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La génesis de una Grecia contemporánea Indice de Revistas Portada revista 22

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Los Caballeros de Cristo.

"Los nuestros son como caballos ligeros, que han de estar siempre a punto para acudir a los rebatos de los enemigos para acometer y retirarse y andar siempre escaramuceando de una parte a otra. Y para esto es necesario que seamos libres y desocupados de cargos y oficios que obliguen a estar siempre quedos."

Ignacio de Loyola

La Compañía de Jesús ha sido hasta la actualidad el organismo más controvertido de la Iglesia Católica. Sus hombres han tenido los mayores elogios, pero también han sido el centro de grandes persecuciones.

Cuando el 20 de mayo de 1521, un caballero guipuzcoano fue herido de un cañonazo en Pamplona, no sabía que iba a convertirse en el fundador de la orden religiosa más famosa de la historia. Ignacio de Loyola, gran admirador de los caballeros medievales se entregó después de su conversión a seguir el ejemplo de los santos.

Aunque la imagen que nos han intentado vender es la de un hombre frío y calculador, la verdad es que Ignacio fue un místico que paso por los caminos más duros hasta que, con la formación adecuada, pudo dedicarse a la creación de su magna obra. El guipuzcoano trató del modo más familiar a sus compañeros procurando imprimir un aire de familia entre los miembros de la futura Compañía de Jesús.

El 27 de septiembre de 1540, el Papa Paulo III dió la aprobación oficial a la nueva institución. La Compañía de Jesús coincidió con otros clérigos regulares en la intensificación del apostolado, pero su manera de realizarlo fue diferente. Además, su cuarto voto de obediencia absoluta al Papa en cualquier trabajo a que El quisiera mandarles, les dió el matiz de tropas ligeras que han tenido hasta la actualidad.

Contrariamente a lo que se cree, los jesuitas no aparecieron como respuesta al protestantismo. Como los antiguos caballeros, de los que se sentía seguidor Ignacio, quisieron partir a Oriente, pero sería el Papa quien les orientaría a otros frentes.

El espíritu que impulsó a la fundación de la Compañía de Jesús fue la necesidad de renovación interior de la Iglesia. Por aquel entonces el universo católico sufría un gran desprestigio por la simonía, la falta de espiritualidad, la relajación de la moral y la decadencia de algunas órdenes religiosas, que como la de los benedictinos venía desde el siglo XIII, y la de las órdenes mendicantes desde el XIV.

La Iglesia inició algunas reformas con las congregaciones de observancia, dentro de algunas órdenes, y algunos reyes, como los Católicos, reformaron el episcopado, fundaron colegios de formación sacerdotal y la Universidad de Alcalá en este sentido.

Sin embargo, estas reformas en el ámbito local y episcopal fueron insuficientes para evitar la aparición del luteranismo. Las reformas efectuadas evitaron que el protestantismo se extendiese por los países que las habían recibido. Como la reforma interior de las órdenes religiosas no había sido suficiente, la siguiente medida fue la fundación de nuevas instituciones regulares que ayudasen a la reforma interior de la Iglesia. Entre estas aparecieron los teatinos, los clérigos de Somasca, los barnabitas y los jesuitas con un modo muy diferente de hacer apostolado.

La nueva orden estaba centralizada y jerarquizada buscando practicar la obediencia con perfección. El general, aunque controlado por la Congregación General, tenía un gran poder de gobierno por el nombramiento de superiores, rectores y provinciales. La formación de los futuros miembros era larga y dura para seleccionar los mejores en el periodo de preparación, expulsando al resto. El mantenimiento de la relación fraterna entre los jesuitas se mantuvo, aunque estuviesen destinados donde fuesen, porque su modo de vida no exigía un centro geográfico, sino espiritual.

La preocupación apostólica fue una prioridad para los jesuitas a la que subordinaron los otros componentes de la vida religiosa como ritos, plegarias, ayunos, devociones y obediencia. Para ello utilizaron indistintamente los medios naturales como instrumentos activos para la mayor gloria de Dios. Su finalidad era la vida activa en el sentido más amplio. Ignacio transformó el Opus Dei medieval en el Opus Animarum renacentista. Los jesuitas debían vencerse a sí mismos para reordenar la vida interior y cumplir después con la voluntad de Dios.

Nada más ser fundados, Paulo III mandó a Trento como teólogos a dos de los compañeros de Ignacio, Diego Laínez y Alfonso Salmerón. En la ciudad alpina los dos jesuitas dejaron constancia del espíritu renovador que latía dentro de la Iglesia. Esta vez no se perdieron en discusiones bizantinas y se favoreció el trato con la gente. Los jesuitas se propagaron por las principales y más influyentes ciudades de Europa, "Colles Benedictus, valles Bernardus amabat; oppida Franciscus, magnas Ignatius urbes". Su alta preparación intelectual empezó a llamar la atención de los príncipes quienes en 1548 mandaron a los primeros escolásticos seglares al colegio de Messina donde se formaron con los novicios de éstos.

En un periodo histórico donde la creencia de un príncipe determinaba la de un Estado, la importancia de la formación pedagógica de la elite política podía ser vital para el catolicismo. Los colegios de los jesuitas empezaron a multiplicarse y los vástagos de los señores católicos recibieron su formación conjunta con los futuros apóstoles del Norte de Europa. Los hijos de Loyola iban a ser los encargados de recuperar extensas zonas europeas para el catolicismo. La mal llamada Contrarreforma, como la denominó Ranke, porque fue una reforma católica, estaba en marcha, el luteranismo iniciaba su pleamar.

Entretanto, Francisco Javier había comenzado la labor misionera entre los gentiles. Del mismo modo que sus hermanos en Europa, el navarro se dio cuenta de que mientras en la India portuguesa se bautizaba masas de gente, en el difícil Japón la respuesta de su conversión estaba en la evangelización de sus elites dirigentes.

Sin embargo, no todo había sido un camino de rosas para la Compañía de Jesús. El Papa había intentado cambiar sin éxito el espíritu de la orden, Felipe II con el apoyo de algunos jesuitas se había querido beneficiar con la creación de un comisariado independiente de la provincia española. La finalidad había sido la de controlar la independencia que la Compañía gozaba por su obediencia al Papa. Además, los jesuitas se ganaron como enemigos a los dominicos, cuando el P. Molina defendiendo el libre albedrío del hombre en la eficacia de la gracia se enfrentó al P. Bañes.

Entretanto, el Renacimiento iba pasando y en su desarrollo secularizó el mundo de la ciencia, la Compañía de Jesús intentó ponerla al servicio de Dios para valerse de ella como instrumento de apostolado. De esta forma, el jesuitismo se convirtió en el símbolo de la contraofensiva católica y fue identificado con el Barroco.

El Barroco era la expresión de una nueva forma de cultura, que, por lo mismo, se manifestaba no sólo en las artes plásticas, sino en la pintura, en la música, en la poesía, en el teatro, en la vida social y en la filosofía. Ciertamente, era un arte que respondía al espíritu de los pueblos católicos, en que nació, al ambiente de las naciones absolutistas y a ese espíritu de conquista, de dinamismo, de glorias triunfales.

La arquitectura y el teatro fueron por lo constructivo y lo dinámico, las que mejor expresaron y simbolizaron la fuerza creadora y triunfal del catolicismo. El Barroco ayudó a glorificar en particular el dogma central de la Eucaristía contra Lutero. Como se necesitaba más luz y espacio, y el arte medieval era demasiado sombrío para una época de expansión y apoteosis, el Barroco sustituyó un arte frío, clásico y austero por otro más recargado.

La Compañía de Jesús no creo nuevas formas, sino que propagó las que estaban en boga. A finales del siglo XVI los jesuitas germanos todavía construían sus iglesias en el estilo gótico y no fueron ellos los que llevaron después el Barroco a su máxima expresión. Sin embargo, en el sentido con el que se habla de un románico cluniacense, o un gótico cisterciense, se puede hablar de un barroco jesuítico. La Iglesia de Roma, Il Gesú, fue el ejemplo más claro, levantada por Vignola con una sola nave y con capillas laterales entre los contrafuertes, y otra nave más corta y ancha que hace de crucero, sobre el cual se levanta la cúpula, inundada de luz por la linterna.

El modelo representado por Il Gesú fue muy utilizado por la amplitud del local, los contrastes de luz a que se presta y la potente unidad que domina toda la construcción. Esta iglesia servía perfectamente para glorificar la Eucaristía y evangelizar a grandes masas populares en las ideas de la reforma católica.

En cuanto al teatro, los jesuitas reconocieron su utilidad pedagógica incluyéndola en la Ratio Studiorum. El móvil principal de las representaciones teatrales era el afinamiento del sentido estético, la educación de los más nobles sentimientos, el uso perfecto de la lengua latina, la instrucción de la declamación, del gesto, de la emisión de voz, de la expresión de los afectos y el dominio de los grandes auditorios. Aunque algunos de sus alumnos llegarían a ser famosos como Calderón, Corneille y Moliere. Su éxito vino de educar y formar conforme al carácter y disposición de cada individuo.

Los jesuitas en el siglo XVII se habían transformado en el cuerpo religioso más efectivo de la Iglesia a través de sus colegios, donde se educaban las familias más influyentes del catolicismo; las congregaciones marianas, de las cuales se canalizaron numerosas obras de caridad y las misiones rurales que ayudaron a reevangelizar las zonas rurales de la Europa católica. El fervor protagonizado por las masas era tan grande que un jesuita dijo que "las bofetadas que se daban en los sermones al sacar el Santo Cristo, eran con tan buena gana, que se acardenalaban las mejillas".

Pero el siglo XVII no iba tener noticias positivas exclusivamente para los jesuitas. La adaptibilidad que demostraron a las diferentes culturas para poder acercarlas a Dios les planteó graves problemas en China y la India. La prohibición a los jesuitas de aceptar algunas costumbres locales como compatibles con la religión, impidió el desarrollo de la cristiandad en un periodo propicio en el Oriente.

Entretanto, en Europa se enfrentaron en el terreno ideológico a los jansenistas. Los discípulos de Jansenius eran de una moral tan rígida que creían en la predestinación y que la salvación del hombre solo podía venir de la Gracia de Dios. Por el contrario, los jesuitas desde el probabilismo rebatían esta teoría dándole mayor importancia al hombre al aceptar el libre albedrío de éste. La naturaleza no estaba del todo corrompida, la persona era capaz de hacer el bien con la gracia de Dios y ésta sólo podía producir su efecto por la decisión del libre albedrío.

Esta apreciación les enfrentó a los jansenistas que habían modificado esta idea agustiniana. A pesar de todo, los agustinos se sintieron ofendidos con los hijos de Loyola por lo que creyeron un ataque a San Agustín. El Papa castigó las ideas jansenistas, pero no por ello se aceptó el probabilismo molinista como la interpretación oficial de la Iglesia, aunque dejó constancia del humanismo de la Compañía de Jesús.

Sin embargo, el siglo XVIII iba a ver aumentar considerablemente el número de los enemigos de los hijos de San Ignacio. La Compañía de Jesús iba perdiendo gas y mostraba síntomas de decaimiento, la brillantez de los tiempos de la fundación había pasado. Una de las causas fue la no-aceptación por los jesuitas del espíritu ilustrado, germen del naturalismo, positivismo y racionalismo por mantenerse fieles a la autoridad y firmes en la tradición.

Los jesuitas, como todos los filósofos católicos que deseaban influir en la sociedad, sintieron dentro de sí el atractivo de lo nuevo y el temor de lo peligroso, el escrúpulo de abandonar los principios consagrados por la tradición y la vergüenza de defender un sistema desacreditado.

Los restos del jansenismo se unieron al galicanismo que defendía una reducción del poder papal sobre la Iglesia francesa. Las autoridades galas apoyaban esta postura clerical autóctona, como los jesuitas con su 4º voto especial de obediencia al Papa se convirtieron en los máximos defensores de la teoría contraria, llamada ultramontanismo. La Compañía de Jesús se convirtió en el centro de los odios de los jansenistas, galicanos e ilustrados. Estos últimos defensores de una religión razonada y adaptada a sus intereses, atacaron a los jesuitas como principales representantes de la Iglesia, acusándoles de ser símbolo del oscurantismo más retrógrado.

El inicio del fin empezó en las Reducciones del Paraguay. En este lugar, los jesuitas erigieron un conjunto de comunidades indígenas donde los indios vivieron sin ser explotados, con derecho a la propiedad privada y con comunales que favorecieron la formación de una sociedad bastante igualitaria. Como los únicos españoles presentes eran los jesuitas administradores, los indios nombraban sus propios concejos municipales.

Al principio su relación fue positiva ya que su contribución militar ayudó al mantenimiento español en el actual Uruguay. Sin embargo, en 1750, un tratado de límites entre Portugal y España, puso parte de las reducciones bajo soberanía lusa. Como los portugueses habían atacado varias veces las misiones en su afán exclavizador. Los jesuitas se opusieron, pero fueron sometidos a obediencia por un enviado especial de su general, porque en Europa las nubes anunciaban una terrible tormenta contra la Compañía y quizás la amputación del brazo paraguayo podía salvar a los hijos de Loyola. Los jesuitas salieron y los indios que opusieron resistencia fueron aplastados manu militari.

A pesar de todo, la prudencia jesuítica no sirvió de nada. Portugal fue el primer país que decretó la expulsión de la Compañía de Jesús, pronto su ejemplo fue seguido por los Borbones de España, Francia, Nápoles y Parma. Finalmente, los embajadores ilustrados de estos países con el apoyo de un importante partido eclesiástico antijesuítico formado por las otras órdenes religiosas que se sentían minusvaloradas ante los orgullosos hijos de Loyola, convencieron al Papa Clemente XIV de la necesidad de suprimir la orden en todo el orbe. Siendo incluso su general, el P. Ricci, encarcelado bajo falsos cargos, aunque cuando se mandó liberarlo ya había fallecido en prisión.

El mandato fue obedecido allí donde todavía existían, pero pudieron mantenerse en Prusia y Rusia, porque Federico II, como luterano, y Catalina la Grande, como ortodoxa, no tenían obligación de obedecer las directrices venidas de Roma. Entonces los ilustrados de boca de D´Alembert pudieron decir: "Abatida esta falange macedónica, poco tendrá que hacer la razón para destruir y disipar a los cosacos y genízaros de las demás órdenes. Caídos los jesuitas, irán cayendo los demás regulares, no con violencia, sino lentamente y por insensible consunción."

Pasado el temporal napoleónico y con los aires nuevos traídos por Metternich. El Papa Pío VII restituyó la Compañía de Jesús en 1814, cuando estaba en el trance de ver desaparecer a los últimos que habían conocido el espíritu jesuítico. En esta función de reconstrucción de una nueva orden formada en viejos odres se destacó San José Pignatelli. Sin embargo, el siglo XIX aún les reservó la amargura del exilio numerosas veces, en Suiza, Francia, Argentina, Colombia, Guatemala, Nicaragua, Costa Rica y en España por tres veces, en 1835, 1854 y 1868. En todas ellas los jesuitas fueron expulsados por gobiernos liberales que veían en ellos representantes del Antiguo Régimen.

Pero los jesuitas tenían en aquel entonces una gran desconfianza hacia el sistema democrático. En España, la mayor parte de ellos provenían de un norte prolífico en vocaciones levíticas y en donde el carlismo tenía sus reductos más fuertes. Precisamente, la división política de los católicos entre carlistas e integristas, ambos contrarios al liberalismo, produjo roces interiores entre los jesuitas, con partidarios a favor de unos y otros. Como los superiores habían depurado todos los atisbos de liberalismo, únicamente las posiciones antidemocráticas tenían cabida en la orden.

A pesar de todo, cuando el régimen liberal proporcionó la oportunidad de volver en la Restauración, los jesuitas no lo hicieron hasta que se vieron expulsados de Francia en 1880. Después de tantas expulsiones, la Compañía de Jesús se volvió más pragmática y se mantuvo independiente de los partidos políticos, favoreciendo la unión de los católicos en el terreno social, como los Círculos Obreros Católicos. Como la burguesía liberal había adoptado posiciones conservadoras y temía el peligro del naciente socialismo, se alió con la Iglesia en preservación del orden social.

La Compañía conoció de este modo una nueva edad de oro erigiendo formidables colegios donde los vástagos de las clases medias se formaban. Los jesuitas tuvieron por esta razón una tardía percepción de los problemas sociales y un trato preferente hacia las personas de posición elevada. Además su apostolado intelectual les llevó a la creación de Colegios Máximos, Universidades como Deusto y Comillas, Observatorios como el del Ebro e Institutos como el de Química de Sarriá, pero esto les trajo un complejo de superioridad sobre el resto del clero regular.

La formación de una elite católica, tanto profesional, intelectual como política resultó gracias a sus universidades, a la Asociación Católica Nacional de Propagandistas y a las Congregaciones Marianas por ellos dirigidas. Numerosas órdenes religiosas femeninas se fundaron bajo su apoyo y los conservadores se vieron apoyados por la teoría del mal menor, con el que algunos jesuitas pretendieron hacer tragar el liberalismo a los católicos más intransigentes. Sin embargo, aunque consiguieron que incluso Alfonso XIII consagrara España al Sagrado Corazón de Jesús, una devoción fomentada por la Compañía, con la proclamación de la II República el anticlericalismo democrático liberal volvió a expulsarles del solar hispano.

Los jesuitas volvieron a la zona nacional durante la Guerra Civil, mientras, en la zona republicana 113 de sus miembros, que habían quedado de forma clandestina, eran exterminados. La política corporativa que algunos miembros de la compañía habían defendido sirvió para la formación del Estado franquista. La orden progresó hasta 1965, fecha en la que alcanzó los 36.038 miembros. Pero a partir de entonces, bajo el generalato del sexto español, el P. Arrupe, la Compañía entró en decadencia perdiendo un tercio de sus efectivos por las secularizaciones.

La orden dirigida por los elementos más progresistas optó por la "promoción social de los sectores marginales". Pero esta acción significó una minusvaloración del sector pedagógico, que fue perdiendo efectivos religiosos siendo sustituidos por seglares e incluso se llegó a cerrar algunos de los colegios. Esto contribuyó aún más al vacío de los noviciados, muy castigados por la secularización de la sociedad. La participación en el mundo obrero y la supuesta defensa de los menos favorecidos en América les llevó a los jesuitas a tomar posiciones comunes con la izquierda política.

Después del fin de la II Guerra Mundial el corporativismo católico quedó proscrito en un mundo dividido entre el capitalismo y el comunismo. En los países del Este los jesuitas formaron el nervio clandestino de la Iglesia, por la detención de su jerarquía y en Hispanoamérica de la formación de una conciencia social hacia un sistema injusto. El precio no se hizo esperar, numerosos jesuitas pagaron con su vida la defensa de los sectores más desfavorecidos. La causa, el enfrentamiento, en el caso americano, a las oligarquías locales apoyadas por los Estados Unidos, posicionándose de forma indirecta con los soviéticos.

La Compañía ha seguido proporcionando sus héroes como el P. Daniel Linehan, quien descubrió en 1954, el Polo Norte magnético o el P. LLorente en Alaska, donde llegó a ser diputado. Pero las bases sociales tradicionales de los jesuitas les han abandonado por formas de espiritualidad más acordes con sus sentimientos.


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