Portada revista 43

Portada revista 43 Indice de Revistas La "Leyenda Negra" antiespañola

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

La libertad y la convivencia social.

Sobre los diferentes tipos de libertad, su uso responsable, y la relación de esta con la propiedad, la sociedad, los medios de comunicación, etc..

La idea de la libertad es uno de los valores más cotizados por la sociedad actual; pero es una palabra que, dependiendo quien la usa, parece significar cosas diferentes e, incluso, contradictorias. La fe cristiana proporciona a los hombres los criterios básicos para que desarrollen la libertad en la que fueron creados por Dios, pues la verdadera libertad es signo eminente de que el hombre es imagen de Dios (cfr. Gaudium et Spes, n. 17).

León XXIII dice que:

«la libertad es el bien más noble de la naturaleza, propio únicamente de los seres inteligentes o racionales, y otorga al hombre la dignidad de estar en manos de su propio consejo y de tener la potestad de sus acciones» (Libertas Praestantissimum, DS 3245, CE 6311, DP-11 225/Ell).

Concepto y clases de libertad

El Magisterio de la Iglesia considera tres facetas o especies de libertad: natural, moral y social, de las cuales la primera es la fuente y el principio de las otras dos.

a) Libertad natural

«La libertad natural está solamente en los seres que tienen inteligencia o razón; y es esta libertad la que hace al hombre responsable de todos sus actos. No podía ser de otro modo. Porque, mientras los animales obedecen solamente a sus sentidos, y, bajo el impulso exclusivo de la naturaleza, buscan lo que les es útil y huyen de lo que les es perjudicial, el hombre tiene a la razón como guía en todas y en cada una de las acciones de su vida. Pero la razón, a la vista de los bienes de este mundo, juzga de todos y de cada uno de ellos que lo mismo pueden existir que no existir; y, concluyendo, por esto mismo, que ninguno de los referidos bienes es absolutamente necesario, la razón da a la voluntad el poder de elegir lo que ésta quiera. Ahora bien, el hombre puede juzgar de la contingencia de estos bienes que hemos citado, porque tiene un alma de naturaleza simple, espiritual, capaz de pensar; un alma que, por su propia entidad, no proviene de las cosas corporales ni depende de éstas en su conservación, sino que, creada inmediatamente por Dios y muy superior a la común condición de los cuerpos, tiene un modo propio de vida y un modo no menos propio de obrar; esto es lo que explica que el hombre, con el conocimiento intelectual de las inmutables y necesarias esencias del bien y de la verdad, descubra con certeza que estos bienes particulares no son en modo alguno bienes necesarios» (León XIII, Libertas Praestantissimum, CE 64/4, DP-11 2271(3]).

Libertad moral

«La libertad es, por tanto, patrimonio exclusivo de los seres dotados de inteligencia o razón. Considerada en su misma naturaleza, esta libertad no es otra cosa que la facultad de elegir entre los medios que son aptos para alcanzar un fin determinado, en el sentido de que el que tiene facultad de elegir una cosa entre muchas es dueño de sus propias acciones. Ahora bien: como todo lo que uno elige como medio para obtener otra cosa pertenece al género del denominado bien útil, y el bien, por su propia naturaleza, tiene la facultad de mover la voluntad, por esto se concluye que la libertad es propia de la voluntad, o, más exactamente, es la voluntad misma, en cuanto que ésta, al obrar, posee la facultad de elegir. Pero el movimiento de la voluntad es imposible si el conocimiento intelectual no la precede iluminándola como una antorcha; o sea, que el bien deseado por la voluntad es necesariamente bien en cuanto conocido previamente por la razón. Tanto más cuanto que en todas las voliciones humanas la elección es posterior al juicio sobre la verdad de los bienes propuestos y sobre el orden de preferencia que debe observarse en éstos. Pero el juicio es, sin duda alguna, acto de la razón, no de la voluntad. Si la libertad, por tanto, reside en la voluntad, que es por su misma naturaleza un apetito obediente a la razón, síguese que la libertad, lo mismo que la voluntad, tiene por objeto un bien conforme a la razón »

Y añade, citando a Santo Tomás:

«Todo ser es lo que le conviene ser por su propia naturaleza. Por consiguiente, cuando es movido por un agente exterior, no obra por su propia naturaleza, sino por un impulso ajeno, lo cual es propio de un esclavo. Ahora bien, el hombre, por su propia naturaleza, es un ser racional. Por tanto, cuando obra según la razón, actúa en virtud de un impulso propio y de acuerdo con su naturaleza, en lo cual consiste precisamente la libertad» (In loanneni, 8, lect. 4, n. 3)» (Libertas Praestantissimum) CE 64s/6 y 7, DP-11

Esta libertad moral la consigue el hombre por su incorporación a Cristo, pues

«quien renace o resucita en Cristo no se siente coaccionado jamás por presión exterior alguna; todo lo contrario, al sentir que ha logrado la libertad personal, se encamina hacia Dios con el ímpetu de su libertad, y, de esta manera, se consolida y ennoblece cuanto en él hay de auténtico bien moral» (Juan XXIII, Mater et Magistra, 180, CE 2262, DP-111 1219, OGM 178).

Desde otra perspectiva, Pablo VI habla de la importancia de la libertad interior o moral para conseguir la libertad exterior, el dominio perfecto sobre la necesidad y el poder ajeno:

«esta liberación comienza por la libertad interior, que los hombres deben recuperar de cara a sus bienes y a sus poderes. No llegarán a ella si no es por medio de un amor que trascienda al hombre y, en consecuencia, cultive en ellos el hábito de servicio» (Octogesima Adveniens, n. 45, OGM 520).

En definitiva, es el amor a Dios el que origina la libertad moral, que hace que el hombre domine los bienes que posee y los poderes de que está investido. Por eso, la libertad moral es necesaria para que el hombre pueda alcanzar la libertad social.

Libertad social

De ahí que, al hacer referencia a la libertad moral social, diga León XIII:

«Hay que poner en la ley eterna de Dios la norma reguladora de la libertad no sólo de los hombres individuales, sino también de la comunidad civil. Por consiguiente, en la comunidad política, la verdadera libertad no consiste en hacer el capricho personal de cada uno; esto provocaría una extrema confusión y una perturbación, que acabarían destruyendo a la propia comunidad política; sino que consiste en que, por medio de las leyes civiles, pueda cada cual vivir fácilmente según los preceptos de la ley eterna. Y, para los que detentan los poderes públicos, la libertad no está en que manden al azar y a su capricho, proceder criminal que implicaría grandes daños a la comunidad política, sino que la eficacia de las leyes humanas consiste en su reconocida derivación de la ley eterna y en la sanción exclusiva de todo lo que está contenido en esta ley eterna, como en la fuente radical de todo derecho» (Libertas Praestantissimum, DS 3249, CE 67111, DP-11 234/[71).

A algunos pueden resultarles extrañas estas consideraciones y planteamientos. La razón está, a mi juicio, en que las exigencias propias de la fe cristiana se han reducido a la intimidad de la conciencia y a un cierto campo de la conducta individual. Sin embargo, la doctrina de Cristo también mira al comportamiento social de los hombres. La fe cristiana tiene un valor universal en la vida del hombre, tanto en su aspecto individual como en su aspecto social; es lo que se viene llamando la proyección social de la fe, que aviva los deberes sociales de los cristianos y les lleva al cultivo personal de esas exigencias, entre las que hay que contar la libertad social, en cuanto que es una derivación de la libertad moral personal. Si no se lleva el dinamismo y la fuerza expansiva de la fe a sus últimas consecuencias -una de las cuales es la dimensión social de la existencia cristiana-, la fe languidece y pierde su profundo sentido. De ahí que diga León XIII que,

«es absolutamente necesario que el hombre quede todo entero bajo la dependencia efectiva y constante de Dios. Por consiguiente, es totalmente inconcebible una libertad humana que no esté sumisa a Dios y sujeta a su voluntad. Negar a Dios este dominio supremo o negarse a aceptarlo no es libertad, sino abuso de la libertad y rebelión contra Dios» (Ibid, CE 77/44, DP-11 2551[241).

Estas mismas ideas las expresa el Vaticano II desde una perspectiva personalista cuando enseña que los fieles

«deben guiarse en todas las cosas temporales por la conciencia cristiana, por cuanto ninguna actividad humana, ni siquiera en las cosas temporales, pueden sustraerse al imperio de Dios» (Lumen Gentium, n. 36; cfr. también León XIII, Annum Ingressi, DP-11 364/[241; Id, Inmortale De¡, CE 59/48-49, DP-11 2111[191).

Uso responsable de la libertad

Por tratarse de un valor moral con repercusiones temporales y eternas, el ejercicio de la libertad debe ir unido al sentido de responsabilidad, tanto en los ciudadanos como en los gobernantes. Precisamente porque

«las personas y los grupos sociales están sedientos de una vida plena y de una vida libre, digna del hombre» (Gaudium et Spes, n. g),

todos deben tener muy presentes las consecuencias de sus decisiones para manifestarse con la responsable libertad que es propia del cristiano, pues éste se siente llamado por Dios y urgido por las condiciones actuales a

«crear un orden de cosas en el que los hombres se sientan libres» (Pablo VI, dise 29-1X-1963).

El uso responsable de la libertad se traduce en una serie de exigencias para los ciudadanos:

«En el uso de todas las libertades hay que observar el principio moral de la responsabilidad personal y social. Todos los hombres y grupos sociales, en el ejercicio de sus derechos, están obligados por la ley moral a tener en cuenta los derechos ajenos y sus deberes para con los demás y para el bien común de todos. Hay que obrar con todos conforme a la justicia y al respeto debido al hombre» (Dignitatis Humanae, n. 7).

El ejercicio de la libertad se fortalece mediante la virtud de la obediencia (cfr. Lumen Gentium, n. 43) y cuando

«el hombre acepta las inevitables obligaciones de la vida social, toma sobre sí las multiformes exigencias de la convivencia humana y se obliga al servicio de la comunidad en la que vive» (Gaudium et Spes, n. 31).

Este sentido de responsabilidad cobra una importancia especial en nuestros días, porque

«los hombres de nuestro tiempo están sometidos a toda clase de presiones y corren el peligro de verse privados de su libertad personal de elección. Por otra parte, son muchos los que se muestran propensos a rechazar toda sujeción so pretexto de libertad y a menospreciar la debida obediencia.

Por lo cual, este Concilio Vaticano exhorta a todos, pero principalmente a aquellos que cuidan de la educación de otros, a que se esmeren en formar hombres que, acatando el orden moral, obedezcan a la autoridad legítima y sean amantes de la genuina libertad; hombres que juzguen las cosas con criterio propio a la luz de la verdad, que ordenen sus actividades con sentido de responsabilidad y que se esfuercen por secundar todo lo verdadero y lo justo, aso¿iando de buena gana su acción a la de los demás.»

De aquí deduce este documento que una de las libertades, la libertad religiosa,

«debe servir y ordenarse a que los hombres actúen con mayor responsabilidad en el cumplimiento de sus propios deberes en la vida social» (Dignitatis Humanae, n. S).

El sentido de responsabilidad obliga también a los gobernantes para que respeten y fomenten la libertad social y política, frecuentemente lesionada. Dadas las circunstancias complejas de nuestra época,

«los poderes públicos se ven obligados a intervenir con más frecuencia en materia social, económica y cultural para crear condiciones más favorables, que ayuden con mayor eficacia a los ciudadanos y a los grupos en la búsqueda libre del bien completo del hombre. Según las diversas regiones y la evolución de los pueblos, pueden entenderse de diverso modo las relaciones entre la socialización (cfr. Juan XXIII, Mater et Magistra, 59-67) y la autonomía y el desarrollo de la persona. Esto no obstante, allí donde por razones de bien común se restrinja temporalmente el ejercicio de los derechos, restablézcase la libertad cuanto antes, una vez que hayan cambiado las circunstancias. De todos modos, es inhumano que la autoridad pública caiga en formas totalitarias o en formas dictatoriales que lesionen los derechos de la persona o de los grupos sociales» (Gaudium et Spes, n. 75).

Ya Juan XXIII denunció este abuso de poder al hacer referencia a la situación de los exiliados políticos:

«Tan triste situación demuestra que los gobernantes de ciertas naciones restringen excesivamente los límites de la justa libertad, dentro de los cuales es lícito a los ciudadanos vivir con decoro una vida humana. Más aún: en tales naciones, a veces, hasta el derecho mismo a la libertad se somete a discusión e, incluso, queda total- mente suprimido. Cuando esto sucede, todo el recto orden de la sociedad civil se subvierte, porque la autoridad pública está destinada, por su propia naturaleza, a asegurar el bien de la comunidad, cuyo deber principal es reconocer el ámbito justo de la libertad y salvaguardar santamente sus derechos» (Pacem in Terris, 104, CE 2553, OGM 239).

Libertad y propiedad privada

La libertad social que proclama la doctrina de la Iglesia, y que es propia de la condición humana, no es etérea e impalpable, sino realista y tangible. Y como el hombre no puede aspirar a ser verdaderamente libre si no es autónomo económicamente, el Magisterio considera la propiedad privada o un cierto dominio sobre los bienes externos, así como la competencia profesional, como una extensión de la libertad: como la base imprescindible que da al hombre la necesaria seguridad para desenvolverse como ser libre en el concierto humano (cfr. Gaudium et Spes, n. 71).

No pueden los hombres alcanzar una libertad responsable

«si no se les facilitan condiciones de vida que les permitan tener conciencia de su propia dignidad y respondan a su vocación, entregándose a Dios y a los demás. La libertad humana con frecuencia se debilita cuando el hombre cae en extrema necesidad, de la misma manera que se envilece cuando el hombre, satisfecho por una vida demasiado fácil, se encierra como en una dorada soledad» (Gaudium et Spes, n. 31).

Con gran claridad expone este problema Juan XXIII cuando dice que

«en vano se reconocería al ciudadano el derecho de actuar con libertad en el campo económico, si no le fuese dada, al mismo tiempo, la facultad de elegir y emplear libremente las cosas indispensables para el ejercicio de dicho derecho. Además, la historia y la experiencia demuestran que en los regímenes políticos que no reconocen a los particulares la propiedad, incluida la de los bienes de producción, se viola o suprime totalmente el ejercicio de la libertad humana en las cosas más fundamentales, lo cual demuestra con evidencia que el ejercicio de la libertad tiene su garantía y al mismo tiempo su estímulo en el derecho de propiedad» (Mater et Magistra, 109, CE 2250, DP-111 1190, OGM 159).

«Esto es lo que explica el hecho de que ciertos movimientos políticos y sociales que quieren conciliar la libertad con la justicia, y que eran, hasta ahora, contrarios al derecho de propiedad privada de los bienes de producción, hoy, aleccionados más ampliamente por la evolución social, han rectificado algo sus propias opiniones y mantienen respecto de aquel derecho una actitud positiva» (Ibid, 1 1 0, 1. e.).

«La propiedad privada debe asegurar los derechos que la libertad concede a la persona humana y, al mismo tiempo, prestar su necesaria colaboración para restablecer el recto orden de la sociedad» (Ibid, 111, 1. e.; cfr. Pío XII, rm I-IX-1944, CE 206112, DP-111 8991[283).

Libertad y socialización

Uno de los fenómenos sociales que más afectan al ejercicio de la libertad es el de la socialización, entendido como

«la progresiva multiplicación de las relaciones de convivencia, con la formación consiguiente de muchas formas de vida y de actividad asociada» (Juan XXIII, Mater et Magistra, 59, CE 2242, DP-111 1164, OGM 146).

«Este progreso de la vida social es indicio y causa, al mismo tiempo, de la creciente intervención de los poderes públicos, aun en materias que, por pertenecer a la esfera más íntima de la persona humana, son de indudable importancia y no carecen de peligros» (Ibid, 60).

De ahí que la socialización afecte directamente al campo genuino de la libertad social, pues

«con la multiplicación y el desarrollo casi diario de estas nuevas formas de asociación, sucede que, en muchos sectores de la actividad humana, se detallan cada vez más la regulación y la definición jurídicas de las diversas relaciones sociales. Consiguientemente, queda reducido el radio de acción de la libertad individual. Se utilizan, en efecto, técnicas, se siguen métodos y se crean situaciones que hacen extremadamente difícil pensar por sí mismo, con independencia de los influjos externos, obrar por iniciativa propia, asumir convenientemente las responsabilidades personales y afirmar y consolidar con plenitud la riqueza espiritual humana. ¿Habrá que deducir de esto que el continuo aumento de las relaciones sociales hará necesariamente de los hombres meros autómatas sin libertad propia? He aquí una pregunta a la que hay que dar respuesta negativa» (Ibid, 62, CE 2243, DP-111 1167, OGM 147).

Libertad y medios de comunicación

Uno de los campos donde más se nota el influjo de la socialización es el de los medios de comunicación social, pues

«con demasiada frecuencia experimentamos cómo, a través de los medios de comunicación, se niegan o se adulteran los valores fundamentales de la vida humana» (Communio et Progressio, n. 9),

de tal manera que originan seres despersonalizados, carentes de criterio y de decisiones propias, y que reaccionan maquinalmente ante los estímulos que se les ofrecen.

Sin embargo, la función propia de los medios de comunicación es la contraria. Son unos medios maravillosos (cfr. Inter Mirifica, n. l), que facilitan el progreso de la mutua comunicación entre los hombres, establecen nuevas relaciones y crean un lenguaje nuevo que permite a los hombres conocerse más exactamente y acercarse más fácilmente los unos a los otros.

«Y cuanto más libremente se comprenden y más cordialmente se vuelven (los hombres) hacia los demás, tanto más caminan hacia la justicia y la paz, la benevolencia y la mutua ayuda, el amor y, consiguientemente, hacia la comunión» (Ibid, n. 12).

Estos medios

«son válidos para la promoción y auténtica liberación de los hombres, sobre todo en las zonas de lento desarrollo. Más aún, crean y defienden una mayor igualdad entre los hombres al permitir que todos los estamentos sociales, sin distinción, disfruten de los mismos bienes morales y de las mismas diversiones» (Ibid, n. 20).

Los medios de comunicación social afectan al ejercicio de la libertad en múltiples campos de la vida social. Enumeramos los más importantes:

a) Libertad y opinión pública

«La libertad, por la que cada uno puede expresar sus sentimientos y opiniones, es necesaria para la formación recta y exacta de la opinión pública. Conviene, pues, con el Concilio Vaticano II, defender la necesidad de la libertad de expresión, tanto para los individuos como para la colectividad, dentro de los límites de la honestidad y del bien común (cfr. Gaudium et Spes, n. 59). Y puesto que se exige la colaboración de todos para el real progreso de la vida social, es necesaria también la libre confrontación de opiniones que se juzguen de algún peso para que, aceptadas unas y rechazadas o perfeccionadas otras, y conciliadas y acomodadas las demás, terminen las más sólidas y constantes por crear una norma común de acción» (Communio ét Progressio, n. 26).

La libertad de expresión permite que las diversas opiniones se comparen entre sí con criterio libre y lúcido (cfr. Ibid, n. 27).

«En cambio, una forma de persuasión que obste al bien común, que intente impedir la pública y libre opinión, que deforme la verdad o infunda prejuicios en las mentes de los hombres, difundiendo verdades a medias o discriminándolas según su fin preestablecido o pasando por alto algunas verdades importantes, daña la legítima libertad de información del pueblo, y por ello no debe admitirse en forma alguna. Y esto hay que subrayarlo tanto más cuanto que el progreso de las ciencias humanas y especialmente de la psicología y de los nuevos inventos en el campo de la comunicación social confiere un poder cada vez mayor a esta suerte de propaganda (Ibid, n. 30).

b) Derecho a la información y libertad de comunicación

«Este derecho, al ser informado adecuadamente, se relaciona con la misma libertad de comunicación. La vida social se apoya, de hecho, en el intercambio y diálogo constantes de los individuos y de los grupos entre sí. Esto es absolutamente necesario para la mutua comprensión y cooperación. Al intervenir en este contacto la voz de los instrumentos de comunicación cobra una nueva dimensión, ya que así, en la vida y progreso de la sociedad, toman parte muchas más personas» (BID, n. 44).

Este derecho a la información cobra una importancia decisiva en el desarrollo político, pues

«las sociedades 'pluralistas', que admiten la diversidad de partidos, comprenden perfectamente cuánto interesa poder difundir libre- mente noticias y opiniones, para que así los ciudadanos participen activamente en la vida social, y, así, garanticen esa libertad con leyes oportunas. La Declaración Universal de los Derechos del Hombre ha proclamado esta libertad como derecho primario, afirmando también implícitamente la necesaria libertad de los medios de comunicación social» (Ibid, n. 46).

c) Libertad y publicidad

Nadie duda de la importancia de la publicidad en cuanto a la información de los bienes y de los servicios que, ofrece, y la promoción de los productos y al desarrollo de la industria y del bien general.

«Esto es laudable con tal que quede siempre a salvo la libertad de elección por parte del comprador» (Ibid, n. 59).

«Pero si la publicidad presenta al público unos artículos per- judiciales o totalmente inútiles, si se hacen promesas falsas en los productos que se venden, si se fomentan las inclinaciones inferiores del hombre, los difusores de la publicidad causan un daño a la sociedad humana... Se daría a la familia y a la sociedad cuando se les incita a adquirir bienes de lujo, cuya adquisición puede impedir que atiendan a las necesidades realmente fundamentales... Ante todo debe evitarse la publicidad que sin recato explota los instintos sexuales buscando el lucro, o que de tal manera afecta al subconsciente que se pone en peligro la libertad misma de los compradores» (Ibid, n. 60; cfr. ibid, nn. 61-72).

Para que el hombre no pierda su libertad social debe conocer más a fondo las técnicas publicitarias, recibir una formación adecuada y, sobre todo, ejercitarse en un espíritu de austeridad personal y social con el objeto de mantener íntegra su libertad interior.

Libertad del ciudadano en la comunidad política

Si la época de León XIII y de Pío XI fue ocasión para el desarrollo de la doctrina pontificia sobre la autoridad política y el Estado, la época del Vaticano II, , inmersa en el totalitarismo liberal-relativista, está bajo el acento de la promoción de la libertad de los ciudadanos en el seno de la comunidad política, como consecuencia de dos hechos: la intervención creciente del Estado en todas las facetas de la vida (cfr. Gaudium et Spes, n. 73) y la cada día más viva conciencia de la participación del pueblo en las tareas de gobierno, con el afán de salvaguardar las libertades sociales (cfr. ibid).

Estas inquietudes se manifiestan en la doctrina del Vaticano II sobre la vida en la comunidad política.

a) Denuncia de la opresión

Lo que suprime o restringe en diversos grados la libertad de los ciudadanos en el régimen liberal es la opresión, la tiranía, el totalitarismo, la dictadura y, en fin, el abuso de poder en beneficio propio.

En su afán de garantizar la libertad, el Vaticano II reprueba

«todas las formas políticas, vigentes en ciertas regiones, que obstaculizan la libertad civil o religiosa, multiplican las víctimas de las pasiones y de los crímenes políticos y desvían el ejercicio de la autoridad en la prosecución del bien común, para ponerlo al servicio de un grupo o de los propios gobernantes» (Gaudium et Spes, n. 73; cfr. los nn. 20 y 21).

Así mismo, afirma que

«es inhumano que la autoridad política caiga en formas totalitarias o en formas dictatoriales que lesionen los derechos de la persona o de los grupos sociales» (Ibid, n. 75; cfr. León XIII, Diuturnum lilud, CE 27s/29-30, DP-11 1241[19]; Id, Immortale De¡, CE 59148- SO, DP-11 2llsl[191; Id, Libertas Praestantissimum, CE 76/39, DP-11 2521[221; Pío XI, Mit Brennender Sorge, CE 146127, DP-11 65711341; Pío XII, Summi Pontificatus, CE 191122-23, DP-11 774s/[39-401).

Por último, pide a los cristianos que

«luchen con integridad moral y con prudencia contra la injusticia y la opresión, contra la intolerancia y el absolutismo de un solo hombre o de un solo partido político; conságrense con sinceridad y rectitud, más aún, con caridad y fortaleza política, al servicio de todos» (Gaudium et Spes, n. 75).

b) Legitimidad del pluralismo político dentro de la fe

El criterio del Vaticano II con respecto a las libertades sociales de los ciudadanos se expresa con gran claridad en la declaración sobre la libertad religiosa. Enseña este documento que

«se debe observar la regla de la entera libertad en la sociedad, según la cual debe reconocerse al hombre el máximo de libertad, y no debe restringiese sino cuando sea necesario y en la medida en que lo sea» (Dignitatis Humanae, n. 7).

En otro documento pide a los obispos que acaten respetuosamente

«la justa libertad que a todos corresponde en la sociedad civil» (Lumen Gentium, n. 37),

El ejercicio de la entera libertad lleva a los católicos al legítimo pluralismo en todo lo referente al orden temporal:

«El cristiano debe reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales discrepantes y debe respetar a los ciudadanos que, aun agrupados, defienden lealmente su manera de ver» (Gaudium et Spes, n. 75).

Antes había enseñado que la propia concepción cristiana de la vida puede llevar a unos cristianos a elegir una solución determinada. Pero advierte que

«podrá suceder, como sucede frecuentemente y con todo derecho, que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones divergentes, aun al margen de la intención de ambas partes, muchos tienden fácilmente a vincular su solución con el mensaje evangélico. Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la Iglesia» (Ibid, n. 43).

Pablo VI estimó necesario insistir una vez más en la legitimidad del pluralismo político de los cristianos, seguramente porque los democratacristianos con frecuencia se alzan voces con deseos de monopolizar la acción política de los cristianos y de uniformar su pensamiento.

«En las situaciones concretas, y habida cuenta de las solidaridades que cada uno vive, es necesario reconocer una legítima variedad de opciones posibles. Una misma fe cristiana puede conducir a compromisos diferentes. La Iglesia invita a todos los cristianos a la doble tarea de animar y renovar el mundo con el espíritu cristiano, a fin de perfeccionar las estructuras y acomodarlas mejor a las verdaderas necesidades actuales. A los cristianos que a primera vista parecen oponerse, partiendo de opciones diversas, pide la Iglesia un esfuerzo de recíproca comprensión benévola de las posiciones y de los motivos de los demás: un examen leal de su com- portamiento y de su rectitud sugerirá a cada cual una actitud de caridad más profunda que, aun reconociendo las diferencias, les permitirá confiar en las posibilidades de convergencia y de uni- dad. 'Lo que une, en efecto, a los fieles es más fuerte que lo que los separa' (Gaudium et Spes, n. 92)» (Pablo VI, Octogesima Adveniens, n. SO, OGM 525; cfr. «Catequesis [Directorio General Cate- quístico]», n. 61).

c) Protección jurídica de las libertades sociales

Las ansias de libertad del hombre moderno deben estar protegidas y especificadas en el ordenamiento jurídico de las comunidades políticas. De otra suerte, tanto las personas como la propia comunidad estarán expuestas a tiranías, represalias e inseguridades. Por eso dice el concilio que

«la conciencia más viva de la dignidad humana ha hecho que en diversas regiones del mundo surja el propósito de establecer un orden jurídico-político que proteja mejor en la vida pública los derechos de la persona, como son el derecho de libre reunión, de libre asociación, de expresar las propias opiniones y de profesar privada y públicamente la religión. Porque la garantía de los derechos de la persona es condición necesaria para que los ciudadanos, como individuos o como miembros de asociaciones, puedan participar activamente en la vida y en el gobierno de la cosa pública» (Gaudium et Spes, n. 73; cfr. también Juan XXIII, Pacem in Terris, 27 y 75, CE 2539 y 2548, OGM 217 y 232; Pío XII, rm 24-XII-1942, CE 347ss, DP-11 840ss, Id, rm 24-XII-1944, CE 369ss, DP-11 872ss).

G. Lobo



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