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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Envilecimiento jurídico de Europa

"Derecho positivo debe significar la aplicación a circunstancias concretas, de tiempo y de lugar, de principios morales permanentes.".

Una de las manifestaciones más acusadas de decadencia es el positivismo jurídico. El positivismo jurídico es barbarie intelectual y moral: barbarie total.

Los Estados positivistas son totalitarios, porque no admiten la existencia de ningún principio que no les quede sometido. El relativismo escéptico y el agnosticismo son la "filosofía" del sistema actual. Pero una democracia sin valores se convierte en un totalitarismo visible o encubierto como demuestra la historia.
Es mentira que la democracia actual sea un bien absoluto. Se deben enseñar y recordar a los hombres los principios morales a los que se debe acomodar siempre todo Estado, o las leyes positivas que promulguen los Estados, para que estos puedan ser legítimos.

Por la forma con que sean elegidas las autoridades no se confiere legitimidad al Estado. La legitimidad sólo se da cuando el Estado promulga leyes positivas que estén de acuerdo con la ley natural, es decir, con la verdadera naturaleza del hombre y de los pueblos. Todo Estado positivista o totalitario es contrario a la naturaleza humana y por tanto será antihumano o tiránico, con independencia de que los que manden sean uno o muchos. Los Estados contemporáneos son como Leviatanes que sofocan la dignidad y la verdadera libertad del hombre, degradándole y aniquilando su capacidad creadora.

La comunidad política o pueblo no es tan sólo una suma de individuos, sino el conjunto coordinado de los distintos órganos sociales naturales a través de los cuales el hombre ejerce su libertad. El poder político (que tiene su origen en Dios) actúa a través de esos órganos naturales.
El positivismo, en general, se desentiende de los objetivos, las metas y los fines. Sólo se interesa por los hechos, adora los hechos. Es la idolatría de los hechos: unos hechos que, al cabo, terminan por quedarse sin sentido. Porque cuando los hechos no se relacionan con objetivos, con fines; cuando los medios no se ponen en referencia a aquello para lo que son medios, pierden su propia razón de ser: de manera que, por perfectos que sean técnicamente, dejan absolutamente vacío al espíritu del hombre.

Y esto es lo que ha ocurrido, como recuerda maravillosamente Edmund Husserl en una espléndida obra, La crisis de las ciencias europeas,
El derecho natural no es tan natural –dicen algunos–, porque se va descubriendo históricamente, al menos en algunas de sus determinaciones. Es verdad que algunas cosas del derecho natural han tardado en conocerse, por ejemplo: la función subsidiaria del Estado. Pero eso no significa que el derecho deba ser negado y sustituido por un historicismo y un positivismo. En absoluto: lo que acontece es que el descubrimiento de ciertos principios de derecho natural es histórico, se da en un determinado momento de la historia. Pero la validez objetiva, no la aplicación (la aplicación sólo es posible a partir del descubrimiento, claro está), la validez objetiva en sí de ese principio es ahistórica, es supra-histórica: de la misma manera que la ley de la gravedad no empezó a ser tal cuando la descubrió Newton, sino que mucho antes –siempre hubo cuerpos sometidos a ella. De ahí que, a veces, el historicismo haga causa común con el positivismo jurídico, en su intento de rechazar que existan valores humanos con un sentido absoluto, valores que no se deben discutir.

Derecho positivo, en cambio, significa la aplicación a circunstancias concretas, de tiempo y de lugar, de principios morales permanentes, que están por encima de los lugares y de los tiempos. Los principios de derecho natural son abstractos, y hay que aplicarlos. La manera de aplicarlos varía según las concretas circunstancias de lugar y tiempo. Esta aplicación es necesaria porque el derecho natural no dice en ninguna parte cómo se debe defender el derecho a la vida en tal país, en tal determinada situación, en tal época, etc.

Conviene advertir que se trata siempre de la aplicación, a circunstancias de lugar y de tiempo variables, de unos principios que son invariables. Y ¿de dónde les viene la invariabilidad a esos principios? Les viene de que están anclados en la naturaleza humana, a la cual se refiere todo lo jurídico. ¿Cómo podrían tener un valor absoluto, si no estuviesen anclados en algo permanente que es la propia naturaleza humana? Ya no se trata sólo de que cada uno tenga, individualmente, su genio y figura hasta la sepultura, como dice el famoso refrán. Es que en la especie humana, el modo peculiar de ser es algo permanente, y las exigencias jurídicas que anclan en ella son por consiguiente permanentes.

Claro que podría decirse: pero un ser como es el hombre, que tiene una limitación, una relatividad, ¿va a ser fuente de un cierto valor absoluto? Evidentemente, en último término, no. En último término, si eso tiene un valor absoluto, es porque hay un Absoluto infinito, sin restricción: el Absoluto sin condicionamientos, al cual llamamos Dios. Y, por ser voluntad de El la existencia de esa naturaleza humana, las exigencias que de ella resultan y que en ella anclan participan de ese Absoluto.

No cabe defender un auténtico derecho natural si hay vergüenza de apelar a Dios. Una cultura del hombre, como tiene que ser también la jurídica (y eso nos interesa a todos, no sólo a los juristas), no puede ser un puro y simple humanismo. Más aún: no hay auténticos humanismos puros y simples, porque cuando el hombre pretende encerrarse en sí propio, se traiciona incluso a sí mismo, pues el hombre está abierto a algo que le desborda.*


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