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Portada revista 41

El proyecto cristiano para Europa Indice de Revistas ¿Un partido político católico?: el gran silencio.

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

La incidencia de lo político en la ética. Una reformulación de inspiración aristotélica.

Resumen: La importancia de Aristóteles puede explicarse únicamente en términos de una tradición cuya existencia él no reconoció ni pudo haber reconocido. Sin embargo, pese a las pretensiones del historicismo, no cabe un fundamental disyuntiva entre lo natural, lo racional y lo histórico. Aristóteles simplemente no piensa que está inventando una interpretación de las virtudes, sino que está expresando una determinada interpretación implícita. Busca ser la voz racional de los mejores ciudadanos de la mejor ciudad-estado (eso es la polis). Precisamente por ello la filosofía, también la moral, tiene necesariamente un punto de partida político. La 'naturaleza' es tal que todos sus propósitos y fines particulares tienden hacia un bien radical que tiene razón de fin; y ese bien radical por conseguir es la felicidad. Ahora bien, la felicidad tiene como condición necesaria la virtud, aunque también dependa de la salud, del carácter, de la suerte, etc. El bien, sin ser un fin necesario, es el fin propio y más alto del hombre, de modo que la comunidad política tiene que estar constituida y organizada de tal manera que el hombre pueda realizar dicho fin. Aristóteles rompio decidamente con la pretensión sofista de que exista una oposición fundamental entre physis y nomos al mostrar que la formación de comunidades políticas descansa en la propia naturaleza del hombre. El ejercicio de las virtudes no es un medio, entre otros, para el fin (el bien) del hombre. No se puede caracterizar adecuadamente el bien del hombre sin referencia a las virtudes. Decir que podrían existir algunos medios de lograr el fin del hombre sin el ejercicio de las virtudes carece de sentido. Actuar virtuosamente no es actuar contra la inclinación; es actuar desde una inclinación formada por el cultivo de las virtudes. Esta doctrina encontró su articulación plena en la concepción tomista de la ley natural que radica en la verdad revelada sobre el hombre

Tratar a Aristóteles como parte de una tradición, o incluso como su representante máximo, es cosa muy poco aristotélica. Sin embargo, pensar así sería excluir la noción de ‘tradición’ del pensamiento. He ahí un punto esencial que bien describe el largo camino de reflexión y conversión intelectual, recorrido por A. MacIntyre (1), y que hemos escogido como hilo conductor para nuestras consideraciones sobre la filosofía práctica de Aristóteles. Para el concepto de tradición es central que el pasado nunca sea algo simplemente rechazable, sino más bien que el presente sea inteligible como comentario y respuesta al pasado y que, a su vez, sea corregible y trascendible por algún futuro. Así, la noción de tradición incorpora una teoría de conocimiento nada aristotélica. Sin embargo, la importancia de Aristóteles puede únicamente explicarse y explicitarse en términos de una tradición cuya existencia él no reconoció ni pudo haber reconocido.

No pretendemos aquí adentrarnos en el debate entre filosofía moderna y filosofía clásica sobre el modo propio de relación entre lo natural, lo racional y lo histórico (la última pone el acento en la distinción, evitando los extremos de confusión y separación, la primera establece dialécticas múltiples entre esas dimensiones vitales)(2). Sin menoscabo de la solución noseológica y antropológica realista, frente a las posturas nominalistas e idealistas (3), más bien al contrario, no puede negarse algún sustrato de verdad en la tesis fundamental del nominalismo que consiste en la pretensión de desenmascarar como meramente cultural-histórico la idea sostenida por el realismo filosófico, a saber, que en la naturaleza humana arraigan verdades y valores de carácter metahistórico y de validez universal.

De hecho podemos observar como, ante la conciencia de una sociedad determinada, multitud de verdades y valores que tienen un origen histórico-cultural definible, ante tal conciencia colectiva a la larga tienden a presentarse revestido de la autoridad propia de lo que es por naturaleza, como si fueran ahistóricos. Sin pretender agotar aquí esta cuestión, consta que la concepción aristotélica de acto y potencia, con la correspondiente distinción entre el prius ontológico (acto: energeia o entelequia) y el prius temporal (potencia: dynamis) (4), es capaz de iluminar incluso esta cuestión lo bastante como para vislumbar sin necesidad de falsas polémicas de que no cabe un fundamental disyuntiva entre lo natural, lo racional y lo histórico.

Una vez aclarada esta sutil -e habitualmente inconsciente- interacción entre lo natural y lo cultural-histórico en la vida humana, y eso es así incluso en Aristóteles, se entiende que la tarea de integrar lo que dijo Aristóteles acerca de las virtudes con la tesis formulada por A. MacIntyre acerca de la relación entre virtudes y formas narrativas (tal como se ve en los autores épicos y trágicos), debió esperar hasta aquellos sucesores de Aristóteles cuya cultura bíblica los ha educado en el pensamiento histórico. Algunas cuestiones centrales de la tradición clásica no pueden recibir respuesta del propio Aristóteles. Esto no es una crítica sino una obviedad. No obstante –prosigue MacIntyre- es Aristóteles quien, con su interpretación de las virtudes, constituye decisivamente la tradición clásica como tradición del pensamiento moral. ¿Quién es este «nosotros» en cuyo nombre escribe en la Etica a Nicómaco? Aristóteles simplemente no piensa que está inventando una interpretación de las virtudes, sino que está expresando una determinada interpretación implícita en el pensamiento, lenguaje y acción de un ateniense educado. Busca ser la voz racional de los mejores ciudadanos de la mejor ciudad-estado (eso es la polis). Pese a la evidencia contraria del imperio de Alejandro Magno (5), y su compromiso intelectual con éste (6), él mantiene que la polis es la única forma política en que las virtudes exigidas para el logro de una vida verdaderamente humana pueden ser auténtica y plenamente mostradas. Precisamente por ello la filosofía -entendida como amor a la sabiduría- tiene necesariamente un punto de partida político.

Cada actividad humana, por tener su origen en el ‘ser personal’ (7), apunta a algo bueno. Este bien no es algo factual (hechos) sino que remite a fines (telos). El estudio racional de las acciones de los hombres (como objeto específico de la ética como ciencia) no se queda en lo descriptivo sino apunta a algo normativo (prescriptivo). La ética aristotélica se basa en una concepción teleológica de la naturaleza humana, una metafísica anclada en una determinada biología y cosmología: también los seres humanos tenemos una naturaleza específica; y esa naturaleza es tal que todos sus propósitos y fines particulares tienden hacia un telos específico, un bien radical que tiene razón de fin; y ese bien radical por conseguir es la felicidad. Ahora bien, la felicidad aristotélica (eudaimonía) tiene como condición necesaria la virtud, aunque también depende, como su condición suficiente, de la salud, de la disposición natural (carácter), de la suerte, del ambiente educativo (cultural).

La última forma que Aristóteles dio a esas reflexiones éticas queda plasmada en la Etica a Nicómaco. Su fin o propósito no es meramente especulativo, sino –como sugiere la dedicación paterna a su hijo Nicómaco- igualmente práctico-pedagójico, situándose al menos en este sentido en la mejor tradición socrático-platónica. Sin embargo, desde la fundación en Assos, el año de la muerte de su maestro Platón, de su propia escuela-filial de la Academia (347 a.D.), a los 37 años, su edificio filosófico ya empieza a manifiestar una profunda reestructuración (De philosophia; Sobre las Ideas) que desde su segunda residencia en Atenas y la apertura del Lykeion en 335 culmina en el abandono de la ‘Teoría de las Ideas’, el núcleo duro de la filosofía platónica concentrado en el ‘Mito de la Caverna’. Su doctrina metafísica se transforma de ‘ciencia de lo metasensible’ (cf. subcapítulo de la Primera Metafísica) en ‘ciencia del ser’ en sus diversas formas y niveles (cf. Metafísica, libros 7-9). La impresionante mudanza intelectual operada desde su salida de la Academia de modo contundente se manifiesta en su doctrina sobre el alma.

La Etica a Nicómaco entroncando con De Anima participa de esta nueva postura en que queda totalmente abandonada la concepción dualista de cuerpo y alma, presente todavía en su Eudemos. La Etica ya no arraiga en la contemplación del principio divino en tanto que norma absoluta del actuar, es decir, ya no es meramente deductiva con respecto a un principio trascendente, sino que arranca inductivamente de la condición corpórea (sentidos) del hombre. Las partes irracionales del alma se integran en el proceso de la perfección moral en cuanto se subordinan al imperio de la inteligencia. El fin inalterado, con respecto a Platón, sigue siendo el dominio de lo intelectual sobre lo sensible y la pre-eminencia de la actividad especulativa y moral, entendidas ambas actividades como práxis, portadoras en sí de su fin propio, sobre cualquier utilitarismo.

Lo mismo que en la psicología y la ética, el cambio de su rumbo filosófico desde 335 repercute igualmente en las partes posteriores de la Política (libro I, iv-vi), como manifiesta la mención del asesinato de Felipe de Macedonia, acaecido en 336. En lugar del intento platónico de construir especulativmente una comunidad política ideal se sitúa también en la doctrina política el método epistemológico biológico-empírico, que en primera instancia intenta localizar el lugar histórico de la constitución política de Atenas dentro del vasto reino de formaciones de comunidades políticas, que deberían constituir la culminación –como dice al final de la Etica a Nicómaco (X 10 p.1181 b15)- de su ‘filosofía sobre las cosas humanas’. La comunidad política es una creación de la naturaleza humana, puesto que el hombre es por naturaleza un zoón politikón. Y dado que cada producto de la naturaleza ha de juzgarse por su grado de perfección y que las partes sólo alcanzan su significación individual dentro de un todo que los integra, constituye la formación de la comunidad política no sólo la actividad más alta de la que es capaz el hombre sino que, por lo mismo de la anterioridad –no temporal sino ontológica- del acto sobre la potencia, también “la polis es anterior al individuo”. Sin embargo, pese a que la comunidad política es algo necesario por la naturaleza del hombre, ese todo que es la polis no es una agregación biológica –como las abejas- porque el hombre es un ser racional, y por tanto al actuar no ejecuta meramente una perfección recibida sino que el fin de todo su actuar es el logro de su propia perfección.

Sigue sosteniendo, por tanto, en plena consonancia con la doctrina platónica, que el bien, sin ser un fin necesario, es el fin propio y más alto del hombre, de modo que la comunidad política tiene que estar constituida y organizada de tal manera que el hombre pueda realizar dicho fin, conforme a su convicción de que “la constitución es en cierta manera la fuente de vida de la polis”(cf. Pol. IV, 9 p.1295 a 40). La Política de Aristóteles aspira a un balance armonioso de la polis ideal platónica y las teorías sobre la polis de los sofistas. Aristóteles rompio decidamente con la pretensión sofista de que exista una oposición fundamental entre physis y nomos al mostrar que la formación de comunidades políticas descansa en la propia naturaleza del hombre.

A partir de este rápido trazado de grandes rasgos de su filosofía, el estudioso atento de Aristóteles puede observar cómo éste se impone a sí mismo la tarea de dar una descripción del bien que sea a la vez local y particular (características de la polis) y, no obstante, también cósmica y universal. Esta tensión está presente en su Etica. A partir del planteamiento platónico-aristotélico la cuestión de la felicidad, su contenido y su alcanze, ha quedado radicalmente abierta.

El ejercicio de las virtudes no es un medio, entre otros, para el fin (el bien) del hombre. Lo que constituye su bien es la vida humana completa vivida al óptimo, y la adquisición y el ejercicio de las virtudes (como perfecciones del las potencias espirituales: intelecto y voluntad, es decir, como fortalecimiento de la capacidad humana de poseer el bien) es parte necesaria y central de tal vida, no un mero ejercicio preparatorio para asegurársela. No se puede caracterizar adecuadamente el bien del hombre sin referencia a las virtudes. Decir que podrían existir algunos medios de lograr el fin del hombre sin el ejercicio de las virtudes carece de sentido. El resultado inmediato del ejercicio de la virtud es una elección cuya consecuencia es la acción buena. «Es la rectitud del fin de la elección intencionada de lo que la virtud es causa» escribió Aristóteles en la Etica a Eudemo (1228a1).

Si bien la capacidad para el logro del bien no se limita a la posesión (activa) de las virtudes, un hombre con poca o nula virtud carecería de cualquier medio de poner orden en las propias emociones y deseos (pasiones, inclinaciones, tendencias del alma), para decidir racionalmente qué cultivar y alentar, qué inhibir y vencer. Las virtudes son disposiciones no sólo para actuar de determinadas maneras, sino para sentir de determinadas maneras. Actuar virtuosamente no es, como Kant (a raíz de la concepción luterana de naturaleza caída) pensaba más tarde, actuar contra la inclinación; es actuar desde una inclinación formada por el cultivo de las virtudes. La educación moral es una educación de los sentimientos, afectos, emociones. El agente moral educado hace lo virtuoso porque es virtuoso. Hacer lo bueno es propio del virtuoso; el que no lo sea, si bien realiza aparentemente lo bueno, sólo ejercita simulacros de virtud al desplegar determinadas cualidades aparentemente buenas. El ejercicio de las virtudes exige la capacidad de juzgar y hacer lo correcto, en el lugar, momento y forma correctos. El ejercicio de tal juicio no es una aplicación rutinaria de normas.

Pese a que su doctrina desconoce propiamente dicho el imperativo moral, es parte condicionante de la ética aristotélica que ciertos tipos de acción están prohibidos u ordenados absolutamente, sin considerar circunstancias ni consecuencias (EN 2:6). En esto apunta a un elemento clave del orden moral, político y social que las religiones del ‘decálogo’ desarrollan en profundidad, por muy distinto que sea el sentido y el alcanze de dicho tabla de ‘leyes’ en el judaismo, cristianismo o islam.

La opinión de Aristóteles es teleológica, no consecuencialista. Sin embargo, lo que dice acerca de la ley (proposición racional de principios normativos de conducta) es muy breve, aunque insista en que hay normas de justicia naturales y universales, además de las convencionales y locales. Estas consideraciones cobran mayor envergadura en la filosofía del derecho de la escuela estoica (Seneca, Cicerón, etc) y se articulan plenamente en la concepción cristiana de la ley natural -como parte integrante de la ley eterna (divina providencia)- que radica en la verdad revelada sobre el hombre: creado a imagen y semejanza de Dios y necesitado de redención.

Frente a la interpretación sofista (Cálicles: en Gorgias: 482c-522e) de la ley natural como ley del más fuerte (adaptada del reino animal y la conducta factual de los grandes lideres políticos), es decir, como lo opuesto a las leyes humanas sobre la justicia, Aristóteles, muy en la línea de su maestro Platón, intenta dilucidar la relación entre virtudes y leyes humanas (derecho) como refutación de la contraposición sofista entre naturaleza y ley. Tanto las leyes de la polis como las virtudes tienen como su fundamento una cierta filosofía del hombre. Puesto que esta filosofía indica un bien o fin específico, en términos de eudaimonía, las leyes de la polis han de apoyar y encauzar adecuadamente esta concepción ético-teleológica en la política: las leyes tienen que explicitar positivamente y defender eficazmente los contenidos éticos de la virtud de la justicia como virtud del orden. La justicia como virtud significa orden de las pasiones y acciones tanto en el plano individual como el social. Las leyes tienen que reflejar este propósito en el ordenamiento de la polis.

Elucidar la relación entre virtudes y leyes es considerar qué implicaría, en cualquier época, fundar una comunidad para alcanzar un proyecto común y originar algún bien reconocido como bien compartido por todos cuantos se empeñan en el proyecto. He aquí el bien común como bien propio de la relación política. El derecho tiene que servir a este propósito y, por ello, la percepción aristotélica de la necesidad de armonía entre lo justo como ley (derecho) y lo justo como virtud (ética) como núcleo de la actividad política: el saber aplicar la ley sólo es posible para quien posee la virtud de la justicia.

Si bien el pensamiento ético –y con estas palabras de la Etica de L. Polo (8)terminan estas consideraciones- no siempre tiene en cuenta todas las dimensiones (fin, bien, intención, consecuencia) de la acción humana, esos factores entrarían coherentemente en relación con el planteamiento de la ética si se hiciera una averiguación de aquellos que no se han tenido en cuenta. Sin el recurso a la tradición aristotélica esto es imposible. No es –según Polo- que la ética lo considere todo, que sea una antropología completa. Pero su planteamiento es coherente con una antropología completa porque, aunque sea de modo indirecto, tiene en cuenta los factores radicales; entre otras cosas, la libertad, que acaso es la dimensión más característica del ser humano. Sin la libertad humana la ética sería imposible o se formularía mal. Y he ahí una limitación esencial de la concepción de la ética en Aristóteles, consecuencia directa de la ausencia del imperativo moral (deber) connatural a las doctrinas éticas que arraigan en el decálogo judeo-cristiano.

Dr. Andreas Böhmler

Notas

1 Alsdair MacIntyre: After virtue: a study in moral theory, University of Notre Dame Press, 2ª ed., 1984 (vers. esp.: Tras la virtud, Crítica, Madrid, 1987)

2 Cf. Robert Spaemann, 'Über den Begriff einer Natur des Menschen', en: Das Natürliche und das Vernünftige. Aufsätze zur Anthropologie, Piper, München, 1987, pp.13-39, y 'Das Natürliche und das Vernünftige', en: idem, pp. 109-35.

3 "El nominalista -expone Polo- opone al idealista que su criterio de significado presupone un lenguaje.. (que) no es el único y (que) no se puede unificar con los otros lenguajes. .. El argumento nominalista alega particularidad irreductible.. El argumento puede ser refutado si existe un criterio de coherencia total. Eso se llama panlogismo. Existe una única lógica.. (que) es un todo. La verdad es el todo (Hegel): todo lo racional es real y todo lo real es racional. .. El criterio de verdad es un criterio de coherencia total. .. Según este criterio, la verdad es el primer trascendental. En cambio, el criterio de no-verdad nominalista es el criterio de géneros irreductibles (29). .. Aunque parezca lo contrario, el nominalismo, si bien tiende a una filosofía de la finitud, se encuentra con un problema.. inevitable, porque el primer trascendental no puede estar en la voluntad (33). .. Según el realismo (aristotélico-tomista), sin embargo, la verdad se fundamenta en el ser. Verum in esse fundatur (39)" (Claves del nominalismo y del idealismo en la filosofía contemporánea, Cuadernos de Anuario Filosófico, Serie Universitaria 5, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra). Por lo tanto, cuando se niega el nomos universal de la physis (ley natural), desaparece del horizonte la cuestión de verdad, e impera la ley del pragmatismo, el culto de realizar todo lo posible, que siempre es pluralidad irreductible. La tesis dura de la incomensurabilidad de los lenguajes (religiosos, morales, culturales), defendida también por autores como J.Choza o J.Vicente (cf. La filosofía del hombre, ICF Rialp, Madrid, 1993), no es más que la reincidencia posmoderna a la tesis dura del nominalismo, y su aplicación a la filosofía del hombre y la filosofía de la cultura

4 "Aquello que es posterior según su generación, es anterior según su esencia y perfección" (Pol.I2, 1253a19).

5 Wilhelm Nestle considera incluso algo sorprendente el hecho de que Aristóteles -como educador de Alejandro Magno- no haya mostrado más comprensión por los logros políticos de este gran monarca, en la medida en que, confrontado con la evidencia de un imperio de escala prácticamente universal, su Política hubiese quedado firmemente anclado en en la ciudad-estado griega (Introducción a Aristoteles, Hauptwerke, xvii, 8ªed., Kröner, Stuttgart, 1977).

6 Es interesante a este respecto su afirmación de la superioridad -incluso militar- de la cultura griega, en el caso de que un hombre noble y fuerte sepa unir políticamente a la siempre dividida Magna Grecia (cf. Pol. VII 7 p. 1327b; III 13 p. 1284ª).

7 Indudablemente, la concepción de persona, de contenido fundamentalmente cristiana, aún en sus versiones secularizadas de individuo portador de derechos (cf. José Zafra: La torre de Babel de los derechos del hombre) rebasa el perímetro de la concepción aristotélica del animal racional y político. L. Polo define la persona como ser 'además' (cf. Antropología Trascendental, tomo I, Eunsa, Pamplona, 1999). Recogiendo la clasificación por A. Millán-Puelles de la libertad humana en libertad trascendental, libre albedrío y libertad moral (cf. Economía y Libertad, Confed. Esp. de Cajas de Ahorro, Madrid, 1974 ), queda argumentada por qué esta dotación trascendental de radical apertura del ser humano sólo tiene sentido por su carácter de 'además', es decir, por su carácter de 'dependencia en el Origen'.

8 Polo, Leonardo: Etica: hacia una versión moderna de los temas clásicos, Unión Editorial, 2ªed., Madrid, 1997.



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