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Revista Arbil nº 79

Biblia e Iglesia

por Guillermo J. Morado

Leída desde la fe en el interior de la Iglesia, la Sagrada Escritura despliega toda la profunda riqueza de su sentido. No estaban equivocados los Padres de la Iglesia cuando afirmaban: “La Sagrada Escritura está más en el corazón de la Iglesia que en la materialidad de los libros escritos”. Porque si la Biblia es un texto, su contexto propio de interpretación es la Iglesia

La Biblia, el conjunto de los libros que conforman la Sagrada Escritura, sigue despertando en los hombres de hoy, como en los de otras épocas de la historia, un gran interés. Karl Jaspers afirmaba que mediante la Biblia se abren en nosotros dimensiones de profundidad que nos permiten atisbar el fundamento de las cosas. ¿Quién no ha visto reflejadas las grandes experiencias de los hombres y de los pueblos en las páginas de la Escritura? ¿Cómo no pensar en Job a la hora de enfrentarse al problema del mal? ¿Cómo no evocar el Cantar de los Cantares para descifrar la indescifrable hondura de los multiformes rostros del amor? ¿Cómo no conmoverse ante los relatos de la Pasión de Cristo que nos ofrecen los Evangelios? ¿Cómo no hacer memoria del Éxodo cuando un pueblo pasa de la esclavitud a la libertad?

Aunque muchos enfoques sean posibles al aproximarse a la Biblia, la clave que permite adentrarse en su sentido es la fe eclesial. La Biblia, tal como hoy la conocemos, ha nacido en la Iglesia: ha sido la Iglesia naciente la que ha reconocido en los textos de la Escritura el hablar de Dios, la palabra de Dios en las palabras humanas. En ella, en la Escritura, la primitiva Iglesia plasmó su testimonio creyente acerca de Jesucristo, la Palabra de Dios encarnada. Los escritos del Nuevo Testamento brotan de la profesión de fe en Jesucristo, muerto y resucitado, Hijo de Dios y Salvador del mundo. Lo que las Escrituras de Israel prometían se había cumplido definitivamente en Él, la Palabra última de Dios.

El canon bíblico, el conjunto de libros que fueron recibidos como inspirados por el Espíritu Santo, se fijó a la luz de la regula veritatis, la regla de fe de la Iglesia. En esos libros, proclamados en la Liturgia, la Iglesia reconoció la palabra que Dios comunica a los hombres, porque esos libros eran verdaderamente testimonio normativo de la Palabra con mayúsculas, del Verbo de Dios hecho hombre. En contra de lo que muchas veces se piensa, el Cristianismo no es una "religión del Libro", sino una religión de la Palabra, que es Cristo.

A lo largo de los últimos decenios la interpretación de la Escritura, la exégesis bíblica, ha conocido enormes progresos. Los autores humanos de la Biblia son reconocidos como verdaderos autores y, en consecuencia, para comprender y explicar lo que ellos querían decir con sus textos se impone el recurso a los métodos histórico-críticos: la crítica textual, la crítica literaria y la crítica histórica.

Pero limitarse a un análisis crítico de la Escritura es quedarse a medio camino. Ya Guardini alertaba frente a la falsa seguridad de la exégesis moderna, "que ha obtenido muy significativos resultados parciales, pero ha perdido su objeto propio y ha dejado de ser teología".

Para que se supere el creciente hiato entre exégesis bíblica y teología, habrá que llegar a una síntesis apropiada entre la ciencia y la fe. La fe cristiana es conforme a la razón, y el misterio no humilla el acontecimiento histórico, sino que se manifiesta en él y por medio de él. La exégesis ha de ser, forzosamente, una ciencia teológica integradora, capaz de leer a la luz de la fe, sin violentarlos, los datos que ofrece la historia o la filología.

La precomprensión del exégeta católico no puede ser el agnosticismo o un cientificismo cerrado a descubrir la irrupción de Dios en el mundo y en la historia, sino la actitud del creyente que está a la escucha para captar lo que Dios, a través de autores humanos, histórica y culturalmente condicionados, ha querido decirnos para nuestra salvación.

 

Lo que caracteriza a la exégesis católica, afirma la Pontificia Comisión Bíblica, es que "se sitúa conscientemente en la tradición viva de la Iglesia, cuya primera preocupación es la fidelidad a la revelación testimoniada por la Biblia. (...) El exégeta católico aborda los escritos bíblicos con una precomprensión, que une estrechamente la cultura moderna científica y la tradición religiosa proveniente de Israel y de la comunidad cristiana primitiva" (La interpretación de la Biblia en la Iglesia, cap. III).

 

Ya que la Escritura es palabra divina en palabra humana, resultará imposible prescindir de la investigación histórico-crítica, aun cuando habrá que estar muy atentos a los presupuestos que se ocultan tras los métodos críticos, a fin de discernir en qué medida pueden ser contrarios o no a la fe de la Iglesia. En este sentido, habrá que hacer una saludable crítica de la crítica bíblica, liberando a los métodos de interpretación de aquellos principios que entren en contradicción con la naturaleza divina de la Escritura.

 

Por fidelidad a la naturaleza humana de la Escritura, la tentación del fundamentalismo no es aceptable desde la perspectiva católica: "El problema de base de esta lectura fundamentalista es que, rechazando tener en cuenta el carácter histórico de la revelación bíblica, se vuelve incapaz de aceptar plenamente la verdad de la Encarnación misma. El fundamentalismo rehuye la relación estrecha de lo divino y de lo humano en las relaciones con Dios. Rechaza admitir que la Palabra de Dios inspirada se ha expresado en lenguaje humano y que ha sido escrita, bajo la inspiración divina, por autores humanos, cuyas capacidades y posibilidades eran limitadas" (La interpretación de la Biblia en la Iglesia).

 

Por fidelidad a la naturaleza divina de la Escritura, la exégesis no puede limitarse a ser un estudio histórico-crítico, sino que ha de leer e interpretar la Escritura "con el mismo Espíritu con que fue escrita". Es decir, la lectura crítica de la Biblia ha de integrarse en una más amplia interpretación teológica atenta al contenido y a la unidad de toda la Escritura, a la Tradición viva de la Iglesia y a la analogía de la fe; a la conexión de las verdades de la fe con el Misterio Pascual de Jesucristo.

 

Los escritos bíblicos, en tanto testimonios de la revelación divina y de la fe de la Iglesia, son en cuanto tales posteriores y están subordinados a la fe de la Iglesia. La Biblia, para dejar oír su mensaje, tiene necesidad de un espacio de fe, que no es otro que la comunidad de la Iglesia.

 

La Escritura, unida a la Tradición, es la "suprema norma" de la fe eclesial; no la única, pero sí la suprema; aún cuando también la Escritura misma esté sometida a la Palabra de Dios, a Jesucristo, del cual da testimonio. La relación Iglesia-Escritura es de algún modo circular. La Iglesia precede a la Escritura, en donde ve reflejada su fe; pero, a la vez, la Escritura precede a la Iglesia, pues en la Escritura, unida a la Tradición, encuentra la Iglesia su norma suprema, en relación con las otras instancias testimoniales.

 

En la mutua pertenencia entre Escritura e Iglesia se inserta el papel del magisterio. A la Iglesia le corresponde el juicio definitivo sobre la interpretación de la Escritura, pues recibió de Dios "el encargo y el oficio de conservar e interpretar la palabra de Dios" (DV 12).

 

La Escritura ha sido entregada a toda la Iglesia, a todo el Pueblo de Dios. El oficio del magisterio de la Iglesia viene exigido por la naturaleza jerárquica de ésta. La tarea del magisterio no consiste en sustituir a la Escritura, ni en colocarse por encima de ella, sino en interpretarla auténticamente; es decir, con la autoridad recibida de Cristo (cf DV 10).

 

El magisterio ejerce esta misión de enseñar lo transmitido, en la Escritura y la Tradición, "escuchando devotamente", "custodiando celosamente" y "explicándolo fielmente", con la asistencia del Espíritu Santo. La interpretación del magisterio es, por consiguiente, norma próxima obligatoria para toda la comunidad eclesial y, por supuesto, para los exégetas.

 

En cualquier caso, es importante comprender que la función del magisterio como intérprete autorizado de la Escritura no es una imposición externa y contraria al trabajo científico, sino una consecuencia de la vinculación interna que existe entre Biblia e Iglesia. El exégeta, con su trabajo, sirve también a todo el pueblo de Dios y ayuda a madurar el juicio de la Iglesia (cf DV 12).

 

En caso de conflicto de interpretaciones, la palabra decisiva le corresponde no al juicio privado del exégeta o del creyente en general, sino a la Iglesia, que es "columna y fundamento de la verdad" (1 Tim 3, 15). No podríamos tener certeza acerca de la verdad salvadora que Dios nos comunica si la fe de la Iglesia, atestiguada en la Tradición e interpretada autorizadamente por el magisterio, no fuese la clave hermenéutica de la justa inteligencia de la Escritura.

 

Sólo así, leída desde la fe en el interior de la Iglesia, la Sagrada Escritura despliega toda la profunda riqueza de su sentido. No estaban equivocados los Padres de la Iglesia cuando afirmaban: "La Sagrada Escritura está más en el corazón de la Iglesia que en la materialidad de los libros escritos". Porque si la Biblia es un texto, su contexto propio de interpretación es la Iglesia. Sólo así, leída eclesialmente, la palabra bíblica se convierte "en el Espíritu" en palabra viva y eficaz que Dios dirige hoy a los hombres

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Guillermo J. Morado

 

Revista Arbil nº 79

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