecnos, 1994, p. 64.

[2] Ibídem, p. 170

[3] Uno de los mejores estudios acerca del iusnaturalismo a lo largo de la historia lo encontramos en Fernández-Galiano, Antonio; de Castro Cid, Benito. Lecciones de Teoría del Derecho y Derecho Natural. Madrid: Editorial Universitas, S.A., 1993, pp. 287-420

[4] Cfr. Negro, Dalmacio. La Tradición liberal y el Estado. Madrid: Unión Editorial, 1995, pp. 202-203

[5] Acerca de la justicia interna de la ley, la cuestión del derecho justo y la justicia social, puede consultarse al respecto Gutiérrez García, José Luis. Introducción a la Doctrina Social de la Iglesia. Barcelona: Ariel, 2001, pp. 107-108, 475-481. De igual modo apunta Elio Gallego, después de constatar como evidencia que la ley humana no prescribe todo lo bueno ni prohíbe todo lo malo, los criterios adecuados para establecer la “medida” de la ley, o lo que es lo mismo, los requisitos para que esa ley posea justicia interna. Cfr. Gallego, Elio A. Norma, normatismo y derecho. Del moderno normativismo jurídico a la metafísica de la ley. Madrid: Dykynson, S.L., 1999, pp. 139-142, 145-147.

[6] Kelsen, H. Teoría General del Derecho y del Estado. México: Universidad Autónoma, 1979, p. 225.

[7] La voluntad arbitraria quedaría superada también si aceptamos un concepto de ley fundamental (Gough), que implica siempre un fundamento ético con validez anterior a la ley humana positiva. Ahora el problema estribaría en la composición de esta ley.

[8] En este sentido los préstamos kantianos son visibles, pues según Kant so bleibt nichts als die allgemeine Gesetzmäßigkeit der Handlungen übrig, welche allein dem Willen zum Prinzip dienen soll, d. i. ich soll niemals anders verfahren als so, daß ich auch wollen könne, meine Maxime solle ein allgemeines Gesetz werden. Kant, Immanuel. Grundlegung, 2ª ed., Riga: J. F. Hartknoch, 1786, p. 17; trad cast. de Martín Ramírez, Buenos Aires: Aguilar, 1973, p. 71. Para determinar la moralidad de un acto es suficiente con que uno se pregunte: “¿puedo querer que mi máxima se convierta en norma universal?”. Si mi máxima, que entra en la subjetividad y el relativismo del querer, se puede universalizar sin incurrir en contradicción, entonces se trataría de un acto moral y lícito, ya que … aus reiner Achtung fürs praktische Gesetz dasjenige sei, was die Pflicht ausmacht. Kant, I. Grundlegung, p. 20; ed. cast. P. 74. Y el deber constituye la condición moral de una voluntad buena en sí. Pero no basta que haya orden imperativo de la razón para que haya ley, es preciso también que este orden se oriente a otro fin que nuestros propios fines. Cfr. Wilson, Etienne. El Tomismo. Introducción a la filosofía de Santo Tomás de Aquino. Pamplona: Eunsa, 20003, pp. 470-471.

[9] Idéntica conclusión sostiene Gregorio Peces Barba. Kelsen en su trabajo basado en su conferencia de despedida al jubilarse en la Universidad de Berkeley el 27 de mayo de 1952, reconociendo que la pregunta “¿Qué es la justicia? Es la eterna pregunta de la humanidad … llegará a una conclusión relativista y situará una concepción histórica de la justicia de una determinada cultura … que arranca del tránsito a la modernidad … El contenido moral específico de esa justicia es la tolerancia … Kelsen identifica justicia con los contenidos de libertad del sistema democrático. Peces-Barba, Gregorio. Los valores superiores. Madrid: Tecnos, 1986, pp. 142-143.

[10] Cfr. Lucas Verdú, Pablo; Murillo de la Cueva, Pablo Lucas. Op. cit., p. 273-274.

[11] Negro, Dalmacio. Op. cit. p. 203.

[12] Cfr. De la Nuez, Paloma. La Política de la libertad. Estudio del pensamiento político de F. A. Hayek. Madrid: Unión Editorial, 1994, pp. 224-225. Para una ampliación de la concepción de derecho justo en Hayek, puede consultarse Velarde Queipo de Llano, Caridad. Hayek, una teoría de la justicia, la moral y el derecho. Madrid: Civitas, S.A., 1994, pp. 231-262.

[13] Una buena síntesis general del tema que nos ocupa lo encontramos en Del Vecchio, Giorgio. Los principios generales del Derecho. Barcelona: Bosch, 1979, pp. 113-125

[14] Cfr. Wilson, Etienne. Op. cit. p. 474 y 477

[15] García López, Jesús. Individuo, familia y sociedad. Los derechos humanos en Tomás de Aquino. Pamplona: Eunsa, 19902, pp. 23-24

[16] Entre ellos consideramos los derechos humanos, que coinciden con los derechos naturales del hombre, como los derechos básicos del hombre. Escribe Jesús García al respecto … los derechos propiamente humanos … serán … los contenidos en los dictámenes inferidos por el ejercicio de la razón práctica a partir de la misma ley natural, bien de manera fácil y pronta. Y del mismo modo, esos derechos humanos no harán referencia a los fines primarios de la naturaleza humana, tanto en lo que tiene de sensitiva como en lo que tiene de racional, pues estos fines se apetecen necesariamente y pertenecen a la “voluntas ut natura”, sino que harán referencia a los medios principales, inmediatos y más convenientes para la obtención de dichos fines; los cuales, aunque tengan que ser todavía apetecidos con cierta necesidad, que no es absoluta, sino condicionada, pertenecen a la “voluntas ut ratio”. Ibídem, p. 27

[17] … los derechos humanos contienen principalmente los relativos a la convivencia social y al ejercicio de la libertad política y ciudadana, y que en esa doble dimensión todos los derechos tienen que tener como meta la consecución del bien común, que es el fin de la sociedad. Por eso, tanto la convivencia como la libertad tienen que ser reguladas por la ley, que es “una ordenación de la razón encaminada al bien común” … Ibídem, p. 32

[18] Hay una ordenación de la persona al bien común de la sociedad, pues la sociedad es el medio de que la persona alcanza la perfección. Cfr. De la Torre, José María. Filosofía cristiana. Madrid: Palabra, 19904, pp. 384-386.

[19] S. Th. Iª, IIªe, 90, 3, ad Resp.

[20] Cfr. Wilson, Etienne. Op. cit. p. 474-475. Véase también De la Torre, José María. Filosofía cristiana. Madrid: Palabra, 19904, pp. 385

[21] Acerca de la naturaleza y propiedades del Derecho Natural, véase García López, Jesús. Op. cit., pp. 59-72.

[22] … Según Santo Tomás, tanto el derecho de gentes (que es también natural, pero secundario) como el derecho positivo derivan del derecho natural primario, pero de distinta manera: el primero, a modo de conclusiones, contenidas implícitamente en los principios; el segundo, a modo de simples determinaciones o aplicaciones concretas, para lo cual se requiere la intervención de la voluntad humana. La derivación de todo derecho respecto del natural primario es rigurosamente necesaria, pues de lo contrario no estaríamos ante in derecho, sino ante una perversión. García López, Jesús. Op. cit., p. 39.

[23] Cfr. Sánchez Agesta, Luis. Principios de Teoría Política. Madrid: Editora Nacional, 19672, pp. 26-27.

[24] García López, Jesús. Op. cit.,, pp. 21-25.

[25] Cfr. Wilson, Etienne. Op. cit. p. 471. Una explicación pormenorizada de la orientación de la ley hacia el bien común en Santo Tomás de Aquino la encontramos en García López, Jesús. Op. cit., pp. 54-55.

[26] Monsegú, Bernardo G., G.P. Religión y Política. El cristianismo y la ordenación religiosa de la sociedad. Madrid: Coculsa, 1974, passim. En idéntica línea Castellano, Danilo. “La política cristiana: teoría y práctica” en Verbo XLII, 417-418 (2003) 607-625.

[27] Los regímenes anclados en el liberalismo en el fondo se cimientan en el ateísmo, que desemboca ineludiblemente en la anemia moral y espiritual, con resonancias en la vida pública y privada, pues al despojar al hombre de toda trascendencia se da un reduccionismo del propio ser humano destinado desde su nacimiento a la vida eterna.

[28] Cfr. Sánchez Agesta, Luis. Op. cit. p. 434.

[29] El pecado compromete la orientación de la voluntad al bien obrando en el sujeto de múltiples maneras: amortigua la capacidad de conocerlo y percibir la belleza y lo apetecible del mismo, debilita la voluntad, y acentúa la tendencia de la concupiscencia a dirigirse hacia bienes que ofrecen satisfacción inmediata y sensible. Cfr. De la Torre, José María. Filosofía cristiana. Madrid: Palabra, 19904, pp. 371-373.

[30] No cabe pues la defensa en el proceder de gentes que atropellando los derechos divinos y humanos, afirman que si nosotros opinamos de una manera, ellos opinan lo contrario, y que, así como deseamos que se nos respete nuestra opinión, así debemos nosotros respetar la ajena. Este sofisma convertido en chiché resulta un verdadero embrollo y confusionismo, que hoy se halla extendidísimo y demuestra la tesis respecto de la superficialidad de espíritu producido, en parte, por la educación moderna enciclopédica. Para que esta proposición fuese verdadera, en la forma que la usan, sería necesario o que no existiesen verdades objetivas, sino que todas fuesen sólo subjetivas, o que aquéllas fuesen inasequibles al hombre. Y esto es un error filosófico y teológico. De aquí, obviamente no se deduce la obligación ni el derecho de perseguir a quienes están en el error, olvidándose de la máxima agustiniana diligite homines et interficite errores; pero no por eso se debe dejar de condenar el error, combatirlo briosamente, y manifestarlo cuando se ve que lo acompaña la mala fe y para evitar la caída de personas en el mismo. Que la verdad y el error, la virtud y el vicio anden separados es lo lógico y natural. En el confusionismo la verdad siempre pierde. No cabe en rigor, por tanto, libertad moral de la conciencia, sino libertad de la conciencia para inquirir la verdad, con obligación moral grave de buscarla. Cfr. Concilio Vaticano II. Declar. Dignitatis Humanae, 2

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