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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

"Constantinismo" o "Julianismo": la cara y la cruz.

Las bases del anticristianismo actual en modo alguno son inovadoras sino adaptación de los más remotos temas del gnosticismo de los primeros tiempos del cristianismo

La cruz de "constantinismo": In hoc signo vinces.

Es usual entre los enemigos de la Iglesia Católica, e incluso entre algún católico despistado, acusar a la Iglesia Católica de "constantinismo", en alusión a Constantino I el Grande que adoptó el cristianismo como religión del Imperio Romano. Que sepamos, los católicos en el Credo sólo hacemos profesión de fe en una Iglesia UNA, SANTA, CATÓLICA, APOSTÓLICA (y hasta hace poco tiempo, ROMANA.) En el Símbolo de la Fe no se precisa que tengamos que creer en una Iglesia también CONSTANTINIANA, sin embargo, es un apelativo que sus inventores están interesados en aplicárselo. Ergo se trata de uno de los términos estratégicos del anticristianismo endosarnos ese calificativo.

El ex-comunista francés Roger Garaudy ha resuelto, con simplismo pasmoso, que la Iglesia Católica está tocada de "constantinismo", definiéndola como "Iglesia dominante de los dominantes". No es extraño que algunos teólogos llamados "de la liberación" utilicen este mismo calificativo para la Iglesia; no en balde la teología de la liberación debe mucho a este ideólogo que supo inocular en ciertos ambientes católicos el virus revolucionario más quintaesenciado.

Definir la Iglesia Católica como constantiniana, o sea, como "iglesia dominante de los dominantes" resulta un recurso demagógico que sólo encandilará a mentes mediocres, pero, de hecho, la falacia, una vez vertida, y convenientemente asumida, ha supuesto para muchos católicos un factor que ha terminado revolucionando su pensamiento poniéndolos al servicio de la revolución gnóstica e igualitaria.

Interpretando la Iglesia Católica como "constantiniana" se pretende recriminar y anular un largo período de la historia de la Iglesia, mientras que retrógradamente se da el salto a la "experiencia paleocristiana", idealizada en sus orígenes como "experiencia" genuina y ácrata. La revolución luterana (nos resistimos a aplicar el vocablo "reforma" para el protestantismo, pues no constituyó ninguna reforma y sí un doloroso cisma) también apeló a ese cristianismo primitivo de las "comunidades de base", avant la lettré.

Los católicos que acríticamente asumen esta serie de despropósitos son los mismos cristianos que se escandalizan por el lujo de los templos, ejerciendo una delirante labor autocrítica que desorienta y desnorta a las más incautos. Contagiados por los prejuicios más banales de la demagogia izquierdista anti-clerical de todos los tiempos, estos cristianos están condenados a la esterilidad por el mismo complejo de inferioridad que resulta de esa interpretación autoinculpatoria y recriminatoria. ¿No ven que sus amigos ateístas, agnósticos y gnósticos ya no son visceralmente anticlericales, sino cerebralmente antieclesiales?

El cristianismo "más puro" que ha de promoverse como bucólica utopía deseable, concluyen nuestros hermanos más ingenuos, es el cristianismo que nada tuvo que ver con el poder político, un cristianismo "ácrata" (etimológicamente, "sin poder".) O sea, el cristianismo marginal anterior al Edicto de Milán (313) de Constantino el Grande que asumió, después de la victoria del puente Milvio, el cristianismo como "religión de Estado". Olvidan estos idílicos y ácratas cristianos que, antes de la visión de Constantino del crismón, los cristianos malvivieron en las catacumbas, perseguidos por el poder político pagano, y que por no poder, no podían ni celebrar santamente el domingo. Si persisten en sus trece, estos cristianos que han idealizado las catacumbas lograrán meternos otra vez a todos los demás en las catacumbas, y quién sabe tal vez reabrir los circos con leones en la arena. Mientras tanto, en el ínterin, se despoja a la Iglesia de los resortes indispensables para ejercitar la misión evangelizadora, "ad intra" y "ad extra", que Jesucristo nuestro Señor nos demanda.

A la postre, la percepción de la Iglesia Católica como presunta "iglesia constantiniana" supone también, para muchos de nuestros correligionarios católicos, establecer una pretendida dicotomía que se muestra prácticamente insalvable entre "el pueblo de Dios" y la "jerarquía". Se trata así de abismar el laicado de su jerarquía natural y sobrenatural, ofreciendo la imagen de una iglesia que en sus bases camina por las sendas de la solidaridad, la tolerancia y demás "virtudes" antropocéntricas y modernas, mientras que las jerarquías parecen muy lejanas allá en las "altas esferas", sin que trascienda el cargo que de la realidad se hagan, y siempre puestas bajo la sospecha de incoherencia existencial, e incluso bajo sospechas más graves, como la de infidelidad a los consejos evangélicos.

Esta concepción prejuiciosa no beneficia en nada la comunión eclesial y redunda en los tópicos más insufribles, olvidando que la Iglesia no es un colectivo humano, sino una institución fundada por Cristo, inspirada por el Espíritu Santo. La Santa Iglesia no es constantiniana, sino Cuerpo Místico de Cristo.

La cara "dura" de Juliano el Apóstata: Sus excrecencias actuales.

Si los detractores de la Iglesia Católica la acusan de "constantiniana", eludiendo (o ignorando) los valores tolerantes que la historia ha comprobado imperantes en el mundo bajo el mandato de Constantino el Grande, nos llama poderosamente la atención que los mismos enemigos de la Iglesia exalten una figura poco conocida, y que si estudiamos, entenderemos imprescindible para comprehender muchas de las realidades de nuestra actualidad; verbigratia, la polémica de la enseñanza religiosa.

Esa figura es Juliano el Apóstata. A quien ha dedicado un elogioso ensayo el irreverente, blasfemo, apologeta del suicidio, denostador de la vida y del cristianismo E. M. Cioran. El ensayo "Los nuevos dioses" del filósofo rumano es una pieza maestra para entender las bases del anticristianismo de hogaño, un anticristianismo que en modo alguno es innovación sino adaptación de los más remotos temas del gnosticismo de los primeros tiempos del cristianismo. Cioran aboga por una neopaganización que arruine por siempre el cristianismo. Su traductor y discípulo en España, Fernando Savater, define como "gnóstico" al avinagrado filósofo rumano, y ello con toda la razón del mundo.

Flavius Claudius Julianus (331-363 d. C.) fue un empedernido filósofo que, después de muchas peripecias, llegó a ser alzado como César del Imperio Romano. Su vida es una vida marcada por el destierro y los estudios filosóficos. Juliano -que al principio profesó la fe cristiana- entró en contacto con el filósofo Hecebolio, que oscilaba entre el paganismo y el cristianismo, y mantuvo también relación con Eusebio de Nicomedia, un sacerdote mundanizado. Entre los autores que lo inspiraron cabe mencionar al neoplatónico Jámblico, que mezclaba el neoplatonismo helenista con elementos de magia y demonología. También se sabe que Juliano era miembro de una sociedad secreta, llamada "Mitra". Máximo de Éfeso, su maestro, lo convenció de estar destinado a gloriosas empresas militares, incluso se cree que Máximo de Éfeso lo convenció de estar poseído por el espíritu de Alejandro Magno, lo que explica que acometiera una guerra contra los persas que le costó la vida.

Pero Juliano no murió sin hacer todo el daño que pudo a los cristianos. Inauguró su mandato con la reapertura de los templos paganos, y en el curso de su gobierno tanteó la posibilidad de crear una Iglesia pagana, paralela a la Católica, en la que se estructuraba jerárquicamente el orden sacerdotal pagano como una especie de Cuerpo Místico de Satanás, que diría el Beato Francisco Palau.

Uno de los rasgos que hacen de Juliano casi un contemporáneo nuestro es que se interesó muy mucho en apartar de la enseñanza a los profesionales cristianos. Se basaba para ello en la incompatibilidad existente entre lo que los docentes cristianos creían -Cristo, a quien Juliano llamaba despectivamente "el Galileo"- y las materias que tenían que abordar en sus lecciones: la cosmogonía de Hesíodo, Homero, Platón... El intervencionismo de Juliano el Apóstata se nos aparece así como un paradigma precursor de todas las políticas que se dirigen a borrar el cristianismo de los centros de enseñanza. "¡Qué se vayan a las iglesias de los galileos a comentar a Mateo y Lucas!" -¿nos suena esta frase lacerante, pues no la escribió Juliano.

Esgrimiendo con un cinismo olímpico esa incompatibilidad entre los cristianos y la cultura clásica, Juliano animaba con ello la apostasía de los cristianos más lapsos, que por no perder las lentejas se convertían a los cultos paganos de la diosa Cibeles, mientras que los más fieles se condenaban a la marginación, impidiéndoseles ejercer en el mundo un apostolado eficaz entre el alumnado. La estatalización de la docencia se llevó a cabo con la Constitución Magistros Studiorum.

No se ponen de acuerdo los historiadores sobre si Juliano prohibió a la juventud cristiana el ingreso en las escuelas estatales. Algunos opinan que no lo prohibió, con el ánimo de contaminar a los jóvenes cristianos con los mitos paganos de la Antigüedad.

Mientras trabajaba este artículo para ARBIL saltan a la palestra las reivindicaciones de "enseñanza coránica" que impulsan los colectivos islámicos asentados en España, no me ha pillado por sorpresa. Los mass-media venían, a lo largo de semanas, preparándonos el cuerpo con noticias como la de ese progenitor musulmán que se negaba a la escolarización de su prole en instituciones docentes en cuyas paredes colgaba el crucifijo, el caso de la niña con su velo tampoco se queda atrás. Uno es demasiado viejo para creer en las casualidades. La política de enseñanza laicista de hoy, al igual que la política de enseñanza pagana de Juliano no tiene que prescindir forzosamente de sus primados ideológicos, para ser radicalmente anticristiana. Juliano también soñó con la reconstrucción del Templo de Salomón, con el avieso propósito de arruinar el proselitismo de "secta de los galileos" entre el pueblo de Israel. Los julianistas de hoy abrirán, en España, aulas coránicas a los mahometanos, igualando con esta medida al Islam invasor con la tradición católica española.

Pese a todo su celo por arruinar la Iglesia Católica, que había dejado de ser "constantiniana" bajo su férula, Juliano no triunfó sobre Jesucristo. La última frase de Juliano, pronunciada antes de morir, fue elocuente: "¡Venciste, Galileo!". Algunos de sus más conspicuos seguidores actuales, que haberlos haylos en España, no parecen haberse resignado al triunfo del Galileo, a la victoria de Jesús Cristo.

Manuel Fernández Espinosa.



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