Portada revista 35

Justicia, Derecho y Ley Indice de Revistas Características del político y de la política cristiana

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

El nihilismo de lo banal: amenaza de la cultura occidental.

El debate ético depende de la capacidad de verdad del hombre como indica el libro del Cardenal Ratzinger sobre la sociedad pluralista al cual hace referencia este artículo

La publicación "Wahrheit, Werte, Macht. Die pluralistische Gesellschaft im Kreuzverhör" (Verlag Josef Knecht, Frankfurt, 1999; Herder, Freiburg, 1993), recoge tres conferencias significativas del Prefecto de la Congregación de la Fe. La primera, sobre 'La libertad, el derecho y el bien como principios morales en las sociedades democráticas' fue pronunciada en París con ocasión de su ingreso en la Académie Française, como sucesor del físico ruso Andrej Sacharov. En dicha conferencia Ratzinger desarrolla la convicción de que en Occidente se está propagando un 'nihilismo banal', no menos pernicioso que la utopía del marxismo. El filósofo norteamericano Richard Rorty, quien formuló la nueva utopía de lo banal (ver también G. Peces Barba, ABC, 23 de Febrero de 1998) conceptualiza una sociedad liberal en que ya no existen valores y criterios absolutos. Según esta teoría social, el sentimiento de bienestar individual sería el objetivo primordial del hombre. Una concepción de la libertad, sin embargo, cuyo horizonte no rebasa la individual satisfacción de necesidades, a juicio de Ratzinger conduce al ocaso de lo humano. 'No es posible pretender poseer la libertad sólo para uno mismo, porque como tal ella es indivisible y hay que verla como tarea cara a la humanidad entera'. En este sentido, es imposible la libertad sin sacrificio y renuncia; porque ella tiene como cometido salvaguardar igualmente los derechos de los más débiles.

Ahora bien, el dilema de la democracia moderna reside en que a penas sabe poner a salvo la validez de aquellos valores morales que no se encuentran respaldados por una opinión mayoritaria. La experiencia hecha con los totalitarismos de este siglo ha mostrado que la razón es perfectamente susceptible de perder de vista la consideración de los valores fundamentales de lo humano. De hecho existe una vez más el peligro de que una libertad sin norte y exenta de contenidos valiosos llegue a estar harta de sí misma. El positivismo cerril, que se traduce en 'tomar como absoluto el principio de mayorías, en algún momento se tuerce inevitablemente en nihilismo'.

Sólo preservan su estatuto de verdaderamente humanas y racionales las decisiones mayoritarias cuando descansan en convicciones morales comunes. El teórico político, precursor de la sociología moderna, Alexis de Tocqueville puso en evidencia que fueron las convicciones morales nutridas por el Cristianismo las que se habían convertido en fundamento de la democracia norteamericana. Por tanto, separarse de las fuerzas morales y religiosas de la propia historia equivaldría a juicio del Cardenal al 'suicidio de una cultura y una nación'. Para poder salvar la libertad frente a todo tipo de nihilismos, y de sus consecuencias totalitarias, resulta condición absolutamente imprescindible que permanezcan vigentes los principios morales.

La segunda parte, originariamente una alocución en Dallas ante el Sínodo de los Obispos norteamericanos, en 1991, con el lema 'Si quieres la paz, respeta la conciencia de todo hombre', según las propias palabras de Ratzinger puede servir de fundamentación sistemática de las otras dos recogidas en el libro porque analiza una relación cargada de tensiones: la relación entre conciencia y verdad. La cuestión de la conciencia -dice Ratzinger- nos introduce en lo más nuclear de lo humano. Pero frecuentemente se presenta la conciencia como 'bastión de la libertad frente a limitaciones de la existencia por la autoridad'. Es propio de una postura superficial, sin embargo, reducir la conciencia a certeza subjetiva. Antes bien, la conciencia representa la 'transparencia del sujeto para lo divino, y de este modo, la dignidad y grandeza del hombre que merezcan tal calificativo'. En este contexto critica Ratzinger la idea de conciencia del liberalismo, que 'reduce al hombre a sus convicciones superficiales'; esta idea no hace más que servir de autojustificación de una subjetividad que no deja que se le ponga en cuestión, y por otra parte, de un conformismo social que presuntamente ha de posibilitar la convivencia, en tanto que mero valor medio entre las subjetividades. Así desaparecen la obligación de buscar la verdad y la capacidad de poner en duda las actitudes corrientes y sus costumbres. Basta estar convencido de lo propio y, al revés, la adaptación al ambiente.

Es sumamente problemático en este sentido que el hombre moderno piense en términos de una contraposición entre subjetividad y autoridad. Por ello lo tendría difícil a la hora de interpretar correctamente la sentencia del Cardenal Newman sobre la conciencia, que la define como 'presencia perceptible y mandatoria de la voz de la verdad en el sujeto'. La conciencia es la 'superación de la mera subjetividad en el contacto entre la interioridad del hombre y la verdad que nace de Dios'. A este respecto, la idea voluntarista típicamente moderna de autoridad a su juicio desfigura el verdadero significado teológico del Papado. El Papa es el 'abogado de la memoria cristiana'. 'No impone desde fuera, sino despliega la memoria cristiana y la defiende'. Y es precisamente esa memoria cristiana que está amenazada por una subjetividad que se olvida de su propio fundamento, y por una violencia que emana del conformismo cultural y social.

El verdadero juicio de la conciencia, no obstante, no es idéntico con el propio gusto, ni tampoco con lo socialmente ventajoso. A la hora de jerarquizar las virtudes Newman subrayó la preeminencia de la verdad sobre el consenso o la aceptabilidad por parte de los diversos grupos sociales. Un 'hombre de conciencia', como lo fue Thomas Morus, nunca compra su bienestar, éxito, fama, o el hacerse respetar por la opinión dominante, al precio de la renuncia a la verdad. 'Toda la radicalidad' actual de la disputa entorno a la ética se concentra a juicio de Ratzinger en la cuestión de sí el hombre es capaz de verdad o si pone simplemente sus propios criterios. En su alcance esta disputa sólo es comparable con la que se dio entre Sócrates y los sofistas. El 'punto crítico de la modernidad' a este respecto consiste en que ya no es visible para todos lo absoluto como punto de referencia del pensamiento. La gloria del hombre, sin embargo, consiste precisamente en que se abra a la apelación de la verdad divina y de sus derechos, tal como lo testimonian los mártires.

Por ello es necesario distinguir dos dimensiones de la conciencia. La primera es de carácter ontológico, y se llama hábito de los primeros principios, que significa que le es inherente al hombre una precomprensión de principio del bien y la verdad. Es decir, al hombre creado a imagen y semejanza le es propio una 'interior tendencia óntica hacia lo conforme con Dios'. Y la segunda, que se articula como juicio de conciencia, conciencia en sentido estricto, significa la necesidad de encontrar la aplicación concreta a esa principal ordenación interior hacia el bien. En este sentido no se niega que el hombre deba seguir a un juicio erróneo de su conciencia. Sin embargo, 'eso no quita que pueda ser culpable del hecho de haber llegado a una convicción errónea'. En este caso la culpa no se origina en el plano del juicio concreto de conciencia sino en un plano más profundo, a saber, en el 'abandono de mi ser que me ha hecho insensible para la voz de la verdad'. En este sentido son perfectamente culpables los que actúan conforme a sus convicciones (erróneas). Con razón Ratzinger tampoco niega que el 'camino alto' hacia el bien no es camino cómodo. Sólo los 'trabajos' de la verdad redimen al hombre. Pero no hay que interpretar al cristianismo en términos moralistas puesto que su buena noticia, la gracia, sobrepasa nuestro propio obrar.

La tercera aportación al libro se basa en un discurso en Bratislava, y trata de la 'Relevancia de los valores morales y religiosos en la sociedad pluralista', abordando una cuestión de primer orden -que sigue siéndolo tras el ocaso del totalitarismo comunista-, a saber, la cuestión de cómo puede construirse y edificarse un estado libre y justo. A mi modesto entender, es el análisis más flojo de los tres aquí expuestos, porque no tiene voluntad ni ímpetu intelectual para separarse decididamente de los paradigmas del 'pensamiento único' actual . Pese a estas limitaciones, los años que ya llevan sobre sus espaldas estas reflexiones agudas, por la honradez intelectual de la que son testigo, no quitan una tilde a su actualidad.

Dr. Andreas A. Böhmler

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1) Las propias 'Memorias' de Ratzinger, recientemente publicadas, señalan las razones de la dificultad que experimenta el Card. Prefecto de la Congregación de la Fe con las doctrinas políticas emanadas de la tradición católica multisecular. Lo que es evidente en su ideario político y social (liberalismo), no deja de serlo en su teología (modernismo), que en varios puntos muestra ser muy próxima a la de los maestros liberales y modernistas en los cuales se ha inspirado constantemente a lo largo de sus años de formación. Ya lo advirtió negativamente el eminente teólogo dogmático Schmaus que en su momento criticó severamente el tratamiento teológico que en la tesis doctoral de éste habían recibido los conceptos de Revelación y Tradición, tan centrales a la defensa de la fe frente a los herejes y conniventes católicos. Schmaus reprocha a Ratzinger sin más la sustitución del realismo tomista por el esquema sujetivista: objeto-sujeto, y especialmente las confusiones consecuentes acerca de la acción de Espíritu Santo en la Iglesia. Son juicios dignos de consideración, porque señalan igualemente los derroteros que el concepto de tradición había de tomar en su pensamiento político.


 



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