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Revista Arbil nº 79

Quae non faciet quod principis uxor? Mesalina, esposa del emperador Claudio

por Publio Cornelio

No hay nada nuevo bajo el sol, y muchos desórdenes actuales han sucedido anteriormente –sólo hay que cambiar los nombres-. Tácito cuenta en sus Anales la historia del emperador Claudio, el sabio y cojo Claudio, que llegó al poder de manera inesperada, y quien tuvo una primera esposa llamada Mesalina, cruel y ambiciosa, tan casta como él

Claudio era el hijo menor de Druso el Mayor y hermano de Germánico. Con 52 años era el único superviviente masculino de la amplísima familia de Augusto. Fue elevado al trono por los pretorianos, después del asesinato de Calígula, el 25 de enero del año 41.

Contrajo nupcias en el año 39 ó 40 con Mesalina, una joven de 14 años, atractiva y sensual, que le sedujo durante los siete años que duró su matrimonio. Claudio y Mesalina tuvieron dos hijos, Británico y Octavia. Aunque algunos historiadores aseveran (J.P.V.D. Balsdom) que dada la gran inmoralidad de Mesalina, cualquiera pudo ser el padre de estas criaturas.

Fueron muchos los “conocidos” de Mesalina, como Traulo Montano: “era éste un joven morigerado pero de gran belleza, y en una misma noche Mesalina lo había hecho venir y lo había despedido, pues era caprichosa por igual para la pasión y para el hastío”.

Esta mujer había demostrado su ambición en numerosas intrigas, eliminando a todos sus opositores y opositoras –el liberto Polibio en el 57, Popea Sabina, o Séneca, que fue desterrado-. Era considerada como muy cruel. Así lo indica Tácito: “aumentaba por la crueldad de Mesalina, que, aunque dañina siempre y entonces más exaltada, no podía suscitar falsas imputaciones y acusadores, entretenida como estaba a causa de un amor nuevo y próximo a la locura. En efecto, ardía de tal modo por Gayo Silio, el más bello de los jóvenes romanos, que eliminó de su matrimonio a Junia Silana, dama noble, para gozar en exclusiva de su amante”. Este Silio era nada menos que cónsul, como si dijeramos en la actualidad un presidente de gobierno.

El caso es que Mesalina disimuló un poco al principio, pero después dejó de hacerlo a escondidas y por último “los siervos, libertos y lujos del príncipe se veían en casa del amante”. ¿Qué hacía Claudio, mientras tanto? Muy bien lo explica Tácito: “Pero Claudio, que sin saber nada de su matrimonio se dedicaba a desempeñar funciones de censor...” Todo un emperador y no se entera de nada, porque en definitiva es un simple hombre, con todos los defectos y virtudes propios. Pero fíjense cómo el historiador Tácito, una persona bastante seria, habla de los amantes: “Sin duda se apoderaba de ellos el miedo por considerar a Claudio un imbécil sometido a su esposa”. Esa es la impresión que la mayor parte de los que leen su obra sacan, al menos en la vida privada, del emperador.

No es fácil que los súbditos romanos estuvieran contentos con un emperador imbécil y una emperatriz adúltera. Nosotros no lo estaríamos.

El caso es que, cuando no se cortan las cosas a tiempo, van a más. Mesalina, “hastiada por la facilidad de sus adulterios, se lanzaba a plareces desconocidos” y deseaba celebrar un matrimonio con su querido Silio. Para ello había pensado repudiar al emperador Claudio; su enamorado Silio estaba dispuesto a adoptar a su hijo Británico. Así les podría suceder. La ambición y la sensualidad cegaban a Mesalina y también a Silio.

Fíjense qué ejemplo tan bueno para los súbditos. Mesalina le pone cuernos a Claudio y por lo que se ve, lo va a repudiar y va a contribuir en una conspiración política que lo derribe. La joven era muy ambiciosa.

¿Qué pasó al final, se preguntarán ustedes? Pues Mesalina y Silio se casaron en Roma, con conocimiento y asistencia de muchas personas principales, como escribe indignado Tácito: “nada digo ya de que un cónsul designado, en un día fijado de antemano, se uniera con la esposa del príncipe, y ante testigos llamados para firmar, como si se tratara de legitimar a los hijos; de que ella escuchara las palabras de los auspicios, tomara el velo nupcial, sacrificara ante los dioses, que se sentaran entre los invitados en medio de besos y abrazos y, en fin, de que pasaran la noche entregados a la licencia propia de un matrimonio”.

Descripción real que nos muestra la aquiescencia de todos ante la poderosa Mesalina. La boda, concurridísima. No se habló de otra cosa en las semanas anteriores y posteriores en la capital, y en gran parte de la península. Pero, ¿y Claudio? ¿No es el emperador? ¿Dónde está? ¿Cómo es que nadie actúa pensando que éste se pueda enterar y les castigue? Pronto se han plegado todos a esta farsa, participando en esta boda, que por mucho que se tratara de una princesa no dejaba de ser una adúltera, que estaba dando un auténtico golpe de Estado. Y Claudio sin enterarse. No en vano muchos pensaban de él –aunque quizá no lo fuera- que era un “imbécil sometido a su esposa”, como resume nuestro historiador. Uno más de la larga lista de imbéciles que en el mundo han sido, aunque no todos han llegado a las altas cotas de gobierno que él lo hiciera.

Mesalina se las prometía muy felices, y celebró en su casa “un simulacro de la vendimia”. Con gestos propios de las bacanales, Mesalina “con el cabello suelto, agitando un tirso, y a su lado Silio coronado de hiedra, llevaban coturnos, movían violentamente la cabeza entre el clamor de un coro procaz”. Eran las fiestecitas de entonces, lo mismo que las de ahora, como aparecen algunas veces en las revistas del corazón o en la televisión, con “damas” y “caballeros” de todas clases, incluso de miembros de la realeza, que contraen matrimonios legítimos, ilegítimos, sucesivos, simultáneos, etcétera.

Al final Claudio, que se hallaba en el puerto de Ostia ocupadísimo, se entera de lo que ha sucedido en Roma con su esposa. Se lo cuentan dos de sus cortesanas, “a cuyo cuerpo estaba el príncipe especialmente acostumbrado”. Ya se ve que la castidad no era la virtud que más vivían Claudio y Mesalina. De entonces para acá, el sexto ha sido una piedra angular para muchos gobernantes.

El hecho es que Claudio decide tomar medidas, y detiene a Silio y a otros muchos de los que participaban en su conjura. Pero ¡ay!, ¿qué hacer con Mesalina? Esta se hallaba en los Jardines de Lúculo, esperando el momento de su detención. Confiaba en poder contener a su marido, como en ocasiones anteriores. “Pues Claudio, tras volver a casa y calmarse con un prolongado banquete, una vez que se calentó con el vino, manda que vayan y avisen a aquella desgraciada”. Los libertos se dan cuenta de que el emperador, medio borracho, se va a acostar con Mesalina, “y temiendo, si no se actuaba con decisión, a la proximidad de la noche y al recuerdo del lecho de la esposa”, deciden asesinarla. Claudio, al ser informado de la muerte de su esposa, no se inmutó: “pidió una copa y continuó haciendo los honores acostumbrados al banquete”.

Pues ahí tienen la narración de lo sucedido entre Claudio y Mesalina, emperador y emperatriz, según el historiador Tácito. Si abríamos este artículo con una frase de Juvenal, “quae non faciet quod principis uxor?”, “¿quién no hace lo que la esposa del príncipe?”, hemos de cerrar con un recordatorio lúgubre: la segunda esposa de Claudio, Agripina, fue incluso peor.

“La corrupción de los mejores, lo peor”.

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Publio Cornelio

 

Revista Arbil nº 79

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