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Revista Arbil nº 80

Hijos del grito

por Estanislao Martín Rincón

El grito creador, amoroso y eterno de Dios Padre, recibió millones y millones de balbuceos de respuesta, pero permaneció incontestado hasta las tres de la tarde del primer Viernes Santo de la Historia. Solo el Hombre-Dios podía co-responder a Dios. A grito infinito de llamada, grito infinito de respuesta. A grito creador, grito redentor, y redimir es una forma de crear.

1.- Gritar es cosa de hombres.

A continuación se ofrecen una serie de reflexiones sobre el grito humano. Digamos desde el principio, para marcar y acotar el campo, que hablamos del grito humano y personal. Queda, pues, descartado de nuestro interés todo grito animal: aullidos, ladridos, etc., y queda descartado también el chillido animaloide, es decir, ese grito que aun procediendo de garganta humana es irreflexivo e impersonal: el grito gregario, el grito del ebrio, o el grito incontrolado de quien pierde el dominio sobre sí mismo. El descarte no es caprichoso, ni se debe a que el grito en su sonoridad sea o no un grito verbal, sino a la falta de carga personal de esas situaciones en las que aparece el grito desmandado, con escasa o nula deliberación.

Apuntado levemente en un par de palabras lo que no es, vengamos con aquello que sí nos interesa: el grito necesario y útil, de dolor o de alegría, de mandato o de rebeldía, pero en todo caso grito consciente y controlado.

En un primer acercamiento las cuestiones se amontonan: ¿por qué gritamos?, ¿es necesario el grito?, ¿se da solo en momentos de tensión?, ¿gritar sirve para algo?, ¿es propio de toda persona o está asociado solo a algunos caracteres humanos, los más primarios y explosivos?, ¿o más bien está asociado a la vivencia de determinadas situaciones?

1.1 Justificación del grito. El hombre es un ser que piensa y actúa. Pero los actos del hombre están sometidos a la ley de la contingencia porque no necesariamente son siempre humanos. Hay muchos que no pasan de meros automatismos como son las reacciones instintivas no voluntarias, o las acciones irreflexivas. En cambio hay otros que son verdaderamente personales, aquellos que se hacen de forma consciente y voluntaria, poniendo en ejercicio lo más noble del hombre: su inteligencia y su voluntad, es decir, actuando con libertad. Por otra parte, dentro de estos últimos, existe todo una gama jerarquizada de carga humana en esos mismos actos, no mensurable pero sí real, según sea la implicación de la persona en ellos, y según sus consecuencias. Un acto libre, consciente y voluntario, es comprar el pan cada mañana y un acto libre, también consciente y voluntario, es contraer matrimonio, pero la diferencia entre ambos es evidente. La carga de ‘personeidad’ de uno no es comparable a la del otro.

Pues bien, el grito en el cual queremos centrarnos es aquel que va asociado a determinados actos en los cuales la implicación del ser personal es máxima. Algunas situaciones que atravesamos los hombres lo requieren, como es el caso del grito de socorro, la práctica de algunas artes marciales o el grito de guerra, y otras lo justifican como las reacciones subjetivas de muchas personas ante el logro de algo por lo que se ha trabajado con denuedo, la reacción de dolor agudo ante la muerte del ser querido, la orden enérgica del entrenador deportivo, etc. Cuando la persona vive momentos de alta intensidad psicológica, el grito es la confirmación de esa intensidad. El grito viene a señalar que la persona ha vivido determinadas experiencias con ímpetu, volcando todo su ser en ellas. Algo así como la corona de energía con la cual se realizan acciones personales intensas.

1.2 Cristo gritó. Jesucristo no hizo nada sin control ni sentido. Él que es el hombre perfecto, plenamente maduro (1), actuó personalmente en todo momento. Ninguno de sus actos le fueron impuestos contra su voluntad, ni fueron irreflexivos. Actuó siempre con una libertad absoluta, sobre sí mismo, sobre las cosas y sobre las situaciones que le tocó vivir, muchas de ellas de una dureza increíble. No dejó nada a la improvisación o al azar, no dudó jamás ante nada ni ante nadie, no vaciló al hablar o al obrar y nunca tuvo que rectificar sobre algo de lo que dijo o hizo.

La personalidad de Cristo es la del hombre total, pleno de sabiduría, bondad e inteligencia que “pasó haciendo el bien” (2).

Pues bien, este modelo perfecto de hombre que es Cristo, atendió en más de una ocasión a solicitaciones que le llegaron a gritos(3) y con gritos fue recibido en su entrada triunfal en Jerusalén. Los evangelistas no recogen ninguna situación en la cual Jesús mandara reprimir los gritos de los que le rogaban de manera tan estruendosa, ni de los que le vitorearon, niños y adultos(4), también a gritos, ni se tiene noticia de que los corrigiera por inmoderados o faltos de compostura. No debieron molestarle mucho los gritos salidos del corazón de aquellos que estaban sumidos en la tragedia o a punto de desesperar. Es más, los relatos de los Evangelios recogen varios momentos decisivos de la vida de Jesús en los cuales gritó con fuerza.

La primera escena conocida de la vida de Jesús relacionada con un grito tuvo lugar a los tres meses de la anunciación, en el encuentro de María, su madre con Isabel, la madre de Juan. Isabel saluda a la Virgen con un grito que se ha perpetuado en la Iglesia formando parte de la oración predilecta de los cristianos para dirigirse a la Virgen María: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre” (5).

Después, en su vida pública, el grito fue una constante presente en la vida de Jesús. Cristo gritó para enseñar y para hablar de sí mismo (6), gritó ante la tumba de Lázaro (7), dio un gemido antes de pronunciar el “effetá” en la curación del sordomudo (8), sollozó con lágrimas y clamores en su oración al Padre en Getsemaní(9)... y sobre todo gritó en la cruz. Fue su último acto antes de la muerte. El solo hecho de que Cristo se despidiera de su vida mortal con un potente grito nos está indicando el valor del grito mismo.

¿Por qué gritó Jesús? El que no abrió la boca ante ultrajes ni salivazos, el que se dejó conducir como cordero llevado al matadero (10), el que desde la cruz habló con serenidad y dulzura a su madre, a Juan, a los otros crucificados, ese mismo Jesús de aspecto tan desfigurado que ni siquiera parecía hombre(11), roto, pero perfectamente equilibrado, “a la hora nona gritó con fuerte voz: «Eloí, Eloí, ¿lemá sabactaní?», -que quiere decir- «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?» (12)”. Y momentos después, “dando de nuevo un fuerte grito, exhaló el espíritu” (13).

Chiara Lubich en una obra pequeña y profunda que ha titulado El Grito nos ofrece una serie de consideraciones muy valiosas, cargadas de espiritualidad sobre el grito con el cual Jesús prorrumpe en el mayor de los sollozos de su vida: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (14). Son reflexiones hondas, que se adentran en el misterio del ‘abandono’ que Jesús experimenta por parte del Padre, pero no es este grito el que ahora centra nuestra atención, sino el último grito, el definitivo, el concluyente. El del momento de la expiración narrado por San Lucas, cuyo evangelio dice textualmente que “Jesús, dando un fuerte grito dijo: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» Y dicho esto expiró” (15).

Ninguno de los gritos de Cristo en la cruz fueron gritos de desahogo personal de un Jesús extenuado. Ninguno de esos gritos fue una válvula de escape por donde encontró salida la hinchazón psicológica de una serie de emociones vividas con intensidad inusitada durante la pasión y a las que dio rienda suelta cuando ya no le quedaba energía para mantenerlas bajo su dominio. No fue así. Esos últimos gritos de Jesús no fueron un reventón debido a su debilidad agónica, una especie de rotura de embalse por una falla psicológica a través de la cual se le escaparon las últimas fuerzas ya descontroladas. Es verdad que en esos momentos cumbre debía estar muy, muy débil, pero la explicación de los gritos de Jesús en la cruz debe ser otra y no puede residir en la debilidad porque la debilidad extrema le habría impedido hablar. La debilidad física se manifiesta con apagamiento de voz y disminución o pérdida del habla, no precisamente con la capacidad para gritar; eso lo sabe cualquiera que haya asistido a un enfermo terminal que muere de agotamiento. En cambio Jesús gritó con voz fuerte. San Marcos señala que gritó dos veces. Estos dos últimos gritos fueron gritos conscientes, deliberados, el uno manifestación de un desgarro interno que no podemos ni concebir siquiera; el otro, reservado para la consumación de la tarea encomendada por el Padre. En ese grito último Jesús concentraba su vida, en él estaba su respuesta absoluta al Padre, a quien siempre dijo sí, y el grito mismo era la confirmación postrera de ese sí pronunciado en el umbral mismo de la muerte.

Jesús había gritado en varias ocasiones a lo largo de su vida pública, como hemos visto. Son escenas dignas de meditar para entender el significado profundo del hecho de gritar, pero este grito último es distinto a todos los demás. El grito de expiración de la cruz es el grito definitivo y redentor que responde en plenitud y en condiciones de igualdad a otro grito, el grito creador del Padre. Se trata de un grito de vuelta, es un grito ecoico, con el cual Cristo responde y co-rresponde al grito originario pronunciado por Dios Padre en el instante de la puesta en marcha de la creación.

Se nos abre así una vía de explicación a la pregunta de por qué gritó Cristo: gritó para corresponder al grito del Padre. Pero la respuesta en sí misma genera nuevas preguntas: ¿qué es eso de que Dios Padre había gritado al crear el mundo?, ¿en qué consiste ese grito?, y sobre todo, ¿por qué había que responderle?

2. Gritar es cosa de Dios.

“Dios llama a las cosas que no son para que sean” (16). El verbo ‘llamar’ tiene, en español, el doble significado de nominar, poner nombre a alguien y, por otra parte, de convocar hacia sí, requerir la presencia del llamado. En el primer sentido los seres no racionales son llamados por el hombre, que recibió de Dios el poder para dar nombre a todo lo creado. En el segundo sentido, requerir la presencia, solamente el Creador puede llamar de manera absoluta, solo Él puede decir a las cosas “ven”, puesto que es el único que tiene poder para dar la existencia a nuevos seres partiendo de la ausencia de estos. Así pues, Dios es quien llama a todas las criaturas, pero conviene diferenciar entre la criatura hombre y el resto de las cosas creadas. A estas últimas Dios les ha llamado a la existencia sin más, una existencia anónima, innominada, pero en el caso del hombre, la llamada a la existencia ha sido personal, es decir, a través de un nombre: “te he llamado por tu nombre, tú eres mío” (17). Este nombre ha sido invocado por Dios Padre, antes de todos los siglos “antes de la creación del mundo” (18).

La llamada creadora de Dios ha sido verbal, porque todo se hizo por medio de la palabra “y sin ella no se hizo nada” (19) de lo que ha sido hecho. Y además potente, es decir, mediante un grito.

La verbalización por parte de Dios mediante la cual hemos sido requeridos a su presencia ha sido un grito. Nuestra existencia es “esa respuesta que somos a un grito eterno, [el] grito que llama al ser y a ser” (20). Necesariamente había de ser así, pues Dios por ser “acto puro, sin ningún tipo de potencialidad” (21), “actúa siempre” (22), y al actuar, lo hace con toda la fuerza del ser que es: omnipotente, infinito y eterno. Dios puede hacerse oír delicada y suavemente porque su admirable pedagogía le lleva a darse a entender por el hombre según las capacidades y los modos de conocer de este; de hecho hay pasajes de la Escritura en los cuales Dios rechaza toda otra manifestación que no sea el susurro. Pero de aquí no podemos concluir que Dios no hable sino susurrando. Por otra parte sabemos que Dios no se reserva nada de sí mismo al actuar. Dios no puede amar un poquito solamente; Dios que “es amor” (23), ama del todo, con “amor eterno” (24), aunque por nuestras escasas posibilidades de recepción del amor de Dios, Él nos lo haga llegar en dosis inteligibles y graduales. Dios al llamar a las cosas, las llamó absolutamente, irrevocablemente, con toda la potencia creadora de su voluntad omnipotente. Así pues, si el grito es la manifestación sonora de que el ser actúa del todo, sin reservas, cabe pensar que Dios al llamar a las cosas, y especialmente al hombre, lo convocara a la existencia con un grito, no con un grito de desgarro ni de dolor, sino de bondad y de belleza infinitas, amoroso y eficaz, capaz de hacer que las cosas que no eran comenzaran a ser. Dice Juan Escoto que “es propio de la bondad divina llamar (vocare) a la existencia a aquello que quiere que sea a partir de lo que no existe. Pues el nombre de la bondad (bonitas) no se origina sino en la palabra griega boao, grito. Ambos, boao y kaleo, grito y llamo poseen un único sentido. Pues con mucha frecuencia el que llama lanza un grito (errumpit in clamorem). Así pues, con razón Dios es llamado bueno y bondad (bonus et bonitas), pues grita a todas las cosas, mediante un grito inteligible, que vengan de la nada a la esencia y por ello en griego Dios es llamado kalos, es decir, bueno” (25). De este modo es lícito pensar que Dios, que nos ha llamado a ser, y a “ser santos e inmaculados en su presencia” (26), lo haya hecho por medio de un grito inapagado cuyo eco resuena eternamente. En Dios intemporal no hay nada efímero. Si gritó una vez con un grito eterno, ese grito está vigente y lo estará siempre.

Mas toda llamada exige una respuesta y la respuesta debe darla quien es llamado. Al grito creador de Dios responde la criatura gritando. A cada nueva creación personal corresponde el grito naciente de cada neonato. Nuestra primera singularidad es gritar. Nos estrenamos en el mundo gritando porque somos hijos del grito. Hijos de los gritos maternos causados por los dolores del parto e hijos del grito de Dios, que antes de que el mundo fuese ya nos dijo “¡ven!”. A este “¡ven!” original, pronunciado por Dios Padre antes de todos los siglos, obedecemos necesariamente con el estremecimiento de todo nuestro ser que grita respondiendo. Responde gritando de dolor la madre y responde gritando de angustia el hijo. La explicación biológica de la necesidad de oxígeno para el recién nacido es tan cierta como insuficiente para entender el significado profundo de su llanto, un significado que va más allá de la biología. El llanto inicial es ante todo el clamor del hijo que grita “¡aquí estoy!”, “¡aquí estoy, Padre!”, “¡heme aquí!” (27). Cualquier otra respuesta personal que el hombre dé a Dios -y está llamado a dar varias a lo largo de su vida- tiene su hontanar en ese ¡aquí estoy!, inconsciente pero real, del que nadie guarda recuerdo. Cada respuesta vocacional específica no es sino la concreción voluntaria y personal de la llamada primera(28).

Ahora bien, la llamada primera, el “¡ven!” original, por ser grito de Dios es un grito infinito. ¿Cómo responder a un grito infinito?, ¿qué grito humano podía satisfacer el grito de Dios?, ¿qué hombre sometido a la muerte podía responder a la medida del grito de Dios? Solo ha existido uno: Jesús de Nazaret, “el Cristo” (29).

El grito creador, amoroso y eterno de Dios Padre, recibió millones y millones de balbuceos de respuesta, pero permaneció incontestado hasta las tres de la tarde del primer Viernes Santo de la Historia. Solo el Hombre-Dios podía co-responder a Dios. A grito infinito de llamada, grito infinito de respuesta. A grito creador, grito redentor, y redimir es una forma de crear. “Tanto en un grito como en otro hay creación, puesto que la justificación del pecador es igualmente un paso de la nada al ser” (30). Y no solo creación de la persona, ser individual, sino de la Iglesia. De este grito último nació la Iglesia. “Habiéndonos engendrado en aquel grito, aquí nace la Iglesia, el nuevo pueblo. Aquí es entregado el Espíritu Santo” (31).

Ahora sí. Ahora encaja todo.

Ahora se entiende el grito de Cristo, ahora que ya todo estaba “cumplido”. No podía ser de otro modo porque la voluntad soberana y todopoderosa del Padre no podía quedar en vano. En Dios no cabe que quiera algo y no se cumpla, porque Él “todo lo que quiere lo hace” (32); su voluntad es omnímoda, se cumple siempre necesariamente(33) y por eso su llamada no podía perderse en el vacío, ni quedar servida ni con los gemidos de los neonatos ni los poco más que tartajeos de los adultos de buena voluntad, respuestas que Dios acoge y acepta, pero que son, en todo caso, respuestas siempre raquíticas de los hombres en estado de miseria y de indignidad tras el pecado. A su llamada verbal purísima y eficaz no podía responder sino su misma Palabra purísima y eficaz, y solo ella. A la llamada con la que el tres veces santo convocaba a los hombres, solo podía convenir la respuesta de quien siendo también tres veces santo, además pudiera hablar, por derecho propio, en nombre de los hombres: Cristo Jesús. En el momento en que dio su último grito en el Calvario, el Padre encontró respuesta adecuada. Ahora Cristo, ya podía entregar el espíritu. La obra estaba consumada, la llamada respondida.

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Estanislao Martín Rincón

Notas:

1 Cfr. Ef 4,13.

2 Hc 10, 38.

3 Cfr. Mt 9, 27; 15, 22; 20, 20-31; Mc 6, 49; 9, 24; 9, 47.

4 Mt 21, 9; 15; Mc 11, 9; Jn 12, 13.

5 Lc 1, 42.

6 Cfr. Jn 7, 28, 37; 12, 44.

7 Cfr. Jn 11, 43.

8 Mc 7, 34.

9 Cfr. Hb 5, 7.

10 Cfr. Is 53, 7.

11 Cfr. Is 52, 14.

12 Mc 15, 34.

13 Mt 27, 50.

14 Mc 15, 34.

15 Lc 23, 46.

16 Rom 4, 17.

17 Is 43, 1.

18 Ef 1, 4.

19 Jn 1, 3.

20 CHRÉTIEN, J. L. (1997) La llamada y la respuesta, p. 34. (Madrid, Caparrós).

21 STO. TOMÁS DE AQUINO. Suma de Teología I, c. 3, a.

22 Cf. Jn 5,17.

23 I Jn 4, 8.

24 Is 54, 8.

25 Juan ESCOTO. Commentaire sur l’Evangile de Jean, I, 27, ed. y trad. E. Jeauneau, Paris, 1972, p. 141. Citado por CHRÉTIEN, J.L. en la misma obra y página referida en la nota nº 16.

26 Ef 1, 4.

27 En Cristo se repite la historia de la llegada de cada hombre al mundo. Si nuestro grito primero significa el cumplimiento necesario de la voluntad de Dios Padre que nos ha llamado a la vida, con Cristo se repite ese mismo cumplimiento de la voluntad de Dios, pero de modo consciente. Cuando Cristo entró en el mundo dijo: “¡He aquí que vengo -pues de mí está escrito en el rollo del libro- a hacer, oh Dios, tu voluntad!” (Hb 10, 7).

28 Del mismo modo se explican los gritos maternos cuyo alcance supera los dolores físicos del parto. El “¡aquí estoy!” del hijo es una respuesta mediada por el “¡aquí está!” de la madre. El “¡ven!” de Dios al hijo comporta un “¡tráelo!” para la madre. La misma llamada Dios, creadora para el hijo es cocreadora para la madre. En este sentido, ser madre es responder, gritando, a Dios que llama, en un mismo grito, al hijo a la existencia y a la madre a la coexistencia. Responder en nombre propio y responder en nombre de otro, sin que entre uno y otro nombre pueda establecerse una línea diferenciadora con nitidez: he ahí la grandeza y la gran cuestión de toda maternidad. La vocación a la existencia del hijo está mediada por la vocación a la maternidad de la madre, no a la maternidad en abstracto, sino a la maternidad de cada hijo concreto. Las consecuencias marcarán la vida entera de la madre, y de algún modo también la vida entera del hijo. Desde esta perspectiva, ser madre significa, además de car a luz al hijo, conducirle para que la vida de este sea la respuesta cabal que Dios espera de él.

29 Mt 2, 4.

30 CHRÉTIEN, J. L. (1997) Obra citada, p. 35.

31 LUBICH, C. (2000) El grito, p. 27. (Madrid, Ciudad Nueva).

32 Sal 135, 6.

33 Cfr. STO. TOMÁS DE AQUINO. Suma de Teología I, c. 19, a. 6.

 

Revista Arbil nº 80

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