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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

El valor de los conceptos.

¿Percibimos claramente cuál es la raíz de la crisis de la sociedad occidental? ¿Por dónde y desde dónde se ha producido la ruptura de sus fundamentos? Es usual oír hablar de la falta de valores que impera en el mundo moderno, pero, ¿conocemos de dónde ha surgido y cómo se ha gestado la inversión de los valores que dieron vida a la civilización occidental y cristiana? ¿Nos hemos detenido a reflexionar sobre la pérdida constante de significado de los conceptos que constituyen la base de la Norma que debía regirnos? ¿Acaso uno de los males de la sociedad occidental no es la destrucción del valor de los conceptos que debían guiarnos y a los cuales debíamos acomodar nuestra existencia?

El problema capital de las sociedades occidentales que han cruzado, anegadas por el falso oropel de la riqueza material, los umbrales del siglo XXI es, sin duda, la falta o la disolución del universo conceptual que debía sustentarlas sobre una base firme. Estas sociedades, que viven un claro proceso degenerativo con respecto a sus orígenes conceptuales, sólo se sostienen, desde el punto de vista de las ideas-madre, por los cada vez más debilitados lazos que aún mantienen con el mundo conceptual que las engendró, con el mundo que les dio vida. Por ello, conforme el tiempo avanza, nuestras sociedades se muestran cada vez más disociadas de su propio yo, de su propio ser, de su propia identidad. Solamente la relación dialéctica establecida, sólo la pugna ideológica que se desarrolla de forma permanente, tanto en la sociedad como en los individuos, entre los avances continuos de la destrucción conceptual en la que vivimos y los restos, aún fuertes, del antiguo universo, sólo la lucha por la pervivencia de los conceptos ha impedido la caída definitiva de nuestra civilización y sus sustitución por el anti-orden que desde hace décadas se anuncia.

Este proceso de destrucción de nuestro universo conceptual no es fruto, como desde un punto de vista excesivamente simplista pudiera parecer, de las rápidas mutaciones sufridas por Occidente desde mediados del siglo XIX; ni de las bruscas aceleraciones que se han ido encadenando a escala global desde los años sesenta del siglo XX; sino que es obra de los cambios abiertos por la ruptura de la unidad religiosa alcanzada por Occidente en los tiempos vivificadores y también restauradores de los primeros balbuceos del denostado mundo medieval. Quiebra que llevó aparejada la ruptura de la unidad de pensamiento que permitía a los hombres la identificación, clara y precisa, del significado real de los conceptos adecuando a ellos su conducta, su proyecto vital. Unidad de pensamiento que precisamente resulta ser lo contrario, lo antitético, de ese pensamiento único que hoy se extiende, como un elemento más del proceso de inversión conceptual, y que puede ampararse tanto en la imposición totalitaria del discurso único como en la difusión de una tan aparente como falsa diversidad con la que acallar la voluntad de resistencia de importantes núcleos sociales.

Rota la unidad de pensamiento echaba a andar el proceso para el que la filosofía moderna ha acuñado el término de la deconstrucción (acción de destruir y construir un concepto sin necesidad de cambiar su envoltorio gramatical), algo que se ha acelerado en las últimas décadas, haciéndose hoy más evidente que nunca. Desde el siglo XVI todos los conceptos que sostenían esa unidad de pensamiento, esa unidad conceptual, se vieron sometidos a una doble acción, pausada pero sin freno, de acoso y derribo: por un lado, se puso en marcha a través de nuevas corrientes de pensamiento que sucesivamente alentaron el rechazo a la permanencia de unos conceptos que eran presentados como caducos para cada uno de los momentos temporales en que se desarrollaron, o como simples instrumentos de control social, creados por las clases dominantes para castrar la auténtica libertad del individuo; por otro, consecuencia directa de lo anterior, mediante la desintegración interna de esos mismos conceptos que conducía, indefectiblemente, a la desaparición de su contenido, acabando, por lo tanto, absolutamente relativizados, o siendo dotados de un significado antitético al punto de partida. Este proceso es el que ha permitido que, si bien el concepto continúe existiendo, éste acabe careciendo de todo significado claro y preciso.

Así pues, el hombre que ha entrado en el siglo XXI, se encuentra cada vez más ayuno de conceptos sólidos a los que aferrarse, de normas objetivas que guíen su vida, y por ello, hoy más que nunca, es la imagen real de aquel "hombre sin atributos" que tan fielmente nos presentara Musil en otros tiempos de crisis y que ahora sería conveniente revisar dentro de nuestro espacio temporal.

El hombre sin conceptos, o lo que es aún más grave sin precisión en los mismos, se transforma en una presa fácil para las tentaciones del mundo moderno que traen el fin de la civilización cristiana; es un hombre perdido, sin norte, que queda a merced de ese pensamiento único del que tanto se habla; es el hombre que se deja seducir por los falsos dioses, por los augures, por los nuevos adoradores del becerro de oro, entre otras razones porque ha perdido la capacidad para discernir entre lo fundamental y lo accesorio, entre lo básico y lo superfluo; es el hombre que pone, constantemente, según su interés coyuntural, en tela de juicio sus propias normas, su forma de conducta, y que se entrega alienado al nihilismo hedonista que nos circunda. Es el hombre atrapado que ingenuamente cree que la única norma aceptable es la dictada por su propia voluntad que ha caído en la mayor de las tentaciones, en la tentación bíblica del "seréis como dioses"; es el hombre que estima que su hipotética libertad está por encima de lo que hoy, aparentemente, no son más que creencias y tradiciones de otros tiempos que deben quedar como un substrato cultural sin mayor presencia real en la sociedad.

El hombre actual cree haber alcanzado el lugar que le permite no distinguir entre la ciencia del Bien y del Mal, sino determinar cuál es el Bien y cuál es el Mal. Y lo hace sin percibir que, en realidad, ha quedado sujeto a la anti-norma, elevada a la categoría suprema de voluntad y comportamiento por ese proceso de deconstrucción de los conceptos.

Teniendo presente esta realidad, determinado el hecho objetivo, se equivocan los que, actuando de buena fe, piensan que para contener el proceso degenerativo de nuestras sociedades, para emprender la necesaria regeneración que muchos demandan, que muchos han soñado ver en la ola neoconservadora de las últimas décadas, es suficiente la adopción de medidas coyunturales, de planes de actuación, incluso de leyes encaminadas a ofrecer a los ciudadanos soluciones a lo que no son sino las manifestaciones tangibles, palpables, diarias (los problemas que nos acucian en el orden moral), de ese proceso de destrucción. Si solamente nos quedamos en ese tipo de medidas, si nos conformamos con las decisiones producto del juego político, y no actuamos directamente sobre las causas conceptuales de los problemas, no haremos más que poner breves y débiles obstáculos al proceso de desintegración de la civilización occidental.

Antaño, siguiendo el viejo planteamiento de Spengler, los procesos de desintegración de las civilizaciones culminaban en el estallido, en la hecatombe, que proclamaba su fin y por tanto su verdadero "fin de la historia". Hoy la catástrofe global tangible no parece posible; a lo que asistimos, a veces inermes, a veces incrédulos, a veces sin percibirlo, es a una lenta mutación que avanza incontenible, como la lava de un volcán, desde hace cuatro siglos, y a la que sólo hemos opuesto esas medidas coyunturales, que no la detienen sino que sólo la retrasan. Hasta tal punto que muchos se han dejado cegar por una aparente y momentánea contención, para acabar siendo colaboradores inconscientes de ese proceso de mutación y destrucción.

Si de verdad se quiere regenerar nuestra sociedad, nuestra civilización, es necesario, es preciso, plantear la acción en el terreno conceptual, presentar combate dialéctico en el mundo de las ideas. Hoy es necesario regenerar, volver a dotar de contenido exacto, a todos y cada uno de los conceptos que han conformado nuestra Norma. Levantar las viejas palabras.

Conviene recordar que los que aspiraron a su destrucción hicieron eso, dejaron de explicar y rebatir los por qué para dedicarse a transformar los conceptos. Ahora nos toca a nosotros, los que no hemos renunciado a esos conceptos, tanto desde el nivel individual como del colectivo, desandar el camino, volver a transformar esos conceptos para devolverles su verdadera identidad. Sólo así salvaremos nuestra civilización y brindaremos al hombre, como colectividad, la posibilidad de escoger entre el Bien y el Mal, encaminando así su vida hacia una eternidad cada vez más lejana.


Francisco Torres García.



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