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Antonio Sardinha, la pluma de la tradición lusa Indice de Revistas Pasolini, mártir del desencanto

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Responsabilidad eclesial.

Muchos sacerdotes y algunos obispos se permiten el lujo de hacer caso omiso de Su Santidad, el Papa, y, sin embargo, creen, en tales condiciones, tener alguna clase de autoridad para dirigirse a su feligresía

Ha sido muy grande el efecto socavador que las versiones del Evangelio efectuados por "expertos" (teólogos, biblistas) imbuídos de las corrientes modernistas, han ejercido sobre parte del catolicismo. Prácticamente, lo han demolido. No es necesario abundar en ello. Unicamente, creo que merece la pena hacer unos simples comentarios. Y ésto, por si estas líneas pudieran mover a reflexión positiva a algún hombre de Iglesia, de esos que parecen estar en la desconcertada posición de los niños que se encuentran con que el juguete que más querían se les ha quedado roto entre sus manos, pero aún siguen queriendo jugar con él. En su caso, el juguete es la Iglesia, y la rotura es el desfondamiento del influjo que ejercía sobre la sociedad; persistiendo ellos, no obstante, en la tozudez de sus posiciones.

Habremos de recordar, por tanto, que la Iglesia Católica ha reiterado siempre a través de su historia, su unicidad en la Verdad y su infalibilidad. Y esto, no por capricho o por arrogancia, aunque este último defecto pudiese estar en muchos corazones eclesiásticos. El motivo estribaba, y sigue estribando, en la promesa de asistencia hecha por Jesucristo a los Apóstoles. Asistencia del Espíritu Santo que ha tenido que ejercerse a través de los siglos ineluctablemente si la promesa fué hecha, en primer lugar; y, en segundo lugar, si fué hecha por alguien con autoridad para hacerla. Negar la promesa o negar la autoridad equivale a no ser católico, y obliga a colgar la sotana, si el negador tiene autorización para llevarla.

La lógica más simple nos señala, si somos creyentes, que, puesto que la asistencia divina hubo de ejercerse inevitablemente, la doctrina de la Iglesia a través de los siglos ha tenido que ser infaliblemente veraz. Pues, de no ser así ¿podríamos hablar de asistencia del Espíritu Santo? Más bien tendríamos que pensar en asistencia defectuosa, distraída, poco eficaz. Lo cual resulta imposible pensar de Dios sin caer en lo blasfematorio.

Y la doctrina de la infalibilidad, que a tantos cuesta admitir, no se funda en las hipotéticas virtudes de los Papas, sino en lo que realmentes es una impotencia: impotencia para equivocarse. Y esto porque Dios no iba a permitir que en materia grave de doctrina o moral pudiese su pueblo ser conducido extraviadamente. Resulta elemental admitirlo así, si creemos en el Espíritu Santo y su asistencia. Y si así no hubiese sido a través de los siglos ¿en qué habría consistido la mentada aistencia? ¿Sobre qué cosa más importante se habría ejercido? ¿En qué consistiría? Preguntas éstas cuya absurdidad supone su contestación.

Sin embargo, en el curso de este siglo, y sobre todo después del Concilio, las verdades dogmáticas solemnemente proclamadas en la sucesión de Concilios habidos desde los inicios de la Iglesia, han sido, o bien arrinconadas y olvidadas, o bien consideradas simples símbolos, o bien, en el peor de los casos, tranquilamente negadas. Y ésto, por gran parte de los "hombres de Iglesia".

Y es de ver con qué desparpajo justifican su actitud. Suele ocurrir, efectivamente, que cuando más acostumbrado está uno a su profesión, menos respeto le tiene. Y en muchas mentes clericales ha debido colarse la idea, o el sentir, de que la Religión ha sido inventada por su estamento, y, que por tanto, ellos tienen derecho a reformarla, adaptarla a los tiempos modernos, o hacer cuanto haga falta para sus fines de promoción. En resumen, que tienen bastante menos respeto por las cosas sagradas que los laicos.

Esta disposición de ánimo ha tenido que estar presente en aquellos que han transformado la predicación, no en una exposición de la doctrina y la moral católicas, sino en una exclusiva exhortación al amor fraterno, remitiendo todo el aspecto doctrinal del catolicismo a las tinieblas exteriores o poco menos. Por ejemplo: ¿se oye hoy en día a algún sacerdote referirse en su predicación al pecado original? Y si este raro caso se produce ¿aclara este sacerdote que este pecado original se borra con el agua del Bautismo? Mucho me temo que la respuesta de cualquiera haya de ser negativa. Sin embargo, se trata de una cuestión básica en el catolicismo en la tradición (el único que puede llamarse catolicismo), sin la cual el resto de la doctrina carece de mucha justificación lógica. Y, claro está, sin esta justificación la doctrina se resquebraja o se diluye, que es lo que ha ocurrido y lo que, al parecer, muchos buscaban. Pues, sin la existencia del mal en el hombre ¿qué necesidad había de un Redentor? ¿De qué nos tenía que redimir? Y es significativo que estas palabras, redentor, redención, redimir, hayan caído en desuso. Muchos sacerdotes no las pronuncian ¿no es así? Y es que, como digo, parecen tener la seguridad de que están en el derecho de quitar, poner, transformar todo contenido doctrinal, de acuerdo con su gusto personal (gusto, naturalmente, progresista o neomodernista).

Otro ejemplo: ¿alguien puede oir hoy en día a algún sacerdote predicar sobre la condenación y el infierno? De ninguna manera. Temen, sin duda, espantar a los feligreses, y piensan que deben dulcificar el mensaje para atraérselos. Un cálculo bien estúpido, aunque no sea esto lo más importante. Porque, de nuevo, parte indisoluble de la doctrina católica es omitida con el decidido voluntarismo de quienes parecen pensar que tienen autoridad para hacerlo; de quienes parecen creerse los inventores de la Religión, y, por tanto, con derecho a reformarla. Y eso lo hacen, por supuesto, contraviniendo la doctrina de la autoridad suprema de Roma. Es decir, se permiten el lujo de hacer caso omiso del Papa, y, sin embargo, creen, en tales condiciones, tener alguna clase de autoridad para dirigirse a su feligresía. He podido oir a un predicador referirse a San Mateo Cap. 25 sobre el Juicio Final y mencionar únicamente las palabras del Señor dirigidas a los que salva para la gloria, suprimiendo las dirigidas a los que condena. Es más, ocultando la posibilidad misma de la condenación. Mutilación del Evangelio, por tanto, a la que se creía con derecho a todas luces.

¿Se les oye alguna vez hablar de la moral sexual católica? Parecería que es su obligación, precisamente en los tiempos actuales. Pues, no señor. Omiten este tema por completo. Muestran una indiferencia completa hacia la promiscuidad sexual, las perversiones sexuales puestas de moda, la pederastia, la homosexualidad, los medios contraceptivos... y hasta el mismo aborto. Porque, efectivamente, yo no oigo a ningún sacerdote referirse desde el púlpito al aborto. Para oir hablar públicamente contra el aborto es más acertado escuchar a los políticos norteamericanos, que se ocupan de estas cosas sin tapujos; mucho más acertado que escuchar a la mayoría de los sacerdotes católicos españoles, pues a estos no se les va a oir ni una palabra sobre este tema. Sin embargo, el Papa se refiere al aborto continuamente, para condenarlo, naturalmente, y habla de moral sexual con frecuencia. Está claro, para cualquiera que preste alguna atención a este problema, que estos sacerdotes ignoran olímpicamente la doctrina del Papa. Y habría que saber qué piensan los obispos sobre el particular, ya que su silencio parece ser aprobatorio. Si bien este es un planteamiento ingenuo, pues resulta difícil admitir que los sacerdotes no sigan para su predicación normas generales emanadas de sus respectivos obispados. Además, todos hemos de recordar "el humo de Satanás" que penetró en el mismo Concilio, según avisó Pablo VI. Y este humo no se disipó nunca.

Consideremos el "Catecismo de la Iglesia Católica" que se publicó hace ya siete u ocho años. ¿Les sirvió de algo? Al parecer, no, dado lo que vengo diciendo. Porque este catecismo reafirmaba, como no podía ser menos, la doctrina tradicional de la Iglesia Católica en sus aspectos dogmáticos, éticos y litúrgicos; y, ciertamente, esta reafirmación no ha debido caer nada bien entre el clero de que vengo hablando. Y esto se demuestra con el olvido absoluto a que ha quedado condenado y con una circunstancia de flagrante desprecio a la voluntad del Papa. Me refiero a su recomendación de que se hiciesen síntesis del Catecismo, ediciones abreviadas, al objeto de poder extender más fácilmente su enseñanza, ya que el texto resultaba muy largo. ¿Dónde están esos Catecismos abreviados? Como era de esperar, en ninguna parte.

El documento vaticano, firmado por el Papa, "Dominus Iessus", sentó (también como era de esperar) muy mal en algunos ambientes eclesiásticos. Eso de que la Iglesia Católica es la única verdadera, parecía sonar a algo muy rancio, muy contrario a la mentalidad progresista, que profesa el relativismo, como sabemos. Pocas semanas después de su publicación, tuve la ocasión de comprobar el efecto que había producido el documento en muchas recalcitrantes mentes eclesiales. El sacerdote que celebraba la misa a que asistía, sin mencionar el citado documento (hasta tanto no podía llegar) encontró en su homilía ocasión de referirse al posible orgullo de los católicos por tener conciencia de que profesan la religión verdadera. No hay que caer en ese orgullo, vino a decir, puesto que el Espíritu Santo sopla en muchas direcciones, y no podemos pensar que los adeptos a otras religiones no puedan salvarse igual que los católicos, etc. etc. El espíritu de esta homilía era frontalmente contrario al del documento vaticano, y el sacerdote era obviamente consciente de ello. Pero se creía obligado a rectificar al Papa, por creer sin duda que el Espíritu Santo soplaba en él con más fuerza que en el Pontífice.

Sin embargo, se le podría haber preguntado cómo podía hacer compatible la asistencia del Espíritu Santo a una Religión que proclama la divinidad de Jesucristo, con la asistencia a cualquier otra religión que la niega. Cómo puede soplar en una Religión que cree en la trinidad de personas de la Divinidad y, al mismo tiempo, soplar en otra religión que tiene esto por una blasfemia. Cómo puede amparar una creencia que proclama la virginidad de María y amparar al mismo tiempo otra que la rechaza... Etcétera, etcétera. A cualquiera se le alcanza que esta es una muy extraña manera de soplar. Sin embargo, esto no hace vacilar al clero progresista (la gran mayoría, no lo olvidemos), empeñado en la realización de un ecumenismo relativista en que todas las religiones tengan cabida. Se trata de encontrar un mínimo común denominador en el conjunto de creencias, extraerlo y formar una religión universal, dando de lado a Roma. Así me lo confesó una sacerdote progresista, por otra parte excelente persona. Pero todo ello nos remite al vago deísmo de los filósofos de la Ilustración, a la ideología masónica y a los recientes procesos globalistas...

Como esta forma de pensar es la que más o menos predominó en el postconcilio, no era muy difícil para las personas prudentes de aquellos tiempos intuir la catástrofe que se avecinaba. Pero la tremenda tozudez de los progresistas les impulsaba a no desviarse bajo cualquier circunstancia de su línea de pensamiento. Y en esa actitud persisten hoy en día, pese a que la catástrofe se produjo, estamos todavía en ella y no es difícil determinar cuál ha sido la principal causa.

Efectivamente, el gran ascendiente que siempre tuvo la Iglesia Católica consistió en la permamencia inalterable de su doctrina moral y dogmática. El pueblo sentía que la verdad no podía ser cambiante, sujeta a los vaivenes de las modas, y ahí estaba la Iglesia para demostrarlo. Siempre sólida, siempre firme, tranquilizaba los espíritus de los fieles, a veces conturbados por la pujanza de las ideas adversas. Pero todo esto cambió cuando los expertos citados al inicio sometieron la doctrina a sus criterios relativistas, simbolistas, espiritualistas, neomodernistas, generalmente tomados del protestantismo, y dieron paso también a las influencias orientales. Todo lo que parecía sólido se resquebrajó, se tambaleó y derrumbó. Naturalmente, no me refiero a Roma, siempre firme, sino a la mayor parte del clero, es decir, el clero que dominó el postconcilio.

Y, naturalmente, el escepticismo y el agnosticismo, cuando no el ateísmo, se extendieron fulminantemente por el laicado, ya de por sí tentado por las corrientes relativistas del pensamiento moderno. Si lo que siempre se había considerado verdad cierta, ahora no lo era, o había que entenderla de distinta forma (lo que venía a ser lo mismo en la mayoría de los casos) ¿por qué había que creer en estas nuevas interpretaciones? ¿Por qué había que pensar que el Espíritu Santo había estado ausente cerca de dos mil años, y ahora comenzaba a cumplir su labor de asistencia, favoreciendo a los Küng, Rahner, Shillebeeckx y demás teólogos modernos? La antigua firme fe del laico se transformó en duda invencible o en rechazo escéptico.

Es indudable el papel primordial que en la crisis de la Iglesia Católica ha tenido la orientación irresponsable (y poco inteligente desde el punto de vista puramente humano) que adoptó con motivo del Concilio Vaticano II gran parte (la mayor parte) de los eclesiásticos.

En esto pensaba yo cuando oía a aquel sacerdote que con gran presunción y orgullo (de los que quizás no fuera consciente) se permitía puntualizar el documento papal, contrariando íntimamente su sentido. También pensaba en la igualmente absurda presunción que tienen esta clase de sacerdotes cuando hablan de "reevangelizar Europa". Porque, vamos a ver: ¿de qué nueva evangelización se trata? ¿de la propagación del Evangelio de siempre, según la doctrina de la Iglesia Católica Apostólica y Romana? ¿O de un evangelio expurgado y adaptado de acuerdo con los estudios de mercadotecnia llevados a cabo? O dicho de otra forma: ¿del Evangelio intransigente con los errores del mundo, o bien del falso evangelio que asimila con ligereza y oportunismo tales errores? Si se trata de este último, el fracaso ya ha sido servido. No verlo así es de ciegos.

Ignacio San Miguel .

 



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