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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Soberanía .

España debe recuperar su soberanía, la espiritual, la política y la económica, para poder desarrollarse en plenitud ofrecer la libertad y el bienestar a sus hijos.

Hay que decir que los límites territoriales sobre los que ahora España ejerce su soberanía son menores que los que resultaron de la unión de las coronas de Castilla y de Aragón, incluso antes de la conquista de Granada y la unión de Navarra. Nunca hemos sido tan pequeños en lo espacial y en lo político.

Tenemos todos la conciencia de nuestra pequeñez a la vez que el sentimiento de nuestra grandeza. La grandeza territorial, que perdimos, y la grandeza espiritual, que dormita hace ya más de dos siglos. Es algo duro para los españoles: no somos Imperio y seguimos siendo España, es decir vocación universal. Y más duro es saber que nuestra enorme herencia, el patrimonio que nos pertenece y la formidable fuerza que ello supone, está guardado en el desván, olvidado en su mayor parte o, simplemente, negado en su conjunto.

No pocos españoles se avergüenzan de la obra de España en América y se arrepienten de nuestra hegemonía europea. Creen que fue un asunto económico aquél, derivado del Oro del Descubrimiento, o, peor aún, un largo discutir dinástico.

Previa al Imperio fue la voluntad de ser. El feudalismo, incluso en su versión española, se había agotado ya e hicimos otra cosa. Cuando Nebrija dice que el idioma debe acompañar al Imperio, resume en una varias verdades que venían anunciándose en España: nuestras armas no son entonces ni mejores ni peores que las de los otros; tampoco es mayor nuestra riqueza y no tenemos siquiera tantos hombres como Italia o Francia, tradicionalmente más pobladas. ¿Qué nos hace superiores? ¿La lejana América, apenas rozada aún en tiempo de los Reyes Católicos? No creo. Todo dependió de la dimensión universal de nuestra cultura, de lo moderno que nuestras luchas y nuestras necesidades de paz habían engendrado.

No nació de la fuerza el Imperio, sino de la novedad de nuestras concepciones, del paso adelante que dio nuestra entera organización; del gigantesco esfuerzo legal, con leyes justas, que se llevó a cabo, y de que todos comprendieron que, rescatada la primitiva unidad física, era imprescindible la unidad espiritual para exportar nuestros modos. El pueblo se sintió depositario de una misión y la llevó a cabo.

Actualmente la principal misión Española es también la reconquista de la unidad total. La unidad física, que rompen las autonomías; la unidad espiritual, que amenazan las corrientes heréticas de algunos, la colonización cultural y artística, las leyes injustas y el mismo olvido de lo que somos. La unidad política, fraccionada en partidos de obediencia internacional y tantas veces subordinada a los intereses del dinero mundial y de las naciones extranjeras.

Esta triple unidad, en lo físico, en lo espiritual y en lo político, no sólo es posible sino necesaria y deseable aún desde la despiadada lógica de que la unión hace la fuerza. Fuerza real que existe ya y que no es necesario crear sino permitir que actúe, removiendo para ello todos los obstáculos artificiales que se han levantado, durante dos siglos, intentando reducirnos a nación sin voz entre las naciones y, aparentemente, sin misión en la historia.

Y la unidad sólo se puede establecer sobre coincidencias; nunca sobre diferencias, que son las que dan origen a los partidos, es decir, al Sistema por el que nos regimos. O unidad, o esta política: esas son las opciones.

La democracia liberal se asienta sólidamente en las diferencias y, por lo tanto, en la tradicional disputa entre vecinos y en el rechazo de las semejanzas básicas. Por eso la democracia liberal unas veces olvida y otras ataca nuestra cultura española: porque es precisamente la cultura de nuestra Patria el principal enemigo del Estado que la señorea: mientras subsista esta básica contradicción, estaremos inmovilizados frente a nuestra historia, que vienen protagonizando otras naciones desde hace demasiado.

Si hiciéramos un catálogo de cuanto compartimos, que es lo que nos une, descubriríamos, sin más explicaciones, que somos una sola verdad con muchas apariencias temporales o fortuitas. En lo más básico seguimos siendo España: en la medida del tiempo; en el objeto de la vida, que en muy pocos es la mera supervivencia; en el amor por nuestra independencia, aunque la interpreten torcidamente las tribus separatistas; en el afán de justicia; en nuestro individualismo o, mejor dicho, nuestro personalismo; en nuestra concepción de la familia; en nuestro realismo; en nuestro arte popular, tan barroco y tan directo... ¿Para qué seguir?

Es en otro lugar donde se asientan las diferencias, ya en el reparto de la riqueza, ya en la temporalidad de lo político: equivocadamente les estamos dando un rango superior al que les corresponde, porque las diferencias siempre pueden corregirse, ya con leyes, ya con cultura y justicia, pero las semejanzas, en cuanto que partes de la esencia de lo español, son y serán inevitables.

Por eso hay que ponerse inmediatamente manos a la obra y devolver a las cosas su auténtica dimensión. Replantearse, bajo esta óptica, la necesaria unidad (que es mucho más que política) y hacerla en lo humano para que alcance a lo político. Sólo así la fuerza estancada en estos últimos años hallará el camino oportuno para volvernos a hacer protagonistas de nuestra historia. Soberanos.

 



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