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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

La oratoria.

La Oratoria gira entre la Estética y la Lógica, teniendo más de ésta que de aquélla cuando el género oratoria se acerca al llamado profesional o académico. Pero en el género oratorio más extenso, en el político y en el sagrado, los valores estéticos de la oratoria son tan marcados que se acerca y se confunde a veces con la Poesía

Lo primero fue la Palabra, como dice San Juan, y no la acción, como escribe Goethe. La palabra de Dios, sobre la nada, fue creando la luz y los astros y los seres todos y el hombre; y esa misma palabra, hecha carne en Jesucristo, al redimir a la humanidad, en cierto modo cierra la creación para hacer surgir de un mundo sumergido en las tinieblas del paganismo un mundo nuevo iluminado por la gracia.

De tal modo la palabra importa, que el signo diferencial entre la bestia que siente y se mueve, y el hombre que también goza de movimiento y de sensibilidad, radica en la palabra. La creación inanimada suena; el animal, jugando con el instinto, grita; sólo el hombre, articulando la voz, pronuncia y emite la palabra. Si el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, y si Dios se manifiesta al hombre en su palabra, de tal forma que por ella conocemos a Dios y Dios en ella se nos ha revelado, es evidente, de igual modo, que por la palabra el hombre da a conocer su semejanza con la divinidad, y en ella y por ella sorprendemos la luz interior y divina que produce dicha semejanza.

Pero la palabra es siempre veladura, instrumento y mediación y, como tal, sirve en el coloquio y en el lenguaje ordinario. En la medida en que la palabra se torna instrumento dócil del pensamiento y de la pasión que la mueven, transmitiendo y transparentando su cargo espiritual, en esa medida la palabra se transforma en vehículo de la elocuencia y el lenguaje se aúpa al orden supremo de la oratoria. Estimándolo así, Plutarco escribe que la palabra es un don de los dioses y que por media de ella se esparce el espíritu sobre el mundo; y entre nosotros, Juan Fernández Amador asegura que el discurso en que la oratoria se refleja se dirige de un modo absoluto al alma y su fin no es otro que adueñarse de sus potencias.

Los que abominan de la oratoria debieran saber, antes de excomulgarla, que la oratoria no es un pasatiempo de acústica recreativa, ni mucho menos, como algunos creen un ejercicio fonético, falto de jugo mental y desprovisto de ideas, fruto del achaque o manía de un simple e infeliz perturbado. La oratoria supone y se endereza al comercio espiritual de muchas almas y supone una encarnación del hombre que las pronuncia en las palabras que le sirven de instrumento

Sólo en la palabra que se pronuncia puede caber con toda su expresión y su brote germinal, el estado y el anhelo de un alma. Y cuando las palabras son insuficientes -conocéis el dicho «no tengo palabras para expresarlo»-, aún queda el gemido, el talante, el ademán y el gesto que acompañan al discurso y ayudan al orador en el difícil cometido de su empresa.

Vamos, pues para entendernos, a colocar las cosas en su sitio. No hay oratoria en la verborrea sin sustancia, ni en la charla insípida, ni siquiera en los párrafos tersos y brillantes. Hay oratoria cuando el alma del que dice se proyecta al exterior y se anuda a las almas de aquellos que le atienden. El presupuesto indispensable radica en una pasión pathos o etos, vehemente o tranquila, como dice Quintiliano, que la razón ordena y el arte en el manejo de la palabra convierte en fluida y asequible. San Pablo intuyó como nadie, para su gran oratoria sagrada, la evidencia palpable de esta realidad cuando en el capítulo XIII de la primera de sus Epístolas a los fieles de Corinto, les dice: «Aunque yo hablara el lenguaje de los ángeles, si no tuviere caridad, vendría a ser como la campana loca que suena en vuestros oídos, pero que no acierta a conmover vuestros corazones».

Si tuvieran razón los que abominan de la oratoria, el ideal sería que, tornándonos mudos y sordos, nos entendiéramos por escrito; pero, decidme: ¿es que los soldados del Gran Capitán se habrían embravecido y animado en las duras jornadas de su pelea en los campos de Italia con una orden escrita en la cual con desgana leyeran: «No os preocupéis, esos incendios son la luminaria de la victoria»? O es que acaso hubiera tenido mayor efecto, más expresión, más fuerza y más energía dialéctica un artículo publicado al día siguiente en un periódico de Madrid como réplica al diputado Suñer y Capdevila, de las Constituyentes de 1869, que pedía a la Cámara una triple declaración de guerra contra Dios, el Rey y la tuberculosis, que el gesto del Cardenal Monescillo, majestuoso y señorial, irguiéndose en su escaño, entre el clamor y el bullicio de los congresistas, y las advertencias de la campanilla presidencial, diciendo: «Señor Presidente, cuando oigo negar a mi Dios, me levanto y confieso»

No,; la elocuencia desata la mudez de los pensamientos. Como Vázquez de Mella escribía, ningún pueblo muere o desaparece sin conceder la palabra a sus propias ruinas. De aquí que todos los pueblos que han tenido que contar algo a la historia o de los cuales la historia ha tenido que decir algo, hayan tenido oradores. El patriarca, el caudillo primitivo, el jefe tribal peroraban ante los suyos con la palabra, tan ruda como las piedras del período chelence, pero peroraban y pronunciaban discursos paleolíticos.

Moisés, a pesar de ser tartamudo, era tan orador que magnetizaba a su auditorio y le hacía peregrinar pendiente de su voz. Los profetas hebreos, como Ezequiel y Jeremías, fueron admirables oradores. Jesús se dirigía al pueblo en forma de discursos, y de tales discursos que, como un retazo para abrir la mejor de las antologías, aún permanece con todo el saber de la hora tibia en que fue pronunciado, el más emotivo de todos, el llamado Sermón de la Montaña.

¿Y quién concibe a Grecia sin Sócrates y sin los grandes oradores del Pórtico, del Liceo o de la Academia? ¿Acaso no son los diálogos platónicos otra cosa que certámenes de oradores? Roma, sin Cicerón y sus Catilinarias es lo mismo que la Edad Media sin Pedro el Ermitaño convocando a los pueblos a la reconquista de la tierra sagrada. Y la Revolución francesa no acaba de entenderse sin traer a la memoria el recuerdo de Mirabeau y de Robespierre.

Si la oratoria, como dice Pemán, es la conciencia viva de un pueblo, se comprende que el orador, convertido en vocero de esa misma conciencia, se alce sobre la multitud y la interprete, la electrice y la azuce. El orador se yergue y se levanta sobre todos pronunciando su arenga. Plinio el Joven, admirando al orador ideal que conduce y arrebata al pueblo, lo describe asomándose al abismo de las masas, elevándose a las cumbres del ideal, navegando con el esquife de su palabra entre el horror de las tempestades, con las cuerdas crujientes, el mástil doblado y el timón retorcido, triunfando del viento y de las alas como un dios hercúleo y valeroso de la tormenta.

La oratoria no puede ser, por lo tanto, menospreciada y ello ni siquiera a pretexto de que para el ejercicio de la misma sea de uso indispensable la memoria. La memoria no es, como han dicho algunos con ligereza, el talento de los tontos, porque, como afirma con gracejo el doctor Pulido, de cierto lleva bastante adelantado para dejar de serlo el que puede retener con facilidad las adquisiciones sabias que el espíritu se procure, y porque, como Quintiliano escribe, la ciencia tiene en la memoria su fundamento y en vano sería la enseñanza si olvidásemos todo lo que oímos.

Siendo tal la oratoria, cabe preguntarnos acerca de su enclave en el mundo artístico y del lugar que en el orden literario le corresponde.

Atendiendo a su finalidad artística, en ese orden literario podemos distinguir, siguiendo la pauta de Emilio Reus, entre la Poesía, que persigue tan sólo aquella finalidad estética; la Didáctica, que procura la enseñanza, siendo la belleza un puro accidente de la forma de expresión, y la Oratoria, que persigue con el mismo rango un fin estético y la defensa o exposición de una verdad.

Así catalogada, la Oratoria gira entre la Estética y la Lógica, teniendo más de ésta que de aquélla cuando el género oratoria se acerca al llamado profesional o académico.

Pero en el género oratorio más extenso, en el político y en el sagrado, los valores estéticos de la oratoria son tan marcados que se acerca y se confunde a veces con la Poesía.

De aquí que sea falso aquello de que «el poeta nace y el orador se hace». Por más que autores de prestigio traten de probarnos que con práctica el orador surge, lo cierto es que de igual modo que no hay poeta sin inspiración, no existen oradores sin elocuencia, y que la inspiración lo mismo que la elocuencia son facultades del alma que no se aprenden con reglas ni artificios, sino que están infusas o concebidas como un don gracioso que la Providencia regala.

La inspiración y la elocuencia constituyen manifestaciones distintas del genio, pero tan próximas que ya Cicerón asegurada que finitim es oratori poeta, siendo comparable la inspiración que animaba la poesía de Homero y las estrofas de Virgilio, a la elocuencia que fulguraba en la oratoria de Demóstenes o en los discursos de Cicerón.

Los grandes oradores han sido siempre grandes poetas, almas capaces de intuir la verdad y la belleza; espíritus elegidos en los cuales se han dada cita la inteligencia, el corazón y el verbo.

Más aún, así como el poeta, como asegura Platón en sus Diálogos, tiene que esperar en vigilia impaciente los momentos aislados de la inspiración, los grandes oradores, líricos y épicos a la vez, se excitan y alientan con su propio arte, y de un modo paulatino vienen a raudales las ideas, el contacto entre las almas se inicia, el conjuro de la voz los libera de sus afanes y del cautiverio de las más íntimas preocupaciones. Es entonces cuando el orador, que quizá ha ido vacilante y tembloroso a la tribuna, y al principio parece que se coloca a la disposición de la Asamblea, llegándose a la misma y siguiendo sus pasos, al fin, conforme avanza el discurso, la encadena y la domino. E1 orador, conmovido como el poeta, conmueve a los que le oyen y pasa del fondo a la cabeza de la multitud. Vate y profeta, inspirado y elocuente, iluminado por el genio y argumentando con la lógica, rugiendo o suplicando, con la llama en los ojos y el estremecimiento en la palabra, el orador consigue transformar al público en auditorio, suspender el ritmo de los corazones y acompasarlo y sujetarlo al movimiento de su ademán y a las inflexiones de su frase; convertirlo, en suma, por encima de las cabezas, de las pupilas y de las manos, en la gran figura inmensa y grande que recibe la palabra y anima para decir la siguiente.

El espectador, como la hebra que cruza por el telar, se convierte en urdimbre, y esa urdimbre la forma, no sólo porque oye, sino porque oyendo, comulga con la obra espiritual que el orador fabrica, y se funde con ella, entregándole su albedrío. Cada espectador, hecho auditorio, asiste al discurso en espíritu y en verdad, se suma a él, lo vive como propio, se moviliza y desprende de su asiento, se incorpora a la marcha, al hilo de la idea, la siente agitarse y palpitar en su mundo interior, se fatiga, jalea, se crispa y se ríe y, cautivado y fuera de sí, calla o aplaude, que no sólo el aplauso, sino el silencio de un alma que recibe el toque de lo alto, es un signo elocuente y sincero de admiración.

Si el poeta, por obra y gracia de la inspiración concibe su poema, integrado por varias estrofas cuyo metro difiere según las circunstancias, el orador, por gracia y por obra de la elocuencia, concibe su discurso, que consta de distintos períodos, cuya dimensión y profundidad varía según el tema, la ocasión y el tiempo.

Sin inspiración no hay poeta, aunque el arte nos haya dado versificadores perfectos. Sin elocuencia no hay orador, aunque ese mismo arte nos haya proporcionado retóricos. E1 orador nace. Cicerón lo dijo ya crudamente al afirmar que los retóricos producen «non oratores, sed operarios linguae celeri et exercitata».

Mas si el orador nace, y es inútil encender la lampara en que el fuego o el combustible que lo alimenta se hallan ausentes, lo cierto es que la elocuencia se afina con el arte, que el genio se hace más agudo y eficaz con el canon, que el estudio unido a la facultad perfecciona a los oradores, porque, como el mismo Cicerón asegura, «non elocuentiam ex artificio, sed artificium ex elocuentia natum».

De todas formas, ese artificio o sujeción a la regla y al canon nace como una exigencia misma del genio, que observa de un modo natural la norma sin darse cuenta que la obedece. Y es que, en el fondo, el canon y la regla no aparecen como un llamamiento exterior, como un corsé que aprisiona y lastima, compete y aprieta, sino como un modo espontáneo de ser y de estar, que modula y perfila, para ser perfecta o para asomarse a la perfección toda obra que pretenda llamarse artística.

La oratoria deviene así elocuencia y arte, estética y lógica, inteligencia, corazón y verbo; ars bene dicendi excintia en frase de Quintiliano; el arte de persuadir con la verdad, según la definición de Sócrates; el arte de descubrir esa verdad de manera intuitiva, acercarnos a ella, desnudarla y hacerla visible a los oyentes por media de una tangencia inmediata y mística, como quiere José María Pemán.

Si así podemos definir la oratoria, al orador podemos definirle como vir bonus, dicendi peritus y ello porque la personalidad es inseparable de una obra que viene caracterizada por la comparecencia ante el público, por estar situado en la tribuna, expuesto a la contemplación y a la mirada de muchos, y esta compenetración sin tapujos exige, para que el comercio espiritual se establezca entre las almas cuanto antes y sin cortapisas, que la bondad y la virtud, la honradez y la entrega generosa del que habla se presuponga y se trasluzca. Sin ella no será posible la unión de los corazones, el nexo sutil entre el que habla y aquellos que le escuchan, en que, en definitiva, la elocuencia consiste. Salustiano de Olózaga, con frase bella y contundente, glosa la definición clásica cuando dice: «Si el orador no es un hombre honrado, carece de autoridad su palabra y se desconfía de los motivos que le impulsan a hablar. Esta virtud ha de nacer de la más exquisita sensibilidad del alma, ha de apoyarse en el amor perenne e inmenso a la humanidad, en la simpatía por todos los que sufren, en el deseo vehemente de emplearse en su bien, en la indignación que produce la injusticia, en el valor que inspire el amor a la patria y en la disposición a sacrificarse por la defensa de la verdad, de la justicia y el bienestar del género humano.»

El orador, hombre honrado, ha de ser perito en el hablar y, para ello, genio y arte, facultad y regla necesitan, como decimos, unas cualidades de índole natural o adquirida por la práctica y el estudio.

Fenelón señalaba que el dominio del tema objeto del discurso era indispensable, y con cierta ironía fustigaba a los oradores de su tiempo indicando que algunos no hablaban porque estuvieran rellenos de verdades, sino que buscaban las verdades a medida que hablaban.

Sentado el dominio del tema y la nitidez de los conceptos, el orador requiere memoria feliz, observando Pulido que casi todos los afamados oradores presentan igual rasgo de semejanza en su biografía: que se distinguieron en su niñez por una memoria extraordinaria.

Imaginación y sensibilidad vivas, a fin de contagiar las ideas, las pasiones y los afectos; expresión vigorosa de unas y de otros y una dicción clara, rítmica, musical a veces, dotada de aquella melodía compuesta de inflexiones de voz y de timbres variados, necesaria para reflejar y traducir los estados diversos del espíritu.

Pronunciación y ademán, hasta el punto de que la declamación y el gesto del actor trágico -con la notable diferencia que existe entre aquel que recita lo ajeno y el que pronuncia lo propio -se apunta como ejemplo que el orador ni debe ni puede despreciar.

Cualidades de orden natural las unas; logradas con el ejercicio, la autocorrección y el estudio las otras; ni éstas, como ya dijimos, sirven si aquéllas no existen, ni éstas pueden abandonarse para que crezcan y vivan en salvaje y ruda espontaneidad. Si Demóstenes era orador por naturaleza, tuvo que corregir y pulimentar defectos graves que se oponían a la externa proyección de su elocuencia. Con chinas en la boca y recitando trozos de autores notables a orillas del Pireo, combatió su tartamudez, y afeitándose la mitad de la cabeza y de la barba, para verse forzado por la vergüenza a no salir de la cueva de su casa, donde se ejercitó con voluntad muy firme en la práctica de ejercicios oratorios, logró tal dominio del arte que, durante quince años, pronunció los más grandes y bellos discursos de la humanidad, y entre los mismos las famosas «Filípicas» y la obra maestra que llamamos «La oración de Clesifonte».

Ahora bien, suponiendo reunidas las cualidades indicadas, ¿dónde encontraremos al orador ideal? ¿En aquel que poniendo sus discursos por escrito procure aprenderlos y fijarlos con detalle? ¿O en aquel otro que, subido a la tribuna, improvisa sobre la marcha?

Don Antonio Maura, en el discurso leído con ocasión de su ingreso en la Real Academia de la Lengua, aconseja que el discurso no debe en ningún caso de fijarse en la memoria; que, aun habiéndolo escrito, deben romperse las cuartillas; que nada hay semejante, a pesar de las incorrecciones del estilo, de la eufonía y de la sintaxis, a la frescura virginal de la elocuencia, al espectáculo de asistir al brote original de las palabras, y que la fijación del discurso en la memoria, aparte de exponer al orador a las quiebras y desventuras de sus faltas, lagunas y vacíos, le hace siervo en lugar de señor de su obra.

De otro lado, Emilio Castelar sugería a sus discípulos, y los alentaba con su ejemplo, que el discurso mejor es el discurso que se escribe, se aprende, se ensaya y luego se pronuncia. En esta línea, sabido es que los grandes oradores griegos y romanos sostenían que la improvisación era un atrevimiento mercenario ajeno al noble arte de la oratoria, de tal manera que Demóstenes se negó a hablar, no obstante la excitación del pueblo, cuando no conocía de memoria su discurso.

Una y otra tesis son conciliables. En efecto, cuando el orador tenga tiempo, fuerza retentiva, serenidad de ánimo y habilidad bastante para cubrir, improvisando, las lagunas inevitables de la memoria y enlazar con la hebra rota o perdida del discurso, es indiscutible que éste alcanzará el máximo de la perfección oratoria. Cuando esto no sea posible, construido el plan del discurso, que es preciso retener como un esqueleto o armazón de doctrina, puede dejarse libre a la improvisación seguro de que el pensamiento desembarazado y sin ligaduras puede confiar en la propia elocuencia y en los reflejos automáticos de la palabra.

En todo caso, el plan o el discurso postulan antes que nada un sondeo del auditorio, de las circunstancias que lo convocan y de la oportunidad de aquello que en esa ocasión concreta piensa exponerse. Sin variar el asunto ni variar los espectadores, la oportunidad requiere planes y métodos distintos.

El plan exige de su parte un encadenamiento lógico y sucesivo de las ideas, un descanso en las transiciones para afirmar el nervio del discurso y para aliviar la atención, pasando de la gravedad a la sonrisa, e iniciar suavemente el declive hacia el epílogo o la conclusión, cerrando con un broche que lo mismo puede ser síntesis que apóstrofe, pero que en todo caso requiere la frase y el gesto propicios para que el auditorio, al disolverse, continúe meditando y resuelto.

Sabemos ya lo que es la oratoria; la hemos catalogado en la esfera del arte y de la literatura. Hemos definido al orador, hemos señalado sus cualidades e incluso acabamos de discutir la conveniencia o inconveniencia de que, trazado un plan o esquema de doctrina, se aprenda el discurso fijándolo por escrito o se entregue al soplo de la improvisación al pronunciarlo.

Nos hace falta ahora saber si, no siéndonos posible escuchar sus bellos discursos de un orador, es útil estudiarlos cuando están reducidos a letra, ¿Es peor que aquellas traducciones de las cuales abominaba don Miguel de Cervantes?

Don Antonio Maura, a quien más arriba citamos, escribe que la genuina, verdadera y única oratoria se ciñe a los oyentes y se atiene de un modo exclusivo a laborar sobre ellos de viva voz. Perdida esta voz y estando ajeno al grupo escogido y privilegiado de los oyentes, debiéramos renunciar a la memoria de aquellos que los pronunciaron. A lo más, deberán recordarse su figura, pero nunca sus obras, pasajeras como el sonido, que se amortiguaron y languidecieron, desmayándose y evaporándose para siempre.

Algún orador, influido sin duda por este modo de pensar, al entregarnos, escritos, sus discursos, afirma que son como hojas de otoño que recuerdan al original por la forma y el tamaño, pero que se hallan muertas y amarillas, sin aquel verdor, ternura y lozanía que disfrutaron en el bosque.

Sin embargo, cuando el discurso lo es en serio y de verdad, cuando la elocuencia lo fue creando, y la palabra, dócil al pensamiento y a la emoción, le fue dando forma, el discurso, aun escrito y leído, sigue siendo discurso. Tiene una impronta, un sello, un aire especial que lo distingue y arranca de toda posible identificación con el capítulo de una novela o el artículo del periódico. Ramiro de Maeztu lo ha dicho: las páginas del discurso no están hechas con párrafos de escritor, sino con letanías amorosas, serenatas de enamorados y entusiasmos de cortejador.

Hay, en efecto, un estilo propio del discurso, como hay un estilo propio de la tragedia. De aquí que, a pesar de que sin representación no hay obra dramática, la mayor parte de las obras dramáticas son juzgadas por la simple lectura. De aquí, igualmente, que la lectura por Esquines de un discurso de Demóstenes, despertara asom-bro y aplausos sin medida.

Y es que, como Emilio Reus afirma, no existe elocuencia de folletón, sino elocuencia de discurso, cuya fuerza y vigor son tan enormes que nos sitúan en aquel auditoria ideal que un día existió y que se deshizo, haciéndonos recrear y reproducir interiormente las palabras, la entonación, las pasiones y hasta el gesto del tribuno.

Tal es lo que ocurre con los discursos de Vázquez de Mella. Martínez Kleiser, testigo presencial de los mismos, describe que, a pesar de los años transcurridos desde que Mella los pronunciara, poniendo en pie a las muchedumbres o arrancándoles ovaciones en el Parlamento, los mismos no pierden actualidad, y hay como ayer, a pesar de haber enmudecido la voz del tribuna, conservan la fragancia y la lozanía de las flores silvestres. Y el Conde de Romanones, luego de observar que es muy corriente, al verlos escritos, preguntarse cómo pudieron producir efecto y conmover al auditorio discursos que leídos carecen de seducción y de encanto, concluye que los discursos de Mella le producían al leerlos una emoción más intensa que cuando pudo recogerlos de sus labios.

P. Pérez


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