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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Cuando el Pacífico era un lago hispano.

Cuando los nuevos mapamundi empiezan a poner el Pacífico en el centro, y el comercio interpacífico sobre pasa el trasatlántico es interesante recordar el dominio que durante una época tuvo España en el oceano que descubrió Balboa en nombre del rey de España

La historia del continente americano es la historia del océano Pacífico. Los pobladores originales de América vinieron de las islas oceánicas. Las grandes culturas de los aborígenes crecieron y se desarrollaron al oriente de las Américas. Ninguna cultura de importancia floreció sobre las costas que baña el Atlántico. Fueron grandes, en cambio, los imperios de los mayas, aztecas, toltecas e incas, que si a veces lograron extenderse hasta el otro extremo del continente, particularmente en la América Central, siempre tuvieron su origen en aquella parte de América que da la espalda a los mares europeos. Tampoco fue sobre las costas del Atlántico donde se afirmó en toda su plenitud el maravilloso Imperio español. Al condominio con los portugueses en la América del Sur, y con los ingleses, holandeses y franceses en la América del Norte, se opuso por espacio de siglos el dominio entero de toda la costa Pacífica desde Alaska hasta el estrecho de Magallanes, pues, como dice el historiados Priestley, solamente en el siglo XVIII dejó de ser el Pacífico un lago español (1). Los navegantes al servicio de la corona española explotaron no sólo el Pacífico americano, sino que también expediciones partidas del Virreinato de Nueva España y del Virreinato del Perú clavaron un día el pendón castellano y la cruz de Cristo en las islas Filipinas, las Marianas, las de Salomón, la Nueva Guinea, Tahití, Bali y la misma Australia. Con el tiempo, estas islas políticamente dependieron, más que de la misma península, de los virreinatos americanos, y el Consejo de Indias legisló por igual para indios, mestizos, negros y sangleyes.

Del puerto de Acapulco, y bajo el mando de López de Legazpi, partió la expedición que incorporara al Imperio español el archipiélago de Magallania, que posteriormente se bautizara con el nombre de Filipinas en homenaje al Monarca Felipe II. Años más tarde, otro afortunado navegante pudo rendir igual pleitesía a la Reina María Ana, bautizando con el mismo nombre el archipiélago de las Marianas, y, en 1567, Mendana, guiado por el piloto Hernando Gallego, creyó en sus legendarias expediciones haber encontrado las islas de Ofir, de donde, según reza la Biblia, el Rey Salomón obtenía el sándalo y los metales preciosos del templo de Jerusalén. Al archipiélago lo designó islas de Salomón y a cada una de ellas, para distinguirlas, bautizó con nombres españoles: Santa Cruz, San Cristóbal, Guadalcanal, Santa Isabel (2).

Correspondió a Torres el hallazgo del estrecho que hoy lleva su nombre y la gloria de haber sido el primero que en sus navegaciones pudo cerciorarse de que Australia era sólo una isla. Port Moresby, Iae y Salamaua (2), sitios que en la II guerra mundial se han convertido en teatro de hazañas legendarias, conocieron, antes que a los soldados del Sol Naciente y las tropas de marinería del Tío Sam, a los mercantes de los reyes de España.

Era América un continente orientado hacia el Pacífico. El comercio entre Méjico, el Perú y la Nueva Granada con Asia, a través de las Filipinas llegó a ser más importante que con la misma metrópoli. La legislación de Indias, como toda legislación española, fuente inagotable de sabias instituciones jurídicas, está toda imbuida de esta idea. Siglos antes que los estadounidenses, España ya había conjurado la infiltración nipona en América, por medio de medidas drásticas que impidieron el acceso de los «japoneses», como se les llamaba entonces, a las Indias Occidentales, especialmente al Perú y a las Filipinas (3). Y entonces, como ahora, la Casa de Contratación de Sevilla, que ejercía funciones propias de un Ministerio de Hacienda, tuvo también en un determinado momento que proteger los mercados de las Indias occidentales contra la invasión de artículos asiáticos que, producidos a bajo precio, competían con las industrias americanas. Un comerciante español escribía desde Panamá en 1590: «He permanecido aquí por veinte días esperando que los barcos salgan para las Filipinas. Me propongo conducir allá mis mercancías, porque constantemente se dice que por cada cien ducados uno puede ganar seiscientos ducados. Estaremos aquí hasta la Navidad, porque en agosto, septiembre, octubre y noviembre reina el invierno aquí con malísimo tiempo y en la costa del Perú, no pudiendo navegarse para las Filipinas ni ningún otro lugar del mar del Sur, de modo que por Navidad los buques comienzan a salir para esos lugares»(4).

Y en verdad los galeones de Manila a Acapulco, «cargados de doblones y de frailes», fueron la presa más codiciada de los piratas ingleses y holandeses. Tratando de esquivarlos y buscando rutas de vientos más favorables, descubrieron los españoles las Californias, fundaron los Angeles y Monterrey, y un buen día su Imperio se había extendido de tal manera que hubieron de firmar con los rusos un Tratado de paz y amistad, delimitando sus respectivos dominios. Corría el año de 1790 y López de Haro reclamaba para la Corona española Nootka, a la altura de Alaska (5). Para entonces había alcanzado la conquista española su máximo desarrollo y la decadencia fue casi inmediata. La tradicional rivalidad con los ingleses se había desarrollado principalmente en los mares del Sur. Creyendo llegado el momento de afianzar sus posesiones, España contribuyó tanto o más que Francia a la independencia norteamericana con la esperanza de debilitar a Inglaterra. No puede negarse que parcialmente alcanzaron los Borbones su objetivo; pero los ingleses retribuyeron debidamente la colaboración española en la independencia norteamericana, incitando a los criollos a rebelarse contra España, con la colaboración inglesa, y el Pacífico volvió a desempeñar su papel de primer orden. Entre las peticiones presentadas a las Cortes de León el 24 de septiembre le 1810 por los americanos, se señala ésta de no poca importancia para a independencia americana: el establecimiento de la libertad de comercio entre las colonias americanas y el Asia.

Originalmente había sido la aspiración de los Habsburgos establecer únicamente los virreinatos de Nueva España (Méjico) y Nueva Castilla (Perú), valiéndose de la tradición de los Imperios azteca e inca, en la misma forma en que la Iglesia católica organizó sus jerarquías sobre las instituciones del Imperio romano. Pero la amenaza inglesa y holandesa ya había, desde finales del siglo XVII, creado la necesidad de establecer dos nuevos virreinatos en la América española: el de Nueva Granada y el de Buenos Aires. Por decirlo así, se trataba de una medida estratégica que pronto fue complementada con la conscripción y formación de un ejército colonial en los virreinatos, para el caso imninente de una guerra contra Inglaterra. Los españoles salvaron sus provincias de manos de los ingleses, pero no pudieron impedir que éstas se separasen. Los oficiales y soldados criollos que habían sido preparados para luchar contra los presuntos invasores sajones, pocos años después se enfrentaban contra los mismos compatriotas españoles que los habían adiestrado. Cartagena de Indias, que había resistido tan heroicamente el asedio del almirante Vernon, debería repetir su hazaña, aun más gloriosamente, contra los mismos españoles al mando de Morillo. La gesta de la Secesión hispanoamericana es una epopeya del mar del Sur. Las batallas de la separación grancolombiana se extiende en hechos de armas que pregonan batallas del litoral Pacífico: Ayacucho, Pichincha, Junín.

El Pacífico no es ya un mar de civilizaciones pretéritas. Sobre las costas que evangelizara Junípero Serra se desarrollaban en forma de grandes urbes modernas las antiguas misiones. San Diego, San José, Santa Bárbara, Los Angeles, San Francisco, comenzaban a cobrar nueva vida dentro de la Unión americana. El mar del Sur les era tan propio como a los chinos, nipones, ínsulindios o australianos. Ese mar es y ha sido americano desde Carlos I y Felipe II hasta nuestra época de buena vecindad y solidaridad americana. En el mare nostrum de las Américas. Ahora, como hace cuatro siglos, frente a las abigarradas y heterogéneas ciudades del Atlántico, siguen siendo San Francisco, Ciudad de México, Bogotá, Lima y Santiago ciudades del Pacífico que, como lo observa Germán Arciniegas, se diferencian de las otras capitales del continente por el silencio y la quietud de los que miran a la inmensidad del océano.

Alfonso López



(1) Lord Anson en 1742 curzó el Pacífico, después de haberse apoderado de un galeón con un mapa secreto de los mares del Sur.
(2) Luego nombres famosos por las celebres batallas de la Segunda Guerra Mundial
(3)Alcalá Zamora: Reflexiones sobre las Leyes de Indias.
(4) C. H. Haring: El comercio y la navegación entre España y las Indias en la época de los Habsburgos. Ed. 1939, pág. 166.
(5) Priestley: The Mexican nation. Ed. 1924, pág. 181. 33

 



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