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Tomás Moro y la Eutanasia Indice de Revistas ¿Firmas?, ¿Lazos?

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

El alma colectiva de España en trance de desaparición

¿Hay una Verdad objetiva que juega el papel de piedra angular, que no puede ser desechada por el arquitecto de la "Civitas"?.

Dos cosas son las que el hombre principalmente desea —escribía Santo Tomás de Aquino—: el conocimiento de la Verdad y la continuación de su propio ser. Ambos deseos se identifican, sin embargo, al confluir, en uno solo: vivir para siempre en la Verdad.

La falta de conocimiento de la Verdad puede ser resultado de una simple carencia, a la que llamamos ignorancia, o fruto de una falsificación, a la que llamamos error o mentira.

El hombre que no tiene conocimiento de la Verdad —ignorante o equivocado— es un hombre que vacila, porque marcha a ciegas, errático, porque se mueve o trata de moverse en un paraje oscuro. Por el contrario, el hombre que tiene conocimiento de la Verdad, es un hombre sereno, porque camina iluminado por ella y porque su luz inunda de claridad el contorno.

El hombre que ha recibido la investidura cristiana, tiene el privilegio de conocer la plenitud de la Verdad; plenitud que él, por si solo, no hubiera encontrado, por tenaz e insaciable que hubiera sido su búsqueda, pero que conoce porque le ha sido revelada. El negativo del cosmos en el que está inserto, con su opacidad, se ha hecho positivo y lleno de color al revelarse por la Encarnación la Verdad.

El segundo deseo del hombre, decíamos, es la continuidad del ser, y por ello, de su propia vida. Ahora bien; la vida, que la conciencia y el subconsciente piden que se perpetúe, que no se desmorone, que se eternice, se enfrenta en todo caso con la dura realidad de la muerte como privación y fin de la vida.

Pero la muerte, en ocasiones —aun cuando parezca una contradicción—, puede ser deseada por el hombre. El deseo de continuidad del ser, de seguir viviendo, queda vencido y superado por otro deseo más poderoso, el deseo de la muerte, que acaba dominándole. Este deseo conduce al suicidio cuando no hay otra obsesión que la de poner término a una vida que se ha hecho insoportable, o al desposorio místico cuando se anhela la otra vida, que Dios ha preparado y rescatado para el hombre, cuando, como de sí decía Santa Teresa de Jesús, "muero porque no muero".

El hombre que ha recibido la investidura cristiana, tiene el privilegio de participar de la plenitud de la Vida, porque la Vida se le ha manifestado para asegurarle una vida imperecedera, porque "vita mutatur non tollitur", porque la muerte, que tanto le desconsuela y angustia, es tan sólo un desfallecimiento, un castigo —el salario del pecado es la muerte, decía San Pablo— que afecta a la carne pero no al espíritu, y porque a la inmortalidad del espíritu se agrega la incorruptibilidad y en su caso la glorificación de la carne, cuando se cierre el último día de la Historia, es decir, en la jornada de la resurrección universal.

¿Qué tiene que ver todo esto —se habrá preguntado alguno— por interesante y sugestivo que sea, con un texto de significación política, como lo es, sin duda, el que ahora tenemos?

El enlace entre el tema de la Vida-Verdad y la Política, con mayúscula, es evidente. Es cierto que sólo por analogía lo que hace referencia al hombre aisladamente considerado —al uno solo— puede aplicarse a la comunidad o a las comunidades en que el hombre vive —al todo de los unos—. Pues bien; así como en el plano religioso se contempla por una parte al cristiano y por otra al pueblo de Dios o Cuerpo místico de Cristo, así también, y con las diferencias y distanciamientos lógicos, en el plano político puede contemplarse al ciudadano y a la Ciudad, es decir, a la «Civitas» en la que los hombres coexisten y conviven.

En el plano religioso, se nos dice que cada hombre en gracia es Templo del Espíritu Santo, pero se nos dice también que el Espíritu Santo es alma de la Iglesia. En el plano político se nos dice que el hombre, como ciudadano, como integrador de la "Civitas", tiene unos derechos fundamentales anteriores a ella, pero se nos dice también que a la "Civitas" querida por Dios, dada la naturaleza social del hombre— corresponden otros derechos que se ordenan a salvaguardar y a hacer posible el ejercicio de los primeros.

Si las dos cosas que el hombre principalmente desea son, como señalábamos al comienzo, conocer la Verdad y continuar viviendo, la analogía apuntada nos lleva a concluir que una comunidad política que goce de buena salud, debe aspirar, con una voluntad esperanzada y recia, a vivir y seguir viviendo en la Verdad.

Dos son, por tanto, los puntos doctrinales en que debemos fijar nuestra atención:

¿Hay una Verdad objetiva que juega el papel de piedra angular, que no puede ser desechada por el arquitecto de la "Civitas", porque por muy bellos que sean los planos y por muy elevada que sea la calidad de los materiales, de poco sirven si el edificio de la comunidad política no se apoya en ella?

¿Hay un «yo» colectivo, centro comunitario de actividad y receptividad, una conciencia colectiva, un espíritu animador y vitalizador de la "Civitas", que no pueden marginarse, que han de ser reconocidos y estimulados si queremos que la Comunidad continúe viviendo ?

Para mi, las dos respuestas son afirmativas. Hay una Verdad y hay una vida comunitarias. La Verdad es idéntica para todas las comunidades políticas. La vida es diferente para cada una de de ellas porque cada una de ellas, descansando en la misma Verdad, tiene una fisonomía propia, una identidad específica, un talante distinto, una historia (tradición) y un futuro (vocación) intransitivos e infungibles.

Conocer la Verdad iluminadora de la "Civitas", para no caminar colectivamente a ciegas, para que la comunidad no tropiece, caiga y se despedace, es una exigencia de la Política y de quienes se entregan al quehacer político. Detectar el alma de la "Civitas", para encarnarla, primero, y vigorizarla en el cuerpo social después, es tarea y misión ineludible e imprescindible para aquellos que se constituyen en su cabeza rectora, a no ser que tan solo aspiren a ser considerados como cabecillas o cabezotas, incapaces y a la vez responsables de la debilidad e incluso de la dimisión histórica de la "Cívitas" a cuyo frente se hallan.

La Verdad en que descansan las comunidades políticas que gozan de buena salud, se traduce en unas cuantas afirmaciones de principio, que es necesario con insistencia repetir, porque aun cuando la repetición sea monótona, la repetición es un método didáctico inapreciable, con el que aprendimos por ejemplo, la tabla de multiplicar.

Esas afirmaciones de principio son las siguientes:
1) el hombre es un ser social por naturaleza, y a ello se debe que el hombre viva en comunidad,
2) el hombre es un ser libre, lo que le permite elegir entre el bien y el mal;
3) la definición de lo que es bueno o malo es una ciencia divina y, a la vez, objetiva que no corresponde al hombre, porque si correspondiese al hombre, éste —aislado o en comunidad— dictaminaría moralmente de un modo arbitrario, cambiante y hasta dañino para los otros o para el común;
4) la "Civitas" requiere para regirla una autoridad, autoridad que ejerce un poder, poder cuya fuente originaria no radica en la voluntad ni siquiera mayoritaria de los ciudadanos —aunque esta pueda ser uno de sus cauces— sino en la voluntad de Dios;
5) el dilema y la aparente contradicción autoridad-libertad, se resuelven, entendiendo que la autoridad se halla al servicio del bien común, que del bien común forma parte el recto ejercicio de la libertad y que es necesario, por ello mismo, impedir, previniendo o sancionando, el ejercicio incorrecto de aquélla.

La vida comunitaria sólo subsiste en función, como decíamos antes, del espíritu animador de la "Civitas" concreta de que se trate. Ese espíritu animador supone entendimiento, memoria y voluntad, que son las potencias del alma tanto individual como coIectiva. Sin ellas, el ser comunitario se difumina y desaparece, mediante el entendimiento, la comunidad política se conoce y aprende las afirmaciones de principio que hemos enumerado. Mediante la memoria, la comunidad política se reconoce en el tiempo histórico, en los trances felices o dolorosos, en la tradición que le ha ido conformando a través de los siglos. Mediante la voluntad, la "Civitas" tiene vocación de futuro y se propone de un modo decidido continuar viviendo sin pérdida de su identidad, para enriquecer de este modo con su propia aportación al resto de las comunidades políticas.

Es indudable que esta exposición no se ha hecho con fines puramente doctrinales, sino para aplicarla a una comunidad política que nos interesa especial y apasionadamente, y que es la nuestra. Se trata, por consiguiente, de saber si en el tiempo de hoy, España descansa o no descansa en la Verdad, si la Nación española sigue o no animada por un espíritu comunitario que garantiza su permanencia y su fortaleza.

A mi modo de ver, y acometiendo la ingrata tarea del descenso a la realidad, España, ahora, camina a ciegas. Se ha repudiado la roca de la Verdad y se está edificando sobre la arena movediza de las meras opiniones, lícitas sólo cuando se trata de lo accidental. Una Constitución laica o atea ha negado el origen divino del poder y exaltado una falsa libertad hasta convertirla en libertinaje; libertinaje nocivo para el bien común y para los mismos derechos fundamentales que se proclaman como el derecho a la vida con el aborto y el diálogo tolerante con los terroristas; el derecho a la salud con la legalización de la droga; y el derecho a la educación con el intento de monopolizar la enseñanza.

Un descenso de la moralidad pública —corrupción escandalosa en las Administraciones y en los partidos políticos— y en la moralidad privada —profusión de la delincuencia de todo tipo— encienden ya el semáforo rojo que debiera movilizarnos para decir con energía: ¡Basta!

Simultáneamente, España está perdiendo su espíritu. El entendimiento colectivo se halla confuso porque la Verdad se desvanece y porque el interrogante sobre nuestra propia razón de ser hace que España se encuentre somnolienta, indecisa y apática, resignándose a lo que se llama el mal menor, que se va haciendose mayor cada día. La memoria se va difuminando, porque el Sistema edificado sobre la nueva filosofía, pretende o el olvido histórico, es decir, la amnesia colectiva, o el rechazo de la tradición, para avergonzarnos de ella. La voluntad, por fin, sin entendimiento y sin memoria de un ser colectivo a que servir, renuncia al futuro, y renunciando al futuro, España se suicida.

Sin entendimiento, sin memoria y sin voluntad, el alma colectiva de España se esfuma y deja un vacío. Y entonces, una de dos: o ese vacío lo ocupan ideológicamente otra u otras naciones en cuyo caso aunque conserve su nombre, España se reduce a la condición de colonia, o bien, sin que nadie ajeno lo ocupe, el patrimonio de la Nación se divide y adjudica a los separatismos —el gran pecado contra el alma de la Nación, que no se puede perdonar, como decía un gran pensador— y que ya están al acecho para borrar de la Historia y hasta de la Geografía el bendito nombre de España.

Para evitar todo ello es para lo que debemos trabajar. *


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