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El "ecumenismo".
Frente al falso "ecumenismo" el artículo aborda los siguientes asuntos: Inteligencia independiente. Algunas reflexiones previas al debate ecuménico. El 'diálogo': constante humillación de la verdad católica. Las piruetas "ecuménicas" revolucionan la perenne verdad católica: la fe o es íntegra o no existe en absoluto. Un breve lección de historia: la Iglesia ante la herejía luterana. Catolicismo y protestantismos: tres aspectos esenciales de discernimiento. Ecumenismo y Diálogo Interreligioso: un breve inciso sobre el modernismo llevado hasta sus últimas consecuencias.
Inteligencia independiente. Algunas reflexiones previas al debate ecuménico
Este título (1) parece
constituir una redundancia. Sin embargo, en los tiempos presentes
es lo común que las personas tenidas por inteligentes utilicen
sus facultades intelectuales con plena sumisión a la corriente
de pensamiento dominante, con un perceptible terror a desviarse
de lo comúnmente admitido y a causar escándalo. Aún los que
pretenden ser audaces, aparentan serlo mediante bravatas en la
dirección de la corriente, nunca a contracorriente. Y si alguien
se decide a oponerse a ésta, lo hace con mil precauciones,
empleando casi siempre una cobertura retórica en la que se
diluyen las aristas de las verdades, cuando no estas últimas. De
ahí que resulte una redundancia obligada hablar de inteligencia
independiente. Es un bien escaso, de casi nula circulación.
El intelectual europeo de hoy está en las antípodas de un
Guilbert Keith Chesterton, de su olímpico desprecio por los
sistemas de pensamiento que imperaban en su tiempo (que son los
mismos de la actualidad, sólo que hoy han triunfado plenamente y
vivimos sus consecuencias). El materialismo, el ateísmo, el
agnosticismo, el cientificismo, el darwinismo, la teosofía, el
cristianismo liberal y modernista, el budismo, Nietzsche, Marx,
Schopenhauer; contra todo esto y mucho más se enfrentó con
extraordinaria bravura, enorme erudición y una poderosísima y
penetrante inteligencia que, merced al uso constante y acertado
de la paradoja, adquiría en sus múltiples escritos y
controversias públicas el poder urente del vitriolo y la
facultad estimulante del mejor vino.
Lo singular de este personaje es que el desarrollo progresivo de
su pensamiento, bajo el empuje de la pasión insobornable por la
verdad, le llevó paulatinamente, desde el agnosticismo, a
simpatizar primero con la religión católica, como fiel
depositaria de la ortodoxia, para terminar, al cabo de cierto
tiempo, por decidirse a la conversión pública.
No es aventurarse mucho afirmar que hasta los más señalados
trabajos teológicos de los especialistas duermen en los estantes
el sueño de los justos, y, por el contrario, la obra de
Chesterton está más viva que nunca para el laico de pensamiento
inconformista e independiente. A los especialistas los leen los
especialistas, y así se forma un circuito cerrado, que será muy
interesante para dichos especialistas, pero completamente
estéril. Y esto, en el supuesto optimista de que estos
doctorales trabajos sean ortodoxos, lo cual es mucho conceder.
Más frecuente es lo contrario, lo cual, trasladado a la
catequesis, ya no es que resulte estéril; simplemente, resulta
venenoso.
Estamos hablando, por tanto, de la antigua ortodoxia cristiana.
Todavía hace poco se la oía profesar y defender a amantes de la
verdad como Dawson, Bernanos, Belloc, Péguy, Bloy, Schmaus, le
Fort, Donoso, Maeztu, d'Ors, etc... Y mucho menos con un
cristianismo sin Iglesia, sin dogmas, sin milagros, sin premio ni
castigo, sin infierno, sin Satanás. Una predicación acobardada
que a lo más que llega es a referirse a un tal Jesús que vivió
hace muchos años y que era buenísimo, por lo que nosotros
también tenemos que ser muy buenos. Estoy hablando de la
clásica religión, que era una religión recia que conviene a
los recios y vigoriza a los débiles. No una religión débil que
confirma a los débiles en su debilidad y repele a los fuertes.
Pero prefiero referirme a esa calidad de inteligencia -hoy por
hoy significa ante todo Vigilia de la Razón frente la
'corrección política'-- que, en condiciones sin duda
desfavorables y que abrumadoramente señalan en otra dirección,
se abre camino, en soledad y fuerza, a través de la maraña de
obstáculos, para proyectar al cabo triunfalmente una visión
plenamente opuesta a la de curso común, llena de alegría y
esplendor, pero, también, de rigor y esfuerzo. Lo contrario del
depresivo conformismo, del dejarse llevar, del insípido
agnosticismo o las turbias complacencias orientalistas del
anonadamiento; situaciones éstas a la que lleva la inteligencia
dependiente, sin carácter, que se humilla y se desarbola ante el
pensamiento de los más. He ahí el lugar vital del
"ecumenismo" típicamente "posconciliar".
Frente a ello, esa inteligencia que no se subordina al ambiente
es más necesaria hoy que en los tiempos de Chesterton. Pues en
aquella época había inquietud intelectual y hoy no. Ya he dicho
que vivimos las consecuencias del triunfo de las tendencias
filosóficas nocivas: no el triunfo, sino las consecuencias del
triunfo; es decir, el colapso del espíritu.
Por lo mismo, la necesidad del despertar. Y no se puede esperar a
que despierten los demás. Esto es cosa de cada uno. Cada uno,
contra la corriente. Cada uno con su «no». Y se presenta el
problema habitual, como siempre que algún laico se destaca en la
expresión de verdades molestas, en denuncias que causan
incomodidad, y que, por lo mismo, son consideradas inoportunas
por la sociedad apoltronada e inerte y suponen un cierto grado de
valor por parte del denunciante, al hacer uso de esa inteligencia
independiente a que me refiero y colocarse por fuerza a contra
corriente
Sí, en principio habría que
suponer que la Jerarquía no aboga por un falso ecumenismo, un
falso diálogo interreligioso, un falso humanismo y
humanitarismo. Eso está bien, pero ¿cuántas veces se condena
en los púlpitos? ¿Se condena alguna vez? Lo habitual en la
predicación y el magisterio ordinario es el discurso monocorde,
untuoso, descomprometido, reiteradamente benévolo y amoroso,
conciliador, adulón y sin sustancia. No hay formulaciones
doctrinales, ni apenas morales, y se repite una y otra vez que
Dios es muy bueno y nos perdonará a todos. Lo cual no deja de
constituir un implícito estímulo a que hagamos lo que nos venga
en gana.
Resulta dificil, a poco que se piense en ello, que con esa
preparación y ese espíritu se pretenda ni más ni menos que la
«nueva evangelización de Europa». ¡Nada menos! Por mi parte,
no puedo menos de pensar que una parte del clero, con su tozuda
obstinación en ser complaciente, demócrata y progresista,
dejando de lado la ortodoxia, está haciendo el mayor de los
ridículos, ante Dios y ante los hombres.
Es lícito pensar que, en la
defensa de la Tradición con mayúscula, cada vez será más
importante el papel del laico independiente y sin prejuicios
modernistas. Al sacerdote siempre le corresponderá, en virtud de
su función, un papel singular, pero si no está a la altura de
las circunstancias, su antigua posición influyente, ya
enormemente deteriorada, habrá de reducirse aún más si cabe.
Pues el laico precavido se ve obligado a hacerle objeto de un
serio escrutinio, y si sus palabras están cortadas por el
patrón común, lo rechaza. El sacerdote liberal se tendrá que
conformar con el grupo de oyentes habitual, carente de capacidad
de discernimiento, y al que todas las «las palabras del cura»
le suenan igual. Si esa es su modesta aspiración, tiene el
triunfo asegurado. Pero, sería oportuno que, en esas
circunstancias, no mencionase la nueva evangelización, pues este
es un tema de gravedad y peso considerables.
El cristianismo triunfaba con la ortodoxia antigua; y se ha
desmoronado con el progresismo moderno. ¿Qué tozudez diabólica
obliga a muchos a no ver la correlación de causa y efecto? Estos
son tiempos de reacción o aniquilamiento espiritual. Tiempos en
que cobran especial significación las últimas palabras de
Chesterton pocas horas antes de morir, en 1936: «A un lado está
la luz... y al otro, las tinieblas. Y uno tiene que elegir...».
Para concluir estas consideraciones iniciales, quisiera advertir
al lector que sería difícil definir en unas pocas palabras los
objetivos de esa crítica a la ideología "ecumenista".
No son fruto por cierto de unas desaforadas ganas de ir
contra-corriente, porque o sería soberbia, nunca se sabe, o al
menos signo del más inutil suicidio intelectual, dada la
inquisición imperante, ciertamente anticatólica -incluso cuando
proceda de católicos-, y acaso más feroz que la que
caracterizó la Cristiandad desde las guerras cátaras hasta hace
poco. Creo que acertaría el que lo definiese en términos de
'guerrillero cristiano', aunque sería más propio llamarlo
'caballero' cristiano, porque los caballeros luchan por la verdad
y el bien, son milites Christi, noción prácticamente
desaparecida del discurso católico actual, entregado a un falso
pacifismo, consecuencia de las confusiones modernistas. En
definitiva, fortalecido por esta actitud militante, lo que
interesa ante todo es pensar más allá de los estereotipos al
uso...por amor a la Verdad.
El
"diálogo": constante humillación de la verdad
católica.
El "diálogo ecuménico" con los denominados
"hermanos separados", es decir, con herejes y
cismáticos de toda condición (y con los adeptos de casi todas
las "religiones"), ha sido ensalzado por alguna parte
de la jerarquía actual como una de las conquistas más
importantes del Vaticano II.
Con la adopción del "diálogo", esa parte de la
jerarquía da a entender que dio lugar a un cambio de dirección
verdadero y propio: ¡no más "anatemas", sino
comprensión, apertura, diálogo! Dijo y sigue diciendo: "es
menester volver a la unidad de los cristianos en la recíproca
comprensión; por eso dialogamos en el respeto recíproco".
Y como premisa necesaria para el "diálogo", una parte
de la jerarquía afirma que no quiere efectuar ya proselitismo
alguno, que ya no quiere afanarse por convertir las almas al
Catolicismo. El predicador católico puede desaparecer,
sustituido por el conferenciante con alzacuellos, por el lenguaje
progresista, por los "distingos" tortuosos, por la
teología incierta. Para todos está clarísimo ahora que una
parte de la jerarquía católica actual no busca, como sería su
deber, la vuelta de herejes y cismáticos al redil de la Santa
Madre Iglesia, del cual se mantienen alejados tras haberse
escapado de él, combatiéndolo de todas las maneras posibles,
por culpa de ellos, por su desenfrenado orgullo: non enim nos
ab illis, sed illi a nobis recesserunt ("pues no nos
separamos nosotros de ellos, sino ellos de nosotros", San
Cipriano, De Unit. Eccles.).
En efecto, incluso la mera tentativa de convertir atentaría
(así se hace creer) contra esa libertad individual de conciencia
que la hermenéutica modernista del los textos del Vaticano II
(facilitada acaso por un lenguaje ambiguo, principalmente del
decreto sobre la libertad religiosa: Dignitatis humanae) elevó,
de un modo absolutamente impropio, a valor absoluto. Se razona
como si convertir a la verdadera fe fuese forzar a creer, como si
fuese constreñir. Idea falsísima, puesto que la conversión es,
generalmente, el fruto de una predicación y de un ejemplo que,
con la ayuda de la Gracia, difunden la luz de la Verdad Revelada
en el alma sumida hasta entonces en las tinieblas, estimulando
poderosamente la carrerilla que toma libremente para saltar hacia
el verdadero Dios, el cual comienza a ser columbrado por vez
primera igual que el padre divisó de lejos al hijo pródigo.
¿Y puede agradar a Dios este abandono voluntario y ostentoso de
la conversión? Ciertamente no, dado que Jesús Resucitado mandó
expresamente a sus sacerdotes que fuesen a adoctrinar a todos los
pueblos en la verdadera y única fe, bautizándolos en el nombre
del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt. 28, 19). Y, para
no dar ocasión a dudas, agregó: "enseñadles a observar
todo lo que os he enseñado" (Mt. 28, 20). Todo eso que
Nuestro Señor enseñó a los Apóstoles, los Apóstoles (y, por
ende, los obispos) deben enseñarlo a su vez a todos. Pero hoy,
de todo lo que Nuestro Señor enseñó, ¿qué se enseña a los
pueblos? ¿Y qué a los mismos católicos?
La contraprueba de cuanto se acaba de decir -que el denominado
"diálogo" no agrada al Señor- la suministran los
hechos. Y no sólo la perduración y la agravación constante de
la crisis general del Catolicismo, sino también el fracaso cada
vez más evidente (para quien no esté cegado por la retórica
del régimen) de los esfuerzos "ecuménicos" del
Vaticano. Efectivamente, ¿qué se ha obtenido después de más
de treinta años de "diálogo"? Menos que nada. Se han
malbaratado los valores católicos, haciendo concesiones a
diestro y siniestro. ¿Y a cambio? Cero. ¿Es que los herejes,
los cismáticos, los hebreos, los musulmanes, los budistas, etc.,
han admitido al menos en parte sus errores, acercándose a
Cristo? Ni en sueños. ¿Es que los hebreos, pongamos por caso,
en obsequio al "diálogo" y a los reconocimientos de
que han sido objeto por parte de la jerarquía presente, han
quitado del Talmud los insultos bien conocidos a Nuestro Señor,
a la Virgen, a los cristianos? Ni hablar de ello. ¿Y las
conversiones? Silencio absoluto, mientras resulta que muchos
católicos abandonan su fe para adherirse a las religiones
falsas, a las sectas.
Cuando luego el Papa o un miembro cualquiera de la jerarquía
intenta una tímida crítica tocante a algún aspecto de las
otras religiones (prescindiendo, en el caso de que se trata, de
la verdad católica), o bien cita públicamente un pasaje del
Nuevo Testamento que los hebreos consideren ofensivo, recibe
dentelladas de todas partes y se ve constreñido a dar
aclaraciones, a cantar la palinodia, a presentar excusas. Todo
ello es extremadamente humillante. A tanto hemos llegado, pues:
¡a proclamar con la mayor tranquilidad, como si se tratase de
algo obvio -sólo porque es la opinión consolidada y dominante-,
que el cometido que la jerarquía católica actual prescribe a la
Iglesia excluye de suyo la conversión y, por ende, la lucha por
la salvación de las almas! ¿No es esto una traición en toda
regla al fin para el que fue divinamente instituida la Iglesia?
Se trata de la interpetación modernista de la letra
-doctrinalmente no siempre segura y precisa- promulgada por el
Vaticano II en punto a la dignidad del hombre y a la libertad de
conciencia y de religión, doctrina que en estos treinta años ha
gozado de una aplicación amplia y articulada.
Es este un principio general
que se aplica aquí. La "interpretación" de la
dignidad humana elaborada en los textos del Vaticano II exige que
se respete siempre la "decisión personal", sea cual
fuere. Si el ateo decide seguir siendo ateo, la "Iglesia
salida del Concilio" no cesa de respetar su decisión, aun
tratándose de una decisión que, si se mantiene hasta la muerte,
¡puede enviar al desgraciado derecho al infierno! En efecto,
esta Iglesia afirma que no se debe distinguir entre creyentes y
no creyentes porque, si no, se violarían "los derechos
fundamentales de la persona humana" (Gaudium et Spes, n. 21,
BAC 252, Madrid 1965, pág. 236). El derecho fundamental parece
ser el de la igualdad, con base en el cual auspicia alguna
jerarquía el "diálogo" entre creyentes y no
creyentes, para "colaborar en la edificación de este mundo,
en el que viven en común" (GS, ivi).
¡Como si fuera posible que Cristo y Belial conviviesen en la
misma casa! Sea como fuere, el ateo no debe ser
"discriminado", lo que significa que no debe ser
convertido: el mero hecho de intentar convertirlo es ya
discriminación, es decir: negación de su dignidad de persona,
igual a nosotros.
Si es igual, sus ideas tienen entonces la misma dignidad que las
nuestras. ¿Por qué inducirle a cambiarlas? Pero el error que
subyace a estos sofismas, que nada tienen que ver con la verdad
católica, se comprende plenamente si se analizan los epígrafes
19, 20 y 21 de la Gaudium et Spes, dedicados al ateísmo. En
ellos no se dice jamás que el ateo impenitente corre a su
perdición. ¡No se dice jamás que el ateísmo perjudica
sobremanera a la salvación de nuestra alma, porque constituye un
pecado que ofende gravemente a Dios, producido por la soberbia de
los que niegan con falsos razonamientos la existencia de Dios! Se
dice, en cambio, que la Iglesia "denuncia" el ateísmo
como doctrina que se opone "a la razón y a la experiencia
humana universal" (¿sólo por esto?) y "priva al
hombre de su innata grandeza" (ivi, pág. 234),
impidiéndole creer en "sus destinos más altos" (ivi,
pág. 237). Así pues, el documento conciliar no
"denuncia" el ateísmo porque ofende a Dios y manda
almas al infierno, sino sólo porque contradice la "grandeza
del hombre" al dar de ella una idea completamente
insuficiente y contradictoria, de tal manera, por tanto, que
creer en Dios o no creer no se conciben ya como la adhesión o la
no adhesión a una verdad revelada (que Dios existe y que hay que
creer en Él para complacerlo: Hebr. 11, 6), sino como modos más
o menos coherentes con los cuales se representa el hombre la
propia dignidad, la propia "grandeza" y, por ende y en
definitiva, a sí mismo. Estamos en el subjetivismo más radical
(2). Considérese esta frase: "la Iglesia afirma [contra los
ateos] que el reconocimiento de Dios [por parte del ateo] no se
opone en modo alguno a la dignidad humana, ya que esta dignidad
tiene en el mismo Dios su fundamento y perfección" (pág.
235).
¿Qué se quiere decir? ¿Que el ateo debe creer en Dios porque Dios existe a pesar de todo (lo que piense el ateo) y porque, además, golpea con Su justicia eterna a quien lo niega? No. Sencillamente, que el ateo puede creer, porque tal fe no contradice a la "dignidad humana", o sea, a un valor que no expresa más que la idea que el hombre tiene de sí mismo. Para el Concilio es ésta la unidad de medida, es éste el fundamento de una legítima fe en Dios: el valor de la dignidad del hombre, no el de la Verdad Revelada, la cual sí nos demuestra la existencia de Dios y, por ende, sí nos obliga de suyo a creer.
Pensemos con suma aflicción en tantas almas que anhelan oscuramente, según parece, salir de las tinieblas en que andan sumidas, abandonadas a su suerte por culpa de algunos pastores que declaran abiertamente que no quieren convertir a nadie a la fe verdadera y única, en nombre de las infames exigencias del denominado "diálogo": pastores indignos hasta del calificativo de católicos.
Las piruetas
ecuménicas revolucionan la perenne verdad católica: la fe o es
íntegra o no existe en absoluto.
Vayamos por partes. Defender la Infalibilidad pontificia es cosa
natural para un católico que haya interiorizado la fe en la
constitución divina de la Iglesia (3). Está claro, sin embargo,
que tal virtud no se aplica sino en condiciones muy especiales.
En el extremo opuesto, y por lo mismo, está claro que "los
hombres de Iglesia" no se equivocan en todo; pero hoy por
hoy, siempre que la Jerarquía renuncie a atenerse a las cuatro
condiciones definidas para que se de la infalibilidad, no hay
impedimento sobrenatural a que, en su magisterio ordinario, se
equivoque en cosas esenciales (sin que esto afecte en principio a
la obediencia filial debida), atinentes a la integridad de la fe,
por lo que se traiciona a Nuestro Señor Jesucristo, se trastorna
su Santa Iglesia y se pone en peligro la salvación eterna de
aquellas mismas almas a las que debería conducir a la salud.
Este escándalo, por supuesto, no se elimina con simplemente
negarlo, o con tachar de rancios tradiconalistas a aquellos cuya
razón y sensus fidei no admiten como Magisterio fidedigno
aquellas proposiciones doctrinales que sin más trastornan o
eliminan la Tradición (tanto la consuetudo Ecclesiae (4) como
las proposiciones dogmáticas del Magisterio de los papas
anteriores). Ya es desconsolador tener que defenderlo, pero, en
católico, sólo desde un sincero amor a la fe transmitida por la
Tradición puede 'profundizarse en la comprensión de la Verdad
Revelada'. Y puede preguntarse el laico perplejo si los adalides
del ecumenismo todavía creen en la infalibilidad de los
anteriores Concilios ecuménicos dogmáticos que no sean su
pastoral (5) Vaticano II, o si todavía hablan de la misma
Iglesia cuando a ella se refieren. Porque cuando en la
Declaración Oficial Común la dogmática 'unidad de fe y de
caridad', como rasgo constitutivo de la Iglesia, es sustituida
por una 'plena comunión eclesial' en la que las diferencias
'permanecen', es patente que la 'unidad de fe y de caridad' ha
sido sustituido por la sola 'unidad de caridad'. Pero quitada la
unidad de la fe, se quita también el fundamento de la unidad de
la Iglesia, porque la unidad de caridad nace de la unidad de fe,
y no al revés: "Jesucristo quiso.. que existiese en la
Iglesia la unidad de la fe; esta virtud ocupa el primer puesto
entre los vínculos que nos unen a Dios" (León XIII, Satis
Cognitum). Y Pío XI afirma en la encíclica Mortalium Animos:
"Apoyándose la caridad, como sobre su fundamento, sobre la
fe íntegra y sincera, es necesario que los discípulos de Cristo
estén unidos príncipalmente por el vínculo de la unidad de la
fe". Pero he aquí que la Declaración Conjunta subraya
repetidamente el consenso alcanzado sobre las 'verdades
fundamentales', como si eso bastase, y atribuye al Vaticano II el
mérito del 'diálogo ecuménico' que ha dado este resultado
(n.13). Si es así -y no lo dudamos- no es un mérito sino una
evidente y vergonzosa desobediencia al anterior Magisterio de los
Romanos Pontífices, porque pretende uncir a la Iglesia Católica
al tambaleante yugo del ecumenismo protestante, que los sucesores
de Pedro, uno tras otro, condenaron repetidamente desde su
nacimiento. Por tanto, los católicos que se adhiriesen a
semejante ecumenismo "darían autoridad a una falsa
religión cristiana, totalmente distinta de la única Iglesia de
Cristo" (Pio XI, idem). El Vicario de Cristo no podría
tolerar "la muy inicua tentativa de someter a discusión la
Verdad.., porque -subraya con energía- de lo que se trata aquí
precisamente es de defender la Verdad revelada" (idem).
Finalmente nos apoyamos en la Orientalis Ecclesiae (1944),
encíclica de Pio XII cuyo contenido debería haber supuesto por
otra parte una clarísima delimitación del modo y alcanze del
diálogo con los protestantes: "No es lícito, ni siquiera
bajo capa de hacer factible la concordia, disimular ni un solo
dogma (...) Por eso, no conduce al deseadísimo retorno de los
hijos equivocados a la sincera y justa unidad en Cristo, aquella
teoría que ponga como fundamento del concorde consenso de los
fieles sólo aquellos puntos de doctrina sobre los cuales todos o
la mayor parte de las comunidades que se glorían con el nombre
de cristiano se encuentren de acuerdo, sino aquella otra, que sin
exceptuar ni disminuir ninguna, acoge íntegramente cualquier
verdad revelada". Y podríamos continuar largamente, pero
puede bastar para desintoxicarnos del veneno
"ecuménico". Conciliar lo verdadero y lo falso,
concediendo algo al error para que sea bueno, y no negando toda
la verdad, para que no proteste demasiado, y eso mediante la
alegación de dificultades del lenguaje o de meras diferencias de
énfasis (n.13, n.40, etc.), es condenar a muerte a la verdad y
decretar el triunfo de la herejía. Por ello podemos decir que la
Declaración Conjunta, junta sí a católicos y luteranos, pero
sólo "en la común ruina" (Pio XII, Humani Generis).
En resumen, "sin la fe es imposible agradar a Dios"
(Heb. 11, 6), y la fe goza de esta propiedad esencial: o es
íntegra o no existe en absoluto. He ahí la diferencia esencial
entre la mera fe fiduciaria de los protestantes y la fe doctrinal
católica: "Repugna, en efecto, a la razón -escribe León
XIII en la encíclica Satis Cognitum- no dar crédito a Dios
cuando habla, aunque se deje de prestarle fe no más que en un
solo punto", y lo ejemplifica así: "los arrianos, los
montanistas, los novacianos, los cuartodecimanos, los
eutiquianos, no abandonaron toda la religión católica, sino
solamente tal o cual parte, y sin embargo ¿quién ignora que
fueron declarados herejes y arrojados del seno de la Iglesia?
(...) Pues tal es la naturaleza de la fe, que no puede subsistir
si se admite un dogma y se repudia otro (...) Quien en un solo
punto rehúsa el asentimiento a las verdades divinamente
reveladas, realmente abdica de toda su fe, pues rehúsa someterse
a Dios en cuanto que es la soberana verdad y el motivo propio de
la fe (...) Por eso la Iglesia -escribe León XIII-, penetrada
plenamente de estos principios y cuidadosa de su deber [de
custodiar el depósito de la Fe], nada ha deseado con tanto
ardor, ni procurado con tanto esfuerzo, como conservar en todas
sus partes la integridad de la fe. Por eso ha mirado como a
rebeldes declarados, y ha expulsado de su seno, a todos los que
no piensan como ella sobre cualquier punto de su doctrina"
(idem). Así las cosas, es nuestro derecho y deber deplorar, ante
Dios y ante los hombres, el que los hombres de Iglesia actuales,
por seguir el espejismo de un falso "ecumenismo" (sin
hablar del resto), exijan a los católicos que repudien una serie
de verdades reveladas por Dios y propuestas siempre por la
Iglesia para ser creídas.
Efectivamente, es de fe que Cristo fundó una sola Iglesia (dogma
de la unidad y de la unicidad de la Iglesia); es de fe que esta
Iglesia única de Cristo es la Iglesia Católica, la cual no se
ha desvanecido jamás en dos mil años, conforme a la promesa
divina: "las puertas del infierno no prevalecerán contra
ella" (Mt. 16, 18, dogma de la indefectibilidad de la
Iglesia); es de fe que fuera de esta Iglesia única de Cristo no
hay salvación para nadie (dogma de la necesidad de la Iglesia
para salvarse), etc. Pero he aquí que el ecumenismo, humillando
a la única y verdadera Iglesia de Cristo rebajándola al nivel
de las sectas heréticas y cismáticas, pretende forzarnos a
confesar que la Iglesia única de Cristo se ha
"dividido" en el transcurso de los siglos (y, por ende,
que Dios no ha mantenido su promesa) y nos intima a reconocer que
la Iglesia Católica es sólo una parte de la Iglesia de Cristo,
o sea: que esa subsiste en la Iglesia Católica, pero no se
identifica con ella, como siempre ha proclamado el Magisterio
hasta Pio XII, quedando reducida a una -aunque fuera la más
completa- de tantas "confesiones cristianas" (y que,
por tanto, la Iglesia de Cristo aún está por construir o, al
menos, por reconstruir). Si fuera así, habría que aceptar en
toda lógica la tesis progresista-imanentista de que la Iglesia
Católica debe ponerse a "buscar" la verdad, como las
sectas heréticas o cismáticas, porque también ella, al igual
que dichas sectas, perdió o alteró, o nunca poseyó la Verdad
revelada, etc...
En resumen, en nombre del "ecumenismo" debe hoy el
católico repudiar todas las verdades de fe concernientes a la
Iglesia o, por lo menos, hablar y actuar como si no se hubiera
realizado nada de cuanto Nuestro Señor Jesucristo dice de su
Iglesia en el Evangelio.
Acaso piensan los católicos vivir en un oasis idílico, por lo
que no se están dando cuenta de que desde hace más de treinta
años a la fe católica le tienden lazos los mismos pastores que
tienen el deber de custodiarla. Ni aun un diario bastaría para
describir, a fin de que las almas estén en guardia, cuanto de
confuso y erróneo dicen hoy algunos de los hombres de Iglesia.
Cierto es que no faltan los casos, contradiciendo el "nuevo
rumbo" que algunos imponen a la Iglesia, los hombres de
Iglesia ratifican la inmutable doctrina católica: así, por
ejemplo, cuando Juan Pablo II ratificó solemnemente que "la
Iglesia no tiene en absoluto la facultad de conferir a las
mujeres la ordenación sacerdotal" y que "dicha
sentencia ha de ser considerada definitiva por todos los fieles
de la Iglesia"; o también cuando el Card. Ratzinger
escribió de la reforma litúrgica que "algo semejante no
había ocurrido jamás en la historia de la liturgia", y que
con ella "acaeció algo más" que "una
revisión": "se destruyó el antiguo edificio y se
construyó otro" (Mi vida, Ed. Encuentro, Madrid 1997,
págs. 123-124); y tampoco dejamos de subrayar, en la reciente
Instrucción sobre "la colaboración de los fieles seglares
en el ministerio sacerdotal", esta preciosa confesión, que
por sí sola basta para explicar todo el desastre dproducido por
las falsas interpretaciones del Concilio y del postconcilio:
"para evitar desviaciones pastorales [y doctrinales] y
abusos disciplinares, es necesario que los principios doctrinales
sean claros".
Pero al estar en juego la fe,
después de haber señalado estas y otras pocas cosas buenas,
tenemos el deber de repetir con San Agustín: "en muchas
cosas [de fe] concuerdan conmigo; en algunas conmigo no
concuerdan; pero por aquellas pocas cosas en que no convienen
conmigo, de nada les sirve estar conmigo de acuerdo en
muchas" (Enarr. In Psalm. 54, n. 19). Pero, acaso ya no lo
quieran ver los nuevos profesionales de 'ecumenismo', dicha
sentencia del Santo de Hipona es la sentencia de muerte del
voluntarismo ecuménico.
En realidad, aun cuando algunos de los actuales hombres de
Iglesia hicieran bien todo lo demás (lo que no es el caso),
bastaría sólo el "ecumenismo" para imponernos el
deber de "resistir fuertes en la fe" (San Pedro) y el
de animar a nuestros hermanos a hacer otro tanto: "en
efecto, la naturaleza de la fe es tal, que no puede seguir
subsistiendo si se admite uno de sus dogmas y se repudia
otro" (León XIII, loc. cit.), y a nadie le es lícito
apartarse ni aun en un solo punto de la Verdad revelada por Dios
e infaliblemente custodiada por la Iglesia a lo largo de dos mil
años, para ponerse a seguir a un hombre en sus erróneas
opiniones y utopías personales... aun si tal hombre, para
castigo de nuestros pecados, se sienta en la cátedra de Pedro.
En este sentido doctrinal católico, repitámoslo: "Sin la
fe es imposible agradar a Dios" (Hbr. 11, 6), y nunca es
lícito desagradar a Dios para agradar a los hombres, aunque sean
hombres de Iglesia. Ni tampoco basta, para agradar a Dios,
conservar algo de la Fe católica (retazos mayores o menores de
la Divina Revelación se hallan también entre los herejes y
cismáticos), sino que es necesaria la fe, la cual, por su
naturaleza, o cree todo lo revelado o no existe, de donde
"el catolicismo (...) o se profesa entero o no se
profesa" (Benedicto XV, Ad Beatissimi Apostolorum
Principis).
Una breve lección
de historia: la Iglesia ante la herejía luterana
Recordemos lo que hizo la
Iglesia en los momentos decisivos de disputa con la doctrina
luterana. El punto de partida es la afirmación de la 'Amplitud
ideal del Cristianismo'. Si se pierde de vista esta esencial
amplitud, la distancia entre una ortodoxia y otra resultará tan
grande que podrá parecer la distancia entre ortodoxia y
heterodoxia. Sin embargo, es necesario precisar los límites de
dicha amplitud. Frente a los racionalismos y irracionalismos de
toda índole, la Tradición católica mantiene el principio de
racionalidad sobre cualquier otra forma del espíritu, y su
amplitud abraza una pluralidad de valores, todos los cuales
tienen cabida dentro de su verdad, pero no una pluralidad
compuesta de valores y no-valores. Un concepto espurio de la
amplitud del Catolicismo conduce a la indiferencia teórica y la
indiferencia práctica (moral): a la imposibilidad de conferirle
un orden a la vida. Fue esto lo que vió con claridad la
Jerarquía ante la herejía luterana, que cambió la doctrina de
arriba abajo al repudiar su principio: la autoridad, consecuencia
de la constitución divina de la Iglesia. Puesto que consiste en
un rechazo del principio, la propia apologética católica
entiende que la herejía luterana es teológicamente irrefutable:
'puede vencer las objeciones del adversario pero no al
adversario, ya que éste rechaza el principio con el cual
argumenta ( cf. Sth. I q.I a8) para refutarle. No rechaza Lutero
este o aquél artículo del conjunto dogmático del catolicismo
(aunque naturalmente también lo hace) sino justamente el
principio de todos los artículos, que es la autoridad divina de
la Iglesia (cf. Romano Amerio, Iota Unum, vers. esp. en: Critero
Libros, 1994, p.30).
Para ver esto en sus fuentes, entrémonos en los acontecimientos
de la Dieta de Ratisbona (1541). El Card. Contarini fue enviado
como legado pontificio a la Dieta para facilitar la tentativa del
Emperador Carlos V de un arreglo amistoso que recondujese a los
luteranos a la Iglesia Católica. El Card. Contarini llegó a
Ratisbona "lleno del máximo celo y animado de la más
sincera voluntad de hacer todo cuanto estuviese en su poder para
eliminar las turbulencias religiosas de Alemania". Contarini
respondió a Eck (quien consideraba inútil dicho intento) que el
cristiano debe siempre esperar contra toda esperanza, y mostraba
tanta "mansedumbre, prudencia y ciencia" como era
necesaria para imponerse tanto a sus colaboradores como a los
mismos luteranos, que "a la larga no pudieron sustraerse al
poder de su personalidad y de su ejemplar conducta", y
comenzaron "no sólo a amarle, sino a reverenciarle".
Los ministros de Carlos V expresaron su convicción de que Dios,
en su bondad, había creado a Contarini nada más que con el fin
de reconducir a los luteranos a la Iglesia Católica. Y sin
embargo se llegó a la ruptura: por mucho espacio que se le
quiera dar a la caridad, hay que ser siempre estricto cuando se
trata de errores doctrinales, a menos que se quiera caer en la
tolerancia dogmática, que pisotea los derechos de la verdad y,
en este caso, de la Verdad revelada.
El momento crucial llegó al tratar de la Eucaristía:
"aquí pudo verse que los protestantes no sólo rechazaban
el término 'transustanciación' fijado por el IV Concilio de
Letrán para la transformación eucarística, sino que negaban
también lo esencial, la verdadera transformación de la
sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de
Cristo, añadiéndole además otra herejía al sostener que el
Cuerpo de Cristo sólo estaba presente para quien comulgaba, y
declarar en consecuencia que la adoración del Santo Sacramento
era una idolatría" (H. Rueckert: Die theologische
Entwicklung von G. Contarini, 1926).
Hasta aquel momento, Contarini, "en su condescendencia,
había llegado hasta el límite y había inculcado fuertemente
[en sus colaboradores] la necesidad de no abordar (...) las
controversias teológicas en las cuales los mismos teólogos
católicos no estaban de acuerdo [es decir, las cuestiones
todavía disputadas y por tanto libres] (...) pero cuando se
intentó nuevamente poner en duda una de las doctrinas
fundamentales de la Iglesia, la 'transustanciación' enseñada
por un Concilio ecuménico, con toda energía defendió la verdad
católica". Al Emperador Carlos V y a sus ministros, que
sorprendidos por esta imprevista intransigencia sugerían un
compromiso, el Card. Contarini respondió: "mi objetivo es
establecer la verdad. Ahora bien, en el caso actual ésta está
tan claramente expresada en las palabras de Cristo y de San
Pablo, y declarada por todos los doctores eclesiásticos y
teólogos de la Iglesia latina y griega antiguos y modernos, así
como por un célebre Concilio, que no puedo en modo alguno
consentir que se la ponga en duda. Si no puede establecerse un
acuerdo sobre esta doctrina ya sólidamente fijada, habrá que
abandonar el desarrollo ulterior de los acontecimientos a la
bondad y la sabiduría divinas; pero hay que mantener con firmeza
la verdad". Así fue como el Card. Contarini, precisamente
por estar lleno de fe en la Providencia, no pretendió
sustituirla en el gobierno general de la Iglesia, convencido de
que a los "administradores" no se les pide ejercer de
dueños, sino ser fieles (cfr. I Cor. 3, 4).
A quienes le objetaban que a fin de cuentas sólo se trataba de
una palabra, y por tanto sólo de una cuestión de palabras, el
cardenal, "con toda la razón, recordó el caso de los
arrianos y del Concilio de Nicea, donde también se había
tratado exclusivamente de una palabra [consustancial]. El legado
pontificio comprendía claramente que aquella simple palabra
[transustanciación] expresaba una de las doctrinas capitales de
la Iglesia, por la cual se tiene la obligación de exponer la
propia vida". De este modo, Contarini, precisamente por
estar lleno de caridad, rechazó el sacrificio de la verdad ante
una "caridad" que, sin fundamento en la fe, habría
sido una falsa caridad y un engaño recíproco inútil, destinado
sólo a agravar las cosas. "Comprendió en toda su
extensión las enormes dificultades que obstaculizaban la unión
religiosa, y si bien hasta entonces había creído que la
enfermedad perduraba a causa de los errores de los médicos
anteriores, ahora vio que era otra la razón principal (...)
'Dada la obstinación y pertinacia de los teólogos
protestantes', escribía el 13 de mayo, 'si Dios no hace milagros
no se logrará la unión' (...) Contarini declaró con gran
franqueza que veía claramente cómo la diferencia con los
protestantes se encontraba en la cosa misma, y que por tanto no
era posible ponerse de acuerdo en las palabras; que,
personalmente, él no quería una paz aparente (que sería un
engaño mutuo) ni toleraría que se pusiese en duda la doctrina
de la Iglesia mediante la pluralidad de expresiones; y que estaba
decidido a no alejarse en nada de la verdad católica".
Desde aquel momento, el Card. Contarini "dirigió su
atención con mayor intensidad a que en las fórmulas de
concordia no se aceptasen palabras que pudiesen interpretarse a
la vez en sentido católico y protestante (!!!). Él quería una
paz verdadera y leal, no una mera unión en las palabras".
En una carta a Roma, el Card. Contarini expresó los principios
que guiaban su conducta: "en primer lugar se debe en todo
mantener la verdad de la fe. En segundo lugar, no hay que dejarse
inducir a expresar el sentido de la doctrina católica con
palabras ambiguas, porque de tal proceder no nacerá sino mayor
discordia. En tercer lugar, se ha de actuar de modo que toda
Alemania y la Cristiandad comprendan que la discordia no procede
ni de la Sede Apostólica ni del Emperador, sino de la pertinaz
adhesión de los protestantes al error". Pastor, que como es
sabido es un converso del protestantismo, anota: "estas
severas palabras, pronunciadas por un hombre tan bondadoso y
conciliador como Contarini, tienen un valor doble".
También es esclarecedor en nuestros días el análisis del Card.
Contarini sobre "la causa de que se hayan implantado las
ideas luteranas no sólo en las almas de los protestantes, sino
también en las cabezas de aquéllos que sin embargo se decían
católicos: la fascinación por la novedad, y las facilidades que
ofrecía al hombre mundano la nueva doctrina". Ayer como
hoy, el error encuentra su más poderoso aliado en la decadencia
espiritual de los católicos, que no se esfuerzan por vivir
seriamente la vida cristiana. También es muy interesante el modo
en que los consejeros eclesiásticos de Carlos V habrían querido
acomodar la cuestión: "al igual que antaño, ellos
concebían la causa religiosa como un asunto político, en el
cual se pudiese pactar sobre el dogma, aquí proponiendo algunos,
allá mitigando otros". Exactamente igual que los
ecumenistas hodiernos.
El Emperador Carlos V llegó incluso a proyectar que se
proclamasen como doctrina común en el Imperio los artículos
sobre los cuales católicos y protestantes habían encontrado un
acuerdo, suspendiendo temporalmente los artículos en disputa,
aunque estos concerniesen a las doctrinas fundamentales de la Fe.
A la actitud de Carlos I no era ajena la influencia en toda
Europa, incluida la Corte del Emperador, del pensamiento de
Erasmo de Rotterdam (vid. la ya clásica obra de Marcel
Bataillon, Erasmo y España; Fondo de Cultura Económica, Madrid
1961). Pero conviene recordar que la Contrarreforma Católica no
tuvo mejor paladín que el rey de España, que resultó ser el
único baluarte fiel contra el protestantismo en todo el
continente. Tampoco nos resistimos a citar las palabras del mismo
Bataillon en su prólogo de 1965 a la segunda edición española
de su obra: "el ambiente actual de ecumenismo favorece el
renacer del irenismo religioso de Erasmo, en especial en el seno
de la Iglesia Católica, pues en el II Concilio Vaticano dominan
tendencias en parte opuestas a las que hace cuatro siglos
triunfaron en el Concilio de Trento, imponiendo a Erasmo, en
1559, la nota de 'auctor damnatus primae classis'" (op.
cit., pág. XVII). Como se ve, Juan XXIII con su "fijémonos
en lo que nos une y dejemos de lado lo que nos separa", y el
Card. Ratzinger con su "unidad en la multiplicidad
[doctrinal]", no han inventado nada nuevo. Sin embargo, el
Card. Contarini, a aquella "línea media" dispuesta
como los ecumenistas actuales, a "favorecer la caridad en
perjuicio de la Fe" (San Pío X), replicó que
"prefería todo, incluso la muerte, antes que transigir
contra las claras decisiones de la Iglesia sobre la tolerancia de
las falsas doctrinas"; decisiones que también los
ecumenistas de hoy día han relegado totalmente al olvido.
Igualmente enérgica fue la respuesta del Papa Pablo III al
"proyecto de tolerancia" imperial: en una instrucción
dirigida al Card. Contarini, declara "imposible la
tolerancia con los artículos no concordados, porque éstos
conciernen a puntos esenciales de la fe y no es lícito hacer
ningún mal, ni siquiera para que surja algún bien. La fe es un
todo inescindible del que no puede aceptarse una parte y rechazar
otra". Hasta aquí, todos tenemos que meditar. Pero lo que
sigue debería ser meditado en un 'lugar más alto': "si
alguna vez la Sede romana, llamada a custodiar la pureza de la
doctrina, consintiese, por poco que sea, con doctrinas erróneas,
los cristianos dejarían de buscar en ella la regla de su fe. Y
así, mientras con tal proyecto no se ganaría a los
protestantes, a quienes se dejaría en sus errores, se perdería
también al resto de la Cristiandad". Es exactamente lo que
en tiempos más próximos a nosotros respondió León XIII ante
análogas peticiones: "guárdense (..) de sustraer nada a la
doctrina recibida de Dios, o de omitir nada por ningún motivo,
porque quien lo hiciese tendería más a separar a los católicos
de la Iglesia que a reconducir a la Iglesia a quienes se han
separado de ella" (encíclica Testem Benevolentiae). La
advertencia, recordamos, se dirigía a los a los partidarios del
americanismo, precursor del modernismo hoy modernismo hoy - en
parte- imperante en lo más alto de la Jerarquía.
Catolicismo y
protestantismos: tres breves puntos esenciales de discernimiento:
1/ Por lo visto con anterioridad, parece que la perspectiva
ecuménica significa la irrelevancia de la verdad (intelecto)
respecto a la caridad (voluntad), o más: una unilateral
atención a ella. O más precisamente todavía: ¿no significa la
ofuscación de la verdad católica el eclipse de la verdadera
caridad, y eso en el seno de la propia conciencia católica? De
modo que, al desconocer lo propio (falta de conocimiento/amor a
las notas o características que constituyen la riqueza
sobrenatural de la Iglesia y su tradición milenaria) ya no
repugna la diferencia con sustitutos/eclecticismos de toda
índole. Porque la falta de percepción -en último término, la
falta de fe, esperanza, caridad- iguala lo desigual.
Evidentemente, nos lo habemos aquí con un defecto cognoscitivo
tristemente demoledor.
2/ Es igualmente fundamental
recordar el triple principio católico de unidad de Sagrada
Escritura, Tradición y Magisterio. Por ello mismo, en el caso
del catolicismo se puede hablar en singular (al menos antes de la
autodemolición modernista de la que se lamentó ya el propio
Pablo VI, por otra parte tan amigo de modernistas como Jean
Guitton, Card. Tisserand, etc.). Sin embargo, en la medida que la
suficiencia de la conciencia o razón individual: el libre examen
(de ahí: sola scriptura, sola fides, sola gratia), es el
criterio absoluto del individuo protestante, no cabe hablar de
magisterio ni de tradición (6). Por ello mismo no es legítimo
hablar de catolicismo y protestantismo en un mismo nivel: porque
propiamente dicho existen tantos protestantismos como individuos
que niegan la tradición y el magisterio (La no vinculación de
la declaración conjunta para los luteranos lo demuestra
cabalmente).
"Lutero pone la Biblia y el sentido de la Biblia en manos
del creyente, recusa la mediación de la Iglesia, y lo confía
todo a la inteligencia privada (cf. Luther: Von der Freiheit des
Christenmenschen), suplantando la autoridad de la institución
por la inmediatez del sentimiento, que prevalece por encima de
todo. La conciencia se sustrae al Magisterio de la Iglesia y la
aprehensión individual, máxime si es viva e irresistible, funda
el derecho de opinión y el derecho a la manifestación de lo que
se piensa, por encima de cualquier norma" (R. Amerio,
op.cit., p.31). La que es Esposa y Cuerpo Místico de Cristo, la
Iglesia, "resulta desposeída de su esencia como autoridad,
mientras que esa viveza de la aprehensión subjetiva es llamada
fe y convertida en don inmediato de la gracia. La supremacía de
la conciencia quita fundamento a todos los artículos de la fe,
puesto que éstos valen o no valen según la conciencia
individual consienta en ellos o no. De este modo, y tal como lo
vió ya Contarini, resulta extirpado el principio del
catolicismo, la autoridad divina, y con ello los dogmas de fe: ya
no es la autoridad divina de la Iglesia quien los autoriza sino
la aprehensión individual. Y si la herejía consiste en creer
una verdad revelada no porque sea revelada, sino porque consienta
en ella la percepción subjetiva, se puede decir que el concepto
de fe se convierte en el luteranismo en el concepto de herejía:
no es que la realidad obligue al asentimiento, sino que es el
asentimiento quien da valor de realidad. Qué después, por
lógica interna, la crítica del principio teológico de la
autoridad divina (7) se transforme en crítica del principio
filosófico de la razón (y del principio político de la
soberanía real), es cosa que puede inferirse a priori, y ha sido
atestiguada a posteriori por el desarrollo histórico del
pensamiento"(ibi.) ilustrado, tanto liberal como
revolucionario. En conclusión, el alma de todo protestantismo no
son las indulgencias, la Misa, los sacramentos, el Papado, el
celibato, la predestinación y la justificación del pecador sino
una insuficiencia que el género humano llevaría inmersa e
inherente en su naturaleza: la insuficiencia de la autoridad.
Así, el triple punto de partida (Lutero, Calvino, Zwingli) de la
actitud protestante es de mero carácter accidental-histórico,
porque su modo de ser es la falta de verdadera comunidad de fe
(unidad de orden que es jerarquía: constitución divina). De
ahí la connatural proliferación de las sectas protestantes,
porque la desintegración de la unidad de fe es su principio
intrínseco: el principio de toda herejía (de jairesis:
elección) que consiste -desde la mera subjetividad- en sacar
alguna verdad de fe de su contexto global, y luego absolutizarla
(adventistas, anabaptistas, testigos de jehova, mormones, ect.).
De modo que el mal de las sectas es un mal de fábrica: en el
caso luterano esta descolocación acontece mediante la doctrina
de la justificación: con respecto a una doctrina católica de la
gracia mucho más comprensiva, que respeta la pluralidad de lo
real, en tanto doctrina de analogía y mediación (Cristo-esposo
y la Iglesia-esposa, figurada en María, y plasmada en la
Comunión de los Santos, mediante el orden sacramental). A partir
de ahí, incluso puede decirse que pese a la conservación
protestante del 'Dios verdadero y hombre verdadero', desde Lutero
ha quedado obscurecido el misterio de la Encarnación: porque
asumir la carne significa asumir y afirmar plenamente la
condición espacio-temporal, finita, del hombre. Y, a su vez,
asumir la finitud en carne propia por parte de Cristo es una
afirmación radical del obrar humano. En toda consecuencia, la
negación del valor sobrenatural (mérito de cara a la vida
eterna) de las obras, en el fondo, roza con una herejía
cristológica, por ser una postura que no toma suficientemente en
serio la Encarnación, una evidencia por otra parte vista la
explicación unívoca del pecado original.
Nada más, ni nada menos. Poca perspectiva ecuménica se abre
ahí, más que acaso un voluntarismo cándido por parte de los
católicos de asimilar la simplificación luterana.
En breve: una falsa perspectiva ecuménica ignora que la
omnipotencia divina no se muestra habitualmente como 'potentia
absoluta' sino como 'potentia ordinata', y conforme a esta
disposción analógica de los seres creados, frente al
univocismo/equivocismo típicamente protestante (virulenta desde
Scoto y Ockam), la gracia no actúa al margen de la naturaleza:
gratia supponit naturam. La gracia no solo colabora con el actuar
humano, sino que lo envuelve (antes, en, después), y así lo
sana y santifica desde dentro (de raíz común en alemán:
heilen, Heil, Heiligung), es decir, lo deifica/diviniza. Y
¿quién negará que esto está en abierta contradicción con el
pensiero debole del 'simul iustus et peccator' de Lutero?, acaso
por no saber ni querer distinguir entre sentir y consentir, de
modo que la tentación ya sería el pecado: ¡qué
simplificación!. Sin embargo, el n.22 de la Declaración
Conjunta afirma: "Cuando los hombres participan de la fe en
Cristo , Dios ya no les imputa sus pecados". Según Lutero,
Dios no hace realmente justo al hombre, sino que sólo deja de
imputarle su pecado. Y eso es lo que el n.22 dice que
"juntos confesamos", aunque esta doctrina de la mera
no-imputación esté condenada así por el concilio de Trento
(ver DS 1515). Lo mismo vale para la cooperación con la gracia
(Denz. 814). Según la 'lógica exterminadora' de Lutero, estando
la naturaleza totalmente corrompida por el pecado original, el
hombre no puede cooperar con la gracia actual, que le mueve y
prepara a la justificación, sino que sólo puede recibirla
pasivamente: mere passive. Ahora bien, en la Declaración
Conjunta, el mere passive de Lutero, anatemizado por el Concilio
de Trento, aparece insolentemente en el n.21. Y en el n.23 se
afirma que la "justificación está exenta de la
cooperación", y en el n.24, donde se hace decir también a
los católicos que "el don de la gracia de Dios en la
justificación es independiente (no sólo de todo mérito
antecedente, sino también) de la cooperación humana". En
sustancia, los órganos del Vaticano están en guerra entre sí,
porque la Respuesta se veía obligada a constatar que en la
Declaración Conjunta la herejía luterana sobre la
justificación se mantenía tanto en su erróneo prinicipio como
en sus ruinosas deducciones. Y sin embargo se firmó tal cual por
el Card. Cassidy, después de algunos maquillajes verbales en el
Anexo.
Aplicada esta realidad doctrinal a la cultura, es verdad que la
paz propia del alma católica, fruto de la confesión
sacramental, cuando no es alimentado por un sólido amor
(diffusivum et communicativum), más que fermento de la actividad
(trabajo) es aliciente del reposo (ocio). Es una nada
despreciable explicación psicológica del carácter de sistema
(vs. los brotes geniales de la cultura católica) que tiene el
progreso económico de las naciones protestantes. En este
sentido, la riqueza protestante (sin considerar aquí el signo de
la católica), dada la unidad de la virtud (Tomás de Aquino), no
es fruto del trabajo como virtud sino de su contrario: la
angustia existencial, que desde sus origenes religiosos se abre
camino (Kierkegaard), hasta desembocar incluso en voluntad de
pecado (JPII: 'el pecado crea mucha riqueza').
3/ El carácter o nota esencial de todo protestantismo es por
tanto el individualismo. He aquí donde se dan la mano los
aspectos doctrinales con los culturales (Creer por otra parte que
una determinada Weltanschauung dominante deje de hacerse cultura,
es una hipótesis superficial. Todo paradigma intelectual o
espiritual, en la medida en que tiene vigencia o predominio en un
grupo social, inevitablemente se traduce en cultura: praxis o
relación societaria (ecología, economía, derecho, política).
El carácter crecientemente a-comunitario de las múltiples
relaciones humanas, tanto más, paradógicamente, cuanto más se
hable y se vive en la sociedad de la información o
comunicación, si bien no tiene su origen en el protestantismo,
si -históricamente- ha encontrado en sus ejes doctrinales su
máximo promotor y el suelo de fermento idóneo. En los
protestantismos de cualquier índole se dan cita variopinta las
más peliagudas posibilidades de error del espíritu humano: en
lo teológico: el fideismo (separación fe-razón) (8); en lo
filosófico-gnoseológico: el nominalismo (los conceptos no son
más que nombres que, por falta de nexo real, le damos a las
cosas, es decir, por conveniencia); en lo histórico: el
relativismo y progresismo (la tradición tiene que claudicar ante
la voluntad en presencia); en lo psicológico-ético: el
emotivismo, sentimentalismo, utilitarismo, simpatetismo; en lo
político: el liberalismo (la ideología de la soberanía
popular, sufragio universal y representación política
inorgánica); en lo jurídico: la torre de babel de los derechos
humanos (en tanto que individuales, opuestos a cualquier derecho
de las comunidades -naturales, civiles, políticas- o del propio
Dios Uno y Trino, comunidad por esencia); en lo económico: el
capitalismo (reducción del trabajo a pura productividad
objetiva, es decir: del hombre a puro medio, número, individuo
sustituible); en lo ecológico: la destrucción de la naturaleza
(relación despótica: hombre-naturaleza, sin reconocer en ella
la conditio-sine-qua-non de toda actividad humana).
En resumen: ante la crisis del modelo de sociedad occidental,
poscristiana, simbolizada en la crisis del matrimonio y de la
familia, sería realmente un sinsentido buscar el remedio
justamente ahí donde cogió la enfermedad. Si pretendemos
encauzar adecuadamente la libertad, hay que desmitificar el
hombre como mero individuo, y combatir el individualismo en todos
aquellos frentes antes mencionados. Es un hecho patente que el
protestantismo en todas sus modalidades, hasta las colectivistas,
es un particularismo, de mayor o menor envergadura, pese a que en
la actualidad abrace también, en el ámbito económico y
político, un falso universalismo en tanto que soporte de su
particularismo e individualismo intrínsecos. Este estado de
cosas no constituye precisamente una invitación para que los
católicos abracemos sus principios, más de lo que se ha hecho
ya, aunque pocos son los que lo adviertan con claridad. Para
concluir, sigue siendo válida la vieja doctrina católica: rigor
contra el error/pecado, y clemencia con el pecador. Eso, claro
está, con propios y ajenos. He aquí el alcanze de todo diálogo
'católico' con los protestantes.
El hecho, sin embargo, de que el texto conciliar Unitatis
redintegratio diga prácticamente lo contrario de lo expuesto
hasta la fecha, y en atención casi exclusiva a dicho texto y al
magisterio posconciliar, también se diga prácticamente lo
contrario a la tradición católica en las facultades teológicas
(católicas), sobre todo en la nueva asignatura posconciliar
'Ecumenismo' (acaso podamos disculparlo con la tristemente
habitual 'deformation professionelle' de quienes ostentan un
cargo), confirma la idea que la Crisis de la Iglesia no hecho
más que comenzar. De hecho 'no hay mayor engaño que el
autoengaño' (Hannah Arendt), en que consiste entregarse a los
errores protestantes, incluso sin saberlo, dándoles así virtud
de magisterio eclesiástico. Eso sí que es constitutivo de una
Crisis de la Iglesia. Además, contrariamente a lo que suelen
invocar los enemigos de la Iglesia, no es la corrupción -siempre
posible- de los pastores (y laicos) la que realmente puede
constituir tal crisis, sino sólo la prevaricación teórica: la
adaptación del Dogma al Zeitgeist, y a sus prevaricaciones
prácticas: "La razón por la cual la corrupción de los
pastores no llegó a dar lugar a una crisis, sino sólo a una
desviación, es que la prevaricación práctica no fue erigida en
dogma teórico, como sin embargo hizo Lutero (y hacen sus
imitadores católicos). Contrariamente a la praxis (siempre
limitada), el dogma teórico es ilimitado, ya que contiene en su
universalidad una potencial infinidad práctica. Por lo cual,
salvado el dogma teórico, se salva en él toda la práctica y
permanece incolumne el principio de la salud" (R.Amerio,
op.cit., p.33).
Ecumenismo y Diálogo Interreligioso: un breve inciso sobre el modernismo llevado hasta sus últimas consecuencias
Para completar estos breves
pero sustantivos análisis sobre la crisis ecumenista de la
Iglesia, vienen al dedo unas puntuales consideraciones sobre el
nexo entre el mal del llamado 'diálogo interreligioso' con el
mal del ecumenismo con los protestantes. En medio de las
convulsiones pos-revolucionarias (9), uno de los grandes
filósofos europeos del siglo XIX, J. Balmes (1810-48) ya
señaló el quid de la entonces latente tentación modernista
para la Iglesia, modernismo hoy tan patente sin embargo y que
encuentra en el falso diálogo 'interreligioso' su falange
principal. "No es posible -he aquí su aguda observación,
hecha en Criterio- que todas las religiones sean verdaderas. Son
muchas y muy varias las 'religiones' que dominan en los
diferentes puntos de la tierra; ¿sería posible que todas fuesen
verdaderas? El sí y el no, con respecto a una misma cosa, no
puede ser verdadero a un mismo tiempo. Los judíos dicen que el
Mesías no ha venido, los cristianos afirman que sí; los
musulmanes respetan a Mahoma como insigne profeta, los cristianos
le miran como solemne impostor; los católicos sostienen que la
Iglesia es infalible en puntos de dogma y de moral, los
protestantes lo niegan; la verdad no puede estar por ambas
partes: unos u otros se engañan. Luego es un absurdo el decir
que todas las religiones son verdaderas o queridas por Dios.
Además toda religión se dice bajada del cielo: la que lo sea
será la verdadera; las restantes no serán otra cosa que
ilusión o impostura". Luego precisa, "¿Es posible que
todas las religiones sean igualmente agradables a Dios y que se
dé igualmente por satisfecho con todo linaje de cultos? No. A la
verdad infinita no puede serle acepto el error, a la bondad
infinita no puede serle grato el mal; luego el afirmar que todas
las religiones son igualmente buenas, que con todos los cultos el
hombre llena bien sus deberes para con Dios, es blasfemar de la
verdad y bondad del Criador".
Veremos lo que ha enseñado el Catecismo de siempre: Las
religiones falsas se distinguen de la verdadera porque ésta es
la única enseñada por Dios, mientras que aquéllas han sido
enseñadas por hombres alejados de Dios y de su Revelación. ¡Lo
contrario de los que hablan de una connatural "apertura del
hombre a Dios"! San Pablo, «mientras (...) esperaba en
Atenas, consumía su espíritu viendo la ciudad llena de
ídolos» (Hech. 17, 16), y movido por el espíritu de Dios, dijo
de los cultivadores de "diversas religiones": «pues la
ira de Dios se manifiesta desde el cielo sobre toda impiedad e
injusticia de los hombres [las religiones falsas], de los que en
su justicia aprisionan la verdad con la injusticia. En efecto, lo
cognoscible de Dios es manifiesto entre ellos, pues Dios se lo
manifestó porque desde la creación del mundo, lo invisible de
Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las
obras. De manera que son inexcusables [los adeptos de religiones
falsas], por cuanto, conociendo a Dios, no lo glorificaron como a
Dios ni le dieron gracias, sino que se entontecieron en sus
razonamientos, viniendo a oscurecerse su insensato corazón»
(Rom. 18, 20). Y también: «lo que sacrifican los gentiles, a
los demonios y no a Dios lo sacrifican. Y no quiero yo que
vosotros tengáis parte con los demonios» (I Cor. 10, 20).
¡Nada más opuesto a "la ayuda del espíritu de Dios"!
De ahí que en lo tocante al nacimiento de las "diversas religiones", se muestra la Sagrada Escritura bastante alejada de la catequesis de los modernistas: las otras religiones, como explica el propio Autor divino de la única Religión verdadera, «entraron en el mundo por los vanos pensamientos de los hombres» (Sab. 14, 14), y su ingreso «fue el origen de la impiedad» y de la «corrupción de la vida» (Sab. 14, 12). ¿Puede el Espíritu Santo introducir la corrupción en el mundo? ¿Puede el Espíritu Santo ayudar a realizar "una experiencia religiosa más profunda" a los "fundadores de religiones" llamadas corruptoras por la Escritura y "origen de la impiedad"?
La "apertura primordial
del hombre a Dios" realizada en las falsas religiones la
condena sin apelación la Sagrada Escritura. ¿Es que a los
pueblos idólatras que circundaban a los israelitas y ponían
trampas a su fe no los movía el instinto religioso natural a
"abrirse" a la divinidad? No obstante, Dios los
reprueba, los juzga severamente y hace que los israelitas los
aniquilen: Dios es Espíritu y Verdad, y quiere ser honrado en
espíritu y verdad (cf. Jn. 4, 24).
Y para que la cosa se grabe bien en la mente de los hombres,
proclama en Sal. 147, 19-20 que Él no ha hablado nunca con
nadie, salvo con Israel: «Anunció a Jacob su palabra, sus
estatutos y decretos a Israel. Con ninguna de las otras naciones
hizo tal: no les manifestó sus preceptos. Aleluya». ¡Más
claro, agua!
En el capítulo anterior insistimos ya en el abuso actual de la
concepción de la potentia absoluta de Dios, frente a la potentia
ordinata, abuso que también está en el origen del concepto
confuso que se tiene y propaga del Espíritu de Dios. Por
ejemplo, aun suponiendo que Jesús dijera que el Espíritu Santo
"sopla donde quiere", el Espíritu Santo sopla
precisamente donde quiere: donde quiere Él, no donde quieren los
hombres. Esto es: fuera de la Iglesia, para impeler hacia ella
mediante gracias actuales; en la Iglesia, a fin de vivificarla
por medio de la gracia santificante: «Él [el Espíritu Santo]
es, finalmente, quien al par que engendra cada día nuevos hijos
a la Iglesia con la inspiración de la gracia, rehusa habitar con
su gracia santificante en los miembros totalmente separados de
Cristo» (Pío XII, Mystici Corporis,29.6.1943, Denz. 2288).
Que luego el Cuerpo Místico de Cristo comprenda también
excepcionalmente miembros in voto, in desiderio, y no sólo
miembros en acto, es una doctrina siempre creída por la Iglesia,
pero nunca lo fue la propuesta actual de que las "semillas
del Verbo" serían suficientes para la salvación. Tal
propuesta se ampara en el olvido de la doctrina tomista de la
distinción real entre existencia y esencia de las cosas creadas,
y por tanto del orden sobrenatural del natural.
En algunas "catequesis" modernistas se sostiene que
«las "semillas de verdad" presentes y operantes en las
diversas tradiciones religiosas son un reflejo del único Verbo
de Dios, "que ilumina a todo hombre" (cf. Jn. 1, 9)».
El prólogo del Evangelio de San Juan es uno de los textos más
profundos del Cristianismo, pero también uno de los que se abusa
más. «El Verbo ilumina a todo hombre». ¿De qué manera? «El
Verbo ilumina [al intelecto de] todo hombre dice Santo Tomás en
cuanto le da la virtud natural o sobrenatural de entender»
(Summa Theol. I-II, q. 105, a. 3). Es decir: es clara tesis
ionnea que la religión se da en una luz inmanente a la
conciencia de todo hombre. Sin embargo, «si el Verbo, como luz
de la naturaleza, consiente que se exalten los valores de las
civilizaciones no cristianas, excluye, empero, que se teorice su
autosuficiencia respecto de la salvación». En otras palabras,
el Verbo es "luz de la naturaleza" en el orden de la
razón, pero en otro orden el Verbo es "luz
sobrenatural": revela las verdades sobrenaturales, las
verdades misteriosas inalcanzables con sola la razón natural y,
con todo, absolutamente necesarias para la salvación.
Se echa de ver que natural y sobrenatural no deben confundirse,
como no se deben confundir el orden de la razón y el de la fe.
Por ello, si, como en las "catequesis" consideradas, se
relacionan las "semillas del Verbo" con las
"diversas tradiciones religiosas", es evidente que se
trasciende del ámbito de la razón natural y se invade el
ámbito sobrenatural, el ámbito de la salvación, donde las
eventuales "semillas del Verbo" ya no bastan, sino que
es menester la única Revelación sobrenatural hecha por el
Verbo, la única religión verdadera. No hay otros medios de
salvación. Y en este punto nos parece que el edificio de las
"catequesis" se cuartea por todas partes. Sin embargo,
las autoridades ecuménicas sostienen que también la Tradición
habla de estas famosas "semillas" en las religiones (p.
ej., San Justino y San Clemente Alejandrino). Veamos, empero,
cómo hablan de ello: nos lo dijo el 16 de septiembre el propio
Pontífice: «Ya en la primera mitad del siglo II el filósofo
San Justino podía escribir: "Todo cuanto ha sido afirmado
siempre de modo excelente y cuanto descubrieron los que filosofan
o promulgan leyes, ha sido cumplido por ellos mediante la
búsqueda o la contemplación de una parte del Verbo" (I
Apol. 10, 1-3)». Precisamente: "los que filosofan",
"promulgan leyes".
La Tradición no habla de religiones en absoluto, sino sólo de
filosofías y leyes. Y Clemente Alejandrino restringe
ulteriormente el terreno sembrado por el Verbo a «aquel pequeño
número de elegidos (...) que tienen una filosofía recta y
sana» (Strom. 1, c. XIX).
Se trata, pues, de jirones de verdad que son o residuos de las
primeras enseñanzas divinas a Adán (Revelación primitiva), o
elementos de verdad alcanzables por la fuerza natural de la
razón, no en virtud de una falsa religión, sino de la
honestidad intelectual de las personas privadas. A éstas, si
usan bien de la luz de la razón ésta, sí, "reflejo"
auténtico de la luz de aquel Verbo ioanneo evocado por Juan
Pablo II, les puede suceder que, yendo contra corriente de todas
las creencias religiosas en que se hallan inmersas, lleguen a
formarse una idea buena de Dios. Pero ¿y después? Trinidad y
Encarnación son verdades imposibles de alcanzar naturaliter. Y
además. estos jirones de verdad, estas "semillas del
Verbo" están contaminadas por las tierras de acarreo, por
el légamo de los errores en que se hallan sumergidos y que son
propios de las religiones falsas.
Para salvarse fuera de los confines visibles de la Iglesia, es
menester una intervención extraordinaria de la gracia divina, y
aun cuando Dios se sirviera de estas semillas o jirones de verdad
natural para elevar excepcionalmente a determinadas almas al
plano sobrenatural de la salvación, no es lícito decir que por
esta razón Él se sirve de las religiones falsas, de las
doctrinas falsas, como tales. No es lícito afirmar que se
albergan semillas de verdad no sólo en la mente de los
particulares, sino también en las lobregueces de las religiones,
en las "diversas tradiciones religiosas", como
"reflejo del único Verbo de Dios". En efecto, no es
lícito convertir al Verbo en inmanente a religiones que no sean
la única verdadera, la revelada por Él. Si es dado encontrar
alguna verdad natural entre los errores de las religiones falsas,
«nos pertenece a nosotros, los cristianos», igual que cualquier
otra verdad de razón (San Justino, Apol. II, n. 10). No son
"un reflejo" del Logos en las "distintas
tradiciones religiosas", sino un auténtico hurto al Logos,
una apropiación indebida por parte de las falsas
"religiones", a propósito para hacer creíbles
doctrinas que de suyo, sin estas medias verdades robadas a
Aquél, no se sostendrían en pie ni un momento.
Y en cambio, ¡he aquí que los latrocinios se hacen pasar por
reflejos divinos, y a los falsificadores, por hombres iluminados
por el Espíritu de Dios! Nada hay en la Sagrada Escritura ni en
la Tradición que abone todas estas aserciones: se puede hablar
de presencia y de acción del Espíritu Santo; se puede hablar de
disposición misteriosa para su acogida; se puede hablar de
elementos de bien; mas no se puede hablar de todas estas cosas
como de "elementos de bien en el INTERIOR de las diversas
religiones".
No se puede, porque Dios no utiliza "los elementos de
bien" que se encuentran "en el interior de las diversas
religiones", con vistas a llegar al corazón y disponerlo
misteriosamente "para acoger la revelación plena de
Dios", sino obrando un movimiento de conciencia en el
corazón del individuo que le lleva a preguntarse realmente lo
que está haciendo dicha semilla de verdad en medio de un mar
fangoso de falsedades. Entonces, bajo la acción de la gracia,
tal hombre separa la semilla de verdad de este mar amargo y busca
ardientemente el manantial mismo que le dé toda el agua de la
verdad para abrevarse en Él. En tal caso, sí, Dios obra en las
dos modalidades contempladas por Santo Tomás; pero ese hombre,
al actuar así, lo hace contra la propia religión, no en virtud
de ella, porque descubre la falta de congruencia de aquella
semillita de verdad con el amasijo de despropósitos en que se
halla, advierte que le es extraña, superior, contraria, como muy
bien lo precisa la Tradición con Clemente: «robada como se
roban el oro y la plata». De modo que ¡son precisamente
"los dictámenes de la conciencia" los primeros en
chocar contra los principios, las leyes y las costumbres propias
de las "tradiciones religiosas" falsas! La ley natural
se opone a las religiones falsas porque, puesta en el interior
del corazón de cada hombre, es cuna y nido sólo de la religión
verdadera, la única en armonía perfecta con la recta razón.
Por último, también subrayamos, con mayor énfasis aún, que el
drama más grave de nuestra época lo constituye algo más brutal
y vasto que la ya pecaminosa "ruptura entre Evangelio y
cultura" de la que hablaba Pablo VI. El verdadero drama de
nuestra época estriba en la ruptura entre el Evangelio y
aquellas altísimas Autoridades eclesiásticas que, por el
contrario, deberían difundirlo y, sobre todo, defenderlo. Éste
es el drama más grave de nuestra época: la profunda (¿e
inconsciente?) variación en la fe de los miembros de la
jerarquía, a quienes les corre el deber de enseñar la doctrina
católica.
Dr. Andreas A. Böhmler
_______________________________
1 )Para las reflexiones propedéuticas que siguen en este aparado
se tomaron como referencia próxima unas consideraciones sin
firma que recientemente encontré en una publicación digital de
la 'Hermandad del Valle de los Caídos'.
2 )Ralph M. Wiltgen S.V.D., en su magnífco libro The Rhine flows into the Tiber (Hawthorn Books Inc., New York, 1967), traducido a varios idiomas (vers. castellana: El Rhin desemboca en el Tiber, Criterio Libros, 1999), toma como eje central de su argumentación la afectación vital del transcurso y resultado del Vaticano II por la nouvelle theologie francesa (Loisy, Houtin, Blondel, Chenu, Congar, Lubac, Teilhard de Chardin, etc.) y por la teología alemana (Frohschammer, Schnitzer, Koch, Wittig, Hehn, Rahner, etc.), haciendo hincapié en que la herejía modernista, también en lo religioso condenada reiteradamente desde Pio X hasta Pio XII, toma su inspiración de principio en la doctrina luterana del libre examen, el agnosticismo de Kant, el naturalismo de Herder, la religión inmanente y sentimental de Schleiermacher, ect., culminando en una demoledora crítica racionalista-historicista-evolucionista de la Verdad Revelada, donde el dogma queda descalificado de mero símbolo cambiante de una verdad religiosa inaprehensible (ver tb. el protestante modernista Harnack, Lehrbuch der Dogmengeschichte, 3 vol. 1886, 1900, 1910). También Maeztu, gran conocedor de la cultura intelectual alemana, vió con claridad que "la fe sin límites en el espíritu del hombre ha sido causa y ocasión en Alemania de toda clase de herejías, que casi siempre han consistido en hipostasiar alguno de los aspectos de la vida o la vida misma, y subsumirle todo lo restante" (en: Defensa del Espíritu, Rialp, 1958, p.197).
3) De hecho, no obstante las extravagancias y las vetas del pensamiento modernizante, el Vaticano I, en sus documentos preparatorios, consiguió imprimir a la asamblea ecuménica una dirección clara. Así, ateniendo la triple finalidad de todo concilio: causa fidei, causa unionis, causa reformationis, en cuanto a lo primero, fueron recondenados los errores contenidos en el Syllabus; en cuanto a lo segundo, fue reafirmada la necesidad de que la unidad proviniese de una re-unión o adhesión de las confesiones acatólicas a la Iglesia Romana, centro de unidad; y en cuanto al fin de la reforma interior de la Iglesia, fue renovado el principio de la dependencia de todos los fieles respecto a la ley natural y de la ley divina poseída por la Iglesia. Y es a esta dependencia que puso sello la definición dogmática de la infalibilidad didáctica del Papa.
4) Para Santo Tomás el asunto
estaba claro: no hay autoridad de la Iglesia (magisterio válido)
que no venere y respete la consuetudo Ecclesiae. Incluso le
concede 'maximam auctoritatem', y 'in omnibus' (Sth IIa-Iiae q.10
a.12: quod maximam habet auctoritatem Ecclesiae consuetudo, quae
semper est in omnibus aemulanda). En este sentido, por ejemplo,
se entiende que la Liturgia como piedra fundamental de la
consuetudo Ecclesiae goza de la máxima autoridad igual que la
Sagrada Escritura, incluso por encima de la autoridad de los
Padres. Por lo tanto, y dicho sea de paso, puede uno preguntarse
si el cambio liturgico -radical- concuerda con que la propia
Liturgia sea una 'máxima autoridad' .Volviendo a nuestro asunto,
resulta que la autoridad de que pueda gozar el magisterio de la
Iglesia en cada momento depende, aunque esta relación sea
mútua, de la fidelidad a la Tradición de la Iglesia. En otras
palabras, no es lícito introducir la dialéctica historicista en
la Iglesia: en razón de su constitución divina, el
"pasado" no está sin más a disposición del
"presente", la verdad de la Tradición no está a
disposición absoluta de un magisterio contemporáneo. Ya en el
Syllabus, proposición 59, se señala el error según el cual el
hombre subordina la verdad a la historia. El abandono del
pensamiento escolástico y la entrega entusiasta de la
"intelegencia católica" a la epistemología moderna,
fue sin embargo hasta favorecida por la Iglesia conciliar. Así,
en el discurso inaugural del Papa Juan XXIII, por ejemplo,
medítese el modo confuso de decir, o de entenderle, -he aquí
una polisemia texual donde no puede disimularse la diferencia
entre el original y las traducciones-, cuando toca el tema del
estudio y exposición de la doctrina de siempre: el texto oficial
dice (aunque se supone que el texto es una traducción de una
redacción en italiano): "ea ratione pervestigetur et
exponatur quam tempora postulant" Las traducciones
vernáculares sin embargo dicen "estudiando y poniendo la
doctrina.. en conformidad con los métodos de la investigación y
con la expresión literaria que exige el pensamiento
moderno" ( vers. ital., Osservatore Romano, 12.10.1962). Una
cosa es presentar la doctrina católica de una manera apropiada a
la citerioridad propia de la mentalidad contemporánea, y otra
que sea pensada y expuesta según esa misma mentalidad. Por otra
parte, es posible que en la formación del sensus communis de la
Iglesia hay momentos en los que predomina el olvido, un eclipse
de la memoria. Sin embargo, hace falta que esta relativa
obliteración en la cual caen algunos artículos del sistema
católico no se convierta finalmente en su supresión. Así, la
innegable epocación de proposiciones doctrinales como la bula
Exurge, Domine de León X (1520), la constitución Auctorem fidei
de Pío VI (1794), el celebre catálogo -Syllabus- de los errores
modernos anexo a la encíclica Quanta Cura de Pío IX (1864), el
decreto Lamentabili sane exitu y la encíclica Pascendi de San
Pío X (1907), la encíclica Humani Generis de Pío XII (1950), y
-bajo el propio Juan XXIII- los textos del Prima Romana Synodus
(1960, Typ. Polyglota Vaticana), citados por el Concilio ni
siquiera una vez: tanquam non fuerit, pese a ser su
prefiguración romana, y la encíclica Veterum Sapientia (1961),
cuyas solemnidades de promulgación no tienen igual en la
historia del siglo XX, habiéndose exaltado tan altamente su
oportunidad y utilidad; encíclica que sin embargo fue del todo
abrogada e igualmente no es citada en ningún documento
conciliar. No hay en toda la historia de la Iglesia ejemplo de un
documento tan solemnizado y tan pronto lanzado a las Gemonias.
5 Los fines que Pablo VI atribuyó al Concilio, en el discurso de
apertura del segundo período, revelan claramente su intención y
orientación pastoral, no dogmática. El Papa piensa que "la
verdad acerca de la Iglesia de Cristo debe ser estudiada,
organizada, y formulada, no acaso con los solemnes enunciados que
se llaman definiciones dogmáticas (sic), sino con declaraciones
que dicen a la misma Iglesia lo que ella piensa de sí
misma" (n.18). Aquí puede verse una sombra de subjetivismo.
En realidad no importa lo que la Iglesia piensa de sí misma,
sino lo que ella es. También la proposición de que "la
unión no se puede alcanzar sino.. en la armonía orgánica de
una única dirección eclesiástica" (n.31) significa una
ambigüedad de fondo que hiere al ecumenismo conciliar, oscilando
entre la conversión como reversión al centro católico, y la
convergencia como exigencia común de todas las confesiones (la
católica y las no-católicas) hacia un centro ulterior y
superior a todas ellas. Como última prueba de la pastoralidad, y
por tanto, no-infalibilidad, del Vaticano II sirva el hecho de
que Pablo VI concibe el diálogo con el mundo como algo
identificable con el servicio que la Iglesia debe prestar al
mundo, dilatando de tal modo la idea de servicio hasta llegar a
afirmar expresamente que los Padres no han sido convocados para
tratar de sus cosas (es decir, de la Iglesia), sino de las cosas
del mundo (n.44). Queda así escasamente iluminada el hecho de
que el servicio de la Iglesia al mundo está ordenado a procurar
que el mundo sirva a Cristo, de quien la Iglesia es indisociable
como Esposa suya y Cuerpo místico, y de que el dominio de la
Iglesia no implica servidumbre del hombre, sino su elevación y
señorío.
6 )La unión federal entre sectas es sólo un débil y frágil vínculo que deja a cada miembro libertad de doctrina, de gobierno y de culto, como tampoco podía ser de otro modo entre sociedades nacidas de la 'protesta' contra la autoridad de la Iglesia, mediante la contraposición entre el juicio privado y el principio de obediencia debida a la autoridad religiosa establecida por Dios mismo. Si, asustados por su desmenuzamiento, ya el propio Lutero, pero especialmente los protestantes de hace dos siglos intentaron conciliar el deseo de unidad con la autonomía de cada creencia mediante 'uniones federales' y otras invenciones humanas, que nada tienen que ver con la constitución divina de la Iglesia, el protestantismo sigue siendo por su propia naturaleza una "religión sin ninguna autoridad religiosa" (Ver el decreto Lamentabili sane exitu). Si los protestantes aceptan una cierta autoridad, no sólo la quieren limitada al mínimo indispensable, sino que la hacen derivar -como reitera Pio XI en la encíclica Mortalium Animos- "no del derecho divino, sino de cierto modo del consenso de los fieles". Esto confiere un carácter de precariedad a cualquier 'diálogo' con los organismos protestantes (claramente otra cosa es el diálogo con cada protestante en particular). Incluso la Respuesta oficial de la Congregación de la Fe al documento no puede más que manifestar que "tanto hoy como mañana sigue en pie la cuestión de la autoridad real de tal consenso sinodal". El hecho es que el Anexo (n.4) al documento final se ha desdicho, en un acto de clara obnubilación voluntaria y desobediencia directa a la legítima autoridad doctrinal, de la justísima observación de la Respuesta, con esta herética declaración: "La respuesta de la Iglesia Católica no pretende poner en cuestión la autoridad de los Sinodos luteranos o de la Ferderáción Luterana Mundial. ... como partes con iguales derechos (par cum pari). .. Cada parte respeta (sic) el proceso propio de la otra para alcanzar las decisiones doctrinales". Lo cual constituye un claro contrasentido, en todos los sentidos. También bajo este punto de vista la Declaración Conjunta aparece como un insulso 'jueguecito', sin no fuese una gravísima traición a la Fe.
7) En la Exurge, Domine de
León X (1520), después de expuestos los 41 artículos que la
bula rechaza conjuntamente, y cada uno de ellos, se señala sin
embargo un artículo específico (el 29) en el cual la herejía
(espíritu individual de elección de las creencias) es
abiertamente profesado por Lutero. Aquí se manifiesta la raíz
más profunda y el critero más allá del cual no se puede
llegar: el espíritu individual dando valor a todo aquello que
nos parece ('confidenter confitendi quidquid verum
videtur').
8) El sendero del fideismo es el de la negación de la capacidad cognoscitiva de la razón. A partir de ahí falta el "instrumento para discernir la fe de lo que no lo es", y consecuentemente para discriminar la teología de la no-teología, la verdad de la herejía. Así, incluso Ratzinger piensa que "todas las teologías resultan anuladas por equivalencia, y el nudo de la religión sigue siendo -según el principio modernista que él sigue- el sentimiento, lo vivido".
9) Baste para subrayar el hilo
conductor que une la herejía luterana con la Revolución
francesa y el modernismo político y religioso posterior, la
condena explícita que Pío VI hace a la independencia política
en 1794. Según la doctrina católica tradicional, la Iglesia de
Cristo conduce siempre a las personas a coordinarse en virtud de
la obediencia y la abnegación, y a fundirse en el individuo
social que es el Cuerpo Místico de Cristo, rompiendo con el
aislamiento del individuo y de sus acciones y aboliendo toda
dependencia que no esté subordinada a la dependencia de Dios.
Todo lo contrario provoca la independencia política del hombre
enseñada y divulgada por la Revolución Francesa, ruptura social
y política que sin embargo estaba ya contenida en la
independencia religiosa enseñada y divulgada por Lutero, y
retomada por los Jansenistas. La constitución Auctorem fidei
(1794), que la condena, tiene por este motivo una importancia que
la asemeja a la encíclica Pascendi de San Pío X. Veamos por
qué. La 'Constitución civil del Clero', votada por la Asamblea
revolucionaria en julio de 1790 y condenada por Pío VI en marzo
del año siguiente, contenía un error substancial , puesto que
secularizaba a la Iglesia y la anulaba como sociedad principal y
independiente del Estado. Su condena es por consiguiente un
documento doctrinal que afecta a la sustancia de la religión,
porque -en analogía al principio cristológico: sine separatione
nisi confusione- religión y política ni deben confundirse ni
separarse. De modo que, si la separación total de la Iglesia y
del Estado pareció un error a los redactores del Syllabus
(1864), dejando sin embargo subsistir las dos sociedades (la
teocrática y la democrática), cómo no va a ser un error
pernicioso el que absorbe la Iglesia en el Estado e indentifica a
éste con la universal sociedad de los hombres. Frente a estas
dos condenas, plenamente congruentes entre sí, no obstante, el
decreto conciliar sobre la llamada 'libertad religiosa'
(Dignitatis humanae) ha caido en el error típicamente modernista
de romper este tan sutil equilibrio de "sin confusión ni
separación", cayendo en un extremo: la separación, o mas
precisamente: en los dos extremos a la vez, dando lugar a una
confusión bajo el signo de la ideología liberal-democrática
que sin embargo es el fruto podrido de una falaz separación).
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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