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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Editorial.

La batalla entre la civilización de la vida y la falsa civilización de la muerte

La vida como presupuesto y el derecho a vivir que de ese presupuesto arranca, es un tema inagotable, imperecedero, sugestivo, apasionante y trascendente, porque el ser humano de cualquier época y cultura, de toda raza y oficio, hombre o mujer, trata de descubrir el sentido de su propia existencia, de averiguar, como dice la Constitución "Gaudium et Spes" del Vaticano II, "el sentido de su vida y de su muerte", (número 41).

¿Es nuestra vida, la vida de cada hombre, algo perecedero, que termina con la muerte, esa muerte cuya presencia dramática nos impresiona y acongoja cada día: la del padre o la esposa, la del amigo de la infancia, la del compañero de estudios o de profesión, la que se ha llevado al guardia civil victimado por el terrorismo, o a los centenares de viajeros en un avión en llamas, o a las decenas de millares sepultados entre las ruinas de una ciudad abatida por el terremoto, o deshecha por la lava ardiente que vomita un volcán?

¿Es cierto, como se interroga el autor del libro de la Sabiduría, que cuando la muerte llega el cuerpo se vuelve ceniza y el espíritu se disuelve en el aire? (2,3).

He leído hace muy poco un breve ensayo sobre lo que se llama teología del pudor. El pudor no es más que una manifestación de la vergüenza, y su raíz no es tanto psicológica y sociológica como metafísica, es decir, antropológica y teológica. Esta vergüenza puede ser personal, la que deriva del conocimiento de nuestros fallos morales, y puede ser natural, o de la naturaleza, independiente, por tanto, de toda responsabilidad individualizada. Pues bien, esta vergüenza natural la experimentamos todos los hombres, al tener conciencia de nuestros defectos naturales, desde la miseria biológica hasta el envejecimiento, la enfermedad y, sobre todo, la muerte. La repugnancia, la indignación, la cólera que por instinto despierta la muerte en cada hombre, prueba que la destrucción de su cuerpo es algo que parece hallarse en contradicción con su propia naturaleza, como si la misma, inicialmente, no hubiera estado destinada a morir. El hombre, como dice Romano Armerio, no se avergüenza por no tener alas, porque no tener alas no es un defecto, ya que tenerlas no es propio de su naturaleza. Al hombre no se le han suprimido por amputación las alas. Por el contrario, el hombre si se avergüenza de su corrupción y de su muerte, porque su naturaleza, desde lo más hondo y "ab initio", postula la incorruptibilidad y la inmortalidad.

Y es lógico, porque el hombre apareció en la tierra, como narra el Génesis (1,26 y 2, 7 y 17), con una vida corporal, animada por el soplo divino, y a la que preternaturalmente, como algo no esencial, pero si añadido, correspondía la incorruptibilidad y la inmortalidad. Si el sentimiento de vergüenza por la corrupción y por la muerte, ha que estudiarlo, como dijimos, en clave de teología, esa misma clave teológica nos descubre que el Dios vivo, dador de la vida, no hizo la muerte (Sab. I, 13) y que la incorruptibilidad y la inmortalidad de la naturaleza humana se las arrancó el pecado primero. Por eso dice San Pablo que "el salario del pecado es la muerte" (Rom. 6,23) y que "por media de un solo hombre entró la muerte en el mundo" (Rom. 5,2), añadiendo el libro de la Sabiduría (2,24) que la tentación que condujo al hombre al pecado, y por ello, a la muerte, fue obra del diablo, el homicida por excelencia.

A partir de este planteamiento, tienen explicación y sentido la vida y la aparente negación de la vida en el hombre, que es la muerte de la carne. En clave teológica también, la vida del hombre "mutatur non tollitur", se muda cuando fallece el cuerpo, pero no se extingue, porque su "yo" espiritual continúa, porque el soplo divino animador, que ha dado aliento a su carne, permanece, y porque su proyección a la eternidad no se interrumpe, al ser, por esencia, incorruptible. Más aún, todo el "iter" de la historia humana concluye con la victoria de la vida sobre la muerte, porque la vida absorberá a la muerte (II Cor. 5,4), porque la Vida, que tiene en Dios su propia fuente, se ha manifestado en Cristo, y de tal forma que de Si mismo puede decir: "Yo soy la vida", y porque habiendo venido al mundo para comunicarla, volverá a ser animado el cuerpo y resucitará la carne, tanto la de los justos como la de los pecadores (I Cor. 15,21 y Hechos 24,15), para ser glorificada en los primeros y condenada en los segundos.

La visión del tema demuestra, bajo este campo de luz, que la batalla en defensa de la vida no puede obedecer tan sólo a una exigencia puramente biológica o ecológica, porque en el fondo, el combate se plantea entre el linaje de la Vida, que está en Dios, y el linaje de la muerte, que está en el diablo, entre la estirpe de la bendición y la estirpe de la maldición, y entre el misterio de la gracia y el misterio de la iniquidad. Cuando el libro de la Sabiduría se enfrenta con los impíos y les imputa que han pactado con la muerte (1,16) haciéndose coautores de la misma, anuncia la batalla entre la civilización de la vida y la falsa civilización de la muerte, en la que hoy, más que nunca, estamos envueltos, entre la civilización del amor, que en eso consiste la vida auténtica, y la civilización del odio genocida que la destruye o la manipula. Y esta falsa civilización necrológica avanza; y la cabeza que la dirige se recrea viendo destruidas las imágenes de Dios, que son los hombres, a los que se niega el derecho a ser concebidos o a los que se asesina estando en gestación, o a los que se aniquila o autoaniquila por uno u otro motivo, y sin razón que lo justifique, más tarde.

A quienes nos hemos alistado en la civilización de la vida, nos urge contemplar esta vida nuestra en la plenitud de sus perspectivas y dimensiones. Para ello hay que afirmar:

1.°) que la Vida -porque yo no me la he dado- es un don gratuito que se recibe, y que se recibe de quien la posee, que es Dios, como dice San Juan (1,4);

2.°) el don de la vida no sólo hay que agradecerlo sino que es preciso defenderlo contra cualquier injusto agresor que pretenda privarnos de ella o dañarla;

3.°) la vida hay que transmitirla, porque el amor que le ha dado origen es comunicativo;

4.°) la vida en el tiempo no es un valor absoluto ni un fin en sí mismo, sino un valor relativo y ordenado a otros superiores, a los que se debe sacrificar cuando las circunstancias lo exigen;

5.°) la vida es, en todo caso, un talento, con el que es preciso negociar. A su término, habrá que rendir cuentas, ya que seremos examinados en el amor, como nos dice San Juan de la Cruz..

 



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