El aborto en el ordenamiento jurídico español

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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

La ley de los débiles.

El aborto legalizado, inmenso genocidio, siendo como es la culminación del desarrollo de la ideología progresista, constituye la demostración palpable de la equivocación absoluta de los fundamentos de esa ideología basada en la debilidad moral.

No resulta posible considerar el hecho de la legalización del aborto en la sociedad occidental de hoy como un fenómeno negativo pero fortuito en una civilización, por lo demás, avanzada y justa. La mera lógica rechaza este planteamiento. Un cambio de tal envergadura en la actitud moral del hombre, que le ha hecho pasar de un rechazo del aborto como crimen indubitable a una aceptación legal y social del mismo, no se explica sino como consecuencia de un proceso de reversión ética. Y este proceso implica necesariamente la acción persistente de ideología o ideologías adversas a impulsos de un profundo instinto subvertidor.

Esta fué la esencia de la revolución del sesenta y ocho. Un instintivo acceso de rebeldía a cualquier coerción externa o interna, que fué fraguando ideologías que derribaban el orden existente. El marxismo tuvo su parte importante en estas ideas, pues su crítica al capitalismo convenía a los revolucionarios que imputaban a éste el sistema de valores que había que demoler. Pero la ideología predominante a fin de cuentas fué una suerte de nihilismo moral, o, por mejor decir, una contramoral que se extendió rapidísimamente en toda una generación y que fué bautizada con el nombre de "progresismo". Y de este progresismo antinatural han sido alimentadas las mentes de las masas de forma paulatina desde aquellos años a estos.

El instinto subvertidor procedía del odio a las reglas, a los valores, a los ideales, que siempre ejercen coerción y exigen esfuerzo. Se trató, pues, de la rebeldía de la parte más baja y blanda del hombre contra la más alta y recia. Es conveniente hacer hincapié en esto, pues en estos tiempos de humanitarismo desviado se confunde bondad con blandura. No hay tal. La bondad exige justicia y no hay justicia en el hombre blando. Esto lo estamos viendo a diario en múltiples sentencias judiciales que se distinguen por su lenidad y causan el consiguiente escándalo. Se recomienda el indulto para un padre que ha sodomizado a su hijo de cuatro años, se les concede el tercer grado rápidamente a violadores que aprovechan este permiso para delinquir nuevamente, etc. Ocurre a diario. Se trata de jueces pertenecientes a esa generación de hombres blandos, sin ideales, que confraternizan con el vicio sin reservas y que se preocupan más de la rehabilitación del criminal que de la reparación debida a la víctima.

Hablan sobre todo de derechos y nunca de deberes. Es lo típico de los hombres blandos que no resisten la disciplina. Lo típico del progresismo desviado que eclosionó en los años sesenta. Y esa generación del sesenta y ocho es la que está hoy en los puestos clave de la política, la judicatura, la educación, los medios de comunicación, las editoriales... Ha sido inevitable que haya conformado el pensamiento y la conducta de la sociedad entera del Occidente de los tiempos actuales. Y también que haya influído en las leyes con efectos demoledores.

Pues los hombres débiles, blandos, siempre causan enormes males debido a que abren las puertas a las mayores plagas. Las fuerzas del mal invaden las sociedades sin defensa, gobernadas por hombres flojos en los que ya ha hecho presa la corrupción.

Naturalmente, el hombre feble y corrupto no se reconoce como tal. Se imagina (o juega a imaginarse) que se ha desembarazado de cargas represivas de tiempos oscuros y atrasados; y que, al hacer esto, ha progresado. Su actitud y su filosofía son, a sus ojos, progresistas. Y queda satisfecho.

Ejemplos de la nefasta influencia de la debilidad, que es lo mismo que el instinto de comodidad, del no esfuerzo, pueden encontrarse fácilmente en todos los planos de la actividad humana. Si consideramos el plano de la política, todos convenimos en que la II Guerra Mundial fué un tremendo desastre para la Humanidad y nadie duda en atribuir la máxima responsabilidad a Adolf Hitler. Y apenas se quiere reconocer que los gobernantes y políticos miedosos y complacientes que trataron con él, inflaron con su actitud sus expectativas y lo impulsaron a la guerra. No le plantaron cara desde el principio, lo cual hubiese evitado el desastre. En su lugar, echaron gasolina al fuego. En estrica justicia, si se habla de respondabilidades, habría que colocar siempre junto a Hitler a Arthur Neville Chamberlain, su Pacto de Munich, y a los demás políticos occidentales. Y lo mismo se podría decir de la debilidad occidental ante la Unión Soviética y su expansión en Europa, a más de su pasividad ante sus gigantescos crímenes.

En el presente, vemos que las actitudes complacientes, contemporizadoras, pactistas, se han extendido mucho más que en tiempos pasados, debido al predominio social de la generación mencionada. Toda posición de firmeza, de no doblegarse ante exigencias injustas, es calificada de "fascista". El progresista podría definirse como la persona que tiene siempre en la punta de la lengua las palabras "fascismo" o "fascista", palabras satanizadas con gran éxito. Su mente, rebelde por debilidad y comodidad a la norma, a la regla, intuye en el fascismo la ideología exigente que demanda disciplina, esfuerzo y elevación. Por ello lo ha satanizado, aunque no ha hecho lo propio con el marxismo, ni siquiera con el nazismo, a pesar de que estos movimientos causaron un número incalculablemente mayor de víctimas que el fascismo.

En Estados Unidos, hombres que preanunciaban lo que serían los del sesenta y ocho, fueron copando puestos en la Administración desde los primeros tiempos de Roosevelt. Eran los "liberals", pieza clave para la posterior concesión de derechos legales a minorías marginadas en diversos grados. Pero lo que en un principio parecían y eran concesiones justas de derechos que habían sido negados hasta entonces sin auténtica justificación, fué descendiendo paulatinamente por la pendiente de lo arbitrario, desordenado e inmoral.

Lógicamente, el hombre no sólo tiene derechos, sino también obligaciones, y disfrutará plenamente de sus derechos si cumple plenamente con sus obligaciones. Pero esto no lo quieren ver los progresistas, para quienes el hedonismo sin trabas, es decir, sin obligaciones, es el ideal de vida. Y no querrán reconocer que este ideal de vida cómoda, sin restricción de los instintos, es el propio de los hombres débiles, inferiores.

Ese fué el espíritu de los movimientos feministas. Recurriendo a ese humanitarismo perverso que es la marca de fábrica del progresismo, alegaron en un principio que, al estar prohibido el aborto, se producían intervenciones clandestinas que ocasionaban la muerte de muchas mujeres y que era necesario regular esto, pues el aborto era un hecho que había que admitir. También era horrible dar a luz criaturas malformadas. Y ¿qué decir de los casos de violación e incesto? Este fué el primer paso. Mucho más importante fué el siguiente, que consistió en el agumento de que, aparte del peligro para la vida de la mujer en muchos embarazos, existía otro grave peligro: la posiblidad de graves transtornos psicológicos en la mujer que concebía un hijo no deseado.

En realidad, todo estaba planeado y era previsible desde el principio: se sabía que la machacona insistencia en el derecho de las mujeres a preservar de peligro primeramente su vida y, más tarde, no sólo su vida, sino su salud psicológica, habían de causar mella en una sociedad débil ya predispuesta a la concesión de derechos y poco propicia a admitir la existencia de obligaciones. En este caso, quedaba reducida a cero la obligación de la mujer a poner todos los medios para dar a luz felizmente a su hijo. En efecto, siempre se podía alegar la posibilidad de transtornos psicológicos en los partos indeseados. Se abría así la puerta al genocidio masivo de seres humanos en período de gestación. Y esta fatal y previsible consecuencia del profundo trastocamiento ético que se había efectuado en las mentes, fué saludada como un indudable avance por los progresistas, sobre todo de sexo femenino.

El resultado de la legalización del aborto en Estados Unidos en 1973 fué su extensión a casi todos los países de Occidente. En la actualidad por cada mil nacimientos en Estados Unidos se producen 387 abortos. Esto supone un millón y medio de abortos al año, calculándose en cuarenta millones los producidos desde la citada fecha. En la Unión Europea se efectúan 193 abortos por mil nacimientos.

Mención aparte merecen Rusia y los países del Este de Europa. Por referirno únicamente a Rusia, tenemos la cifra gigantesca de 1.695 abortos por cada 1.000 nacimientos. En 1997 se efectuaron dos millones trescientos mil abortos.

La situación psicológica de las feministas es de una brutalidad que asombra, pero que es la propia de las personas debilitadas moralmente. No solamente piensan que pueden hacer con "su" cuerpo lo que les venga en gana (lo cual es rotundamente falso), sino que creen que tienen el derecho de vida o muerte sobre el hijo que llevan en su seno. Oyéndolas hablar uno se ve forzado a pensar en un proceso de degeneración mental.

Y, efectivamente, ése proceso se ha dado. Mediante la constante insistencia en los derechos y la no menos constante omisión de la existencia de obligaciones, se ha conseguido forjar una sociedad deformada moralmente. Y las feministas, en esta sociedad, son el ejemplo más flagrante de esta deformación. Han sido estimuladas y estimulan a su vez arteramente, aduciendo derechos inexistentes, a pensar que se está cometiendo una gran injusticia con ellas, que siempre han sido marginadas y víctimas; y la cólera persistentee provocada por este planteamiento se traduce en desprecio y odio hacia todo lo que pueda representar un sacrificio, una molestia, un estorbo. Y un embarazo no deseado supone todo esto.

El aborto legalizado, inmenso genocidio, siendo como es la culminación del desarrollo de la ideología progresista, constituye la demostración palpable de la equivocación absoluta de los fundamentos de esa ideología basada en la debilidad moral.

Combatiendo al aborto, por tanto, no se combate únicamente contra él. Todo el edificio progresista se resentirá si se consigue revertir la situación en esta cuestión fundamental.

La contramoral ha de disolverse si se quiere iniciar una nueva era regida por los valores perennes. Y este cambio debe comenzar con la ilegalización del aborto, pues se trata de la consecuencia más grave de tal contramoral.

En el pasado la debilidad de Occidente coadyuvó a los crímenes del nazismo y del marxismo y a la guerra mundial. En la actualidad, esa misma debilidad elevada a filosofía sociológica por el progresismo ha causado ya un genocidio aún mayor que el de los dos movimientos citados y que la misma guerra.

Debemos desterrar de nuestras mentes ese humanitarismo viscoso y perverso, esa depresión, ese indiferentismo estólido, esa turbia languidez amoral, tan propia de los hombres del 68. Todo eso no es sino deseos de comodidad, o sea, debilidad, aunque queramos disfrazarlo de sabiduría de la vida y progreso. ¿Sabiduría de la vida? ¿Acaso es sabio el organismo que se deja invadir por los gérmenes que le han de destruir? Pues eso es lo que hace Occidente en la actualidad. Se dispone a morir.

La solución está en la fuerza moral. Y la fuerza moral exige reglas que cumplir, ideales que realizar, convicciones que defender. Y esto no se encuentra en el camino degradante de la contramoral hedonista.

Ignacio San Miguel.



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