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El problema de la vida.

Porque no somos frívolos ante la realidad palpitante de la vida que nos rodea y de nuestra propia vida personal, tenemos que plantearnos el problema de la vida, y el llamado, quizá de un modo equívoco, derecho a la vida, así como de sus otros derechos y libertades y sus límites morales.

Junto a un reino mineral, con existencia inerte, hay un reino vegetal y otro animal, con existencia animada, es decir, con vida. Los cinco días primeros del Génesis los dedicó Yavé a la creación de los tres reinos: mineral, vegetal y animal. En el proceso creador ex nihilo, es decir, partiendo de la nada, se conjugan el tiempo y el espacio, la cronología y la astronomía; y los tres reinos pueden decir, refiriéndose al Creador, que «en El vivimos, nos movemos y somos"' (Hech. 17,28).

Pero en el relato del Génesis hay un capítulo aparte para el día sexto de la Creación. En este día Yavé dice: «hagamos al hombre» lo importante de la Creación del hombre es que se trata, no de algo sino de alguien cualitativamente distinto de todo lo creado; y ello no sólo por su imagen y semejanza con el propio Creador (Gen. 1,26), que podría ser tan sólo un remedo, semejante a una escultura o a un maniquí, sino porque a diferencia del puro e imperativo «hágase» de los cinco días primeros, en este caso, hecho el hombre del polvo de la tierra, Yavé «le inspiró en el rostro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado» (Gen. 2,6).

Conviene detenernos un poco en la animación del hombre, ya que esta animación la realizó un soplo de vida eterna, en tanto que el resto de la Creación, que existe o vive por la omnipotencia de la palabra divina, permanece exterior a ella, pero sin penetrarla.

De aquí que el hombre, criatura del día sexto, criatura que aparece en la conjugación del tiempo y del espacio, sea una criatura radicalmente distinta y, en cierto modo, atípica, porque su animación se debe a un soplo divino y porque su vida está, por ello, dotada con la eternidad de la vida divina de que ese soplo animado procede.

El hombre nace, como los demás seres animados de la Creación, en un día y en un lugar concretos, pero trasciende la doble dimensión temporal y especial, escapa a estas limitaciones, que condicionan la existencia o la vida de los otros seres, y prolonga ininterrumpidamente su vida en lo que llamamos eternidad.

Pero la singularidad del hombre, que arranca del origen divino del aliento vivificador, destaca por un segundo dato: el dominio que Yavé le entrega de todo lo creado en los cinco días primeros del Génesis (1,28) y que se pone de relieve, como prueba de soberanía, en la imposición de nombres (2;19,20).

En cualquier caso, el hombre, transido de eternidad y, por ello, podríamos decir, distante y distinto, era y es criatura, pura criatura, dependiente y subordinada a su Creador, que pone un límite a esa soberanía, señalando frontera a su libertad y decretando una sanción para el caso de que lo infrinja. El limite: no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, es decir, no crear una ética propia sino aceptar la divina. La sanción: la muerte (Gen. 2,16).

El hombre del Paraíso, criatura penetrada de eternidad, hubiera pasado a la eternidad, en la plenitud de su ser, sin el trauma doloroso de la muerte. La rebeldía trajo consigo la muerte, pero la muerte física, ya que el espíritu, en cuanto soplo divino eterno, no puede morir, porque es ontológicamente inmortal.

He aquí, originalmente, la razón de la dignidad del hombre y de la vida humana.

Pero al lado de esta razón precristiana de la dignidad de la vida del hombre, hay otra post-cristiana. En la Historia de la humanidad y, por tanto, en la de cada hombre concreto, ha irrumpido la Vida eterna, haciéndose presente en el tiempo y en el espacio, al encarnarse (l Ju. 1,2).

El apóstol San Juan, evangelizador de la vida eterna, como a sí mismo se proclama, la contempla como vida trinitaria de las tres personas. Del Padre dice que la «posee por Sí mismo" (5,26), del Hijo, que «en El estaba la Vida» (1,4) y del Espíritu Santo, que es «dador de Vida» (6,23).

Pues bien; si en Cristo habita la divinidad plenamente, y si «en Cristo Jesús está el espíritu de Vida», como adscribe San Pablo (Col. 2,9 y Rom. 8,2), Cristo, como hombre, pudo decir "Yo soy la Vida" (Ju. 11,25 y 14,6). Y es esta Vida eterna, hecha presente en la Historia y a cada hombre, la que, absorbiendo a la muerte física (2 Cor. 5,4), le devuelve la inmortalidad completa.

He aquí la segunda razón de la divinidad del hombre y de la vida humana. Si la primera se halla en su origen, el soplo de vida divina penetrante (Apoc. 1 1,1 1), ésta la encontramos en la encarnación o humanización regenerante de la Vida eterna.

Pero hay una tercera razón, teológica, finalista o escatológica, que añadir a las anteriores: el destino de la vida del hombre, querido por Dios, al crearle y al redimirle, que es no sólo la eternidad, sino una eternidad feliz en el nuevo Paraíso donde se ha preparado morada para todos (Ju. 14,2,3).

Origen, humanización, destino de la vida, que el hombre recibe como una dádiva (Rom. 6,23) o comunicación gratuita. Por eso, no puede hablarse, en realidad, de un derecho a la vida, sino de la vida como fundamento y base de los derechos, pero también de los deberes del hombre: derechos frente a lo demás y los demás, y deberes frente a Dios, que le ha dado la vida, y frente a lo demás y los demás, que también son titulares de los derechos que de la vida brotan.

Con respecto a Dios, y porque hay que obedecerle antes que a los hombres (Hech. 5,29), el hombre no debe amar tanto su vida temporal que ante el dilema de una u otra obediencia rehuya la muerte física (Apoc. 12, 11). Tal es lo que hicieron los que siguieron el camino ensangrentado de un martirologio admirable.

Con respecto a lo demás y a los demás, es decir, a la comunidad política y al prójimo, la trama del derecho-deber exige que el ordenamiento jurídico, la sociedad y cada uno, proclame y cumpla su respeto y protección a la vida, en su venero, rechazando simultáneamente los anticonceptivos y la ingeniería artificial o fecundación in vitro, en el proceso de gestación, rechazando el aborto; y en la proximidad de la muerte, por enfermedad o vejez, rechazando la eutanasia.

A su vez, el servicio a la comunidad y a los demás puede exigir el sacrificio de la vida: al soldado, en la guerra justa; al policía, como guardián del orden; al médico que lucha contra la peste. Pero también, la defensa de la vida y el bien común pueden hacer lícita la muerte del agresor injusto, del terrorista sin alma o del traficante de droga sin escrúpulos. Y ese bien común exige igualmente que la comunidad política coadyuve a que el hombre que de ella forma parte consiga una eternidad feliz.

«Yo soy la Vida», dice Cristo, porque Dios es la Vida y Cristo es Dios. Pero Dios es Amor, dice San Juan (I, 4,8). Vida y Amor se identifican, por consiguiente. De aquí que cuando no haya amor se odie la vida, y de aquí también que el rechazo a la vida y el egoísmo que sobrepone la conservación de la vida temporal a la eterna o a valores de una jerarquía superior, denuncien el enfriamiento de la caridad.

Este artículo pretende ser un canto, en la perspectiva apuntada, a la Vida Amor, y lo he escrito desde el respeto a la vida, pero no a la vida del hombre según la carne, sino a la vida del hombre traspasada de eternidad. Su Amor ha creado la vida eterna del hombre y la mujer, está vida eterna del hombre ha sido creada para amar al que es Amor.

 



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