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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

La voz de la música.

Donde hay música no puede haber ruido

"No es música solamente la de la voz que acordada se escucha, música es cuanto hace consonancia...", nos dijo Calderón. Y Shakespeare, que hay otra voz que se oye por encima de la música; que es la que escucha su Julio César como mensajera de la muerte. También nos dejó dicho Cervantes que "en donde hay música no puede haber nada malo". Luego la voz de la música, aunque no sea la misma voz mortal que escuchaba el Julio César de Shakespeare, no puede sernos mala mensajera de la muerte sino voz de una música cuyo canto se acuerda armoniosamente con la vida. Música que podemos oír, si escuchamos bien, en la voz de sus más retóricos silencios (en Shakespeare, en Cervantes, en Calderón...). Música que responde a nuestras más vivas como mortales interrogaciones; a nuestras más íntimas y totalizadoras preguntas: al definitivo ¿por qué? de todo. "Respóndate retórico el silencio", dice Rosaura a Segismundo cuando éste le ofrece, con una retórica catarata palabrera piropeante en su voz, su maravilloso silencio de enamorado.

La música callada de los astros vivos o muertos la escuchamos, y podemos oír, cuando y porque nuestra soledad se vuelve sonora. Cuando otra voz que no es la de la música, se acuerda armoniosamente con ella; como si esa otra voz que le anunciaba al César su cercana muerte, y que sonaba por encima de la música y no solamente por debajo de ella, traspasase de luz la tenebrosa soledad sonora.

"Donde hay música no puede haber nada malo", nos dice en su Quijote el autor. Porque donde hay música no puede haber ruido. La música, en cualquiera de sus voces vivas, empieza en donde acaba el ruido: abriéndonos las puertas musicales del silencio; cerrándonos las de sus ruidosos ecos infernales. La música, como a su hermosísima Ruperta Cervantes, nos sepulta en maravillosos silencios. ¿Y para que escuchemos otra voz? Otra voz que no es música solamente.

De la música ornamental de Bach decía Debussy que, a veces, oyéndola "no sabía como ponerse ni lo que hacer para sentirse digno de escucharla". Nuestro divino Herrera, el poeta, hubiera dicho que porque "suspende y arrebata el ánimo con su maravillosa violencia". Del otro, no menos mágico y divino Herrera, el arquitecto, viendo los patios y fachadas armoniosas, musicalísimas, de su mágico monasterio de El Escorial, diríamos también, maravillados, que no sabemos cómo ni dónde ponernos, ni qué hacer para sentirnos dignos de mirarlo. La clave de esta suspensión y arrebato de nuestro ánimo es esa maravillosa violencia a la que nos lleva, melodiosamente, el hilo invisible de su silencio, "maravilloso silencio".

También podría decirse de la voz musical de Beethoven que ha sido el martillo retórico que ha golpeado con más fuerza sobre el yunque sonoro de la música. Como si martilleara con aldabonazos sonoros las puertas de bronce del silencio. Del silencio de los espacios infinitos, que espantaba a Pascal. Abriendo simas abismales de silencios maravillosos. También el pensamiento musical pascaliano, byroniano, melodramático, de Nietzsche, con su retórica palabrera nos enseñó a escuchar, como el Petrarca y los petrarquistas (Shakespeare, Cervantes...), con un tercer oído esa música de la sangre calderoniana, por encima, y por debajo, de la que nos llega otra voz. Y como dijo el poeta: "El silencio que me espanta / como a Pascal, es oír / un silencio que no canta / que se enmudece en la nada / para podernos decir / que no hay música callada. / Ni siquiera en el morir".

Francisco Arias Solis.

 



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