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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Todas las opiniones no valen igual

Puesto que hay verdades absolutas, invariables, hay opiniones más válidas que otras, en relación a su cercanía a estas verdades.

Por desgracia, no es sólo gente de ideas inútiles o nocivas la que cree que todas las opiniones valen lo mismo: si así fuera, podríamos estar felices de que piensen así, y no le atribuyan demasiado valor a sus curiosas ocurrencias. Lo terrible es presenciar lo contrario: alguien formula una idea brillante, nos tiene casi del todo persuadidos, vamos a dar nuestro asentimiento, pero pone broche de oro a su discurso anunciando que «esto es sólo una opinión, opinión que no vale más que las otras»; o bien -acabo de escuchar esto-, «por supuesto, yo no soy quién para opinar sobre esto". Y uno se queda consternado preguntándose desde cuándo los seres humanos no somos quién para intentar resolver problemas humanos.

Estoy del todo dispuesto a admitir que vale lo mismo la opinión de unos u otros sobre cuál sea el mejor sabor en los helados. En cambio, preguntándonos por cuál sea el helado más saludable, ya sería difícil afirmar que valgan lo mismo todas las opiniones. ¿No será tanto mayor la diferencia de valor entre unas opiniones y otras al preguntarnos por las cosas más propiamente humanas? Resulta verdaderamente difícil imaginar lo contrario, y hacer el intento en forma seria lleva a las conclusiones que con toda justicia saca León Bloy en su Exégesis de Lugares Comunes: «la aritmética se torna al punto exorable, y la incertidumbre se cierne sobre los axiomas más incontrovertibles de la geometría rectilínea. De inmediato se pregunta uno si es preferible estrangular o no estrangular a su padre, tener veinticinco céntimos o setenta y cuatro millones, recibir puntapiés en el trasero o fundar una dinastía». Me inclino personalmente por los setenta y cuatro millones, fundar la dinastía y no estrangular a mi padre. Me pregunto, desde luego, cuántos de quienes creen que «todas las opiniones valen lo mismo» preferirían las otras opciones que ofrece Bloy.

Evidentemente no estamos en presencia de un vicio corriente, sino, al decir de Chesterton, frente a una «virtud vuelta loca». Porque en esto hay algo de humildad, y ésa es indiscutiblemente una de las virtudes más indispensables. Pero la humildad, incluso la humildad intelectual, existe para detener la ambición y no para eliminar la convicción. ¿O acaso será un mundo más humilde, menos ambicioso, un mundo en el que la opinión de que es importante preocuparse de los desprotegidos valga lo mismo que la sugerencia de que sólo debemos preocuparnos por nosotros mismos? También la verdadera humildad requiere que ciertas opiniones valgan más que otras.

No sólo la humildad parece verse afectada si todas las opiniones valen lo mismo, sino también el más fundamental de los bienes, la vida. Recientemente hemos escuchado que el «Presidente de todos los chilenos» no se considera capacitado para «imponer» una determinada visión respecto de una píldora abortiva, sino que limita su función a velar por el respeto a todas las opiniones. ¿Es realmente difícil comprender que las consecuencias de las distintas opiniones en esta materia tienen un «valor» distinto? Y desde luego ésta no es la única consecuencia funesta de este sofisma en la vida política, sino que, quizás más grave aún, finalmente acaba por destruir toda esperanza. Porque si todas las opiniones políticas, económicas, morales, etc., valen lo mismo, ¿cómo creer que vale la pena esforzarse buscando mejorías, cómo llegar a creer que puede tener sentido dar la vida por una causa? El clima de inercia al que nos lleva esta falta de convicción es el mejor caldo de cultivo para ideas totalitarias y para ideas simplemente malas.

Ahora bien, incluso para quien reconozca que no todas las opiniones valen lo mismo, puede parecer una tarea difícil descubrir cuáles sean las mejores ideas. Descubrir la verdad parece requerir estudio, rigor, trabajo en equipo para corregirse mutuamente, estudio del pasado para aprender de sus errores, etc., todo lo cual a algunos puede parecer excesivo. Pues bien, todo eso es justamente aquello para lo cual los seres humanos estamos capacitados, para enfrentarnos seriamente a la realidad. Pero esto señala también un límite para nuestros argumentos: ellos sólo pueden hacer mella en quienes están dispuestos a evaluar seriamente sus propias convicciones. Para quienes, en cambio, se conformen con hacer afirmaciones a la ligera, seguirá siendo eternamente verdadero que «todas las opiniones valen lo mismo».

M. S. H.



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