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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

La suave pendiente.

Cuando predomina en la sociedad un deseo de paz tan grande que está dispuesta a cualquier compromiso y concesión para conseguirla, olvidándose de que la vida es lucha, el resultado es la contaminación del Bien por el Mal y una paulatina pero fatal descomposición.

En la filosofía oriental le llaman "superación de los opuestos". Cualquier conflicto humano es equivocado y malo. Hay que comprenderlo así y superarlo. No existe el bien y el mal tal como pensamos, sino que el mal consiste en el conflicto mismo. Todas las posiciones antagónicas son equivocadas y parciales y deben ser superadas por una visión global superior.

Quizás haya habido alguna influencia de esta filosofía en Occidente. O quizás el igualitarismo y el relativismo produzcan el mismo resultado sin necesidad de influencias filosóficas orientales. O bien haya una conjunción de corrientes.

El hecho es que la tendencia habitual es a dirimir cualquier conflicto mediante el diálogo, el compromiso, las mutuas concesiones. Lo cual no deja de ser acertado cuando las posiciones en pugna son discutibles y la razón no puede atribuirse en su totalidad a cualquiera de las partes. Pero no es aplicable en otros casos.

Sin embargo, es tan grande el deseo de paz, tal la tendencia a considerar del mismo valor todas las opiniones, tan rotunda la negación de la verdad absoluta y la afirmación de que sólo existen verdades relativas, que la tendencia firmemente arraigada es a llegar a un acuerdo como sea, y eso en todos los casos. La consigna es: diálogo y concesiones mutuas para alcanzar la paz.

Y esto estaría bien si tanto el igualitarismo como el relativismo no fuesen dos errores nefastos para la civilización, y si el Bien y el Mal no existiesen y pudiesen, por tanto, ser obviados.

Hay crímenes cuya cruel malignidad es tan clara muestra de la existencia del Mal para una normal sensibilidad, que las teorías y la filosofías decadentes se derrumban ante tal constatación. La necesidad de castigo se presenta como evidente y no es posible cuartear esta convicción con artificiales consideraciones. Es un sentido íntimo que proviene de la ley natural inscrita en todo hombre.

Y no son únicamente crímenes, sino también depravaciones morales las que se presentan como contrarias a esta ley natural.

C. S. Lewis decía que el camino del Infierno es agradable y de suave pendiente. Y es así como, paulatina e insensiblemente, hemos ido descendiendo por ese camino hasta llegar hasta un estado de colapso ético.

En estos días se cumplen los veintinueve años de la famosa sentencia en el pleito "Roe v. Wade" en Estados Unidos que dió vía libre al aborto legalizado en esa nación. Y desde 1973 se ha ido extendiendo esta práctica legalizada a la mayor parte de las naciones de Occidente.

Esta situación ha sido el resultado de paulatinas concesiones de una sociedad que no estaba dispuesta a la lucha en defensa de unas normas morales que estaban siendo atacadas por grupos que sí eran luchadores y muy tenaces.

De la misma manera que un organismo con escasas defensas será invadido por gérmenes que le obligarán a sucumbir, una sociedad carente de seguridad en sí misma, de confianza en que las normas por las que se rige son las mejores por tener su fundamento en la ley natural enaltecida por la Religión; y que, por tanto, no lucha con decisión contra el inficionamiento de las tendencias enemigas; esa sociedad está destinada a perecer.

El primer gérmen fué la teoría del "peligro para la madre", y no se luchó debidamente contra él porque el feminismo militante halló un buen aliado en el humanitarismo desviado. Luego vino el gérmen de las "malformaciones del feto" y la sociedad bajó sus defensas por las mismas razones de humanitarismo decadentista. Otro gérmen, el de la "violación" halló la misma buena acogida. Y llegó el "grave daño psicológico para la madre" y, pese a algunas reservas, por fin fué también admitido. La sociedad, es decir, la parte mayoritaria de ella, quedó satisfecha, pues pensó que había mostrado humanidad, espíritu de conciliación, capacidad de compromiso y actitud tolerante. En realidad, había dejado que las fuerzas del Mal invadieran masivamente el terreno del Bien, ya muy minado de por sí. Se dejó expedito el camino al mayor genocidio de la historia de la Humanidad.

Con las depravaciones sexuales ha ocurrido lo mismo. Pornografía, homosexualidad, pederastia, masturbación, etcétera, se han instalado en la sociedad con plena legitimidad por los mismos motivos de compromiso, conciliación y tolerancia, con algunas reservas todavía respecto a la pederastia. Llegó el gérmen de "no a la represión" y poco a poco fué siendo admitido. Porque, en efecto ¿acaso no había habido una exageración en la presentación, y encubrimiento, de la realidad sexual? ¿una condena demasiado tajante de los actos sexuales en los jóvenes? ¿una obsesión en la ocultación del cuerpo humano? ¿una actitud puramente represiva por parte religiosa? Pues la excesiva represión podía ser contraproducente, provocando un incremento anormal de los instintos y anomalías en las tendencias sexuales. ¿Acaso no era natural el instinto sexual? ¿Acaso no había sido puesto por Dios? Y así sucesivamente, de forma monótona, se argumentaba una y otra vez. La teoría decía que se normalizarían plenamente las cosas con la eliminación de las ideas represivas, y con el advenimiento de la libertad consiguiente. Ya sabemos cual ha sido el resultado. Un incremento obsesivo de todo lo sexual muy poco normal. Y ante la incapacidad de controlar nada, el expediente socorrido de legalizarlo todo, instalándose la doctrina de que todos los instintos pertenecen a la Naturaleza y, por consiguiente, no pueden ser malos.

Ante la delincuencia y el terrorismo, la actitud general de la sociedad, mayormente la europea, es también la de rebajar la confrontación mediante la introducción de conceptos tales como: comprensión, investigar las causas, culpabilidad de la sociedad, rehabilitación, reinserción, diálogo. Conceptos que tienen su parte de legitimidad, pero sólo en unos casos. En otros, su pertinencia es nula. Cuando se convierten en dogmas y su aplicación se realiza mecánica e indiscriminadamente, su efecto es devastador.

La tendencia a culpabilizar a la sociedad del comportamiento de los criminales, proviene del deseo inmoderado de conciliación y compromiso. Nadie lo dirá, nadie lo reconocerá, pero se trata de contemporizar con el criminal, de congraciarse con el enemigo, de llegar a un compromiso con él. De ahí que el concepto de castigo haya desaparecido del código penal, sustituído por los de rehabilitación y reinserción, a más de una rebaja en las penas. Y con estas directrices éticas convertidas en dogmas, se deja al albur de la opinión de los cargos penitenciarios el pase al tercer grado de los reos. Todos sabemos con qué rapidez se concede éste y cómo es aprovechado por los criminales.

Esta benevolencia está provocada por la desaparición en el pensamiento presente de la idea de lucha, debido a un deseo de paz y concordia universales que está en íntima contradicción con lo que nos enseña la Naturaleza. Se trata de una benevolencia torcida, que esconde una fundamental crueldad, como es el olvido de las víctimas para centrarse en el bienestar del criminal.

Una parte del estamento eclesiástico se amolda y coopera con este pensamiento pacífico a ultranza, lanzando un mensaje continuo y exclusivo de amor indiscriminado. Arrinconan la doctrina católica, postergan el mismo Evangelio, o lo mutilan suprimiendo las partes incómodas. Y no acostumbran a mencionar las palabras de Cristo: "No vine a poner paz en la tierra, sino espada" (Mateo, 10). Se refieren mucho al Concilio Vaticano II. No les gusta, sin embargo, mencionar las palabras contenidas en la "Gaudium et Spes": "Toda vida humana, individual y colectiva, se nos presenta como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas".

Y este es el quid de la cuestión: la existencia del bien y el mal. Reducir todo conflicto a una cuestión de malentendidos susceptible de arreglarse mediante el diálogo, es completamente falso.

No se puede superar la lucha del Bien contra el Mal. Pretender obviar este conflicto mediante compromisos será fatalmente en detrimento del Bien. Hacer concesiones al Mal es iniciar la suave pendiente mencionada. Pues una concesión lleva inevitablmente a otra, y ésta a la siguiente. Al final, estamos en el fondo.

No se realiza, por tanto, la superación de los opuestos. Y sí el deslizarse por la suave y agradable pendiente que nos va conduciendo a una situación de marasmo que algún insensato puede llamar paz.

Y es que la vida nos enseña que hay dos clases de paz. La paz de los derrotistas que no quieren luchar, y esta es paz de descomposición y muerte. Y la paz alerta y activa que está siempre dispuesta a la lucha contra los agentes de la infección.

Ignacio San Miguel.

 

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