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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

El origen legítimo de la ley .

La distinción entre el principio de legalidad y el de legitimidad

La conciencia cristiana quedó penetrada de ese convencimiento de que las libertades se garantizaban mejor cuando los deberes eran cumplidos

Las relaciones entre los hombres, en el seno de la sociedad, se encuentran reguladas por la ley. En la verdadera civilización, la ley no es un contrato que los hombres hayan establecido entre sí: tiene que acomodarse al orden instaurado en el universo. Dios, que ha creado al mundo y al hombre, confía la conservación de la naturaleza física a un orden de leyes necesarias y la de los propios hombres a otro orden de leyes morales que se distinguen esencialmente de las primeras porque requieren el uso de la libertad. Pero del mismo modo que nadie puede "hacer crecer un palmo a su estatura", nadie, absolutamente, puede crear una de estas leyes morales, excepto Dios. Nadie, por la misma razón, está autorizado a desconocer o conculcar los derechos humanos naturales, porque han sido establecidos por Dios. Por ello la actividad legislativa, atribuida al principio a los reyes y más adelante a los reinos (ahora Estados), se debería reducir al dictado de normas que permitiesen el mejor cumplimiento de esas leyes morales.

En esta noción metafísica de la Ley hay una clara herencia de la torah judía que se reconocía como un regalo que Dios hiciera a los hombres, en un misterioso acto de amor. En ella residía, además, la esencia misma de la Creación. Por eso se decía que en el orden de la Naturaleza creada se distinguían cuatro clases de leyes que, de menor a mayor, eran las siguientes: una ley eterna, que es el plan de Dios sobre las criaturas, desconocido para el hombre en su conjunto, pero que en sus aspectos externos puede ser objeto de investigación; una ley divina revelada a los hombres a fin de asegurarles el camino de la salvación; una ley natural que está impresa en el alma y que es la que sirve para establecer y descubrir las normas de la conducta, igualando en ésta a cristianos y a no cristianos; y, por último, la ley civil positiva, que las sociedades establecen para asegurar la convivencia y permitir el cumplimiento de las anteriores. La legitimidad de esta última procedía de su íntima dependencia de la ley natural y, en el caso de los reinos cristianos, de la ley divina.

Surgió de este modo la distinción entre legalidad y legitimidad, que ignoró el mundo antiguo y que también en nuestros días ha desaparecido.

Otras edades fomentaron de una manera singular el contractualismo: las relaciones entre superiores e inferiores, entre Estado y súbditos, entre unos hombres y otros, debían ser reguladas mediante normas de derecho que fijaban las obligaciones de unos y de otros, en forma de contrato sinalagmático. La consecuencia fue que se fijasen los deberes antes que los derechos: toda la conciencia cristiana quedó penetrada de ese convencimiento de que las libertades se garantizaban mejor cuando los deberes eran cumplidos. La potestas ejercida por los reyes o los príncipes soberanos, instituida para la exigencia de un mejor cumplimiento de la ley, resultaba, por su propia naturaleza, limitada. Al final de la Edad Media se reconocerá que el monarca tenía el deber de reinar, pero no el derecho de hacerlo. Un poder que no reconociese otros límites que la voluntad de quienes lo ejercen, siendo éstos pocos o muchos, sería contrario a la voluntad de Dios, y, por lo mismo, tiránico.

Alvaro de Maortua.



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