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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

La confesión de Marcelino; In memoriam José María Sánchez-Silva (1911-2002)*

El autor sabía combinar la calidad literaria y el entretenimiento con unos contenidos llenos de valores y formadores de hombres

Desde que, por primera vez, un ensamblaje de fotografías discurriese veloz ante la pupila expectante de unos cuantos espectadores decimonónicos, el cine y la literatura han caminado siempre unidos. Uno al servicio de otra, al principio. Casi con los términos invertidos, hoy.

Pero no sé si hay muchos casos de simbiosis entre la obra de arte impresa y la obra de arte visual como la que tuvo lugar entre el cuento inmortal de José María Sánchez-Silva y la no menos inmortal película de Ladislao Vajda. Ni adecuación más perfecta que el rostro niño de Pablito Calvo al protagonista de la narración literaria.

Explicaba el autor que con su Marcelino Pan y Vino de 1953 solamente había querido recoger sobre el papel, con su bien aprendido oficio de escritor, la historia de incógnito origen con que su madre le adormecía en la infancia. Un niño huérfano acogido en un convento y convertido enseguida en centro de él; un niño "malo" (con la "maldad" que puede anidar en un corazón infantil antes del uso de razón) que comienza a ser "bueno" desde que visita un polvoriento y misterioso desván y se entretiene charlando con el Crucificado que lo habita; y que muere en Sus brazos corriendo a encontrarse con la madre que no conoció, y por la que pregunta con ilusión a su nuevo amigo, "que también tenía una".

Asegura la leyenda que incluso Javier Arzallus esconde una lágrima al llegar ese momento, que puede con los corazones más endurecidos. No lloran los niños cuando ven la película por primera vez; pero sí lo hacen los adultos (y no sólo en la célebre escena final), tanto al leer el relato como ante el esplendoroso blanco y negro de la pieza en que Vajda sitúa la acción.

¿Y por qué esa diferencia? Creo que la razón está en la confesión de Marcelino. Desciende Nuestro Señor del madero, se sienta a su lado y le pregunta al chiquillo si sabe quién es Él. "Sí. Eres Dios", contesta Marcelino, y al decirlo deja grabada su voz y su mirada, para siempre, en nuestras almas. Nuestros ojos infantiles veían la escena casi impertérritos. Nuestros ojos adultos asisten a ella con un nudo en la garganta y, si no estamos solos, buscamos una excusa para abandonar la habitación por unos minutos y no dejar prueba manifiesta y pública de nuestra debilidad.

Y es que han pasado años, muchos años, por nuestra vida. Nos hemos habituado a pasar delante de una Cruz sin mirarla, tal vez con el mismo pedazo de pan en el bolsillo que, como Marcelino, le ofrecimos un día muy lejano, y que no Le hemos vuelto a regalar. Nos hemos acostumbrado a ofenderLe, a caer y a no levantarnos de las caídas o, en todo caso, a seguir cojeando tras ellas, convencidos sin embargo de caminar con más destreza que nunca.

Es decir, hemos crecido. Hemos madurado. Nos hemos hecho adultos y responsables. Esto es, engreídos y soberbios.

Y, de repente, una tarde de sábado, leyendo esas páginas imperecederas, o bien entregados a la contemplación de un vídeo algo añejo ya, nos hemos topado con un niño de mirada franca e inocencia celestial que nos ha abierto los ojos a la realidad de la vida.

"Sí. Eres Dios", afirma sin titubear.

¡Eres Dios...! Y nuestra percepción del mundo, cínica por la carga de la experiencia, torva por la rabia de los sinsabores y las injusticias que padecemos -o que creemos padecer cuando el mundo no nos da lo que exigimos-, se vuelve dulce de nuevo. Descubrimos que hubo un tiempo en que tal vez no éramos tan guapos y cinematográficos como Pablito Calvo, pero sí tan inocentes como Marcelino, y todavía teníamos la capacidad de descubrir a Dios en los retratos de Dios, de sonreírLe y de intentar "ayudarLe". Apenas levantábamos un palmo del suelo, pero, como Marcelino, teníamos poder para cauterizar Sus llagas, porque todavía no se debían a nuestras maldades personales. Hoy hemos perdido ese poder, y, lo que es peor, también la voluntad sanadora del niño de los frailes.

Pero no sólo en nuestra vida personal. Aburridos de sobrevivir en un mundo adverso a Jesucristo, hemos olvidado que todas las realidades terrenales deben rendirLe tributo. Cuando los ojos brillantes de Marcelino, como un nuevo Dimas pero con el alma limpia, confiesan la divinidad del Crucificado, dictan tanto una lección moral al alma pecadora, como social, cultural y política a las naciones que Le han dado la espalda.

Sí, eres Dios, y por eso las leyes no pueden equipararTe con chamanes, santones o falsos profetas. Sí, eres Dios, y por eso tu Voluntad no nos resulta opcional y ha de ser obedecida. Sí, eres Dios, y por eso es deber de los gobiernos facilitar el acceso de los hombres a tu misericordia, y no ahogarla entre preservativos y "stock options". Sí, eres Dios, y por eso las colectividades te deben adoración colectiva, como individual te la deben los individuos.

Sí, eres Dios, y por eso eres Rey. Cristo Rey.

No sé si es exagerado ver ese mensaje en una de las escenas más emblemáticas de la historia del cine español. Sólo sé que si tuviésemos (personalmente o como nación) la oportunidad de vivir la experiencia de Marcelino y ser interrogados de la misma manera, confesaríamos, también, como él, y moriríamos, también, como él. Pero no de amor, sino de vergüenza.

Carmelo López-Arias Montenegro

(*) Apenas unos días después de la muerte de Sánchez-Silva ha aparecido su obra póstuma: Memorias de un niño de la calle (Libros Libres, Madrid, 2002).



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