Portada revista 39

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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Razón contra natura.

Mantener que la ley natural es un prejuicio supone trastocar el pensamiento

Uno de los caracteres esenciales que se aprecian en el proceso revolucionario de las costumbres que se ha dado en las últimas cuatro décadas, es la rebelión implacable contra aquellas normas que siempre se habían considerado emanadas de la ley natural.

Esta rebelión se manifiesta fatalmente en el intento de socavamiento de esa pertenencia, o de esa filiación; pues de admitir éstas, la obligación de cumplir tales normas se presenta como éticamente insoslayable. Una posición extrema llega a negar la existencia de ley natural alguna.

Pero en un caso u otro, la lucha contra las normas naturales se orienta en el sentido de rebajar su condición al nivel de simples prejuicios. Los partidarios del aborto, la homosexualidad, la pornografía, etc. nunca reconocerán que combaten leyes naturales, sino sostendrán que su lucha es contra los prejuicios.

Mantener que la ley natural es un prejuicio supone trastocar el pensamiento. Un simple estudio del sentimiento de aversión que provoca el homosexualismo o del fuerte rechazo que produce el aborto, nos aclaran que no son consecuencia de ningún prejuicio. Una repulsa instantánea e íntima no puede ser enseñada. Los sentimientos no pueden ser dirigidos o provocados por un juicio previo. Por mucho que a un varón se le enseñe desde pequeño que las mujeres son horribles, no dejará de sentirse atraído por ellas si es normal. Su prejuicio se verá contradicho por su sentimiento auténtico. Así, pues, la aversión a la homosexualidad, al aborto, etc., no tienen nada que ver con los prejuicios. A lo más, juicios y argumentos formulados posteriormente vendrán a confirmar un sentimiento que es anterior a ellos y que, en puridad, no les necesita.

Estos sentimientos íntimos, de carácter esencial, que anidan en el hombre desde que nace, pertenecen a la ley natural. El cristianismo ha venido a reforzarlos y desarrollarlos, pero son anteriores a él. Sus enemigos recurrirán al concepto de "irracionalismo", pero esto es una falacia, como tantas otras. En primer lugar, habría que decir que algo que es irracional no significa necesariamente que esté por debajo de la razón. Puede estar por encima, como en el caso que tratamos. Sería, en tal caso, más procedente aplicar el término de "suprarracionalismo". Pero ni siquiera esto es necesario. Puesto que el concepto de razón que utilizan los enemigos de la ley natural es muy estrecho. Llaman razón al pensamiento coneptual, discursivo, dialéctico, excluyendo un fenómeno intelectivo que, en realidad, no está fuera de la razón, sino dentro de ella, como es la intuición. Tomás de Aquino, gran amante de la razón, no realiza escisión alguna. Es decir, la razón discursiva supone la razón intuitiva, aunque no lo expresara así el filósofo. La razón discursiva tiene su base en las iluminaciones de la razón intuitiva.

No hay motivo para que admitamos aquél concepto estrecho de razón, y habremos de convenir en que el citado fenómeno intuitivo, o de percepción directa e instantánea, mantiene una jerarquía superior en la misma. La filosofía de Henri Bergson, por ejemplo, está fundamentada en la percepción de los límites del pensamiento conceptual, y en la suprema instancia de la intuición para construir una metafísica.

Se podría citar también a Max Scheler y su filosofía de los valores, a los que eleva a la categoría de absolutos, y para cuya comprensión la intuición es fundamental.

Y no podemos olvidar a Blas Pascal y su valoración de la intuición como superior a la simple racionalidad, y a la que denomina "corazón" ("El corazón tiene razones que la razón no puede conocer").

De lo dicho se desprende que aquello que se presenta a la razón con evidencia moral, pertenece a un campo que no debe ser manchado ni prostituído por la especulación. Si los primeros principios que rigen el pensamiento conceptual no son discutidos, aunque sean indemostrables, con igual decisión debieran ser preservados de la discusión los principios morales que rigen el campo de la ética. Sin embargo, se ha hecho justamente lo contrario en las últimas décadas.

Y no sólo la razón especulativa se ha introducido en un campo que debió reconocer vedado para ella, sino que lo ha hecho con ánimos destructivos recurriendo a sofisterías. Y aquí sí que se puede hablar de prejuicio. En efecto, se obraba bajo un impulso subracional de revuelta y la idea compulsiva, o prejuicio, consiguiente: había que acabar con las normas naturales negando su condición, ya que eran normas coercitivas y, por tanto, rechazables.

Se trataba de la última vuelta de tuerca de un proceso de egocentrismo progresivo que comenzó en el Renacimiento. No de un triunfo de la razón, sino de un desorden de la razón. Tomás de Aquino era un amante (excesivo, según algunos) de la razón, pero, en cualquier caso, de una razón armónica que accede a los primeros principios y a la ley natural ética, aceptándolos como bases de su actividad. Por el contrario la razón egocéntrica surgida en épocas posteriores se deriva de una rebelión dislocada contra sus fundamentos, lo que constituye una enfermedad psíquica de alcance pavoroso en el orden espiritual.

La hipertrofia absoluta del ego ha llevado a una negación de todo aquello que supusiera una coerción a todo capricho, a todo instintiva compulsión que pudiese surgir eventualmente. Y la culminación del trastocamiento ético, la consolidación de esta filosofía subvertidora, se han derivado necesariamente de la proclamación de la bondad de la naturaleza humana y la consecuente legitimidad de todos sus impulsos, aún los considerados tradicionalmente como antinaturales.

La penosa realidad es que la razón, convertida en instrumento de un ego cada vez más soberbio y brutal, ha realizado una incursión en terreno vedado, una incursión impía y blasfema. Porque las pulsiones éticas son consustanciales a la naturaleza de las personas y no han sido creadas por éstas, ni tienen nada que ver con prejuicios; perteneciendo de lleno al misterio de la Creación y siendo, por tanto, de derecho divino.

Y una consecuencia inevitable de tal desarreglo son las argumentaciones de puro absurdo para defender posiciones antinaturales. Respecto del aborto, se ha aducido en su defensa que el feto no es un ser humano, sino una simple "agregación de células". Así se lo oí decir a una pobre señora que había abortado y que no estaba dispuesta a admitir que había eliminado una vida humana. A lo más, podía reconocer que se había desprendido de una agregación de células. Ni siquiera se le había ocurrido pensar que, planteadas las cosas así ¿qué era ella misma, sino una agregación de células? Y es que a la perversidad se le une con suma frecuencia la estupidez.

Por ese camino desviado las corrientes feministas han llegado a adoptar posturas cada vez más descabelladas. La última teoría, y que está teniendo no poca aceptación, consiste en primar el género sobre el sexo; es decir, en desvalorizar el sexo anatómico, por considerarlo secundario, y en dar protagonismo al género, que es lo sustantivo. Las consecuencias perseguidas por las feministas son las siguientes: Existen cinco especies de seres: las mujeres de género femenino, las mujeres de género masculino, los hombres de género femenino, los hombres de género masculino, y las mujeres u hombres bisexuales. O lo que es lo mismo: género femenino, con mujeres femeninas y hombres invertidos; género masculino, con hombres masculinos y mujeres invertidas; y género hermafrodita, con hombres y mujeres bisexuales. Lo que se persigue, naturalmente, es la completa igualdad de hombre y mujer, por encima de las diferencias anatómicas, que siempre han molestado a las feministas, y ante las que reaccionan con la conocida aversión que les inspiran las leyes naturales y sus consecuencias.

Otra grave desnaturalización, ésta relativa a los conceptos de crimen y castigo, se ha extendido plenamente en los diversos textos jurídicos de naciones de Occidente. Y esto en virtud de un pensamiento humanista que no dudo en calificar de degenerado. Este humanismo se desvía de la herencia judeocristiana que conformó la fisonomía espiritual de Occidente durante toda su historia, y se decanta por una sensibilidad, o, mejor, por la adopción de una filosofía, de aparente filiación oriental. Y no es coincidencia que la mayor parte del actual cristianismo se encuentre bajo la influencia de esta filosofía, hostil al catolicismo tradicional.

El sentimiento de que a un crimen le corresponde necesariamente un castigo, se desvanece en este nuevo criterio. Puesto que nadie está exento de culpa, nadie debe juzgar, parece ser la teoría. Es decir, una distorsión maximalista de un aspecto del cristianismo, aplicada a la ley positiva; y enlazada con las ideas sobre la influencia del medio ambiente en la comisión de crímenes. Lo que supone que el criminal no es considerado como verdadero culpable, sino la sociedad que no le trató debidamente. El resultado es un desprecio olímpico (y muy poco realista) de la ley natural, que exige castigo para cada crimen. Y este olvido de la ley natural es la causa de lo que a muchos suele extrañar y escandalizar: el rápido olvido de las víctimas, y el exquisito cuidado con el criminal, el cual en pocos años está de nuevo libre, en infinidad de ocasiones para seguir delinquiendo. Porque la idea predominante es que las penas no tienen como objeto castigar, sino regenerar al criminal, con lo que tan pronto da señales de arrepentimiento, sus posibilidades de excarcelación aumentan considerablemente.

Pero la más flagrante violación del derecho natural, trasladado a casi todas las legislaciones de Occidente, ha sido la legalización del aborto. Este gigantesco genocidio generalizado desautoriza a los sistemas que lo han aprobado. Algo tan de ley natural como el respeto exquisito a la vida del ser humano en período de gestación ha sido expuesto a la discusión pública en los diversos Parlamentos. La ley del número, la ley de la masa, decidiendo si se ha de dar o no vía libre al genocidio.

Esta ha sido la consecuencia más nefasta del trastocamiento de la mente, que ha profanado su parte más íntima y sagrada con la invasión de elementos dialécticos que sólo tienen aplicación en niveles más bajos.

No es de extrañar, por consiguiente, que por ese camino descendente, surjan también leyes que equiparen las uniones de homosexuales con el matrimonio tradicional, y permitan otras aberraciones más. Pues las leyes corrompidas y contra natura son reflejo de una sociedad igualmente corrompida y sin rumbo. Y si se admite lo más grave, el aborto, raro sería que surgiera el escándalo ante lo menos grave: homosexualidad, pornografía, etcétera.

Hay una novela interesante que versa precisamente sobre el abismo moral abierto en los años sesenta. Se trata de "Pastoral americana", de Philip Roth, Premio Pulitzer 1998. En sus páginas gravita la transformación que eclosionó en la citada década, y que parece algo muy difícil de comprender para los personajes de orden de la novela (y que, sin embargo, y según se deduce, con su filosofía liberal, antifascista, permisiva, complaciente y narcisista coadyuvaron a la misma). Se refiere a Estados Unidos, pero puede aplicarse a todo Occidente. Al final del libro, varias frases significativas expresan la situación:

"... se echó a reír porque eran tan obtusos que no veían la endeblez del artilugio, se rió como una loca de ellos, pilares de una sociedad que, para su gran deleite, se hundía con rapidez; se rió y gozó, como algunas personas, históricamente, siempre parecen hacerlo, por la extensión que había adquirido el desenfrenado desorden, gozó inmensamente de la vulnerabilidad, la fragilidad, el debilitamiento de las cosas que eran supuestamente robustas."

"Lo que debería ser no existía. La desviación prevalecía. Era imposible detenerla. Por improbable que fuera, lo que no debía haber sucedido había sucedido y viceversa. El viejo sistema que creaba el orden ya no funcionaba."

"Sí, habían abierto una brecha en su fortificación, y ahora que estaba abierta no volvería a cerrarse."

Ignacio San Miguel.

 



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