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La crisis abierta entre los católicos españoles y el Partido Popular Indice de Revistas Giusseppe Toniolo, pionero de la sociología económica

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

La educación católica ante la ‘tentación humanista’: el mundialismo y multiculturalismo .

La tentación racionalista del humanismo: el individualismo social; La tentación liberal-demócrata del humanismo: el multiculturalismo; La tentación optimista del humanismo: el progresismo; La familia y los vínculos naturales: clave de toda educación que pretenda ser católica; La tentación mundialista del humanismo: el dilema de la idea de la patria; La tentación inorgánica del humanismo: la negación de la autoridad.

La tentación racionalista del humanismo: el individualismo social como anti-cristianismo

En vez de adentrarnos directamente en la tesis dura sobre la ‘tentación humanista’, el punto de partida de estas reflexiones sugiere acomodarse a otra, más general, que se presta a un consenso más fácil entre muchos "católicos" en la actualidad. A saber: el elemento cristiano en el humanismo es el que aporta la elevación y el equilibrio necesarios para encauzar adecuadamente los elementos de emancipación y desintegración que contiene el "humanismo" en cuanto movimiento intelectual, como bien deja entrever la génesis histórica de las dos revoluciones, la política y la económica, que condensan en sí todas las corrientes de la Modernidad. De hecho, ambas revoluciones, la política y la económica, están íntimamente relacionadas, como es natural, y tienen su origen común en el clima social tal y como lo ha ido configurando el movimiento de emancipación espiritual de la Edad Moderna, desde el Renacimiento, pasando por el Humanismo, la Reforma, el Racionalismo, el Individualismo y el Liberalismo, hasta la moderna cultura occidental.

El humanismo moderno siempre ha subrayado el ideal de la vida activa como cauce de autoperfección y, por ello, ha destacado el significado de la educación y la cultura como medios que posibilitan y potencian esa vida activa-autoperfectiva (1). En dicha concepción antropológica que subyace al humanismo, y que todavía preserva la concepción unitaria del mundo de la Cristiandad anterior, la exigencia de hombres universalmente educados y de una firme jerarquía de valores éticos resultan la condición indispensable para el buen orden social, en general, y para que el régimen político pueda funcionar (2), en especial.

No obstante la ruptura con el ideal contemplativo multisecular, el humanismo moderno como ideal societario no mira en principio tanto a la erudición (acumulación de hechos de saber) sino a una sabiduría práctica. En la medida, sin embargo, que fue agotándose el ímpetu optimista de la edad moderna, el concepto de sabiduría –en clave humanista– iba a referirse a la conciencia personal de la complejidad y del carácter total de interdependencia bajo cuyo prisma cada hombre ha de encontrar su lugar en el mundo. En otras palabras, el ideal del humanismo, de modo eminente, es un saber práctico que, en su más alta realización, podría definirse como saber estar. Saber vivir significaría saber estar, cada uno en el lugar que le corresponde (3). Nada más.

Ahora bien, el contrapunto fundamental de esta concepción meramente cultural del hombre, que es el humanismo, es la religión en tanto que límite y punto de orientación de la libertad humana. A este efecto, por cierto, el humanista moderno sigue inscribiéndose, por lo general con poca conciencia y nulo entusiasmo, en la convicción bimilenaria de que fue la Fe la que ha sabido colmar las aspiraciones ocultas e irrealizables del humanismo antiguo. De hecho, la noción cristiana de transcendencia es la única que pone eficazmente al hombre ante su topos en el mundo, es decir, ante lo humanamente posible en general, y para cada uno en concreto; le orienta hacia la medida y el medio justos obviando miserias y abriendo paso a glorias humanas inauditas.

Sin embargo, pese a que el hombre es ante todo un homo religiosus, he aquí la tesis dura sobre la ‘tentación humanista’, venimos acometiendo desde hace dos siglos la cada vez más desesperada tentativa de arreglárnoslas sin Dios y glorificar y poner en el puesto de Dios al hombre y a su ciencia, su cultura y su técnica; hemos querido fundamentar el Estado en la lejanía de Dios, más aún, en el ateísmo. Lo que nos amenaza de muerte es la destrucción del sistema de convicciones y valores en los que se apoya nuestra cultura, con su consecuencia de vacío espiritual y moral que, en el mejor de los casos, se tapa con la paja del culto desnudo a los incentivos sensitivos u otros escombros de relleno y, en el peor, con ‘religiones sociales’, de patente cariz satánico. Lo que nos estremece es la conciencia de que precisamente en este instante, en el que el compás moral de la humanidad gira sin rumbo y se han extinguido una tras otra las estrellas de orientación, la ciencia regida exclusivamente por la ley del progreso ha logrado el triunfo. Y a diferencia de épocas anteriores, que rezumaban de la paz propia de la Fe hecha cultura, la humanidad actual se ‘refugia’ en escepticismos de toda índole, en la aturdidora actividad y en una vergonzosa capitulación ante el Mal absoluto, el Mentiroso y Asesino, que explota su miedo a perecer. Y de poco sirve negarlo.

La tentación liberal-demócrata del humanismo: el multiculturalismo como anti-cristianismo

En todas actividades humanas, por tanto, y especialmente las educativas, resulta imperativo rechazar ese racionalismo, cuyo agnosticismo de fondo ha penetrado y sojuzgado el pensamiento social, incluso de los ambientes considerados católicos (4). Esta desgracia, sin embargo, es constitutivo del liberalismo (filosófico, político, económico), desde sus inicios. Como hijo legítimo del racionalismo, aunque en algunas de sus formulaciones (Ilustración escocesa) parezca lo contrario, desconoce en absoluto los hechos antropológico-vitales que marcan un límite al desarrollo del industrialismo y multiculturalismo, si no se quiere imponer al hombre un modo de vida contra el que acaba rebelándose por repugnar a su naturaleza (5).

La revolución bio-tecnológica, acaso es el más vanguardista hijo de ese racionalismo; e indudablemente, más que ninguna ‘tentación humanista’ de épocas anteriores, repugna a la naturaleza humana el ilimitado poder manipulador que el desciframiento del llamado Genoma humano insinúa, tal vez como último sinsentido del ‘optimismo evolucionista’ (6), que constituye una de las bases determinantes del humanismo anti-cristiano.

Ese pesimismo religioso y filosófico, que es constitutivo de todo liberalismo (inclusive el socialismo), lo sepan o no sus cultivadores católicos, en definitiva, es el factor determinante para que ideologías como la democracia liberal y los "derechos humanos" puedan ejercer actualmente de religión universal bajo la forma de autodivinización del hombre, que en vez de humanismo está acabando en ‘hominismo’. Semejante humanismo petulante es quizá la más nefasta de todas las ideologías, en el sentido de ‘sucedáneos’ de la Fe, porque ha logrado revestirse de un moralismo, abstracto, sin ninguna base ética auténtica. Como tal sucedáneo se ha erigido en una de las formas predominantes con las que hoy se rellena el vacío creado por la aniquilación sistemática de lo numinoso en el alma del hombre como homo religiosus. Es el humanismo falso –ateo, agnóstico o panteísta en su esencia– que no contrapone el ‘homo’ al animal, sino a Dios, incluso subrayando alegremente lo animal en el hombre y declarándose abiertamente partidario. Es idéntico con el «antropocentrismo práctico» en el que Gabriel Marcel descubrió tanto la raíz del materialismo soviético como de la totalidad de la tecnocracia moderna (7). Y, el efecto perverso de este falso humamismo es «el salvaje con su alma en cueros» (8), expresión feliz que identifica también la esencia de la tentación cosmopolítica y multiculturalista en la educación.

Incluso la propia biología y zoología desmienten el antropocentrismo e individualismo del imperante humanismo liberal-demócrata. Baste el ejemplo de las investigaciones del zoólogo basilense A. Portmann que aportaron una contribución extraordinariamente interesante al tema de las normas sociales que se derivan de forma objetiva de la condición corpórea humana, demostrando –dentro de su campo– la radical apertura (trascendencia) e indeterminación (universalidad) del ser humano. La razón de ello estriba en que, aun siendo mamífero, el hombre se encuentra incluso desde una perspectiva meramente ‘materialista’ en abierta contradicción con el habitualmente altísimo grado de especialización y preparación vital (seguridad instintiva) de los demás mamíferos. Con esto quiere decirse que el estatuto espiritual del hombre dota incluso a su mismo cuerpo de un carácter radicalmente trascendente, y por tanto societario. Así, también después de nacer, el hombre dispone de mucho tiempo, «en el que el cuerpo tan moldeable permanece abierto a las ricas posibilidades del comportamiento espiritual, en vez de adentrarse de forma animal a la coacción y la seguridad de las vinculaciones instintivas en el seno materno» (ibid.).

Ciertamente en contra de los alegatos pretenciosos del pseudo-humanismo multicultural y multireligioso, ha de extraerse de esa fundamentación antropológico-biológica una importante conclusión para la defensa de la significación del habitar, de la casa, de la familia. Porque del hecho zoológico de que «el hombre nace demasiado pronto» (ibid.), resulta que nuestros juicios de valor acerca de determinadas instituciones sociales que corresponden a este período de desarrollo extrauterino zoológicamente anómalo del hombre, o sea, la familia y todas las instituciones que la fomentan, tienen una base biológica objetiva. En este sentido, la «virtud del cuarto de estar» –la Wohnstubenkraft que encomiaba Pestalozzi– constituye un juicio científico altamente legítimo, y son los positivistas de las ciencias del espíritu y sus adalides políticos los que andan a la zaga incluso de la evolución de las ciencias naturales.

En consecuencia, es preciso concebir y explicar al hombre como un ser social que naturalmente existe en comunidad, y que sólo se puede concebir así, es decir, en sus relaciones sociales (inclusive la relación societaria por excelencia que es Dios mismo, uno y trino), pero no como individuo en un espacio vacío. He aquí el sentido último del término aristotélico del zoon politicón: el hombre es realmente un ser social, un ser creado para la unión social, un ser que se realiza únicamente en sociedad. Sin embargo, la autoidolatría del individuo ha creado una situación en la que una creatura moral y espiritual no puede existir; una situación en la que, a despecho de la televisión y el internet, de los cruceros de placer y de la moderna arquitectura con aire-acondicionado, el hombre no puede existir en absoluto.

Desde la propia ciencia natural se impone una clara conciencia de que el hombre, para existir de acuerdo a su naturaleza específica, no puede basarse en la anemia societaria, a espaldas de los vínculos sociales, tanto naturales como sobrenaturales, con evidentes consecuencias también para los métodos y contenidos educativos. He aquí una vez más la tesis dura: lo que la Iglesia ha sabido siempre, el humanismo moderno y posmoderno lo ignoran, hasta tal punto que el humanismo como ideología y el cristianismo como verdad y vida llegan a oponerse diametralmente. Por lo que sería de desear que los educadores católicos saquen las conclusiones pertinentes.

Lo difícil acaso es encontrar la medida, el canon y diálogo adecuados que señalan el justo medio entre la doble esencia individual y social de la persona humana, entre la subintegración y la sobreintegración social. El ya clásico neo-liberal Hayek ciertamente fracasó en resolver esa cuestión del «individualismo» con su distinción sui-generis entre individualismo «verdadero» y otro «falso» (9). Entre otros, fue E. Nawroth, un discípulo de A.Utz –durante décadas una eminencia del pensamiento social católico– quien denunció la común raíz ‘nominalista’ de la ideología liberal, hecho por el que estimó innecesario distinguir demasiado entre el neoliberalismo ‘agnóstico’ de los austríacos y el liberalismo ‘creyente’ de los ordoliberales (W. Röpke, A. Müller-Armack, etc.), desmintiendo consecuentemente la supuesta rehabilitación social del individualismo propugnado por neoliberales tan antagónicos como Hayek o Röpke (10), porque su orientación actualista-utilitaria ante el prójimo no permite de ningún modo semejante rehabilitación.

Claro que hay razones para este juicio. Entre otras, la de que la tesis fundamental del individualismo es que no existe ningún otro camino para la comprensión de los fenómenos sociales que nuestra comprensión del obrar individual, orientado al prójimo y determinado por el comportamiento que de él espera. Hayek por ejemplo considera como abiertamente colectivista el interpretar la sociedad –más allá de la relación fáctica de efectos– como una efectiva totalidad social. Porque la gnoseología de Hayek identifica de manera inadmisible el ultrarealismo del idealismo platónico con la tradición 'realista' o 'esencialista'. La pretendida rehabilitación sociológica del individualismo es, en principio, interesante, en la medida en que aquí se esboza claramente la transmutación actualista de la noción de persona, típica de la concepción antropológica nominalista. De modo que, incluso el «verdadero» individualismo no es una teoría de la sociedad sino desde el punto de vista puramente energético (cf. Nawroth, o.c., 61). Y el humanismo liberal-demócrata, ¿qué otra cosa es?

Están aquí en discusión, por lo tanto, dos posibilidades, que no son idénticas entre sí, pero que tampoco se excluyen, a saber, el ‘aislamiento’ teórico funcional y el ético-social. «El error liberal y neoliberal consiste en haber dejado de considerar que la antítesis en cuestión, entre lo individualista y lo social-personal, no reside en el campo teórico-funcional sino en el ético-final, y sólo puede ser resuelta desde la interrogación por el fin último de la acción» (ibid.).

El humanismo liberal malogra, de este modo, el desacuerdo auténtico entre los representantes del individualismo societario y sus opositores, de la doctrina política católica multisecular. Lo mismo que la fundamentación teórico-funcional de las relaciones humanas, tampoco la puramente psicológica (11) puede ofrecer un acceso a la auténtica ética social. Y consta que no hemos dado un paso adelante desde hace cincuenta años; más bien por el contrario, la ideología mundialista y multicultural supone un claro paso atrás, y acaso el término radical de la toda ideología liberal.

En último instancia, de acuerdo con la concepción filosófico-realista (aristotélico-tomista), y sin pretensión de meternos de lleno en planteamientos metafísicos, al petulante humanismo liberal le queda vetado una auténtica ética social. Sin embargo, es sólo a partir de una teorización ético-social suficiente –en tanto que fundamento también prácticamente suficiente– que resulta posible garantizar que al hombre se le comprenda como esencialmente individual y esencialmente social a la vez. Quien negará que son claves a este respecto los medios educativos (radio-televisión, prensa, instituciones docentes), porque la insistencia unilateral, he aquí el carácter inquisitorial del discurso público actual, en el respeto de los derechos humanos, entendidos como títulos absolutos que supuestamente inhieren al indivuo, y a él sólo, va directamente en contra del carácter esencialmente trascendente-social de la persona humana (12).

La tentación optimista del humanismo: el progresismo como anti-cristianismo

Resulta claramente nocivo y contraproducente, por tanto, el cándido optimismo, racionalista, de los católicos liberal-demócratas. Es posible que estos ‘católicos’ perciban todavía con sentimientos mixtos la clamorosa dinámica de secularización. De ninguna manera, sin embargo, quieren o saben respetar el vínculo indisoluble entre la doctrina de fe y la tradición católica que representa la Christianitas, y por ello no logran apreciar cabalmente el principal factor desencadenante de la secularización, y la subsiguiente ofuscación paulatina del carácter recíproco y dialógico de autonomía y heteronomía, de espontaneidad y orden, de libertad y responsabilidad.

Porque nociones como heteronomía, orden o responsabilidad significan, intrínsecamente, la aceptación de un ordo rerum (13). Este orden el hombre no puede darse a sí mismo, y esto implica un condicionamiento, es decir, varios niveles de heteronomía en la vida humana. Dicho de otro modo, la noción de responsabilidad significa, en su sentido más radical, una respuesta libre a una fuente legítima de autoridad, entendida ésta a su vez como los diversos tipos de vínculo capaces de hacernos crecer (augere, auctoritas) como humanos (14).

El concepto de libertad, tan pre-eminente en todos los sectores educativos, ciertamente es uno de los que más profundamente han quedado variado desde los albores de la Reforma protestante, puesto que su referente principal ya no es la doctrina moral de una institución objetiva-externa (la Iglesia), sino una instancia meramente interior (la conciencia). Y este hecho no pudo dejar de afectar también la doctrina social y política del Catolicismo, sobre todo tras el concilio (15). Sin pormenorizar, creo que la relación dialógica entre el aspecto heterónomo y autónomo de la libertad ha quedado resuelto unilateralmente desde entonces y, por lo mismo, la relación entre el aspecto interior (contemplativo) y el exterior (activo) de la libertad. La doctrina liberal, que desconoce el principio revelado de jerarquía y autoridad, necesariamente entrega la sociedad a los afanes económicos, en cuya dinámica inexorable resulta folclórica toda religión con pretensión de verdad absoluta. De ahí el nexo intrínseco entre liberalismo, multiculturalismo y sentimentalismo religioso (tan plural como el sentimiento mismo).

A este efecto, es notoria la defensa, muy en la línea argumentativa del liberalismo doctrinario, que los "católicos liberales" hacen de la interpretación ‘activa’ de la libertad. La autorrealización y autoafirmación personal liberal se viste de razón moral profunda para la legitimación y justificación de la economía de mercado. De acuerdo a los doctrinarios liberales, la comprensión del estatuto del hombre en el mundo hace irrenunciable la defensa y potenciación de la dimensión dinámica y productiva de la persona humana. A pesar de todos los ‘contrapesos’ que los "católicos liberales" invocan como condición sine-qua-non para volver socialmente inofensiva esa dimensión, la siguen usando en los términos paradigmáticos de la Ilustración liberal.

La legitimación de la libertad en su aspecto de autoafirmación personal va paralela a la exaltación de voluntad humana como interés. El sistema económico liberal dedica a fines útiles la extraordinaria fuerza inherente a la autoafirmación personal. Por el contrario, la economía socialista, error antropológico clave, intentó negar y reprimir esta fuerza y se consumió en la lucha contra ella. Asume, no obstante, el mismo presupuesto liberal de que la eficacia productiva de un sistema económico es la esencia de su estatuto moral. Con todo, no faltan "católicos liberales" que reconozcan y adviertan que la vida societaria no puede configurarse fundamentalmente en torno al interés, e incluso critican la supervaloración de los intereses como fuerza motriz sociológica, por cuanto rasgo típico del economicismo, tanto liberal como socialista. Pero pese a todo, su humanismo light se aferra a la creencia típicamente liberal de que la economía de mercado libre podría ser mantenida por el interés de cada uno (16).

La familia y los vínculos naturales: clave de toda educación que pretenda ser católica

La posibilidad misma de ganar la guerra de las ideas, y por tanto también la batalla de la educación, es decir, la posibilidad de lograr una compensación a la dinámica moderna desarraigadora, desintegradora y desvinculadora, es en muy alto grado una cuestión de voluntad consciente por parte de todos y de la educación de cada uno. Sociedad significa comunicación, y la educación y formación son comunicación social por excelencia, para bien o para mal. En la sociedad de los mass-media, la familia, parroquia, escuela y universidad de hecho ya no son los educadores únicos, ni principales. Pero a ellas sigue competiéndoles, por derecho, comunicar las actitudes y comportamientos probados por la tradición que sirven de cauce para afrontar los desafíos humanos de toda índole (17).

Corresponde a la comunidad política en todos los niveles, por tanto, y no principalmente al Estado, transmitir tales formas y pautas de conducta. Pueden identificarse cuatro fuentes de efectiva transmisión de valores auténticos: la familia, la Iglesia (como maestra del pueblo cristiano), las comunidades auténticas y la sabiduría tradicional en sí misma, encuadrada ésta última en parte a través de aquellas instituciones societarias. Sólo estas fuentes son cierta garantía de que los hombres puedan criarse bajo condicionamientos que favorezcan hábitos intelectuales y morales rectos; condicionamientos por tanto de un orden natural, el único capaz de fomentar la cooperación, respetar la tradición y alcanzar una efectiva integración social de los individuos.

Dos elementos de una pedagogía humanista-cristiana podrían resaltarse: en primer lugar, la capitalidad de la presencia de un conjunto congruente de ideas y valores, que ayudan al hombre a la orientación de su conducta en la vida cotidiana social; y, en segundo lugar, el hecho de que la educación precisa una concreción o fijación del individuo en un ámbito familiar, próximo y abarcable, mediante un trato cotidiano con hombres y cosas que podríamos llamar casa o habitat. Dicho en una clave filosófica más amplia, es la tesis sobre la polis (Estado-ciudad) de la filosofía política clásica, que contrasta notoriamente con la tesis sobre la sociedad (abierta) de la filosofía política moderna, y la anti-sociedad multicultural de la posmodernidad.

La sabiduría educativa de la Iglesia tradicional implica una profunda ‘filosofía del habitar’ como base radical de toda praxis societaria y revela que la educación no sólo cumple una función social, sino que ella misma es un rasgo constitutivo de cualquier actividad social; es decir, una especie de transcendental social que se concreta en la vida de los grupos humanos, comenzando por la familia como núcleo esencial (18).

Por ejemplo. Quien tenga el más mínimo sentido común entiende que los niños no pueden vivir sin caricias, sin las caras alegres y las palabras cariñosas de sus padres. Y los –ahora tan frecuentes– fracasos afectivos de adultos y adolescentes no hacen sino confirmar esta apreciación. Aquí se halla la importancia absolutamente fundamental de la familia, la importancia fundamental del hogar y del hogar intacto, que es una entidad que no puede sustituir ninguna escuela o institución (19), ni mucho menos uniones contra-naturam de individuos del mismo sexo, tan ‘mimadas’ por los políticos actuales.

A este propósito, el síntoma más grave de la desintegración social, definible con términos específicos e interrelacionados como desarraigo, masificación, proletarización, atomización, mecanización y centralización, queda ubicada en la decadencia de la propia familia. Y la decadencia de la familia, que corre pareja con la evolución patológica general, muestra con especial claridad cuánto corroe aquel proceso las condiciones más elementales de toda naturaleza humana sana y de toda sociedad vigorosamente constituida. En efecto, ese proceso ha creado condiciones económico-sociales que inevitablemente tenían que mermar la familia como centro de la educación de los hijos y como la célula comunitaria más natural, para acabar por degenerar en simple ‘dirección’ compartida, o ni eso siquiera. La familia se ha degradado en realidad hasta quedar reducida a simple comunidad de consumo –en el mejor de los casos, a comunidad de disfrute temporal– en la que con harta frecuencia faltan los hijos, a los que, cuando existen, brinda sólo escasos recursos humanos para una educación integral. Si hemos de dar la razón a quienes afirman que en amplios círculos sociales apenas puede hablarse ya de educación; si consideramos, por otra parte, que la educación y la enseñanza públicas absorben buena parte de la formación de los hombres y tienen, por lo tanto, un carácter más unilateral (20); y si tenemos en cuenta que una mitad de la sociedad, a saber, la femenina, está amenazada por esta evolución en el cumplimiento del fin principal para que ha sido creada, siendo por ello su verdadera víctima, podremos afirmar sin temor a ser exagerados que la decadencia de la familia es uno de los síntomas de enfermedad más graves de nuestro tiempo.

En la concepción católica tradicional, educación y formación remiten a la adquisición de virtudes (naturales y sobrenaturales), mientras que la información, a simples habilidades y pericias. La primera se concibe como tarea ética y religiosa, la segunda meramente como tarea técnica y ecológica. La ética mira a la unidad o congregación de las dimensiones humanas, la técnica provoca dispersión en medio de tipos de unión fundamentalmente abstractos.

De ahí, es un postulado pedagógico elemental que la formación debe realizarse bajo el lema «multum, non multa» centrándose en lo esencial, en lo realmente principal, en lo que forma el juicio, lo que sienta criterios, lo que orienta, lejos de toda acumulación de materia, lejos, por tanto, del mero amontonamiento de saberes, fiel a la comprobada definición de la cultura intelectual de la que se ha dicho que es lo que permanece cuando se haya olvidado todo lo que se aprendió en la escuela. Intelectuales como López-Quintás insisten encarecidamente en el valor formativo de la gran literatura y del gran arte de todos los tiempos: porque trata de la sociedad en su totalidad, de sus leyes constitutivas y de las modificaciones que corresponden o contradicen estas leyes constitutivas, es decir, trata de un tipo de psicología y patología de la sociedad humana en general. Creo que no hay nada que debería hacer vibrar más hondamente a educadores –y educandos– como precisamente una discusión de esta índole. Porque esos educandos –los jóvenes–, confrontados con un mundo tantas veces esperpéntico, violento y patético, lo que en principio deberían estar buscando es orientación; pero de poco les sirven guías que son ciegos, como relata el Evangelio.

La tentación mundialista del humanismo. El dilema de la idea de la patria

Educación y formación, en este sentido, están llamadas a jugar un papel clave como freno de la comercialización de la vida. Hay muchos "católicos liberales" todavía que siguen soñando con la medida adecuada y el justo medio entre lo material y lo espiritual. Por ello son incapaces, pese a estar confrontados a diario con la apabulladora dinámica unilateral de comercialización de la vida, de plantearse siquiera la posibilidad de una cierta falta de conciliación entre lo particular y lo universal, entre lo permanente y lo cambiante. Cuántos son los católicos que prefieren creer en que la conciliación o armonía es posible, o incluso real. De tal creencia ingenua se puede deducir que, en el fondo, no son los bienes materiales los que pretenden alcanzar «por añadidura» sino los espirituales, buscando afanosamente los primeros, y como mucho concediendo una función instrumental-accidental a esos últimos, en clara subversión de la enseñanza evangélica.

El reconocimiento explícito, también en los contenidos educativos, de un efectivo defecto de conciliación entre patria y mundo debería traducirse en una afirmación valiente y combativa del mysterium fidei de la realidad humana; y conste que la mística católica es todo lo contrario de un rancio escepticismo. Igualmente, tal reconocimiento señalaría, en términos filósoficos, la envergadura de la dificultad de encontrar una continuidad armónica entre lo concreto y lo abstracto o universal en la vida humana, entre la necesidad imperiosa del hombre de ‘volver’, o sea, de tener casa, de echar raíces y comprometer vínculos, y la otra necesidad –igualmente imperiosa– de ‘salir’, o sea, de abandonar los límites de lo asegurado y alcanzado y buscar nuevos horizontes. Esa dificultad está implícita, por otra parte, en la convicción antropológica cristiana de que en esta vida el hombre no puede pretender haber llegado en ningún momento a su forma de ser acabada y perfecta; ni tampoco, en consecuencia, la humanidad como tal, en sus más diversas formas de organización. Esa concepción mística de la realidad, sin embargo, de ningún modo debe entenderse como una invitación a la dialéctica progresista sino, todo lo contrario, a la prudencia de la tradición católica.

La crisis del estado-nación, como forma histórica, ciertamente plantea en toda su agudeza ese carácter en cierto modo irreconciliable entre el ‘volver’ (patria) y el ‘salir’ (mundo), y el panorama político actual, tanto nacional como internacional, subraya la urgencia de buscar modos de superación de la forma de unión política que precisamente es el estado (moderno). El problema consiste sin embargo en que nosotros mismos y todas nuestras instituciones políticas estamos tan sólidamente arraigados en esta tierra de la moderna idea de ‘nación’ que se precisa cierto esfuerzo para concebir la posibilidad de una idea social fundamentalmente distinta, que no sea el caciquismo regionalista, igualmente nacionalista.

Esta imagen societaria distinta a la nación moderna brilla en la sociedad premoderna, en la que –a pesar de las sombras inherentes a todas las realizaciones culturales humanas– había resultado más evidente y operativo el hecho de que un hombre se sintiera incluido, al mismo tiempo, en lo máximamente universal, su estatuto de hijo de la Iglesia, y en el círculo más pequeño, su vínculo con algún señor feudal. Si retrocedemos a un mundo de estas características en el que con la fidelidad al círculo más pequeño se vinculaba el sentimiento de la pertenencia a una comunidad universal, debemos alimentar dudas de si la forma de organización y comunidad de la nación moderna no nos ha llevado a un callejón sin salida. El mundialismo o cosmopolitismo que tantos liberales ambicionan ¿acaso no crece en el mismo suelo ideológico del que surgió el propio estado nacional?. ¿No tenemos que dirigir antes bien nuestras esperanzas a un universalismo que es a la vez un particularismo: o sea, cada uno de nosotros como 'cristiano fiel a la Iglesia universal' y a la vez como 'vasallo fiel a la patria'?.

He aquí una tesis saludable que habría de convertirse en programa educativo, y político. Porque estas reflexiones no son puras especulaciones, por mucho que la marcha de los hechos resulte tan contraria. Además, dicha tesis católica tradicional, al menos pone de relieve de modo paradigmático que las esperanzas que hoy día despierta –en espíritus ilusos– la idea de la aldea global, o también la de la Unión Europea, habrán de quedar frustradas de antemano, porque la fuerza de unión o vinculación de tal proyecto global no es fuerza alguna, porque es meramente abstracta (hace abstracción de la naturaleza del hombre). El falso universalismo criticado siempre por la doctrina católica es el universalismo abstracto, basado en derechos, no en deberes (vínculos naturales). Resulta verdaderamente increible que los que defienden con tanto ahínco al libre comercio mundial puedan creer al mismo tiempo que la ampliación del espacio económico (mercado), con los medios jurídicos y políticos al alcance del cálculo social (democracia inorgánica), podría engendrar o sustentar esa vinculación social concreta a la que todo católico debería aspirar, por muy liberal que se precie (21).

Ciertamente, el concepto ‘nación’ sirve en muchas ocasiones, por una parte, de disfraz a la ideología del interés (económico), en nombre del ‘bien común nacional’ enmascarado por la voz social. Por otra, es problemático ampliar el criterio de unión política del Estado-nación a una comunidad política supranacional de la que, en primer lugar, ya no se sabe –en los términos democráticos aduladores de pueblo estatal– quién es el soberano; y cuya fuerza unitiva y vinculadora, en segundo lugar, a veces no es otra cosa que ese interés económico.

Por ello, en el fondo, ningún católico sensato puede creer que la fuerza de vinculación del hombre dentro de la comunidad universal pueda ser el interés (económico), con los derechos humanos como adorno, puesto que éste es particular –subjetivo– por definición. A este efecto hay que recordar que la doctrina católica tradicional siempre ha mentenido que el interés común no constituye el bien común, porque el primero es una coincidencia y el segundo una participación. En definitiva, si bien el interés común y el bien común no son incompatibles, lo cierto es que aquél no se identifica con éste, ni éste se consigue sin más por medio de aquél, más bien al contrario (22).

Trasladado, por tanto, el conflicto entre el salir y volver así definidos, en tanto que tema educativo por excelencia, al complejo entramado de cuestiones sobre cómo lograr un adecuado orden internacional, no cabe más remedio que extender al falso mundialismo las críticas a la concepción racionalista-economicista de la comunidad política nacional. Porque ¿qué provecho reportan los más bellos planes de un orden internacional o global, si en el alma de los individuos reina el desconcierto y abandono, si la estructura política, económica y social de las diferentes naciones no responde a las exigencias del orden internacional; si, en suma, la crisis moral, espiritual, política, económica y social de nuestra sociedad no es vencida en toda su estructura, esto es, partiendo del individuo y de la familia, la profesión, el municipio, hasta llegar a la nación propiamente dicha? ¿Qué puede esperarse, en estas circunstancias, de las conferencias y de los convenios internacionales? ¿No es el viejo y aparatoso crujir de los papeles y el rumor de altisonantes frases lo que ha fatigado al mundo durante décadas? ¿No existe incluso el peligro de que las conferencias y organismos internacionales se conviertan únicamente en nuevos motivos de discordia, en tanto que los pueblos no se saneen internamente y mientras su estado espiritual y moral, del mismo modo que su constitución política, no hayan llegado a la madurez para un amplio y generoso universalismo, que sólo puede ser un orden católico? ¿De qué sirven las conferencias de desarme –sean políticas, militares, intelectuales o económicas– si todo lo demás no está ya preparado para poner en práctica tal desarme? Y si no existe tal buena disposición, ¿cómo va a esperarse que salga algo de una conferencia o un congreso? El orden global debería entenderse y realizarse, en primer término, partiendo del orden nacional. Y ese volver al orden, empezando por España, significa la vuelta a la disciplina pre-estatal de la Tradición católica. Y la paz internacional, si ha de resistir el ímpetu de un fuerte viento, tiene que estar sólida y profundamente asentada en una sociedad que posea características de salud religiosa, moral, política y económica, de estabilidad y naturalidad, de justicia y caridad. Así como la crisis internacional constituye sólo una parte de la crisis general de la sociedad de nuestra época, su superación sólo puede esperarse solucionando al mismo tiempo esta crisis general.

En definitiva, el educador católico ha de considerar en serio que todo ‘salir’ del hombre más allá de las fronteras del ámbito de la familia y de los vínculos naturales significa, en cierto modo, una desintegración, una desunión, una abstracción. Sin embargo, como la teoría social católica debe articularse sobre el soporte de una antropología realista, igualmente considerará que el ‘salir’ más allá de estos límites es necesario para una mayor perfección de la persona humana. Sabrá, por tanto, que es un imperativo humano rebasar los límites de la patria chica (la familia, la aldea, la región); pero, por lo mismo, no se cansará de enseñar que este proceso de abstracción o desvinculación tiene que encontrar una simultánea y definiva concreción y vinculación. El mundo en tanto que fenomenología del ‘salir’, siempre que no es retraducible en nuestras vidas en términos de patria, al cabo resultará inhumano e incluso odioso e insoportable, pese a que a muchos les cueste reconocerlo.

La tentación inorgánica del humanismo: la negación de la autoridad como anti-cristianismo

La patria chica implica, en definitiva, la necesidad imperativa de una patria grande, e viceversa. Y como en la patria chica el interés (el cuerpo) está como naturalmente subordinado a la intimidad (el alma), esto mismo debe lograrse moralmente, de un modo análogo, en la patria grande. La vinculación común máximamente universal, el soy católico, no es otra cosa. Porque el vínculo que se establece entre los hijos de la Iglesia es precisamente el de que tienen Padre común. Es esta concreción en un Padre común y una Madre común –la Iglesia– la que permite en último término que el ‘salir al mundo’, la unificación de la gran sociedad, en todos sus grados, no se haga de modo abstracto. He aquí también un desafío que tienen pendiente los educadores católicos.

A este respecto, resulta obvio, por otra parte, que no tiene la misma fuerza unitiva el ser cosmopólita que el ser católico. Siendo lo primero el ideal del humanismo liberal, mundialista y multicultural, no sólo no cabe duda de su ineficacia unitiva, sino tampoco de su carácter anti-católico. Cosa bien distinta es la que señala la inscripción que campea sobre la tumba de San Ignacio de Loyola: «No estar excluido de lo más grande, pero permanecer incluido dentro de lo más pequeño, esto es lo divino».

Esta sabia sentencia, tanto pedagójica como política, sería bueno entenderla como invitación a recuperar la doctrina clásica sobre las mediaciones sociales en cuanto reconocimiento de que toda sociedad necesita una estructuración lo más profunda y amplia posible. Porque una totalidad es tanto más auténtica cuanta más estructura y articulación posea.

En consecuencia, me parece difícil quitarle la razón a la tradición católica en su convicción de que sólo el principio monarco-aristocrático –que garantiza la autoridad en tanto que espíritu vivificante de toda la vida social– puede servir de garantía suficiente para que el principio humanista, tendencialmente igualitario e individualista, no se tuerza hacia el nihilismo.

Ahora bien, también el ámbito educativo depende vitalmente de la recuperación del principio vertical, de la importancia cardinal de un tejido nutrido y sano de cuerpos sociales intermedios. Es fundamental un despertar entre los propios católicos para el sentido natural y legítimo de autoridad y obediencia. Hay que reintroducir la autoridad y la obediencia en el mismo tejido social (familia y sociedad civil). Porque lo que llamamos ‘sociedad’ representa una configuración altamente compleja, sutil, fina, que no es inteligible desde la sola razón, ni es producible por la sola razón, en su sentido moderno. El ordo socialis presupone una estructura tanto horizontal como vertical. Es decir, a la vez es paralelismo de los hombres y jerarquía entre los hombres. Sin embargo, la coherencia horizontal está condicionada por la división vertical, es decir, a través de la estructura jerárquica de la sociedad.

Tómese como caso más sencillo de una sociedad la misma familia, que es familia de matrimonio monógamo. La relación entre los hermanos es de tal índole que en el fondo no sería imaginable sin la relación vertical hacia arriba, hacia los padres. Uno es hermano precisamente por el hecho de que uno no solamente tiene con otros hombres los mismos padres, sino que uno honra también a los mismos padres, de abajo hacia arriba. Esta estructura compleja horizontal-vertical se repite en la misma sociedad y tenemos que plegarnos al hecho de que no existe sociedad sin este arriba y abajo, sin jerarquía, sin líder y liderados, sin el principio que un filósofo ha designado como aristarchie. En todas partes debe haber una nobilitas, esta nobilitas puede ser de nacimiento, o también una nobilitas del rendimiento, la nobilitas naturalis. Es un hecho científico que tenemos que aceptar y defender contra todas las ideologías igualitarias. Cuando se destruya la estructura vertical de la sociedad se desmoronará también su cohesión horizontal. ¡Cuantos años que la educación, también la impartida en centros "católicos", desobedece a tan saludables principios!

En resumen, ¿qué católico sincero puede dejar de afirmar que la sana filosofía –y práxis– política, e ipso facto también la educativa, no se constituye sobre el principio de la primacía de la opinión, sino del respeto y amor a la verdad. Y, si bien esa verdad sobre la sociedad es compleja e incluye un amplio campo para la opinión, no es propiamente consensual –ni consensuable–. El consensualismo parte de la idea errónea –no cristiana, sino humanista-revolucionaria– de que todos somos iguales en sabiduría y virtud y que, por tanto, nadie puede ‘enriquecer’ a los demás, mientras que una filosofía y educación societarias basadas en el diálogo implica justamente lo contrario. En el diálogo todos aprenden algo al descubrir o dar a luz la verdad; el ‘maestro’ incluso más que el ‘discipulo’. No obstante, subyace el reconocimiento –no siempre explícito, como es el caso de la relación diálogica básica entre padres y hijos– de que algunos tienen autoridad, porque saben hacerte crecer como persona, y otros obedecen (ob-audire), porque sólo al escuchar (audire) pueden efectivamente crecer o enriquecerse como personas (23).

La así entendida relación societaria –dialógica– exige la presencia de confianza y amor, mientras que el consensualismo societario –tan predominante en los modelos educativos actuales– de ningún modo pretende un uso tan noble de la voluntad, sino que se conforma –erróneamente– con dar por hecho unos deseos e intereses determinados. Frente a semejante reduccionismo, el educador católico está llamado a trascender –y hacer trascender– esos deseos e intereses, en todas sus dimensiones, incluso en la más inmediatamente vinculada al deseo e interés como es la economía. También ha de ser el primero en darse cuanta de que es la ideologización ilegítima de los deseos e intereses la que –de rebote– ha engendrado también la nueva religión del humanismo multiculturalista y mundialista (24).

Frente a semejante «doctrina sociológica sustancialmente errónea» (25), es notorio que los hombres no están caracterizados predominantemente por el interés, sino por lo menos en la misma medida por concepciones de valor y por sentimientos generales y elementales, que son los que hacen posible el estado y la sociedad. Tan es así, que todo pedagago que se precie reconocerá el papel clave que juega la unión de convicciones, sentimientos y afectos. De hecho, toda comunidad debe su capacidad de acción y de realización de fines y valores comunes a una sola condición principal, a saber, a que sus miembros efectivamente tienen la voluntad de empeñar sus fuerzas y servicios para el logro de estos fines y valores. Esto sin embargo presupone que ellos reconozcan aquéllos como valores y que los hagan propios y vinculantes para sus acciones.

Igualmente nuestro pedagogo habrá que reconocer que son una serie de hábitos intelectuales y morales las que son el fundamento de todas las estructuras objetivas de la sociedad (mercado, leyes), porque las leyes económicas no funcionarán para un real beneficio nuestro a menos que funcionen dentro de una sociedad que admita (y fomente) las convicciones y virtudes humanas que generan un verdadero servicio (no simplemente el servicio al consumidor), como son la devoción, la caridad, la hospitalidad, y los sacrificios que demandan las auténticas comunidades. Y, sobre todo, esperará –incluso contra toda esperanza (26)– en la posibilidad de realización de esas convicciones y virtudes en la vida pública.

Estando tan contrarias las cosas, sin embargo, resulta que los principios católicos tradicionales –políticos, societarios– no pueden ni imponerse ni apenas comunicarse a la democracia liberal, porque la sociedad democrática liberal está en constante búsqueda de valores nuevos, e incluso de una nueva sociedad.

El problema de fondo, por tanto, es la abierta o encubierta hostilidad a la tradición, en tanto que secuela y articulación de la secularización de la sociedad, también en ambientes que se consideran a sí mismos como católicos. Y este estado de cosas, hace virtualmente imposible establecer o, incluso, simplemente conservar la situación humano-vital, que no obstante es condición irrenunciable para la propagación efectiva del orden social cristiano, tan apodícticamente ligado a una sincera veneración de la Tradición de la Iglesia, pese a que muchos piensen o afirmen lo contrario.

Dr. Andreas A. Böhmler

Notas

1. Cf. J. MARITAIN, Humanismo integral (Santiago de Chile 1947)
2. Jerarquía de valores no debe interpretarse aquí en términos de utopía sino de normativa, precisamente porque en el hombre no cabe solución de continuidad entre ser y deber-ser. Dicha jerarquía, más allá de petrificación y progresismo, está siendo destruida por ciertos 'valores' democráticos: Debido al mecanismo de selección de valores de la democracia contemporánea, la evolución de la cultura como forma de vida de la sociedad está determinada por aquella idea del hombre, de su felicidad y los valores ordenados a ella, que domina el pensamiento de la mayoría.
3. Con esto rozamos un tema fundamental en toda teoría societaria: el significado y la legitimación de una jerarquía. Y entendemos que ésta, más que depender de la sangre o del patrimonio en bienes materiales, es una exigencia funcional de la sociedad que depende del esfuerzo que cada individuo pone en el cultivo de su espíritu: Educación tiene que ver con aprender. Pero aprender implica esfuerzo, tiempo y trabajo, de modo que no todo el mundo puede alcanzarla en el mismo grado. Este hecho por sí solo es fuente de jerarquía, y contradice cualquier ideología egalitaria. Hay que recuperar el ideal de la formación de una jerarquía espiritual e intelectual, legitimada por su función en la sociedad, pero al contrario de lo que ocurrió en la Antigüedad no habrá de vincularse de modo unilateral ese carácter de élite de la educación a la idea de humanismo. En este sentido, mucho más que Aristóteles insiste Platón en que cualquier enseñanza que pretenda ser duradera necesariamente tiene su origen en un talento o don definido, y que existe una tal diversidad de talentos que prácticamente todo hombre está dotado de algún talento especial para hacer bien una u otra cosa. En la comunidad política resulta clave por tanto saber identificar para cada uno la función en la que puede hacer fructificar ese su talento especial.
4. Una apreciación acrítica del hombre, sea optimista o pesimista, se revela como antropología deficiente, no apta para comprender en su totalidad los factores esenciales que rigen el acontecer social. Conviene recordar que la religión conforma la moral, pero es mucho más que ésta. Si la moral es un código de comportamiento, la religión es el sustento básico de la interpretación sustancial de cada persona. ¿Cabe discurrir de la regeneración social, frente a la 'nueva sociedad', sin colocar en el frontispicio la cuestión religiosa y sus perspectivas de evolución? Parece difícil. En primer lugar por la propia esencia del tema, básica para toda interpretación personal. En segundo lugar, por las particulares características históricas españolas, que han convertido a la religión católica en el eje cohesionante de nuestra trayectoria histórica. La ruptura política de España en dos mitades enfrentadas y los intentos de superar esa situación de enfrentamiento han acabado en una especie de pacto de no-agresión, con la elevación de la tolerancia al altar de suprema verdad venerada por toda la sociedad. El teórico liberalismo de pensar que todas las opciones culturales son respetables, porque respetable es la persona que las adopta, ha derivado a una indiferencia entre esas opciones y a un desdén por la calidad de las mismas. La tolerancia que se venera traduce el subconsciente de que la vida humana es un valor supremo y único, por lo que resulta inaceptable anteponer nada a ella. La realidad es, sin embargo, menos equitativa. En primer lugar porque la idea cultural en el poder ejerce presión para discriminar entre las diferentes ideas, condenando las que le son, o parece, contrarias y ensalzando las propias. En segundo lugar, y más importante, es que si una idea o creencia religiosa mantiene la pretensión (inevitable, por su propia esencia) de posesión de la Verdad, pasa a ser considerado enemigo a batir o aniquilar, pues tal pretensión descalifica a las demás ideas o creencias, y eso resulta inadmisible para la mentalidad imperante en la sociedad actual. Ello explica que los poderes culturales dominantes se constituyan en enemigos de la religión cuando ésta va más allá de suministrar un código moral útil para el sistema económico, pues el poder económico no puede tolerar normativas de grado superior a la suya, de optimación económica de la vida. Se plantea, por tanto, un conflicto básico en el tema de la regeneración de la sociedad: o esa regeneración se sustenta en la religión adoptada por la mayoría de la población o esa religión entra en conflicto con el otro conjunto cultural, que expresa una religión diferente. Es decir: si los católicos no nos resignamos a desplazar nuestra Fe a un plano secundario de la vida social, debemos aspirar a que sea la nuestra la que prevalezca sobre la otra en inspirar las normas políticas. Porque, de hecho, cómo puede solventarse el caso en una sociedad incapaz del choque que exige la conversión a nuevas situaciones, y donde los políticos se erigen en mentores intelectuales y los sociólogos como intérpretes del sentir generalizado. Y donde los clérigos ponen como norte de su rumbo el servicio social en vez de la custodia de la Verdad. El esfuerzo requerido de conversión a la Verdad precisa de impulsores (educadores) de esa conversión. Si existen hoy, se manifiestan con voz muy débil.
5. Solo por una especial gracia divina puede suponerse que llegará el día en que recaerá sobre la inmensa mayoría, como un rayo de luz, algo que hoy son pocos los que lo ven con claridad: que aquella tentativa desesperada (del progresismo inmanentista) ha creado una situación en la que el hombre no puede existir como ser espiritual y moral, lo que es tanto como decir que, a la larga, no podrá existir simplemente, a pesar de todos los ordenadores, autopistas, viajes de recreo y confortables apartamentos.
6. He aquí el carácter engañoso de la Modernidad en tanto que ideología del progreso. Las fuerzas de destrucción espiritual y moral actúan por doquier en nombre de lo moderno y con la petulancia típica de esta ingenua palabra mágica de nuestro tiempo. No cabe esperar la salvación a través de los programas y proyectos. Con decir esto no se pretende desprestigiar a las instituciones naturales históricas, todo lo contrario, sino a todos aquellos 'organismos novedosos' (ONU, ONG's, etc.) que políticos y otros hombres racionalistas crean artificiosamente para persiguir sus fines utópicos. Lo utópico es todo ideal que no toma su punto de partida en la naturaleza humana. La insistencia en el valor de la Tradición (con los bienes éticos y religiosos que implican y expresan) significa ante todo reconsiderar y reconocer que las instituciones tradicionales como la familia, la escuela, la Iglesia.. en su esencia son libertad, porque representan una fundamental 'descarga' para el hombre (cf. R. SPAEMANN, Crítica de las utopías políticas [Eunsa, Pamplona 1980]).
7. El propio liberalismo, en la medida en que no sabe ponerse a salvo del materialismo, positivismo y progresismo, no corre una suerte distinta al socialismo por erigirse igualmente en una pseudo-religión, aunque todavía más sutil, más capciosa y, en definitiva, más engañosa, si bien aparentemente menos agresiva en lo relativo a constricciones externas de la libertad. Su ímpetu le adviene constitutivamente del progresismo. Es el impetu de librarse de todo lo que parece limitar la autocracia absoluta del hombre individual. Es la tendencia hacia la total emancipación del hombre. Su finalidad última es arrancar al hombre de todas sus raíces y deshacer todas las ligaduras y fuerzas externas, que el nuevo dios, el hombre-dios, considera insoportables. La enfermedad busca remedio incluso llamando a las puertas de la medicina y biotecnología modernas, pero queda el hecho sumamente incómodo de la muerte. La emancipación de cualquier absoluto se traduce en la tendencia de relativizarlo todo. Y de esta manera la arbitrariedad e indiferencia se instalan con dominio omnímodo. La ideología multiculturalista no es otra cosa. Ya no hay idea o posibilidad que pueda quedar excluida y descartada. Concomitante a este progresismo es el desprecio más o menos abierto del pasado. El católico no tiene derecho a cansarse en denunciar en este sentido la falacia que representa la voluntad dominante de emancipación de la dimensión de lo pasado y del culto dado a lo futuro y lo moderno (cf. A. BOEHMLER, El ideal cultural del liberalismo [Unión Editorial, Madrid 1998] p. 219).
8. W. RÖPKE, Torheiten unserer Zeit (Christiana Verlag, Zurich 1966)
9. El mismo término 'individualismo' sería de creación saintsimoniana. No obstante, los fundadores del socialismo moderno -una escuela que también creó la palabra «socialismo» para significar lo opuesto a la economía competitiva, que se identificaría con el individualismo- no se habrían dado cuenta de su propio y más radical individualismo. El individualismo 'escocés', por el contrario, no sería lo que se cree comúnmente: un sistema de aislamiento en la existencia y una apología del egoísmo. Apoyándose en Karl PRIBAM y POPPER concluye HAYEK que no sería el individualismo verdadero (escocés), de raíz nominalista, el que conduce al colectivismo, sino el individualismo falso, de raíz originariamente realista-esencialista, tal como se encuentra en ROUSSEAU y los fisiócratas, con su inspiración claramente cartesiana (cf. A. BOEHMLER, o.c., 223).
10. Cf. E. NAWROTH, Die Sozial- und Wirtschaftsphilosophie des Neoliberalismus (Kerle, Heidelberg 1961, 58-61).
11. «La discusión sobre el personalismo cristiano padece muchas veces de falta de claridad en la diferenciación entre individualismo y personalismo, o más precisamente: entre el personalismo interpretado según categorías jurídico-individuales y ético-sociales. Aunque, ontológicamente, la persona es anterior a la comunidad..., la concepción realista defiende que la esencia del hombre no se agota en la autoconcienca personal, la autoposesión y la autodeterminación, ni tampoco en el hecho de ser único e irrepetible. La persona humana, a pesar de su delimitación metafísica de cualquier otra, apunta esencialmente a la apertura al otro, a la ligazón con el 'tú' humano, expresa abiertamente más que sólo las cautas tomas de contacto, en el sentido de RÖPKE, condicionadas por el sentimiento de la solidaridad. Se basa en la concepción fundamental, gnoseológicamente cierta, que el individuo tiene predisposición a la comunidad y dependencia de la misma, no sólo en base a pura conveniencia, sino partiendo de su esencia más primigenia, en la medida que los valores por cuya realización las aptitudes y capacidades humanas alcanzan su desarrollo, son valores abiertamente comunitarios. ... (Todo esto) no encuentra ninguna atención seria en la concepción jurídico-individual ametafísica propia del 'verdadero' individualismo (neoliberal). En este sentido, el 'individualismo verdadero' de los liberales signifca la deshumanización de la persona y de la sociedad» (ibid., 72).
12. Cf. D. NEGRO PAVÓN, «El misterio de los Derechos humanos», Intus-Legere. Anuario de Filosofía, Historia y Letras 3 (Universidad Adolfo Ibañez, Viña del Mar 2000), 9-22.
13. Ver Josef PIEPER, Ordnung und Geheimnis (Kösel, Munich 1947).
14. Ver el brillante análisis sobre la necesidad de sumisión a la autoridad de la perenne Cátedra de Pedro que el más notable converso anglicano, Card. J.H. NEWMANN, formula en su conocido libro Apologia pro vita sua (1864), Part VII, 'General answer to Mr. Kinglsey'.
15. Cf. A. BOEHMLER, «El ecumenismo, espejo y motor de la crisis posconciliar de la Iglesia», Arbil, revista de pensamiento y crítica 35-36 (2000), http://www.pagina.de/revistaarbil.
16. He aquí la limitación explicativa del 'interés' por parte de liberalismo, porque se cierra a la consideración del bien común que reivindica que el individuo no sólo trasciende su interés propio hacia los intereses de sus prójimos (familia, amigos, etc.), sino hacia el interés -y más que interés, hacia el bien- de la comunidad política y humana en su conjunto. La tradicional doctrina católica afirmaba que habría que rebasar, radicalmente, el concepto de 'sympathy' smithiano, en tanto que principio de orden liberal de solidaridad, concepto que volvemos a encontrar en TOCQUEVILLE, bajo el manto de la noción de «interés propio bien entendido», cuya multiplicidad y diversidad vendría a ser adecuadamente encaucada y organizada por el mercado libre. A este propósito, sin embargo, señala R. MESSNER: «Si hubiera faltado una prueba experimental de que a la comunidad ordenada corresponde un primer lugar entre los bienes decisivos para el logro de la vida buena del hombre, el estado totalitario-colectivista moderno la habría aportado de modo irrevocable e irrecuperable. ... (Más allá de la simple aspiración a la buena vida) el hombre lleva dentro de sí (así concluye MESSNER) la ley de su plenitud personal, que es ley de vida buena. Es decir, esta ley no es otra cosa que la responsabilidad que le viene dada en virtud del fin vital que constituye su esencia» (Kulturethik [Tyrolia, Innsbruck 1954] p. 311s).
17. La pérdida de la tradición cultural católica no se debe confundir con un cambio de escenario, puesto que es la base de la cultura europea, el resultado que representa un largo proceso de aprendizaje a través de los siglos y que ha conducido a una liberación del hombre de circunstancias que le esclavizan, aunque hoy guste propugnar todo lo contrario.
18. Un tema interesante obviamente sería investigar hasta qué punto los católicos liberales son conscientes del condicionamiento cultural que está en la base de su Weltanschauung católica. Es lógico tomar como orden natural, o sea, con pretensión de universalidad, aquello que es un orden cultural en el sentido más radical de la palabra. Esta tesis del carácter histórico de la cultura humana no implica un relativismo moral, en el sentido de indiferentismo; más bien implica que no podemos nunca dar por conquistados definitivamente nuestros bienes de cultura y pautas de conducta porque, aunque broten de una naturaleza humana congénita y abierta intrínsecamente a estos bienes intelectuales y morales, ellos no son naturales en el sentido de que los tengamos como los animales tienen sus instintos.
19. Es obvio que el sentido del valor de la familia ha decaído fulminantemente como víctima del individualismo y del colectivismo, no así sin embargo la necesidad de su valor, puesto que brota de la misma naturaleza humana.
20. En cuanto al discernimiento adecuado de los contenidos educativos hay que volver a ser realista: No es decisivo si alguien ha estudiado a TUCÍDIDES, PLATÓN y VIRGILO en el texto original. Lo que importa es lo siguiente: sea el que fuera el tipo educativo del académico, siempre debería mantener presente la distinción entre verdadera educación y mera instrucción. No debería nunca olvidar que la especialización, en el mejor de los casos, no es más que un mal necesario que hay que corregir con todas las fuerzas. A la educación católica, más allá del humanismo superficial propagado en tantos centros denominados católicos, corresponde una pedagogía determinada y determinante, a saber, la que toma al hombre en su conjunto; la que sabe que el qué y el por qué es más importante que el cómo; la que defiende con PLATÓN y ARISTÓTELES (Etica a Nicomaco, 1104 B) que la buena formación consiste en la enseñanza dura del deber.
21. A este propósito viene como al dedo la fórmula tan impropia e infeliz del «católico penitente y liberal impenitente», que Rafael TERMES dice haber hecho suyo a partir de un dictado de Lucas BELTRÁN («La economía de mercado y la doctrina de la Iglesia Católica», Empresa y Humanismo 2 [2000], 503). Acaso será ineludible que ambos habrán de hacer profesión de liberales penitentes, si no es hoy o mañana, indudablemente será así en la otra vida que es comunión en su plenitud.
22. Ver Jude DOUGHERTY, «Keeping common good in mind», en The Ethics of St. Thomas of Aquinas, Studii Tomistici 25 (1984).
23. Curiosamente, según los que niegan la tradición platónica y cristiana del 'dia-logos', afirmar por ejemplo «que en la figura de Jesucristo y en la fe de la Iglesia hay una verdad vinculante y válida en la historia misma es calificado como fundamentalismo. Este fundamentalismo, que constituye el verdadero ataque al espíritu de la modernidad, se presenta de diversas maneras como la amenaza fundamental emergente contra los bienes supremos de la modernidad, es decir, la tolerancia y la libertad. De modo que, la noción de diálogo -que en la tradición... ha mantenido una posición de significativa importancia- cambia de significado, convirtiéndose así en la quintaesencia del credo relativista y en la antítesis de la conversión y de la misión. En su acepción relativista, dialogar significa colocar la actitud propia, es decir, la propia fe, al mismo nivel que las convicciones de los otros, sin reconocerle por principio más verdad que la que se atribuye a la opinión de los demás. Sólo si supongo por principio que el otro puede tener tanta o más razón que yo, se realiza de verdad un diálogo auténtico. Según esta concepción, el diálogo ha de ser un intercambio entre actitudes que tienen fundamentalmente el mismo rango, y, por tanto, son mutuamente relativas; sólo así se podrá obtener el máximo de cooperación e integración entre las diferentes formas religiosas. La disolución relativista de la cristología y, más aún, de la eclesiología, se convierte, pues, en un mandamiento central de la religión» (Josef Card. RATZINGER, «Relativismo teológico: un nuevo reto para la fe». Conferencia en el encuentro de presidentes de comisiones episcopales de América Latina para la doctrina de la fe, celebrado en Guadalajara [México], Septiembre de 2000).
24. Este punto muestra de modo paradigmático uno de los grandes dilemas en que se encuentra el Estado moderno nacional, basado en el concepto de soberanía política. La tendencia universalizadora del subsistema social económico, inherente en el principio liberal de libre comercio, amenaza con vaciar de contenido real a la soberanía política de los Estados nacionales, puesto que no cabe pensar que exista soberanía política al margen de la soberanía económica. Es decir, el traspase generalizado del 'mercado' de los límites de los respectivos Estados-nación está agudizando el profundo desajuste propio de la sociedad moderna entre el subsistema económico y el subsistema político. La mengua o incluso inexistencia de soberanía nacional en las cuestiones político-económicas (tasas de interés, tasas de cambio, creación de credito, subvenciones, etc.) confirma la subordinación sucesiva de lo político (forma, símbolo, aristocracia) a lo económico (materia, función, masa). Las sociedades modernas carecen cada vez más de una exigencia fundamental de toda sociedad que pretenda ser humana, a saber, la unidad formal, en sentido aristotélico, no kantiano. La sociedad política como espacio formal tiene que concretarse en diversos niveles de unidad material. Así supieron plasmarlo en la realidad social, cada cual con las naturales limitaciones de toda organización terrena, la polis griega (el Estado como ciudad), el imperio romano (el tener ciudanía romana como sinónimo de pertencer a la comunidad política con los derechos que implica), e de un modo más complejo la christianitas medieval (la unidad 'material' plasmada en el obispo de Roma al servicio de la unidad 'formal' del Sacro Imperio, por medio de la coronación del rey germano como Emperador por parte del Papa). Tras el abandono sistemático de estos modelos, la existencia de múltiples aporías políticas, con el vaciamiento de la soberanía política, para dar sólo un ejemplo, no son nada extrañas cuando se analiza a fondo el hecho de que el Estado moderno, no sólo el democrático-liberal sino también antes el monárquico-liberal, está constituido en torno al capitalismo (el dinero como espíritu informe, cuantitativo y abstracto) y la ideología materialista de éste que se traduce en buscar la redención en la idea del progreso (emancipación, desvinculación). Si bien algunos intelectuales católicos parecen haber al menos percibido estas aporías, suelen generalmente rendirse -pragmáticamente- ante la facticidad política economicista contraria a sus intenciones originarias.
25. W. RÖPKE, La crisis social de nuestro tiempo (Revista de Occidente, Madrid 1947) p. 14.
26. La verdad es que no sólo del pan vive el hombre, y que existen pasiones y complejos afectivos muy elementales y prepotentes que son propios del hombre, independientemente de su situación económica y a través de todas las capas, clases y grupos de intereses. Todo esto lo ha sabido ya la tradicional doctrina política católica; pero -paradójicamente- ha sido sin duda el colectivismo quien, sin escrúpulos, ha sabido aprovechar esta idea para sus fines, con exito arrollador, desmintiendo así sus presupuestos «materialistas». Ha demostrado que a los hombres no solamente los mueve y se los compromete con promesas, sino sobre todo con exigencias y llamamientos a su espíritu de sacrificio y voluntad de entrega. Ha puesto de manifiesto la gigantesca fuerza que se encierra en el desinterés, en el entusiasmo y en la acción dirigida a un objetivo suprapersonal, mientras que el mundo actual liberal sigue estando todavía lejos de haber sacado de ello todas las conclusiones y enseñanzas pertinentes. En nada queda afectada esta apreciación por el parche que para el individualismo social supone el hecho de la proliferación de las más diversas ONG's. Para su enjuciamiento crítico, ver Andreas BOEHMLER, «La política: presa de un extremismo antropológico», Arbil, revista de pensamiento y crítica 32 (2000), http://www.ctv.es/USERS/mmori/(32)andr.htm.


La crisis abierta entre los católicos españoles y el Partido Popular Portada revista 40 Giusseppe Toniolo, pionero de la sociología económica

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