Portada revista 59

De la Polis griega a la civitas christiana II (La Res publica romana). Indice de Revistas La Teología Cristocéntrica y la Doctrina de la Justificación en San Pablo

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

En torno a Graham Greene.

Breves apuntes sobre la imagen pública y la realidad personal de un católico escritor de novelas

Hubo una época ya lejana en que este escritor mantenía una aureola misteriosa de escritor inglés, fino, tortuoso, eficaz... y católico. Ésta última condición religiosa era como el aditamento preciso para apuntalar esa aureola en un escritor de novelas sombrías, herméticas, negras, de ambiente policíaco bastantes de ellas. Lo católico en Gran Bretaña tiene algo de selectivo, refinado, por lo minoritario. Desde la conversión de Newman, hubo un florecimiento del catolicismo en medios intelectuales que se plasmó en escritores que dejaron huella: Roberto Hugo Benson, Gilbert Keith Chesterton, Hilaire Belloc, Evelyn Waugh, Maurice Baring ....

Greene se distinguía por sus concomitancias con la novela negra y su hermanamiento con el cine. No en vano es el autor de "The third man" ("El tercer hombre"), llevada a la pantalla en 1949. Hubo muchas películas, aparte de esta, basadas en sus obras: "A gun for sale" en 1942 ("El cuervo", en España); "The fallen idol", 1947 ("El ídolo caído"); "The power and the glory", 1947 ("El fugitivo"); "The end of affair", 1954 ("Vivir un gran amor") "The human factor", 1980 ("El factor humano") y bastantes más.

La impresión que causaba su obra era la de algo muy elaborado, muy calculado, podría decirse que artificioso. De hecho, casi todas sus obras terminan trágicamente, exponiendo un problema moral y teológico aparentemente insoluble. El cura de "El poder y la gloria" muere con la convicción de estar en pecado mortal, pero ofreciendo su muerte en ayuda del prójimo; el protagonista de "The heart of matter" ("El revés de la trama") se suicida, pensando que es lo mejor para los demás y para él mismo, pero al hacerlo confiesa su amor por Dios; el de "The end of the affair" ("Vivir un gran amor" o "El fin de la aventura") es un ateo que acaba creyendo en Dios a través de su amante, pero es para odiarle por creer que es la causa de la muerte de ésta... etcétera. Esta pertinacia en elaborar finales desgarradores que envuelven problemas insolubles desde el punto de vista de la doctrina católica, parecían destinados a provocar la polémica y con ella él éxito de la obra. Era legítimo dudar de la auténtica catolicidad del escritor; es decir, se podía pensar que estaba, en cierto modo, utilizando el catolicismo para ensombrecer y prestar un cruel dramatismo espiritual al relato.

Esta suposición no llegaba a borrar la aureola del escritor. Persistía la realidad de su habilidad estilística, y la sospecha de una espiritualidad equívoca llegaba a aumentar el misterio y fascinación del personaje.

Por su parte, él declaraba con alguna frecuencia que no le gustaba que le considerasen un escritor católico, sino únicamente como un católico que escribía. En efecto, muchas de sus obras no tocan, como no sea tangencialmente, el fenómeno religioso.

En 1973, dieciocho años antes de su muerte, trabó gran amistad con un sacerdote español, Leopoldo Durán, doctor en Teología y Literatura Inglesa, y especializado en la obra de Greene. Greene leyó algo que Durán había escrito sobre el significado de su obra, le impresionó y quiso conocerle. De ahí surgió una gran amistad. Llegaron a un convenio: todos los años, Greene se tomaría unas vacaciones de un mes que pasaría en compañía de Durán viajando por las rutas de España. Y así lo hicieron durante todos esos años hasta la muerte del autor inglés en 1991. Tuvieron innumerables charlas, visitaron muchos pueblos, fueron buenos camaradas, se divirtieron, bromearon, y riñeron unas pocas veces.

En 1996 Leopoldo Durán publicó un libro: "Graham Greene, amigo y hermano", relatando su relación con el escritor, reproduciendo sus conversaciones, los incidentes de sus excursiones, así como sus impresiones sobre la personalidad de Greene.

Durán apreciaba y admiraba a su amigo, pero su libro no es un panegírico y sus palabras respiran verdad. Leyéndole se aproxima uno bastante bien al conocimiento de la personalidad de Greene. Y lo que ocurre es que esta realidad humana es inferior a lo que había uno esperado. Se sufre alguna decepción. No es que sus defectos empañen alguna inmaculada figura producto de la imaginación. Se trata, más bien, de que no responde a la imagen preconcebida de hombre superior, enigmático, que reserva su sabiduría. Durán lo califica a veces de gran hombre; pero no es esa la idea que uno extrae de este libro. Se tiene tiene la impresión de que nos encontramos ante un hombre bastante corriente.

Esta es la primera sorpresa (si se puede llamar así) que se siente cuando el carácter del escritor se va definiendo a través de la narración de recuerdos de Durán. La aureola de misterio e inteligencia refinada que nuestra imaginación creó, queda bastante cuarteada y deslucida.

En gran parte, esta nueva valoración que nos vemos forzados a realizar, la provocan las ideas políticas expuestas por Greene a Durán en charlas y discusiones. Greene se nos presenta como un izquierdista ingenuo, plano, aceptador de los lugares comunes al uso. Decía aborrecer todas las dictaduras debido a su amor a la libertad y la democracia; pero lo cierto es que no tragaba a las dictaduras de derecha. Ayudó a Fidel Castro con envío de ropas a Sierra Maestra, y siempre buscó excusas para los crímenes del régimen castrista. Fué amigo personal de Daniel Ortega, y ayudó igualmente, dentro de sus posibilidades, a los sandinistas, así como a los guerrilleros de El Salvador. También fué amigo de Kim Philby, el espía británico al servicio de la Unión Soviética. Aunque, por supuesto, condenó su traición ¿acaso no compartió con él, y con muchos compañeros de Universidad, una simpatía apenas disimulada por el régimen comunista? Estaba de moda.

Por el contrario, no podía admitir que una dictadura de derechas pudiese promover el progreso de un país. Negaba que el régimen de Franco hubiese podido hacer algo bueno en el aspecto social o económico. Estos prejuicios fueron causa de algunas (no muchas) riñas con Leopoldo Durán.

No podía uno suponer que un hombre al que atribuía inteligencia de orden superior pecase de una visión tan maniquea del mundo, y se aviniera buenamente a sustentar los clichés acostumbrados. Pero esto es así, y no queda más remedio que aceptarlo.

Otro aspecto algún tanto sorprendente de su personalidad es que era un auténtico católico, lo que derriba la imagen de un virtuoso de la novela que introduce hábilmente el elemento católico como un ingrediente más con la intención de provocar la polémica y fascinar de algún modo al lector. No; queda claro, después de leer a Durán, que Greene, pese a pulsiones progresistas esperables en él, era católico de verdad. Su progresismo era bastante menos acusado que el de muchos clérigos de hoy, así como su fe era mayor bajo todas las apariencias. Durante largas épocas en que mantuvo relaciones adúlteras (estaba casado con una mujer católica y rechazó la posibilidad de un divorcio civil como vía para un nuevo matrimonio), no frecuentó los sacramentos. "Estas cosas yo las tomo en serio. Sé que no estoy en gracia y que no puedo acercarme a la Eucaristía", le comentó a Durán. En los últimos diez años de su vida sí frecuentó los sacramentos. Distaba de ser un católico ejemplar, su vida fué desordenada en su mayor parte, y su fe sufría poderosos embates, aunque sobrevivía del descreimiento que le acosaba. Era una fe agónica, similar a la de Unamuno, según Leopoldo Durán. Murió en Suiza y Durán pudo llegar a tiempo para administrarle la Extremaunción, pues así se lo tenía prometido. Greene le reconoció, aunque no pudo articular palabra.

En muchas ocasiones la obra de un creador se manifiesta discordante con la personalidad de éste. Sugiere unas cualidades, buenas o malas, que luego no se corresponden con la naturaleza del hombre. Está el caso famoso de la frivolidad de Mozart, que a primera vista parece incompatible con su genialidad musical. Proust narra cómo le defraudó el conocimiento personal de Anatole France, a quien idolatraba, y al que encontró muy vulgar. La fina delicadeza poética de Juan Ramón Jiménez resultaba discordante con la malignidad de que dió muestras con sus colegas durante su vida. La grandiosidad y fastuosidad de la música de Wagner se avienen muy mal con la mezquindad y codicia de este compositor. Y así muchos ejemplos más.

Algo de esto ocurre con Graham Greene, como he señalado. Si bien el personaje real no resulta despreciable ni mucho menos. Es más cercano, más atormentado, más patético que la figura imaginaria que evocaban sus obras. Más pequeño y más vulgar, aunque también más honrado.

Es mucha la complejidad del ser humano. El artista no tiene por qué ser un hombre excepcional en todo. Es en el instante en que se apresta al trabajo de creación, cuando afloran las virtualidades ocultas. Esto no es en esencia distinto de lo que le ocurre al hombre ordinario cuando se extasía ante un paisaje, se deleita oyendo una composición musical, se le ocurren ideas sutiles, ingeniosas o llenas de grandeza. La diferencia estriba en que el hombre común no posee el factor que le diferencia del hombre considerado excepcional: el talento para expresar lo que lleva dentro. Pero el talento no es algo que se pueda adquirir con el trabajo. Es un don. Se tiene o no se tiene, sin que el agraciado tenga ningún mérito.

Ese talento no tiene necesidad de emplearse en la vida de todos los días. Y es en la cotidianidad de la vida cuando, en bastantes ocasiones, hombres extraordinarios por su talento se muestran únicamente en su condición usual de hombres ordinarios sin más. El extra queda arrinconado por falta de utilidad. Surge sólo cuando el hombre se aplica al trabajo de la creación artística.
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Ignacio San Miguel



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