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Dante Alighieri y la Divina Comedia Indice de Revistas Etiopia, el reino del Preste Juan

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

El "ecumenismo".

Frente al falso "ecumenismo" el artículo aborda los siguientes asuntos: Inteligencia independiente. Algunas reflexiones previas al debate ecuménico. El 'diálogo': constante humillación de la verdad católica. Las piruetas "ecuménicas" revolucionan la perenne verdad católica: la fe o es íntegra o no existe en absoluto. Un breve lección de historia: la Iglesia ante la herejía luterana. Catolicismo y protestantismos: tres aspectos esenciales de discernimiento. Ecumenismo y Diálogo Interreligioso: un breve inciso sobre el modernismo llevado hasta sus últimas consecuencias.

Inteligencia independiente. Algunas reflexiones previas al debate ecuménico

Este título (1) parece constituir una redundancia. Sin embargo, en los tiempos presentes es lo común que las personas tenidas por inteligentes utilicen sus facultades intelectuales con plena sumisión a la corriente de pensamiento dominante, con un perceptible terror a desviarse de lo comúnmente admitido y a causar escándalo. Aún los que pretenden ser audaces, aparentan serlo mediante bravatas en la dirección de la corriente, nunca a contracorriente. Y si alguien se decide a oponerse a ésta, lo hace con mil precauciones, empleando casi siempre una cobertura retórica en la que se diluyen las aristas de las verdades, cuando no estas últimas. De ahí que resulte una redundancia obligada hablar de inteligencia independiente. Es un bien escaso, de casi nula circulación.

El intelectual europeo de hoy está en las antípodas de un Guilbert Keith Chesterton, de su olímpico desprecio por los sistemas de pensamiento que imperaban en su tiempo (que son los mismos de la actualidad, sólo que hoy han triunfado plenamente y vivimos sus consecuencias). El materialismo, el ateísmo, el agnosticismo, el cientificismo, el darwinismo, la teosofía, el cristianismo liberal y modernista, el budismo, Nietzsche, Marx, Schopenhauer; contra todo esto y mucho más se enfrentó con extraordinaria bravura, enorme erudición y una poderosísima y penetrante inteligencia que, merced al uso constante y acertado de la paradoja, adquiría en sus múltiples escritos y controversias públicas el poder urente del vitriolo y la facultad estimulante del mejor vino.

Lo singular de este personaje es que el desarrollo progresivo de su pensamiento, bajo el empuje de la pasión insobornable por la verdad, le llevó paulatinamente, desde el agnosticismo, a simpatizar primero con la religión católica, como fiel depositaria de la ortodoxia, para terminar, al cabo de cierto tiempo, por decidirse a la conversión pública.

No es aventurarse mucho afirmar que hasta los más señalados trabajos teológicos de los especialistas duermen en los estantes el sueño de los justos, y, por el contrario, la obra de Chesterton está más viva que nunca para el laico de pensamiento inconformista e independiente. A los especialistas los leen los especialistas, y así se forma un circuito cerrado, que será muy interesante para dichos especialistas, pero completamente estéril. Y esto, en el supuesto optimista de que estos doctorales trabajos sean ortodoxos, lo cual es mucho conceder. Más frecuente es lo contrario, lo cual, trasladado a la catequesis, ya no es que resulte estéril; simplemente, resulta venenoso.

Estamos hablando, por tanto, de la antigua ortodoxia cristiana. Todavía hace poco se la oía profesar y defender a amantes de la verdad como Dawson, Bernanos, Belloc, Péguy, Bloy, Schmaus, le Fort, Donoso, Maeztu, d'Ors, etc... Y mucho menos con un cristianismo sin Iglesia, sin dogmas, sin milagros, sin premio ni castigo, sin infierno, sin Satanás. Una predicación acobardada que a lo más que llega es a referirse a un tal Jesús que vivió hace muchos años y que era buenísimo, por lo que nosotros también tenemos que ser muy buenos. Estoy hablando de la clásica religión, que era una religión recia que conviene a los recios y vigoriza a los débiles. No una religión débil que confirma a los débiles en su debilidad y repele a los fuertes.

Pero prefiero referirme a esa calidad de inteligencia -hoy por hoy significa ante todo Vigilia de la Razón frente la 'corrección política'-- que, en condiciones sin duda desfavorables y que abrumadoramente señalan en otra dirección, se abre camino, en soledad y fuerza, a través de la maraña de obstáculos, para proyectar al cabo triunfalmente una visión plenamente opuesta a la de curso común, llena de alegría y esplendor, pero, también, de rigor y esfuerzo. Lo contrario del depresivo conformismo, del dejarse llevar, del insípido agnosticismo o las turbias complacencias orientalistas del anonadamiento; situaciones éstas a la que lleva la inteligencia dependiente, sin carácter, que se humilla y se desarbola ante el pensamiento de los más. He ahí el lugar vital del "ecumenismo" típicamente "posconciliar". Frente a ello, esa inteligencia que no se subordina al ambiente es más necesaria hoy que en los tiempos de Chesterton. Pues en aquella época había inquietud intelectual y hoy no. Ya he dicho que vivimos las consecuencias del triunfo de las tendencias filosóficas nocivas: no el triunfo, sino las consecuencias del triunfo; es decir, el colapso del espíritu.

Por lo mismo, la necesidad del despertar. Y no se puede esperar a que despierten los demás. Esto es cosa de cada uno. Cada uno, contra la corriente. Cada uno con su «no». Y se presenta el problema habitual, como siempre que algún laico se destaca en la expresión de verdades molestas, en denuncias que causan incomodidad, y que, por lo mismo, son consideradas inoportunas por la sociedad apoltronada e inerte y suponen un cierto grado de valor por parte del denunciante, al hacer uso de esa inteligencia independiente a que me refiero y colocarse por fuerza a contra corriente

Sí, en principio habría que suponer que la Jerarquía no aboga por un falso ecumenismo, un falso diálogo interreligioso, un falso humanismo y humanitarismo. Eso está bien, pero ¿cuántas veces se condena en los púlpitos? ¿Se condena alguna vez? Lo habitual en la predicación y el magisterio ordinario es el discurso monocorde, untuoso, descomprometido, reiteradamente benévolo y amoroso, conciliador, adulón y sin sustancia. No hay formulaciones doctrinales, ni apenas morales, y se repite una y otra vez que Dios es muy bueno y nos perdonará a todos. Lo cual no deja de constituir un implícito estímulo a que hagamos lo que nos venga en gana.

Resulta dificil, a poco que se piense en ello, que con esa preparación y ese espíritu se pretenda ni más ni menos que la «nueva evangelización de Europa». ¡Nada menos! Por mi parte, no puedo menos de pensar que una parte del clero, con su tozuda obstinación en ser complaciente, demócrata y progresista, dejando de lado la ortodoxia, está haciendo el mayor de los ridículos, ante Dios y ante los hombres.

Es lícito pensar que, en la defensa de la Tradición con mayúscula, cada vez será más importante el papel del laico independiente y sin prejuicios modernistas. Al sacerdote siempre le corresponderá, en virtud de su función, un papel singular, pero si no está a la altura de las circunstancias, su antigua posición influyente, ya enormemente deteriorada, habrá de reducirse aún más si cabe. Pues el laico precavido se ve obligado a hacerle objeto de un serio escrutinio, y si sus palabras están cortadas por el patrón común, lo rechaza. El sacerdote liberal se tendrá que conformar con el grupo de oyentes habitual, carente de capacidad de discernimiento, y al que todas las «las palabras del cura» le suenan igual. Si esa es su modesta aspiración, tiene el triunfo asegurado. Pero, sería oportuno que, en esas circunstancias, no mencionase la nueva evangelización, pues este es un tema de gravedad y peso considerables.

El cristianismo triunfaba con la ortodoxia antigua; y se ha desmoronado con el progresismo moderno. ¿Qué tozudez diabólica obliga a muchos a no ver la correlación de causa y efecto? Estos son tiempos de reacción o aniquilamiento espiritual. Tiempos en que cobran especial significación las últimas palabras de Chesterton pocas horas antes de morir, en 1936: «A un lado está la luz... y al otro, las tinieblas. Y uno tiene que elegir...».

Para concluir estas consideraciones iniciales, quisiera advertir al lector que sería difícil definir en unas pocas palabras los objetivos de esa crítica a la ideología "ecumenista". No son fruto por cierto de unas desaforadas ganas de ir contra-corriente, porque o sería soberbia, nunca se sabe, o al menos signo del más inutil suicidio intelectual, dada la inquisición imperante, ciertamente anticatólica -incluso cuando proceda de católicos-, y acaso más feroz que la que caracterizó la Cristiandad desde las guerras cátaras hasta hace poco. Creo que acertaría el que lo definiese en términos de 'guerrillero cristiano', aunque sería más propio llamarlo 'caballero' cristiano, porque los caballeros luchan por la verdad y el bien, son milites Christi, noción prácticamente desaparecida del discurso católico actual, entregado a un falso pacifismo, consecuencia de las confusiones modernistas. En definitiva, fortalecido por esta actitud militante, lo que interesa ante todo es pensar más allá de los estereotipos al uso...por amor a la Verdad.

El "diálogo": constante humillación de la verdad católica.


El "diálogo ecuménico" con los denominados "hermanos separados", es decir, con herejes y cismáticos de toda condición (y con los adeptos de casi todas las "religiones"), ha sido ensalzado por alguna parte de la jerarquía actual como una de las conquistas más importantes del Vaticano II.

Con la adopción del "diálogo", esa parte de la jerarquía da a entender que dio lugar a un cambio de dirección verdadero y propio: ¡no más "anatemas", sino comprensión, apertura, diálogo! Dijo y sigue diciendo: "es menester volver a la unidad de los cristianos en la recíproca comprensión; por eso dialogamos en el respeto recíproco". Y como premisa necesaria para el "diálogo", una parte de la jerarquía afirma que no quiere efectuar ya proselitismo alguno, que ya no quiere afanarse por convertir las almas al Catolicismo. El predicador católico puede desaparecer, sustituido por el conferenciante con alzacuellos, por el lenguaje progresista, por los "distingos" tortuosos, por la teología incierta. Para todos está clarísimo ahora que una parte de la jerarquía católica actual no busca, como sería su deber, la vuelta de herejes y cismáticos al redil de la Santa Madre Iglesia, del cual se mantienen alejados tras haberse escapado de él, combatiéndolo de todas las maneras posibles, por culpa de ellos, por su desenfrenado orgullo: non enim nos ab illis, sed illi a nobis recesserunt ("pues no nos separamos nosotros de ellos, sino ellos de nosotros", San Cipriano, De Unit. Eccles.).

En efecto, incluso la mera tentativa de convertir atentaría (así se hace creer) contra esa libertad individual de conciencia que la hermenéutica modernista del los textos del Vaticano II (facilitada acaso por un lenguaje ambiguo, principalmente del decreto sobre la libertad religiosa: Dignitatis humanae) elevó, de un modo absolutamente impropio, a valor absoluto. Se razona como si convertir a la verdadera fe fuese forzar a creer, como si fuese constreñir. Idea falsísima, puesto que la conversión es, generalmente, el fruto de una predicación y de un ejemplo que, con la ayuda de la Gracia, difunden la luz de la Verdad Revelada en el alma sumida hasta entonces en las tinieblas, estimulando poderosamente la carrerilla que toma libremente para saltar hacia el verdadero Dios, el cual comienza a ser columbrado por vez primera igual que el padre divisó de lejos al hijo pródigo.

¿Y puede agradar a Dios este abandono voluntario y ostentoso de la conversión? Ciertamente no, dado que Jesús Resucitado mandó expresamente a sus sacerdotes que fuesen a adoctrinar a todos los pueblos en la verdadera y única fe, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt. 28, 19). Y, para no dar ocasión a dudas, agregó: "enseñadles a observar todo lo que os he enseñado" (Mt. 28, 20). Todo eso que Nuestro Señor enseñó a los Apóstoles, los Apóstoles (y, por ende, los obispos) deben enseñarlo a su vez a todos. Pero hoy, de todo lo que Nuestro Señor enseñó, ¿qué se enseña a los pueblos? ¿Y qué a los mismos católicos?

La contraprueba de cuanto se acaba de decir -que el denominado "diálogo" no agrada al Señor- la suministran los hechos. Y no sólo la perduración y la agravación constante de la crisis general del Catolicismo, sino también el fracaso cada vez más evidente (para quien no esté cegado por la retórica del régimen) de los esfuerzos "ecuménicos" del Vaticano. Efectivamente, ¿qué se ha obtenido después de más de treinta años de "diálogo"? Menos que nada. Se han malbaratado los valores católicos, haciendo concesiones a diestro y siniestro. ¿Y a cambio? Cero. ¿Es que los herejes, los cismáticos, los hebreos, los musulmanes, los budistas, etc., han admitido al menos en parte sus errores, acercándose a Cristo? Ni en sueños. ¿Es que los hebreos, pongamos por caso, en obsequio al "diálogo" y a los reconocimientos de que han sido objeto por parte de la jerarquía presente, han quitado del Talmud los insultos bien conocidos a Nuestro Señor, a la Virgen, a los cristianos? Ni hablar de ello. ¿Y las conversiones? Silencio absoluto, mientras resulta que muchos católicos abandonan su fe para adherirse a las religiones falsas, a las sectas.

Cuando luego el Papa o un miembro cualquiera de la jerarquía intenta una tímida crítica tocante a algún aspecto de las otras religiones (prescindiendo, en el caso de que se trata, de la verdad católica), o bien cita públicamente un pasaje del Nuevo Testamento que los hebreos consideren ofensivo, recibe dentelladas de todas partes y se ve constreñido a dar aclaraciones, a cantar la palinodia, a presentar excusas. Todo ello es extremadamente humillante. A tanto hemos llegado, pues: ¡a proclamar con la mayor tranquilidad, como si se tratase de algo obvio -sólo porque es la opinión consolidada y dominante-, que el cometido que la jerarquía católica actual prescribe a la Iglesia excluye de suyo la conversión y, por ende, la lucha por la salvación de las almas! ¿No es esto una traición en toda regla al fin para el que fue divinamente instituida la Iglesia?

Se trata de la interpetación modernista de la letra -doctrinalmente no siempre segura y precisa- promulgada por el Vaticano II en punto a la dignidad del hombre y a la libertad de conciencia y de religión, doctrina que en estos treinta años ha gozado de una aplicación amplia y articulada.

Es este un principio general que se aplica aquí. La "interpretación" de la dignidad humana elaborada en los textos del Vaticano II exige que se respete siempre la "decisión personal", sea cual fuere. Si el ateo decide seguir siendo ateo, la "Iglesia salida del Concilio" no cesa de respetar su decisión, aun tratándose de una decisión que, si se mantiene hasta la muerte, ¡puede enviar al desgraciado derecho al infierno! En efecto, esta Iglesia afirma que no se debe distinguir entre creyentes y no creyentes porque, si no, se violarían "los derechos fundamentales de la persona humana" (Gaudium et Spes, n. 21, BAC 252, Madrid 1965, pág. 236). El derecho fundamental parece ser el de la igualdad, con base en el cual auspicia alguna jerarquía el "diálogo" entre creyentes y no creyentes, para "colaborar en la edificación de este mundo, en el que viven en común" (GS, ivi).

¡Como si fuera posible que Cristo y Belial conviviesen en la misma casa! Sea como fuere, el ateo no debe ser "discriminado", lo que significa que no debe ser convertido: el mero hecho de intentar convertirlo es ya discriminación, es decir: negación de su dignidad de persona, igual a nosotros.

Si es igual, sus ideas tienen entonces la misma dignidad que las nuestras. ¿Por qué inducirle a cambiarlas? Pero el error que subyace a estos sofismas, que nada tienen que ver con la verdad católica, se comprende plenamente si se analizan los epígrafes 19, 20 y 21 de la Gaudium et Spes, dedicados al ateísmo. En ellos no se dice jamás que el ateo impenitente corre a su perdición. ¡No se dice jamás que el ateísmo perjudica sobremanera a la salvación de nuestra alma, porque constituye un pecado que ofende gravemente a Dios, producido por la soberbia de los que niegan con falsos razonamientos la existencia de Dios! Se dice, en cambio, que la Iglesia "denuncia" el ateísmo como doctrina que se opone "a la razón y a la experiencia humana universal" (¿sólo por esto?) y "priva al hombre de su innata grandeza" (ivi, pág. 234), impidiéndole creer en "sus destinos más altos" (ivi, pág. 237). Así pues, el documento conciliar no "denuncia" el ateísmo porque ofende a Dios y manda almas al infierno, sino sólo porque contradice la "grandeza del hombre" al dar de ella una idea completamente insuficiente y contradictoria, de tal manera, por tanto, que creer en Dios o no creer no se conciben ya como la adhesión o la no adhesión a una verdad revelada (que Dios existe y que hay que creer en Él para complacerlo: Hebr. 11, 6), sino como modos más o menos coherentes con los cuales se representa el hombre la propia dignidad, la propia "grandeza" y, por ende y en definitiva, a sí mismo. Estamos en el subjetivismo más radical (2). Considérese esta frase: "la Iglesia afirma [contra los ateos] que el reconocimiento de Dios [por parte del ateo] no se opone en modo alguno a la dignidad humana, ya que esta dignidad tiene en el mismo Dios su fundamento y perfección" (pág. 235).

¿Qué se quiere decir? ¿Que el ateo debe creer en Dios porque Dios existe a pesar de todo (lo que piense el ateo) y porque, además, golpea con Su justicia eterna a quien lo niega? No. Sencillamente, que el ateo puede creer, porque tal fe no contradice a la "dignidad humana", o sea, a un valor que no expresa más que la idea que el hombre tiene de sí mismo. Para el Concilio es ésta la unidad de medida, es éste el fundamento de una legítima fe en Dios: el valor de la dignidad del hombre, no el de la Verdad Revelada, la cual sí nos demuestra la existencia de Dios y, por ende, sí nos obliga de suyo a creer.

Pensemos con suma aflicción en tantas almas que anhelan oscuramente, según parece, salir de las tinieblas en que andan sumidas, abandonadas a su suerte por culpa de algunos pastores que declaran abiertamente que no quieren convertir a nadie a la fe verdadera y única, en nombre de las infames exigencias del denominado "diálogo": pastores indignos hasta del calificativo de católicos.


Las piruetas ecuménicas revolucionan la perenne verdad católica: la fe o es íntegra o no existe en absoluto.

Vayamos por partes. Defender la Infalibilidad pontificia es cosa natural para un católico que haya interiorizado la fe en la constitución divina de la Iglesia (3). Está claro, sin embargo, que tal virtud no se aplica sino en condiciones muy especiales. En el extremo opuesto, y por lo mismo, está claro que "los hombres de Iglesia" no se equivocan en todo; pero hoy por hoy, siempre que la Jerarquía renuncie a atenerse a las cuatro condiciones definidas para que se de la infalibilidad, no hay impedimento sobrenatural a que, en su magisterio ordinario, se equivoque en cosas esenciales (sin que esto afecte en principio a la obediencia filial debida), atinentes a la integridad de la fe, por lo que se traiciona a Nuestro Señor Jesucristo, se trastorna su Santa Iglesia y se pone en peligro la salvación eterna de aquellas mismas almas a las que debería conducir a la salud.

Este escándalo, por supuesto, no se elimina con simplemente negarlo, o con tachar de rancios tradiconalistas a aquellos cuya razón y sensus fidei no admiten como Magisterio fidedigno aquellas proposiciones doctrinales que sin más trastornan o eliminan la Tradición (tanto la consuetudo Ecclesiae (4) como las proposiciones dogmáticas del Magisterio de los papas anteriores). Ya es desconsolador tener que defenderlo, pero, en católico, sólo desde un sincero amor a la fe transmitida por la Tradición puede 'profundizarse en la comprensión de la Verdad Revelada'. Y puede preguntarse el laico perplejo si los adalides del ecumenismo todavía creen en la infalibilidad de los anteriores Concilios ecuménicos dogmáticos que no sean su pastoral (5) Vaticano II, o si todavía hablan de la misma Iglesia cuando a ella se refieren. Porque cuando en la Declaración Oficial Común la dogmática 'unidad de fe y de caridad', como rasgo constitutivo de la Iglesia, es sustituida por una 'plena comunión eclesial' en la que las diferencias 'permanecen', es patente que la 'unidad de fe y de caridad' ha sido sustituido por la sola 'unidad de caridad'. Pero quitada la unidad de la fe, se quita también el fundamento de la unidad de la Iglesia, porque la unidad de caridad nace de la unidad de fe, y no al revés: "Jesucristo quiso.. que existiese en la Iglesia la unidad de la fe; esta virtud ocupa el primer puesto entre los vínculos que nos unen a Dios" (León XIII, Satis Cognitum). Y Pío XI afirma en la encíclica Mortalium Animos: "Apoyándose la caridad, como sobre su fundamento, sobre la fe íntegra y sincera, es necesario que los discípulos de Cristo estén unidos príncipalmente por el vínculo de la unidad de la fe". Pero he aquí que la Declaración Conjunta subraya repetidamente el consenso alcanzado sobre las 'verdades fundamentales', como si eso bastase, y atribuye al Vaticano II el mérito del 'diálogo ecuménico' que ha dado este resultado (n.13). Si es así -y no lo dudamos- no es un mérito sino una evidente y vergonzosa desobediencia al anterior Magisterio de los Romanos Pontífices, porque pretende uncir a la Iglesia Católica al tambaleante yugo del ecumenismo protestante, que los sucesores de Pedro, uno tras otro, condenaron repetidamente desde su nacimiento. Por tanto, los católicos que se adhiriesen a semejante ecumenismo "darían autoridad a una falsa religión cristiana, totalmente distinta de la única Iglesia de Cristo" (Pio XI, idem). El Vicario de Cristo no podría tolerar "la muy inicua tentativa de someter a discusión la Verdad.., porque -subraya con energía- de lo que se trata aquí precisamente es de defender la Verdad revelada" (idem).

Finalmente nos apoyamos en la Orientalis Ecclesiae (1944), encíclica de Pio XII cuyo contenido debería haber supuesto por otra parte una clarísima delimitación del modo y alcanze del diálogo con los protestantes: "No es lícito, ni siquiera bajo capa de hacer factible la concordia, disimular ni un solo dogma (...) Por eso, no conduce al deseadísimo retorno de los hijos equivocados a la sincera y justa unidad en Cristo, aquella teoría que ponga como fundamento del concorde consenso de los fieles sólo aquellos puntos de doctrina sobre los cuales todos o la mayor parte de las comunidades que se glorían con el nombre de cristiano se encuentren de acuerdo, sino aquella otra, que sin exceptuar ni disminuir ninguna, acoge íntegramente cualquier verdad revelada". Y podríamos continuar largamente, pero puede bastar para desintoxicarnos del veneno "ecuménico". Conciliar lo verdadero y lo falso, concediendo algo al error para que sea bueno, y no negando toda la verdad, para que no proteste demasiado, y eso mediante la alegación de dificultades del lenguaje o de meras diferencias de énfasis (n.13, n.40, etc.), es condenar a muerte a la verdad y decretar el triunfo de la herejía. Por ello podemos decir que la Declaración Conjunta, junta sí a católicos y luteranos, pero sólo "en la común ruina" (Pio XII, Humani Generis).

En resumen, "sin la fe es imposible agradar a Dios" (Heb. 11, 6), y la fe goza de esta propiedad esencial: o es íntegra o no existe en absoluto. He ahí la diferencia esencial entre la mera fe fiduciaria de los protestantes y la fe doctrinal católica: "Repugna, en efecto, a la razón -escribe León XIII en la encíclica Satis Cognitum- no dar crédito a Dios cuando habla, aunque se deje de prestarle fe no más que en un solo punto", y lo ejemplifica así: "los arrianos, los montanistas, los novacianos, los cuartodecimanos, los eutiquianos, no abandonaron toda la religión católica, sino solamente tal o cual parte, y sin embargo ¿quién ignora que fueron declarados herejes y arrojados del seno de la Iglesia? (...) Pues tal es la naturaleza de la fe, que no puede subsistir si se admite un dogma y se repudia otro (...) Quien en un solo punto rehúsa el asentimiento a las verdades divinamente reveladas, realmente abdica de toda su fe, pues rehúsa someterse a Dios en cuanto que es la soberana verdad y el motivo propio de la fe (...) Por eso la Iglesia -escribe León XIII-, penetrada plenamente de estos principios y cuidadosa de su deber [de custodiar el depósito de la Fe], nada ha deseado con tanto ardor, ni procurado con tanto esfuerzo, como conservar en todas sus partes la integridad de la fe. Por eso ha mirado como a rebeldes declarados, y ha expulsado de su seno, a todos los que no piensan como ella sobre cualquier punto de su doctrina" (idem). Así las cosas, es nuestro derecho y deber deplorar, ante Dios y ante los hombres, el que los hombres de Iglesia actuales, por seguir el espejismo de un falso "ecumenismo" (sin hablar del resto), exijan a los católicos que repudien una serie de verdades reveladas por Dios y propuestas siempre por la Iglesia para ser creídas.

Efectivamente, es de fe que Cristo fundó una sola Iglesia (dogma de la unidad y de la unicidad de la Iglesia); es de fe que esta Iglesia única de Cristo es la Iglesia Católica, la cual no se ha desvanecido jamás en dos mil años, conforme a la promesa divina: "las puertas del infierno no prevalecerán contra ella" (Mt. 16, 18, dogma de la indefectibilidad de la Iglesia); es de fe que fuera de esta Iglesia única de Cristo no hay salvación para nadie (dogma de la necesidad de la Iglesia para salvarse), etc. Pero he aquí que el ecumenismo, humillando a la única y verdadera Iglesia de Cristo rebajándola al nivel de las sectas heréticas y cismáticas, pretende forzarnos a confesar que la Iglesia única de Cristo se ha "dividido" en el transcurso de los siglos (y, por ende, que Dios no ha mantenido su promesa) y nos intima a reconocer que la Iglesia Católica es sólo una parte de la Iglesia de Cristo, o sea: que esa subsiste en la Iglesia Católica, pero no se identifica con ella, como siempre ha proclamado el Magisterio hasta Pio XII, quedando reducida a una -aunque fuera la más completa- de tantas "confesiones cristianas" (y que, por tanto, la Iglesia de Cristo aún está por construir o, al menos, por reconstruir). Si fuera así, habría que aceptar en toda lógica la tesis progresista-imanentista de que la Iglesia Católica debe ponerse a "buscar" la verdad, como las sectas heréticas o cismáticas, porque también ella, al igual que dichas sectas, perdió o alteró, o nunca poseyó la Verdad revelada, etc...

En resumen, en nombre del "ecumenismo" debe hoy el católico repudiar todas las verdades de fe concernientes a la Iglesia o, por lo menos, hablar y actuar como si no se hubiera realizado nada de cuanto Nuestro Señor Jesucristo dice de su Iglesia en el Evangelio.

Acaso piensan los católicos vivir en un oasis idílico, por lo que no se están dando cuenta de que desde hace más de treinta años a la fe católica le tienden lazos los mismos pastores que tienen el deber de custodiarla. Ni aun un diario bastaría para describir, a fin de que las almas estén en guardia, cuanto de confuso y erróneo dicen hoy algunos de los hombres de Iglesia. Cierto es que no faltan los casos, contradiciendo el "nuevo rumbo" que algunos imponen a la Iglesia, los hombres de Iglesia ratifican la inmutable doctrina católica: así, por ejemplo, cuando Juan Pablo II ratificó solemnemente que "la Iglesia no tiene en absoluto la facultad de conferir a las mujeres la ordenación sacerdotal" y que "dicha sentencia ha de ser considerada definitiva por todos los fieles de la Iglesia"; o también cuando el Card. Ratzinger escribió de la reforma litúrgica que "algo semejante no había ocurrido jamás en la historia de la liturgia", y que con ella "acaeció algo más" que "una revisión": "se destruyó el antiguo edificio y se construyó otro" (Mi vida, Ed. Encuentro, Madrid 1997, págs. 123-124); y tampoco dejamos de subrayar, en la reciente Instrucción sobre "la colaboración de los fieles seglares en el ministerio sacerdotal", esta preciosa confesión, que por sí sola basta para explicar todo el desastre dproducido por las falsas interpretaciones del Concilio y del postconcilio: "para evitar desviaciones pastorales [y doctrinales] y abusos disciplinares, es necesario que los principios doctrinales sean claros".

Pero al estar en juego la fe, después de haber señalado estas y otras pocas cosas buenas, tenemos el deber de repetir con San Agustín: "en muchas cosas [de fe] concuerdan conmigo; en algunas conmigo no concuerdan; pero por aquellas pocas cosas en que no convienen conmigo, de nada les sirve estar conmigo de acuerdo en muchas" (Enarr. In Psalm. 54, n. 19). Pero, acaso ya no lo quieran ver los nuevos profesionales de 'ecumenismo', dicha sentencia del Santo de Hipona es la sentencia de muerte del voluntarismo ecuménico.

En realidad, aun cuando algunos de los actuales hombres de Iglesia hicieran bien todo lo demás (lo que no es el caso), bastaría sólo el "ecumenismo" para imponernos el deber de "resistir fuertes en la fe" (San Pedro) y el de animar a nuestros hermanos a hacer otro tanto: "en efecto, la naturaleza de la fe es tal, que no puede seguir subsistiendo si se admite uno de sus dogmas y se repudia otro" (León XIII, loc. cit.), y a nadie le es lícito apartarse ni aun en un solo punto de la Verdad revelada por Dios e infaliblemente custodiada por la Iglesia a lo largo de dos mil años, para ponerse a seguir a un hombre en sus erróneas opiniones y utopías personales... aun si tal hombre, para castigo de nuestros pecados, se sienta en la cátedra de Pedro. En este sentido doctrinal católico, repitámoslo: "Sin la fe es imposible agradar a Dios" (Hbr. 11, 6), y nunca es lícito desagradar a Dios para agradar a los hombres, aunque sean hombres de Iglesia. Ni tampoco basta, para agradar a Dios, conservar algo de la Fe católica (retazos mayores o menores de la Divina Revelación se hallan también entre los herejes y cismáticos), sino que es necesaria la fe, la cual, por su naturaleza, o cree todo lo revelado o no existe, de donde "el catolicismo (...) o se profesa entero o no se profesa" (Benedicto XV, Ad Beatissimi Apostolorum Principis).

Una breve lección de historia: la Iglesia ante la herejía luterana

Recordemos lo que hizo la Iglesia en los momentos decisivos de disputa con la doctrina luterana. El punto de partida es la afirmación de la 'Amplitud ideal del Cristianismo'. Si se pierde de vista esta esencial amplitud, la distancia entre una ortodoxia y otra resultará tan grande que podrá parecer la distancia entre ortodoxia y heterodoxia. Sin embargo, es necesario precisar los límites de dicha amplitud. Frente a los racionalismos y irracionalismos de toda índole, la Tradición católica mantiene el principio de racionalidad sobre cualquier otra forma del espíritu, y su amplitud abraza una pluralidad de valores, todos los cuales tienen cabida dentro de su verdad, pero no una pluralidad compuesta de valores y no-valores. Un concepto espurio de la amplitud del Catolicismo conduce a la indiferencia teórica y la indiferencia práctica (moral): a la imposibilidad de conferirle un orden a la vida. Fue esto lo que vió con claridad la Jerarquía ante la herejía luterana, que cambió la doctrina de arriba abajo al repudiar su principio: la autoridad, consecuencia de la constitución divina de la Iglesia. Puesto que consiste en un rechazo del principio, la propia apologética católica entiende que la herejía luterana es teológicamente irrefutable: 'puede vencer las objeciones del adversario pero no al adversario, ya que éste rechaza el principio con el cual argumenta ( cf. Sth. I q.I a8) para refutarle. No rechaza Lutero este o aquél artículo del conjunto dogmático del catolicismo (aunque naturalmente también lo hace) sino justamente el principio de todos los artículos, que es la autoridad divina de la Iglesia (cf. Romano Amerio, Iota Unum, vers. esp. en: Critero Libros, 1994, p.30).

Para ver esto en sus fuentes, entrémonos en los acontecimientos de la Dieta de Ratisbona (1541). El Card. Contarini fue enviado como legado pontificio a la Dieta para facilitar la tentativa del Emperador Carlos V de un arreglo amistoso que recondujese a los luteranos a la Iglesia Católica. El Card. Contarini llegó a Ratisbona "lleno del máximo celo y animado de la más sincera voluntad de hacer todo cuanto estuviese en su poder para eliminar las turbulencias religiosas de Alemania". Contarini respondió a Eck (quien consideraba inútil dicho intento) que el cristiano debe siempre esperar contra toda esperanza, y mostraba tanta "mansedumbre, prudencia y ciencia" como era necesaria para imponerse tanto a sus colaboradores como a los mismos luteranos, que "a la larga no pudieron sustraerse al poder de su personalidad y de su ejemplar conducta", y comenzaron "no sólo a amarle, sino a reverenciarle". Los ministros de Carlos V expresaron su convicción de que Dios, en su bondad, había creado a Contarini nada más que con el fin de reconducir a los luteranos a la Iglesia Católica. Y sin embargo se llegó a la ruptura: por mucho espacio que se le quiera dar a la caridad, hay que ser siempre estricto cuando se trata de errores doctrinales, a menos que se quiera caer en la tolerancia dogmática, que pisotea los derechos de la verdad y, en este caso, de la Verdad revelada.

El momento crucial llegó al tratar de la Eucaristía: "aquí pudo verse que los protestantes no sólo rechazaban el término 'transustanciación' fijado por el IV Concilio de Letrán para la transformación eucarística, sino que negaban también lo esencial, la verdadera transformación de la sustancia del pan y del vino en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo, añadiéndole además otra herejía al sostener que el Cuerpo de Cristo sólo estaba presente para quien comulgaba, y declarar en consecuencia que la adoración del Santo Sacramento era una idolatría" (H. Rueckert: Die theologische Entwicklung von G. Contarini, 1926).

Hasta aquel momento, Contarini, "en su condescendencia, había llegado hasta el límite y había inculcado fuertemente [en sus colaboradores] la necesidad de no abordar (...) las controversias teológicas en las cuales los mismos teólogos católicos no estaban de acuerdo [es decir, las cuestiones todavía disputadas y por tanto libres] (...) pero cuando se intentó nuevamente poner en duda una de las doctrinas fundamentales de la Iglesia, la 'transustanciación' enseñada por un Concilio ecuménico, con toda energía defendió la verdad católica". Al Emperador Carlos V y a sus ministros, que sorprendidos por esta imprevista intransigencia sugerían un compromiso, el Card. Contarini respondió: "mi objetivo es establecer la verdad. Ahora bien, en el caso actual ésta está tan claramente expresada en las palabras de Cristo y de San Pablo, y declarada por todos los doctores eclesiásticos y teólogos de la Iglesia latina y griega antiguos y modernos, así como por un célebre Concilio, que no puedo en modo alguno consentir que se la ponga en duda. Si no puede establecerse un acuerdo sobre esta doctrina ya sólidamente fijada, habrá que abandonar el desarrollo ulterior de los acontecimientos a la bondad y la sabiduría divinas; pero hay que mantener con firmeza la verdad". Así fue como el Card. Contarini, precisamente por estar lleno de fe en la Providencia, no pretendió sustituirla en el gobierno general de la Iglesia, convencido de que a los "administradores" no se les pide ejercer de dueños, sino ser fieles (cfr. I Cor. 3, 4).

A quienes le objetaban que a fin de cuentas sólo se trataba de una palabra, y por tanto sólo de una cuestión de palabras, el cardenal, "con toda la razón, recordó el caso de los arrianos y del Concilio de Nicea, donde también se había tratado exclusivamente de una palabra [consustancial]. El legado pontificio comprendía claramente que aquella simple palabra [transustanciación] expresaba una de las doctrinas capitales de la Iglesia, por la cual se tiene la obligación de exponer la propia vida". De este modo, Contarini, precisamente por estar lleno de caridad, rechazó el sacrificio de la verdad ante una "caridad" que, sin fundamento en la fe, habría sido una falsa caridad y un engaño recíproco inútil, destinado sólo a agravar las cosas. "Comprendió en toda su extensión las enormes dificultades que obstaculizaban la unión religiosa, y si bien hasta entonces había creído que la enfermedad perduraba a causa de los errores de los médicos anteriores, ahora vio que era otra la razón principal (...) 'Dada la obstinación y pertinacia de los teólogos protestantes', escribía el 13 de mayo, 'si Dios no hace milagros no se logrará la unión' (...) Contarini declaró con gran franqueza que veía claramente cómo la diferencia con los protestantes se encontraba en la cosa misma, y que por tanto no era posible ponerse de acuerdo en las palabras; que, personalmente, él no quería una paz aparente (que sería un engaño mutuo) ni toleraría que se pusiese en duda la doctrina de la Iglesia mediante la pluralidad de expresiones; y que estaba decidido a no alejarse en nada de la verdad católica". Desde aquel momento, el Card. Contarini "dirigió su atención con mayor intensidad a que en las fórmulas de concordia no se aceptasen palabras que pudiesen interpretarse a la vez en sentido católico y protestante (!!!). Él quería una paz verdadera y leal, no una mera unión en las palabras". En una carta a Roma, el Card. Contarini expresó los principios que guiaban su conducta: "en primer lugar se debe en todo mantener la verdad de la fe. En segundo lugar, no hay que dejarse inducir a expresar el sentido de la doctrina católica con palabras ambiguas, porque de tal proceder no nacerá sino mayor discordia. En tercer lugar, se ha de actuar de modo que toda Alemania y la Cristiandad comprendan que la discordia no procede ni de la Sede Apostólica ni del Emperador, sino de la pertinaz adhesión de los protestantes al error". Pastor, que como es sabido es un converso del protestantismo, anota: "estas severas palabras, pronunciadas por un hombre tan bondadoso y conciliador como Contarini, tienen un valor doble".

También es esclarecedor en nuestros días el análisis del Card. Contarini sobre "la causa de que se hayan implantado las ideas luteranas no sólo en las almas de los protestantes, sino también en las cabezas de aquéllos que sin embargo se decían católicos: la fascinación por la novedad, y las facilidades que ofrecía al hombre mundano la nueva doctrina". Ayer como hoy, el error encuentra su más poderoso aliado en la decadencia espiritual de los católicos, que no se esfuerzan por vivir seriamente la vida cristiana. También es muy interesante el modo en que los consejeros eclesiásticos de Carlos V habrían querido acomodar la cuestión: "al igual que antaño, ellos concebían la causa religiosa como un asunto político, en el cual se pudiese pactar sobre el dogma, aquí proponiendo algunos, allá mitigando otros". Exactamente igual que los ecumenistas hodiernos.

El Emperador Carlos V llegó incluso a proyectar que se proclamasen como doctrina común en el Imperio los artículos sobre los cuales católicos y protestantes habían encontrado un acuerdo, suspendiendo temporalmente los artículos en disputa, aunque estos concerniesen a las doctrinas fundamentales de la Fe. A la actitud de Carlos I no era ajena la influencia en toda Europa, incluida la Corte del Emperador, del pensamiento de Erasmo de Rotterdam (vid. la ya clásica obra de Marcel Bataillon, Erasmo y España; Fondo de Cultura Económica, Madrid 1961). Pero conviene recordar que la Contrarreforma Católica no tuvo mejor paladín que el rey de España, que resultó ser el único baluarte fiel contra el protestantismo en todo el continente. Tampoco nos resistimos a citar las palabras del mismo Bataillon en su prólogo de 1965 a la segunda edición española de su obra: "el ambiente actual de ecumenismo favorece el renacer del irenismo religioso de Erasmo, en especial en el seno de la Iglesia Católica, pues en el II Concilio Vaticano dominan tendencias en parte opuestas a las que hace cuatro siglos triunfaron en el Concilio de Trento, imponiendo a Erasmo, en 1559, la nota de 'auctor damnatus primae classis'" (op. cit., pág. XVII). Como se ve, Juan XXIII con su "fijémonos en lo que nos une y dejemos de lado lo que nos separa", y el Card. Ratzinger con su "unidad en la multiplicidad [doctrinal]", no han inventado nada nuevo. Sin embargo, el Card. Contarini, a aquella "línea media" dispuesta como los ecumenistas actuales, a "favorecer la caridad en perjuicio de la Fe" (San Pío X), replicó que "prefería todo, incluso la muerte, antes que transigir contra las claras decisiones de la Iglesia sobre la tolerancia de las falsas doctrinas"; decisiones que también los ecumenistas de hoy día han relegado totalmente al olvido.

Igualmente enérgica fue la respuesta del Papa Pablo III al "proyecto de tolerancia" imperial: en una instrucción dirigida al Card. Contarini, declara "imposible la tolerancia con los artículos no concordados, porque éstos conciernen a puntos esenciales de la fe y no es lícito hacer ningún mal, ni siquiera para que surja algún bien. La fe es un todo inescindible del que no puede aceptarse una parte y rechazar otra". Hasta aquí, todos tenemos que meditar. Pero lo que sigue debería ser meditado en un 'lugar más alto': "si alguna vez la Sede romana, llamada a custodiar la pureza de la doctrina, consintiese, por poco que sea, con doctrinas erróneas, los cristianos dejarían de buscar en ella la regla de su fe. Y así, mientras con tal proyecto no se ganaría a los protestantes, a quienes se dejaría en sus errores, se perdería también al resto de la Cristiandad". Es exactamente lo que en tiempos más próximos a nosotros respondió León XIII ante análogas peticiones: "guárdense (..) de sustraer nada a la doctrina recibida de Dios, o de omitir nada por ningún motivo, porque quien lo hiciese tendería más a separar a los católicos de la Iglesia que a reconducir a la Iglesia a quienes se han separado de ella" (encíclica Testem Benevolentiae). La advertencia, recordamos, se dirigía a los a los partidarios del americanismo, precursor del modernismo hoy modernismo hoy - en parte- imperante en lo más alto de la Jerarquía.

Catolicismo y protestantismos: tres breves puntos esenciales de discernimiento:


1/ Por lo visto con anterioridad, parece que la perspectiva ecuménica significa la irrelevancia de la verdad (intelecto) respecto a la caridad (voluntad), o más: una unilateral atención a ella. O más precisamente todavía: ¿no significa la ofuscación de la verdad católica el eclipse de la verdadera caridad, y eso en el seno de la propia conciencia católica? De modo que, al desconocer lo propio (falta de conocimiento/amor a las notas o características que constituyen la riqueza sobrenatural de la Iglesia y su tradición milenaria) ya no repugna la diferencia con sustitutos/eclecticismos de toda índole. Porque la falta de percepción -en último término, la falta de fe, esperanza, caridad- iguala lo desigual. Evidentemente, nos lo habemos aquí con un defecto cognoscitivo tristemente demoledor.

2/ Es igualmente fundamental recordar el triple principio católico de unidad de Sagrada Escritura, Tradición y Magisterio. Por ello mismo, en el caso del catolicismo se puede hablar en singular (al menos antes de la autodemolición modernista de la que se lamentó ya el propio Pablo VI, por otra parte tan amigo de modernistas como Jean Guitton, Card. Tisserand, etc.). Sin embargo, en la medida que la suficiencia de la conciencia o razón individual: el libre examen (de ahí: sola scriptura, sola fides, sola gratia), es el criterio absoluto del individuo protestante, no cabe hablar de magisterio ni de tradición (6). Por ello mismo no es legítimo hablar de catolicismo y protestantismo en un mismo nivel: porque propiamente dicho existen tantos protestantismos como individuos que niegan la tradición y el magisterio (La no vinculación de la declaración conjunta para los luteranos lo demuestra cabalmente).

"Lutero pone la Biblia y el sentido de la Biblia en manos del creyente, recusa la mediación de la Iglesia, y lo confía todo a la inteligencia privada (cf. Luther: Von der Freiheit des Christenmenschen), suplantando la autoridad de la institución por la inmediatez del sentimiento, que prevalece por encima de todo. La conciencia se sustrae al Magisterio de la Iglesia y la aprehensión individual, máxime si es viva e irresistible, funda el derecho de opinión y el derecho a la manifestación de lo que se piensa, por encima de cualquier norma" (R. Amerio, op.cit., p.31). La que es Esposa y Cuerpo Místico de Cristo, la Iglesia, "resulta desposeída de su esencia como autoridad, mientras que esa viveza de la aprehensión subjetiva es llamada fe y convertida en don inmediato de la gracia. La supremacía de la conciencia quita fundamento a todos los artículos de la fe, puesto que éstos valen o no valen según la conciencia individual consienta en ellos o no. De este modo, y tal como lo vió ya Contarini, resulta extirpado el principio del catolicismo, la autoridad divina, y con ello los dogmas de fe: ya no es la autoridad divina de la Iglesia quien los autoriza sino la aprehensión individual. Y si la herejía consiste en creer una verdad revelada no porque sea revelada, sino porque consienta en ella la percepción subjetiva, se puede decir que el concepto de fe se convierte en el luteranismo en el concepto de herejía: no es que la realidad obligue al asentimiento, sino que es el asentimiento quien da valor de realidad. Qué después, por lógica interna, la crítica del principio teológico de la autoridad divina (7) se transforme en crítica del principio filosófico de la razón (y del principio político de la soberanía real), es cosa que puede inferirse a priori, y ha sido atestiguada a posteriori por el desarrollo histórico del pensamiento"(ibi.) ilustrado, tanto liberal como revolucionario. En conclusión, el alma de todo protestantismo no son las indulgencias, la Misa, los sacramentos, el Papado, el celibato, la predestinación y la justificación del pecador sino una insuficiencia que el género humano llevaría inmersa e inherente en su naturaleza: la insuficiencia de la autoridad. Así, el triple punto de partida (Lutero, Calvino, Zwingli) de la actitud protestante es de mero carácter accidental-histórico, porque su modo de ser es la falta de verdadera comunidad de fe (unidad de orden que es jerarquía: constitución divina). De ahí la connatural proliferación de las sectas protestantes, porque la desintegración de la unidad de fe es su principio intrínseco: el principio de toda herejía (de jairesis: elección) que consiste -desde la mera subjetividad- en sacar alguna verdad de fe de su contexto global, y luego absolutizarla (adventistas, anabaptistas, testigos de jehova, mormones, ect.).

De modo que el mal de las sectas es un mal de fábrica: en el caso luterano esta descolocación acontece mediante la doctrina de la justificación: con respecto a una doctrina católica de la gracia mucho más comprensiva, que respeta la pluralidad de lo real, en tanto doctrina de analogía y mediación (Cristo-esposo y la Iglesia-esposa, figurada en María, y plasmada en la Comunión de los Santos, mediante el orden sacramental). A partir de ahí, incluso puede decirse que pese a la conservación protestante del 'Dios verdadero y hombre verdadero', desde Lutero ha quedado obscurecido el misterio de la Encarnación: porque asumir la carne significa asumir y afirmar plenamente la condición espacio-temporal, finita, del hombre. Y, a su vez, asumir la finitud en carne propia por parte de Cristo es una afirmación radical del obrar humano. En toda consecuencia, la negación del valor sobrenatural (mérito de cara a la vida eterna) de las obras, en el fondo, roza con una herejía cristológica, por ser una postura que no toma suficientemente en serio la Encarnación, una evidencia por otra parte vista la explicación unívoca del pecado original.

Nada más, ni nada menos. Poca perspectiva ecuménica se abre ahí, más que acaso un voluntarismo cándido por parte de los católicos de asimilar la simplificación luterana.

En breve: una falsa perspectiva ecuménica ignora que la omnipotencia divina no se muestra habitualmente como 'potentia absoluta' sino como 'potentia ordinata', y conforme a esta disposción analógica de los seres creados, frente al univocismo/equivocismo típicamente protestante (virulenta desde Scoto y Ockam), la gracia no actúa al margen de la naturaleza: gratia supponit naturam. La gracia no solo colabora con el actuar humano, sino que lo envuelve (antes, en, después), y así lo sana y santifica desde dentro (de raíz común en alemán: heilen, Heil, Heiligung), es decir, lo deifica/diviniza. Y ¿quién negará que esto está en abierta contradicción con el pensiero debole del 'simul iustus et peccator' de Lutero?, acaso por no saber ni querer distinguir entre sentir y consentir, de modo que la tentación ya sería el pecado: ¡qué simplificación!. Sin embargo, el n.22 de la Declaración Conjunta afirma: "Cuando los hombres participan de la fe en Cristo , Dios ya no les imputa sus pecados". Según Lutero, Dios no hace realmente justo al hombre, sino que sólo deja de imputarle su pecado. Y eso es lo que el n.22 dice que "juntos confesamos", aunque esta doctrina de la mera no-imputación esté condenada así por el concilio de Trento (ver DS 1515). Lo mismo vale para la cooperación con la gracia (Denz. 814). Según la 'lógica exterminadora' de Lutero, estando la naturaleza totalmente corrompida por el pecado original, el hombre no puede cooperar con la gracia actual, que le mueve y prepara a la justificación, sino que sólo puede recibirla pasivamente: mere passive. Ahora bien, en la Declaración Conjunta, el mere passive de Lutero, anatemizado por el Concilio de Trento, aparece insolentemente en el n.21. Y en el n.23 se afirma que la "justificación está exenta de la cooperación", y en el n.24, donde se hace decir también a los católicos que "el don de la gracia de Dios en la justificación es independiente (no sólo de todo mérito antecedente, sino también) de la cooperación humana". En sustancia, los órganos del Vaticano están en guerra entre sí, porque la Respuesta se veía obligada a constatar que en la Declaración Conjunta la herejía luterana sobre la justificación se mantenía tanto en su erróneo prinicipio como en sus ruinosas deducciones. Y sin embargo se firmó tal cual por el Card. Cassidy, después de algunos maquillajes verbales en el Anexo.

Aplicada esta realidad doctrinal a la cultura, es verdad que la paz propia del alma católica, fruto de la confesión sacramental, cuando no es alimentado por un sólido amor (diffusivum et communicativum), más que fermento de la actividad (trabajo) es aliciente del reposo (ocio). Es una nada despreciable explicación psicológica del carácter de sistema (vs. los brotes geniales de la cultura católica) que tiene el progreso económico de las naciones protestantes. En este sentido, la riqueza protestante (sin considerar aquí el signo de la católica), dada la unidad de la virtud (Tomás de Aquino), no es fruto del trabajo como virtud sino de su contrario: la angustia existencial, que desde sus origenes religiosos se abre camino (Kierkegaard), hasta desembocar incluso en voluntad de pecado (JPII: 'el pecado crea mucha riqueza').


3/ El carácter o nota esencial de todo protestantismo es por tanto el individualismo. He aquí donde se dan la mano los aspectos doctrinales con los culturales (Creer por otra parte que una determinada Weltanschauung dominante deje de hacerse cultura, es una hipótesis superficial. Todo paradigma intelectual o espiritual, en la medida en que tiene vigencia o predominio en un grupo social, inevitablemente se traduce en cultura: praxis o relación societaria (ecología, economía, derecho, política).

El carácter crecientemente a-comunitario de las múltiples relaciones humanas, tanto más, paradógicamente, cuanto más se hable y se vive en la sociedad de la información o comunicación, si bien no tiene su origen en el protestantismo, si -históricamente- ha encontrado en sus ejes doctrinales su máximo promotor y el suelo de fermento idóneo. En los protestantismos de cualquier índole se dan cita variopinta las más peliagudas posibilidades de error del espíritu humano: en lo teológico: el fideismo (separación fe-razón) (8); en lo filosófico-gnoseológico: el nominalismo (los conceptos no son más que nombres que, por falta de nexo real, le damos a las cosas, es decir, por conveniencia); en lo histórico: el relativismo y progresismo (la tradición tiene que claudicar ante la voluntad en presencia); en lo psicológico-ético: el emotivismo, sentimentalismo, utilitarismo, simpatetismo; en lo político: el liberalismo (la ideología de la soberanía popular, sufragio universal y representación política inorgánica); en lo jurídico: la torre de babel de los derechos humanos (en tanto que individuales, opuestos a cualquier derecho de las comunidades -naturales, civiles, políticas- o del propio Dios Uno y Trino, comunidad por esencia); en lo económico: el capitalismo (reducción del trabajo a pura productividad objetiva, es decir: del hombre a puro medio, número, individuo sustituible); en lo ecológico: la destrucción de la naturaleza (relación despótica: hombre-naturaleza, sin reconocer en ella la conditio-sine-qua-non de toda actividad humana).

En resumen: ante la crisis del modelo de sociedad occidental, poscristiana, simbolizada en la crisis del matrimonio y de la familia, sería realmente un sinsentido buscar el remedio justamente ahí donde cogió la enfermedad. Si pretendemos encauzar adecuadamente la libertad, hay que desmitificar el hombre como mero individuo, y combatir el individualismo en todos aquellos frentes antes mencionados. Es un hecho patente que el protestantismo en todas sus modalidades, hasta las colectivistas, es un particularismo, de mayor o menor envergadura, pese a que en la actualidad abrace también, en el ámbito económico y político, un falso universalismo en tanto que soporte de su particularismo e individualismo intrínsecos. Este estado de cosas no constituye precisamente una invitación para que los católicos abracemos sus principios, más de lo que se ha hecho ya, aunque pocos son los que lo adviertan con claridad. Para concluir, sigue siendo válida la vieja doctrina católica: rigor contra el error/pecado, y clemencia con el pecador. Eso, claro está, con propios y ajenos. He aquí el alcanze de todo diálogo 'católico' con los protestantes.

El hecho, sin embargo, de que el texto conciliar Unitatis redintegratio diga prácticamente lo contrario de lo expuesto hasta la fecha, y en atención casi exclusiva a dicho texto y al magisterio posconciliar, también se diga prácticamente lo contrario a la tradición católica en las facultades teológicas (católicas), sobre todo en la nueva asignatura posconciliar 'Ecumenismo' (acaso podamos disculparlo con la tristemente habitual 'deformation professionelle' de quienes ostentan un cargo), confirma la idea que la Crisis de la Iglesia no hecho más que comenzar. De hecho 'no hay mayor engaño que el autoengaño' (Hannah Arendt), en que consiste entregarse a los errores protestantes, incluso sin saberlo, dándoles así virtud de magisterio eclesiástico. Eso sí que es constitutivo de una Crisis de la Iglesia. Además, contrariamente a lo que suelen invocar los enemigos de la Iglesia, no es la corrupción -siempre posible- de los pastores (y laicos) la que realmente puede constituir tal crisis, sino sólo la prevaricación teórica: la adaptación del Dogma al Zeitgeist, y a sus prevaricaciones prácticas: "La razón por la cual la corrupción de los pastores no llegó a dar lugar a una crisis, sino sólo a una desviación, es que la prevaricación práctica no fue erigida en dogma teórico, como sin embargo hizo Lutero (y hacen sus imitadores católicos). Contrariamente a la praxis (siempre limitada), el dogma teórico es ilimitado, ya que contiene en su universalidad una potencial infinidad práctica. Por lo cual, salvado el dogma teórico, se salva en él toda la práctica y permanece incolumne el principio de la salud" (R.Amerio, op.cit., p.33).

Ecumenismo y Diálogo Interreligioso: un breve inciso sobre el modernismo llevado hasta sus últimas consecuencias

Para completar estos breves pero sustantivos análisis sobre la crisis ecumenista de la Iglesia, vienen al dedo unas puntuales consideraciones sobre el nexo entre el mal del llamado 'diálogo interreligioso' con el mal del ecumenismo con los protestantes. En medio de las convulsiones pos-revolucionarias (9), uno de los grandes filósofos europeos del siglo XIX, J. Balmes (1810-48) ya señaló el quid de la entonces latente tentación modernista para la Iglesia, modernismo hoy tan patente sin embargo y que encuentra en el falso diálogo 'interreligioso' su falange principal. "No es posible -he aquí su aguda observación, hecha en Criterio- que todas las religiones sean verdaderas. Son muchas y muy varias las 'religiones' que dominan en los diferentes puntos de la tierra; ¿sería posible que todas fuesen verdaderas? El sí y el no, con respecto a una misma cosa, no puede ser verdadero a un mismo tiempo. Los judíos dicen que el Mesías no ha venido, los cristianos afirman que sí; los musulmanes respetan a Mahoma como insigne profeta, los cristianos le miran como solemne impostor; los católicos sostienen que la Iglesia es infalible en puntos de dogma y de moral, los protestantes lo niegan; la verdad no puede estar por ambas partes: unos u otros se engañan. Luego es un absurdo el decir que todas las religiones son verdaderas o queridas por Dios. Además toda religión se dice bajada del cielo: la que lo sea será la verdadera; las restantes no serán otra cosa que ilusión o impostura". Luego precisa, "¿Es posible que todas las religiones sean igualmente agradables a Dios y que se dé igualmente por satisfecho con todo linaje de cultos? No. A la verdad infinita no puede serle acepto el error, a la bondad infinita no puede serle grato el mal; luego el afirmar que todas las religiones son igualmente buenas, que con todos los cultos el hombre llena bien sus deberes para con Dios, es blasfemar de la verdad y bondad del Criador".

Veremos lo que ha enseñado el Catecismo de siempre: Las religiones falsas se distinguen de la verdadera porque ésta es la única enseñada por Dios, mientras que aquéllas han sido enseñadas por hombres alejados de Dios y de su Revelación. ¡Lo contrario de los que hablan de una connatural "apertura del hombre a Dios"! San Pablo, «mientras (...) esperaba en Atenas, consumía su espíritu viendo la ciudad llena de ídolos» (Hech. 17, 16), y movido por el espíritu de Dios, dijo de los cultivadores de "diversas religiones": «pues la ira de Dios se manifiesta desde el cielo sobre toda impiedad e injusticia de los hombres [las religiones falsas], de los que en su justicia aprisionan la verdad con la injusticia. En efecto, lo cognoscible de Dios es manifiesto entre ellos, pues Dios se lo manifestó porque desde la creación del mundo, lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras. De manera que son inexcusables [los adeptos de religiones falsas], por cuanto, conociendo a Dios, no lo glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se entontecieron en sus razonamientos, viniendo a oscurecerse su insensato corazón» (Rom. 18, 20). Y también: «lo que sacrifican los gentiles, a los demonios y no a Dios lo sacrifican. Y no quiero yo que vosotros tengáis parte con los demonios» (I Cor. 10, 20). ¡Nada más opuesto a "la ayuda del espíritu de Dios"!

De ahí que en lo tocante al nacimiento de las "diversas religiones", se muestra la Sagrada Escritura bastante alejada de la catequesis de los modernistas: las otras religiones, como explica el propio Autor divino de la única Religión verdadera, «entraron en el mundo por los vanos pensamientos de los hombres» (Sab. 14, 14), y su ingreso «fue el origen de la impiedad» y de la «corrupción de la vida» (Sab. 14, 12). ¿Puede el Espíritu Santo introducir la corrupción en el mundo? ¿Puede el Espíritu Santo ayudar a realizar "una experiencia religiosa más profunda" a los "fundadores de religiones" llamadas corruptoras por la Escritura y "origen de la impiedad"?

La "apertura primordial del hombre a Dios" realizada en las falsas religiones la condena sin apelación la Sagrada Escritura. ¿Es que a los pueblos idólatras que circundaban a los israelitas y ponían trampas a su fe no los movía el instinto religioso natural a "abrirse" a la divinidad? No obstante, Dios los reprueba, los juzga severamente y hace que los israelitas los aniquilen: Dios es Espíritu y Verdad, y quiere ser honrado en espíritu y verdad (cf. Jn. 4, 24).

Y para que la cosa se grabe bien en la mente de los hombres, proclama en Sal. 147, 19-20 que Él no ha hablado nunca con nadie, salvo con Israel: «Anunció a Jacob su palabra, sus estatutos y decretos a Israel. Con ninguna de las otras naciones hizo tal: no les manifestó sus preceptos. Aleluya». ¡Más claro, agua!

En el capítulo anterior insistimos ya en el abuso actual de la concepción de la potentia absoluta de Dios, frente a la potentia ordinata, abuso que también está en el origen del concepto confuso que se tiene y propaga del Espíritu de Dios. Por ejemplo, aun suponiendo que Jesús dijera que el Espíritu Santo "sopla donde quiere", el Espíritu Santo sopla precisamente donde quiere: donde quiere Él, no donde quieren los hombres. Esto es: fuera de la Iglesia, para impeler hacia ella mediante gracias actuales; en la Iglesia, a fin de vivificarla por medio de la gracia santificante: «Él [el Espíritu Santo] es, finalmente, quien al par que engendra cada día nuevos hijos a la Iglesia con la inspiración de la gracia, rehusa habitar con su gracia santificante en los miembros totalmente separados de Cristo» (Pío XII, Mystici Corporis,29.6.1943, Denz. 2288).

Que luego el Cuerpo Místico de Cristo comprenda también excepcionalmente miembros in voto, in desiderio, y no sólo miembros en acto, es una doctrina siempre creída por la Iglesia, pero nunca lo fue la propuesta actual de que las "semillas del Verbo" serían suficientes para la salvación. Tal propuesta se ampara en el olvido de la doctrina tomista de la distinción real entre existencia y esencia de las cosas creadas, y por tanto del orden sobrenatural del natural.

En algunas "catequesis" modernistas se sostiene que «las "semillas de verdad" presentes y operantes en las diversas tradiciones religiosas son un reflejo del único Verbo de Dios, "que ilumina a todo hombre" (cf. Jn. 1, 9)». El prólogo del Evangelio de San Juan es uno de los textos más profundos del Cristianismo, pero también uno de los que se abusa más. «El Verbo ilumina a todo hombre». ¿De qué manera? «El Verbo ilumina [al intelecto de] todo hombre dice Santo Tomás en cuanto le da la virtud natural o sobrenatural de entender» (Summa Theol. I-II, q. 105, a. 3). Es decir: es clara tesis ionnea que la religión se da en una luz inmanente a la conciencia de todo hombre. Sin embargo, «si el Verbo, como luz de la naturaleza, consiente que se exalten los valores de las civilizaciones no cristianas, excluye, empero, que se teorice su autosuficiencia respecto de la salvación». En otras palabras, el Verbo es "luz de la naturaleza" en el orden de la razón, pero en otro orden el Verbo es "luz sobrenatural": revela las verdades sobrenaturales, las verdades misteriosas inalcanzables con sola la razón natural y, con todo, absolutamente necesarias para la salvación.


Se echa de ver que natural y sobrenatural no deben confundirse, como no se deben confundir el orden de la razón y el de la fe. Por ello, si, como en las "catequesis" consideradas, se relacionan las "semillas del Verbo" con las "diversas tradiciones religiosas", es evidente que se trasciende del ámbito de la razón natural y se invade el ámbito sobrenatural, el ámbito de la salvación, donde las eventuales "semillas del Verbo" ya no bastan, sino que es menester la única Revelación sobrenatural hecha por el Verbo, la única religión verdadera. No hay otros medios de salvación. Y en este punto nos parece que el edificio de las "catequesis" se cuartea por todas partes. Sin embargo, las autoridades ecuménicas sostienen que también la Tradición habla de estas famosas "semillas" en las religiones (p. ej., San Justino y San Clemente Alejandrino). Veamos, empero, cómo hablan de ello: nos lo dijo el 16 de septiembre el propio Pontífice: «Ya en la primera mitad del siglo II el filósofo San Justino podía escribir: "Todo cuanto ha sido afirmado siempre de modo excelente y cuanto descubrieron los que filosofan o promulgan leyes, ha sido cumplido por ellos mediante la búsqueda o la contemplación de una parte del Verbo" (I Apol. 10, 1-3)». Precisamente: "los que filosofan", "promulgan leyes".

La Tradición no habla de religiones en absoluto, sino sólo de filosofías y leyes. Y Clemente Alejandrino restringe ulteriormente el terreno sembrado por el Verbo a «aquel pequeño número de elegidos (...) que tienen una filosofía recta y sana» (Strom. 1, c. XIX).

Se trata, pues, de jirones de verdad que son o residuos de las primeras enseñanzas divinas a Adán (Revelación primitiva), o elementos de verdad alcanzables por la fuerza natural de la razón, no en virtud de una falsa religión, sino de la honestidad intelectual de las personas privadas. A éstas, si usan bien de la luz de la razón ésta, sí, "reflejo" auténtico de la luz de aquel Verbo ioanneo evocado por Juan Pablo II, les puede suceder que, yendo contra corriente de todas las creencias religiosas en que se hallan inmersas, lleguen a formarse una idea buena de Dios. Pero ¿y después? Trinidad y Encarnación son verdades imposibles de alcanzar naturaliter. Y además. estos jirones de verdad, estas "semillas del Verbo" están contaminadas por las tierras de acarreo, por el légamo de los errores en que se hallan sumergidos y que son propios de las religiones falsas.

Para salvarse fuera de los confines visibles de la Iglesia, es menester una intervención extraordinaria de la gracia divina, y aun cuando Dios se sirviera de estas semillas o jirones de verdad natural para elevar excepcionalmente a determinadas almas al plano sobrenatural de la salvación, no es lícito decir que por esta razón Él se sirve de las religiones falsas, de las doctrinas falsas, como tales. No es lícito afirmar que se albergan semillas de verdad no sólo en la mente de los particulares, sino también en las lobregueces de las religiones, en las "diversas tradiciones religiosas", como "reflejo del único Verbo de Dios". En efecto, no es lícito convertir al Verbo en inmanente a religiones que no sean la única verdadera, la revelada por Él. Si es dado encontrar alguna verdad natural entre los errores de las religiones falsas, «nos pertenece a nosotros, los cristianos», igual que cualquier otra verdad de razón (San Justino, Apol. II, n. 10). No son "un reflejo" del Logos en las "distintas tradiciones religiosas", sino un auténtico hurto al Logos, una apropiación indebida por parte de las falsas "religiones", a propósito para hacer creíbles doctrinas que de suyo, sin estas medias verdades robadas a Aquél, no se sostendrían en pie ni un momento.

Y en cambio, ¡he aquí que los latrocinios se hacen pasar por reflejos divinos, y a los falsificadores, por hombres iluminados por el Espíritu de Dios! Nada hay en la Sagrada Escritura ni en la Tradición que abone todas estas aserciones: se puede hablar de presencia y de acción del Espíritu Santo; se puede hablar de disposición misteriosa para su acogida; se puede hablar de elementos de bien; mas no se puede hablar de todas estas cosas como de "elementos de bien en el INTERIOR de las diversas religiones".

No se puede, porque Dios no utiliza "los elementos de bien" que se encuentran "en el interior de las diversas religiones", con vistas a llegar al corazón y disponerlo misteriosamente "para acoger la revelación plena de Dios", sino obrando un movimiento de conciencia en el corazón del individuo que le lleva a preguntarse realmente lo que está haciendo dicha semilla de verdad en medio de un mar fangoso de falsedades. Entonces, bajo la acción de la gracia, tal hombre separa la semilla de verdad de este mar amargo y busca ardientemente el manantial mismo que le dé toda el agua de la verdad para abrevarse en Él. En tal caso, sí, Dios obra en las dos modalidades contempladas por Santo Tomás; pero ese hombre, al actuar así, lo hace contra la propia religión, no en virtud de ella, porque descubre la falta de congruencia de aquella semillita de verdad con el amasijo de despropósitos en que se halla, advierte que le es extraña, superior, contraria, como muy bien lo precisa la Tradición con Clemente: «robada como se roban el oro y la plata». De modo que ¡son precisamente "los dictámenes de la conciencia" los primeros en chocar contra los principios, las leyes y las costumbres propias de las "tradiciones religiosas" falsas! La ley natural se opone a las religiones falsas porque, puesta en el interior del corazón de cada hombre, es cuna y nido sólo de la religión verdadera, la única en armonía perfecta con la recta razón.

Por último, también subrayamos, con mayor énfasis aún, que el drama más grave de nuestra época lo constituye algo más brutal y vasto que la ya pecaminosa "ruptura entre Evangelio y cultura" de la que hablaba Pablo VI. El verdadero drama de nuestra época estriba en la ruptura entre el Evangelio y aquellas altísimas Autoridades eclesiásticas que, por el contrario, deberían difundirlo y, sobre todo, defenderlo. Éste es el drama más grave de nuestra época: la profunda (¿e inconsciente?) variación en la fe de los miembros de la jerarquía, a quienes les corre el deber de enseñar la doctrina católica.

Dr. Andreas A. Böhmler
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1 )Para las reflexiones propedéuticas que siguen en este aparado se tomaron como referencia próxima unas consideraciones sin firma que recientemente encontré en una publicación digital de la 'Hermandad del Valle de los Caídos'.

2 )Ralph M. Wiltgen S.V.D., en su magnífco libro The Rhine flows into the Tiber (Hawthorn Books Inc., New York, 1967), traducido a varios idiomas (vers. castellana: El Rhin desemboca en el Tiber, Criterio Libros, 1999), toma como eje central de su argumentación la afectación vital del transcurso y resultado del Vaticano II por la nouvelle theologie francesa (Loisy, Houtin, Blondel, Chenu, Congar, Lubac, Teilhard de Chardin, etc.) y por la teología alemana (Frohschammer, Schnitzer, Koch, Wittig, Hehn, Rahner, etc.), haciendo hincapié en que la herejía modernista, también en lo religioso condenada reiteradamente desde Pio X hasta Pio XII, toma su inspiración de principio en la doctrina luterana del libre examen, el agnosticismo de Kant, el naturalismo de Herder, la religión inmanente y sentimental de Schleiermacher, ect., culminando en una demoledora crítica racionalista-historicista-evolucionista de la Verdad Revelada, donde el dogma queda descalificado de mero símbolo cambiante de una verdad religiosa inaprehensible (ver tb. el protestante modernista Harnack, Lehrbuch der Dogmengeschichte, 3 vol. 1886, 1900, 1910). También Maeztu, gran conocedor de la cultura intelectual alemana, vió con claridad que "la fe sin límites en el espíritu del hombre ha sido causa y ocasión en Alemania de toda clase de herejías, que casi siempre han consistido en hipostasiar alguno de los aspectos de la vida o la vida misma, y subsumirle todo lo restante" (en: Defensa del Espíritu, Rialp, 1958, p.197).

3) De hecho, no obstante las extravagancias y las vetas del pensamiento modernizante, el Vaticano I, en sus documentos preparatorios, consiguió imprimir a la asamblea ecuménica una dirección clara. Así, ateniendo la triple finalidad de todo concilio: causa fidei, causa unionis, causa reformationis, en cuanto a lo primero, fueron recondenados los errores contenidos en el Syllabus; en cuanto a lo segundo, fue reafirmada la necesidad de que la unidad proviniese de una re-unión o adhesión de las confesiones acatólicas a la Iglesia Romana, centro de unidad; y en cuanto al fin de la reforma interior de la Iglesia, fue renovado el principio de la dependencia de todos los fieles respecto a la ley natural y de la ley divina poseída por la Iglesia. Y es a esta dependencia que puso sello la definición dogmática de la infalibilidad didáctica del Papa.

4) Para Santo Tomás el asunto estaba claro: no hay autoridad de la Iglesia (magisterio válido) que no venere y respete la consuetudo Ecclesiae. Incluso le concede 'maximam auctoritatem', y 'in omnibus' (Sth IIa-Iiae q.10 a.12: quod maximam habet auctoritatem Ecclesiae consuetudo, quae semper est in omnibus aemulanda). En este sentido, por ejemplo, se entiende que la Liturgia como piedra fundamental de la consuetudo Ecclesiae goza de la máxima autoridad igual que la Sagrada Escritura, incluso por encima de la autoridad de los Padres. Por lo tanto, y dicho sea de paso, puede uno preguntarse si el cambio liturgico -radical- concuerda con que la propia Liturgia sea una 'máxima autoridad' .Volviendo a nuestro asunto, resulta que la autoridad de que pueda gozar el magisterio de la Iglesia en cada momento depende, aunque esta relación sea mútua, de la fidelidad a la Tradición de la Iglesia. En otras palabras, no es lícito introducir la dialéctica historicista en la Iglesia: en razón de su constitución divina, el "pasado" no está sin más a disposición del "presente", la verdad de la Tradición no está a disposición absoluta de un magisterio contemporáneo. Ya en el Syllabus, proposición 59, se señala el error según el cual el hombre subordina la verdad a la historia. El abandono del pensamiento escolástico y la entrega entusiasta de la "intelegencia católica" a la epistemología moderna, fue sin embargo hasta favorecida por la Iglesia conciliar. Así, en el discurso inaugural del Papa Juan XXIII, por ejemplo, medítese el modo confuso de decir, o de entenderle, -he aquí una polisemia texual donde no puede disimularse la diferencia entre el original y las traducciones-, cuando toca el tema del estudio y exposición de la doctrina de siempre: el texto oficial dice (aunque se supone que el texto es una traducción de una redacción en italiano): "ea ratione pervestigetur et exponatur quam tempora postulant" Las traducciones vernáculares sin embargo dicen "estudiando y poniendo la doctrina.. en conformidad con los métodos de la investigación y con la expresión literaria que exige el pensamiento moderno" ( vers. ital., Osservatore Romano, 12.10.1962). Una cosa es presentar la doctrina católica de una manera apropiada a la citerioridad propia de la mentalidad contemporánea, y otra que sea pensada y expuesta según esa misma mentalidad. Por otra parte, es posible que en la formación del sensus communis de la Iglesia hay momentos en los que predomina el olvido, un eclipse de la memoria. Sin embargo, hace falta que esta relativa obliteración en la cual caen algunos artículos del sistema católico no se convierta finalmente en su supresión. Así, la innegable epocación de proposiciones doctrinales como la bula Exurge, Domine de León X (1520), la constitución Auctorem fidei de Pío VI (1794), el celebre catálogo -Syllabus- de los errores modernos anexo a la encíclica Quanta Cura de Pío IX (1864), el decreto Lamentabili sane exitu y la encíclica Pascendi de San Pío X (1907), la encíclica Humani Generis de Pío XII (1950), y -bajo el propio Juan XXIII- los textos del Prima Romana Synodus (1960, Typ. Polyglota Vaticana), citados por el Concilio ni siquiera una vez: tanquam non fuerit, pese a ser su prefiguración romana, y la encíclica Veterum Sapientia (1961), cuyas solemnidades de promulgación no tienen igual en la historia del siglo XX, habiéndose exaltado tan altamente su oportunidad y utilidad; encíclica que sin embargo fue del todo abrogada e igualmente no es citada en ningún documento conciliar. No hay en toda la historia de la Iglesia ejemplo de un documento tan solemnizado y tan pronto lanzado a las Gemonias.
5 Los fines que Pablo VI atribuyó al Concilio, en el discurso de apertura del segundo período, revelan claramente su intención y orientación pastoral, no dogmática. El Papa piensa que "la verdad acerca de la Iglesia de Cristo debe ser estudiada, organizada, y formulada, no acaso con los solemnes enunciados que se llaman definiciones dogmáticas (sic), sino con declaraciones que dicen a la misma Iglesia lo que ella piensa de sí misma" (n.18). Aquí puede verse una sombra de subjetivismo. En realidad no importa lo que la Iglesia piensa de sí misma, sino lo que ella es. También la proposición de que "la unión no se puede alcanzar sino.. en la armonía orgánica de una única dirección eclesiástica" (n.31) significa una ambigüedad de fondo que hiere al ecumenismo conciliar, oscilando entre la conversión como reversión al centro católico, y la convergencia como exigencia común de todas las confesiones (la católica y las no-católicas) hacia un centro ulterior y superior a todas ellas. Como última prueba de la pastoralidad, y por tanto, no-infalibilidad, del Vaticano II sirva el hecho de que Pablo VI concibe el diálogo con el mundo como algo identificable con el servicio que la Iglesia debe prestar al mundo, dilatando de tal modo la idea de servicio hasta llegar a afirmar expresamente que los Padres no han sido convocados para tratar de sus cosas (es decir, de la Iglesia), sino de las cosas del mundo (n.44). Queda así escasamente iluminada el hecho de que el servicio de la Iglesia al mundo está ordenado a procurar que el mundo sirva a Cristo, de quien la Iglesia es indisociable como Esposa suya y Cuerpo místico, y de que el dominio de la Iglesia no implica servidumbre del hombre, sino su elevación y señorío.

6 )La unión federal entre sectas es sólo un débil y frágil vínculo que deja a cada miembro libertad de doctrina, de gobierno y de culto, como tampoco podía ser de otro modo entre sociedades nacidas de la 'protesta' contra la autoridad de la Iglesia, mediante la contraposición entre el juicio privado y el principio de obediencia debida a la autoridad religiosa establecida por Dios mismo. Si, asustados por su desmenuzamiento, ya el propio Lutero, pero especialmente los protestantes de hace dos siglos intentaron conciliar el deseo de unidad con la autonomía de cada creencia mediante 'uniones federales' y otras invenciones humanas, que nada tienen que ver con la constitución divina de la Iglesia, el protestantismo sigue siendo por su propia naturaleza una "religión sin ninguna autoridad religiosa" (Ver el decreto Lamentabili sane exitu). Si los protestantes aceptan una cierta autoridad, no sólo la quieren limitada al mínimo indispensable, sino que la hacen derivar -como reitera Pio XI en la encíclica Mortalium Animos- "no del derecho divino, sino de cierto modo del consenso de los fieles". Esto confiere un carácter de precariedad a cualquier 'diálogo' con los organismos protestantes (claramente otra cosa es el diálogo con cada protestante en particular). Incluso la Respuesta oficial de la Congregación de la Fe al documento no puede más que manifestar que "tanto hoy como mañana sigue en pie la cuestión de la autoridad real de tal consenso sinodal". El hecho es que el Anexo (n.4) al documento final se ha desdicho, en un acto de clara obnubilación voluntaria y desobediencia directa a la legítima autoridad doctrinal, de la justísima observación de la Respuesta, con esta herética declaración: "La respuesta de la Iglesia Católica no pretende poner en cuestión la autoridad de los Sinodos luteranos o de la Ferderáción Luterana Mundial. ... como partes con iguales derechos (par cum pari). .. Cada parte respeta (sic) el proceso propio de la otra para alcanzar las decisiones doctrinales". Lo cual constituye un claro contrasentido, en todos los sentidos. También bajo este punto de vista la Declaración Conjunta aparece como un insulso 'jueguecito', sin no fuese una gravísima traición a la Fe.

7) En la Exurge, Domine de León X (1520), después de expuestos los 41 artículos que la bula rechaza conjuntamente, y cada uno de ellos, se señala sin embargo un artículo específico (el 29) en el cual la herejía (espíritu individual de elección de las creencias) es abiertamente profesado por Lutero. Aquí se manifiesta la raíz más profunda y el critero más allá del cual no se puede llegar: el espíritu individual dando valor a todo aquello que nos parece ('confidenter confitendi quidquid verum
videtur').

8) El sendero del fideismo es el de la negación de la capacidad cognoscitiva de la razón. A partir de ahí falta el "instrumento para discernir la fe de lo que no lo es", y consecuentemente para discriminar la teología de la no-teología, la verdad de la herejía. Así, incluso Ratzinger piensa que "todas las teologías resultan anuladas por equivalencia, y el nudo de la religión sigue siendo -según el principio modernista que él sigue- el sentimiento, lo vivido".

9) Baste para subrayar el hilo conductor que une la herejía luterana con la Revolución francesa y el modernismo político y religioso posterior, la condena explícita que Pío VI hace a la independencia política en 1794. Según la doctrina católica tradicional, la Iglesia de Cristo conduce siempre a las personas a coordinarse en virtud de la obediencia y la abnegación, y a fundirse en el individuo social que es el Cuerpo Místico de Cristo, rompiendo con el aislamiento del individuo y de sus acciones y aboliendo toda dependencia que no esté subordinada a la dependencia de Dios. Todo lo contrario provoca la independencia política del hombre enseñada y divulgada por la Revolución Francesa, ruptura social y política que sin embargo estaba ya contenida en la independencia religiosa enseñada y divulgada por Lutero, y retomada por los Jansenistas. La constitución Auctorem fidei (1794), que la condena, tiene por este motivo una importancia que la asemeja a la encíclica Pascendi de San Pío X. Veamos por qué. La 'Constitución civil del Clero', votada por la Asamblea revolucionaria en julio de 1790 y condenada por Pío VI en marzo del año siguiente, contenía un error substancial , puesto que secularizaba a la Iglesia y la anulaba como sociedad principal y independiente del Estado. Su condena es por consiguiente un documento doctrinal que afecta a la sustancia de la religión, porque -en analogía al principio cristológico: sine separatione nisi confusione- religión y política ni deben confundirse ni separarse. De modo que, si la separación total de la Iglesia y del Estado pareció un error a los redactores del Syllabus (1864), dejando sin embargo subsistir las dos sociedades (la teocrática y la democrática), cómo no va a ser un error pernicioso el que absorbe la Iglesia en el Estado e indentifica a éste con la universal sociedad de los hombres. Frente a estas dos condenas, plenamente congruentes entre sí, no obstante, el decreto conciliar sobre la llamada 'libertad religiosa' (Dignitatis humanae) ha caido en el error típicamente modernista de romper este tan sutil equilibrio de "sin confusión ni separación", cayendo en un extremo: la separación, o mas precisamente: en los dos extremos a la vez, dando lugar a una confusión bajo el signo de la ideología liberal-democrática que sin embargo es el fruto podrido de una falaz separación).

 



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