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Editorial Indice de Revistas La bendición de Kim Basinger

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Motores sociales. Dinero para todo.

En nuestro tiempo muchos hombres de sensibilidad creen en la verdad. Muchos creen en Dios. Otros creen en la libertad y no pocos en la vida perdurable. Pero todos, con alegría o con disgusto, a favor o en contra, indignados o alegres por ello, creen en el dinero como elemento esencial para vivir

Que la sociedad cambia equivale a afirmar que algo la hace cambiar. La aniquilación de Cartago y la ocupación de Grecia hicieron cambiar a Roma. El triunfo de los valores cristianos cambió el mundo antiguo hasta el punto de cambiar de época: la Edad Media. El descubrimiento de América cambió la monarquía española y, también, la historia de la humanidad.

Acontecimientos precisos han sido clarísimos motores del cambio de la humanidad; cambio progresivo, como la Reforma(*), o regresivo, como la Revolución Rusa. ¿Qué acontecimiento o conjunto de ellos ha modificado nuestro mundo? Todavía muchos señalan a la Revolución Francesa. La Americana y la Francesa supusieron, efectivamente, un cambio formidable en la moral y en la justificación de las sociedades: La proclamación de los tópicos "Libertad para el Pueblo"; "el Estado al servicio de todos y abierto a todos, accesible a las mayorías de cada momento". "La igualdad de los hombres en derechos, en deberes y frente a la ley".

Tales revoluciones, en la práctica, supusieron además otra cosa: la sustitución de las clases dirigentes. La aristocracia suplantada por la burguesía; el terrateniente pospuesto por el patrono de la primera revolución industrial; el Rey hereditario cambiado por un rey electivo y a plazo fijo: el Presidente.

Estos cambios importantes sucedieron en una sociedad con poca prensa y menos libros; en una sociedad mayoritariamente analfabeta, que viajaba en carro, en diligencia y en veleros y, más adelante, en locomotoras y extraños barcos de vapor. Una sociedad todavía agrícola que inventa la figura del proletario, que inicia el trasvase de los desheredados del campo a la ciudad, que convierte al siervo y al colono en obrero sin cualificar y que, luego, lo explota como no se había explotado al hombre desde los tiempos de la esclavitud romana o por los sátrapas orientales.

La aparición de los socialismos, libertarios o marxistas, es un fenómeno lógico, impuesto, precisamente, por la aparición de una nueva clase de señores que traen con ellos una nueva clase de explotación. Los daguerrotipos el siglo pasado que nos muestran a los niños mineros ingleses y a las mujeres obreras francesas; las novelas de Dickens, que reflejan ese agusanado mundo de miserias, demuestran la necesidad que tuvieron los hombres de entonces de reaccionar frente a tales formidables injusticias.

Todo eso, por fortuna, pasó. Curiosamente, las naciones que más practicaron esta odiosa explotación -jamás tan inhumana en España- pasaron a convertirse en Estados poderosos por una elemental razón: el dinero necesario para una vida digna, al escatimárseles a los proletarios, pudo ser capitalizado por los patronos y reincorporado al proceso productivo. La miseria de aquellos hombres generó capitales que permitieron un mayor desarrollo industrial. A costa de los desheredados, por supuesto, pero no por ello menos capaz de financiar empresas cada vez más poderosas.

Así pues, antes de la Revolución Francesa la principal fuente de riqueza y de poder estaba en la tierra, y los poderosos eran los terratenientes: la aristocracia. Después de la revolución la principal fuente de riqueza se traslada a la industria: los poderosos son, como señalaron los socialismos de entonces los propietarios de los medios de producción, los patronos, la burguesía que, en algunos casos, compra títulos nobiliarios para adornarse con plumas ajenas.

Pero este constante aumento del capital disponible, a costa del trabajo mal pagado, trae forzosamente el desarrollo espectacular de la banca: el clásico sector de servicios. La banca, ya con formidables capitales, puede entonces convertirse en un superpatrón anónimo hasta el punto de que, en nuestros días, la mayor parte de las grandes empresas pertenecen a un banco. De nuevo la fuente de riqueza y de poder cambia de lugar. Si antes estuvo en la agricultura y, luego, en la industria, ahora está en el dinero: producir dinero, o crédito, es hoy el mejor negocio.

¿Está, pues, en el dinero, el motor social de nuestros días? ¿Es el dinero el que organiza y dirige nuestros cambios sociales con el presumible objetivo de ganar aún más dinero? ¿Qué acontecimientos son los que marcan la frontera entre el poder como consecuencia de la industria y el poder como consecuencia del capital que ella ayudó a formar?

Los acontecimientos son demasiado recientes para poder señalar una fecha exacta a partir de la cual el mundo vuelve a cambiar de signo: entre la Primera Guerra Mundial, donde coinciden la Revolución Rusa y la primera intervención extraeuropea de Estados Unidos, y la Segunda, a cuyo fin, el capital internacional compra materialmente la media Europa no entregada a Stalin. Este último acontecimiento coincide con el uso de la energía atómica: el mundo abierto por la Revolución Francesa había dejado de existir de hecho con un gran petardazo. De derecho, en cambio, pervive, convertido,eso sí, en una triste y estéril caricatura ideológica

Gracias a la explotación proletaria del siglo pasado, cruel e ignominiosa, y, más aún, al abandono del Patrón Oro, nunca ha existido en el mundo tanto dinero como ahora. Dinero en muchos casos ficticio, dinero como crédito más que como realidad, pero bien fundamental sobre el que se asienta el tinglado político e internacional actual.

Aunque usemos la misma palabra para designarlo, conviene advertir que el dinero de hoy no significa lo mismo que el dinero de hace cien años, ni mucho menos que el de hace mil. El dinero como bien escaso de general aceptación, según su vieja definición, se ha convertido en un producto de consumo más: No sólo se compra y se vende, también se fabrica a sí mismo y,sobre todo, ha adquirido una definida dimensión metafísica.

Sí: metafísica, digo, y no es posible meditar sobre él sin atender a este nuevo aspecto del dinero que implica creer en él además de usarlo y, al mismo tiempo, reconocerle su absoluta trascendencia política.

Es evidente que el dinero siempre ha tenido una gran importancia. Salvo en el caso de los enfermos de avaricia, para los que era un fin en sí, el dinero tuvo un carácter instrumental: era un medio que facilitaba la consecucion de ciertos fines. Pero un medio. Poseer dinero siempre fue, por ejemplo, un medio para alcanzar poder o el Poder.

Todas las sociedades organizadas han dispuesto de dinero. Todas las que consiguieron una hegemonía o un imperio, tuvieron un delicado y bien ajustado sistema monetario lo más estable posible, lo que aseguraba también la estabilidad de la sociedad. Pero el dinero, bien de general aceptación, no fue nunca artículo de fe. En otras palabras: todas las sociedades usaron el dinero, pero muy pocas creyeron en él como valor absoluto.

Podría incluso sistematizarse la historia de la humanidad a partir de su Fe Absoluta predominante. El Egipto faraónico,por ejemplo, cree sobre todas las cosas en la vida tras la muerte y en torno a esta fe organiza su vida, su sociedad y hasta su más notable arquitectura. La Grecia de Pericles cree, sin duda alguna, en la verdad, una verdad materialista que lleva a Leucipo a imaginar el átomo, o una verdad metafísica, platónica, la idea explicada en el Mito de la Caverna.

Roma, más amplia y compleja, parece creer en el hombre y, casi desde Rómulo, en una misión universal que sirve con un despiadado espíritu práctico. La Edad Media, el más acabado ejemplo, cree en Dios. Dios para los medievales, incluso para los más heréticos de ellos, es la verdad indiscutible. Podríamos continuar asignando al renacimiento la figura del hombre como creador, del hombre activo cuya misión es la de completar la creación de Dios. Y a la época de la Revolución Francesa le correspondería la idea predominante de la libertad unida a la igualdad de los hombres: se cree ciertamente en ello. El Romanticismo equivale a la sublimación y exageración de esa libertad, mucho más individualista.

Lo que parece cierto es que cada época ha tenido su propia jerarquía de valores y que su primer lugar ha sido ocupado por uno u otro concepto en el que se ha creído firmemente. Este concepto rector, indiscutible incluso para quienes lo combatían, ha generado en cada época una organización social, una política, unas guerras y una filosofía.

En nuestro tiempo muchos hombres de sensibilidad creen en la verdad. Muchos creen en Dios. Otros creen en la libertad y no pocos en la vida perdurable. Pero todos, con alegría o con disgusto, a favor o en contra, indignados o alegres por ello, creen en el dinero como elemento esencial para vivir. Todos, los religiosos y los ateos, los verdaderos y los falsarios, saben que el dinero es necesario tanto para la salud como para acceder a la cultura. Y todos, con más o menos empeño, intentan ganarlo. También lo intentaban nuestros antepasados, pero, desde luego, mucho menos seguros de su valor universal.

El dinero está convirtiéndose, aceleradamente entre los más jóvenes, en el número uno de su jerarquía de valores. Si para un escolástico o para un místico la posesión de Dios era la felicidad suprema, cada día hay más personas entre nosotros que creen que la felicidad suprema o el supremo objetivo es la posesión del dinero, y no sólo por lo que con él se puede comprar, sino porque es el bien más elevado, el de más categoría.

En esta época que hemos empezado hace tan poco, la gente tiende a creer en el Dinero del mismo modo que el medieval creía en Dios o el griego clásico en la sabiduría: no se concibe un mundo sin dinero como no se concebía un mundo sin Dios: imposible.

En función del dinero se escoge profesión o se sirve a una ideología. Ciertamente es el dinero el que hoy mantiene el mundo en marcha, la sangre de nuestras sociedades occidentales, hasta el punto que un gran desplome de la Bolsa supondría el fin de nuestra actual civilización

El dinero ya no es un convenio, una base para el intercambio de bienes. Es algo en sí, y hasta una idea. Las cosas son buenas o malas en función de su valor en dinero: un coche de tres millones o de medio. Esta asignación de precio describe mejor el objeto que la descripción de su forma y color. El profesional es tanto mejor cuanto más dinero gana. El arte es o no es según su cotización en el mercado.

Una sociedad que ha alcanzado un grado de intercambio económico tal que el nuestro, nunca visto hasta ahora en la historia de la humanidad, forzosamente debía generar esta nueva concepción del dinero. Concepción que todavía choca con las valoraciones morales, sean cristianas o difusamente humanistas.

Pero no por ello es menos real. No por ello es menos cierto que hoy existe y circula más dinero del que ha habido jamás sobre el planeta. No por ello el dinero, sus sacerdotes bancarios, deja de ser la principal y casi exclusiva fuente de poder.

De poder y de dominio. Si antaño el dinero armaba a los ejércitos, hoy es él mismo un ejército: modela la política, cambia los estados, dicta las leyes, domina y canaliza la información, dirige el rumbo de la ciencia, convence a los ciudadanos y, en el proceso, sigue produciendo nuevo dinero.

Dichosos los que creen que la peor amenaza que padece la humanidad es la bomba de hidrógeno: la acumulación de una ingente cantidad de dinero es más peligrosa, explosiva y aniquiladora.

A. Robsy.

(*) No confundir la Reforma con la Herejía Luterana. La reforma católica, iniciada en España por personajes como Cisneros, y que culmina en Trento es la auténtica reforma, que elimina las desviaciones, y que es opuesta a la ruptura protestante.

 



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