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Revista Arbil nº 80

"La Pasión" y la religión literaria

por Guillermo J. Morado

Leyendo algunas de las críticas que se le han hecho a "La Pasión" de Mel Gibson, me ha venido a la mente la distinción que el Cardenal Newman establece en su "Gramática del asentimiento" entre la "fe real" y la "religión literaria". La "fe real" sitúa al creyente ante un objeto concreto, ante una historia sobrenatural casi escenificada. La "religión literaria", que tiene miedo de andar entre lo real, da su asentimiento a nociones, a conceptos, a productos de la mente

La "religión literaria" afecta solamente a la razón y deja el corazón frío, ya que es incapaz de movilizar las dimensiones de lo humano que llevan a la acción. La "fe real", por el contrario, tiene "ojos, manos y pies"; es decir, incide en la globalidad de la persona, que es algo más que raciocinio. El hombre, además de razonar, "ve, siente, contempla y actúa".

Mel Gibson nos sitúa ante un Cristo real y ante un drama real. El Cristo de "La Pasión" tiene carne y sangre, se conmueve y llora, sucumbe en sus caídas bajo el peso de la Cruz y agoniza atormentado por el dolor de los clavos, con la boca reseca por la sed, con el cuerpo desfigurado por el martirio. Esta carnalidad del Salvador nunca fue del agrado de los gnósticos. La gran tentación, de los gnósticos de ayer y de los "intelectuales" de hoy, ha sido siempre la misma: vaciar de realidad esa carne para reducir la figura de Cristo a pura idea, a mera noción, a ilustración didáctica de un proyecto moral o de una utopía de solidaridad entre iguales. Pero el Cristo se niega a morar en la república de las construcciones mentales; Él plantó su tienda entre nosotros e hizo de la carne el gozne de la salvación: "Caro cardo salutis".

Una representación "literaria" de la Pasión del Salvador se convierte en un excelente tema de conversación, en un argumento interesante para las tertulias de los sabios, en un pretexto sobre el que elaborar un ensayo erudito. Una representación "real" de la Pasión nos hace pensar, pero también nos conmueve, sacude nuestra imaginación, despierta nuestros afectos y puede hacer que cambie en algo nuestra vida. Y ahí, en la incidencia en la vida personal, se traza la línea divisoria entre lo aceptable y lo repudiable. Molesta Cristo si nos amenaza con cruzar esa frontera, si da el paso que va de lo nocional a lo real, si nos sale al encuentro en la Vía Dolorosa y nos invita a llevar con Él, aunque sólo sea un poco, la pesada y ligera carga de la Cruz.

La alergia de los gnósticos de ayer y de los "intelectuales" de hoy es alergia a la Encarnación y a esa secuela incómoda de la Encarnación que es la Cruz. Molesta Cristo, en la medida en que en Él Dios se hace cercano, demasiado próximo a nuestro mundo, excesivamente identificado con nuestro destino. De admitir a Dios, admitámosle a lo sumo como un "totalmente Otro", como una idea, como algo lejano, como un tema de conversación, pero, eso sí, exiliado de nuestra tierra, a años luz de nuestra carne y de nuestra sangre. Los retratos "intelectuales" de Jesús han sido siempre autorretratos de sus autores: el predicador moral de los racionalistas, la personificación de la humanidad de los idealistas, el artista de la palabra de los estetas, el amigo de los pobres de los socialistas... Como ha escrito A. Schweitzer, al final el Jesús real "pasó de la largo por nuestra época", resistiéndose a ser convertido en pura idea.

La escandalosa cercanía de Dios, el desafío a la razón ilustrada que plantea la concreta universalidad del Verbo encarnado, se presenta en toda su desnuda crudeza ante nosotros como una provocación a nuestra libertad: "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame" (Mateo 16, 24).

Mel Gibson, como en tantas ocasiones los artistas, nos ha acercado la figura de Cristo en su carnalidad reveladora y redentora. Y leyendo a tantos críticos, gnósticos de ayer e "intelectuales" de hoy, hemos recordado las palabras de San Juan: "todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios; ese es el del Anticristo".

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Guillermo J. Morado

 

Revista Arbil nº 80

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