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El abominable asalto al Poder Judicial

por Javier de Echegeray

De manera escalonada se ponen de manifiesto problemas puntuales en el proceso de adaptación del poder judicial "al signo de los tiempos" (que dirían los meapilas de la progresía). Problemas que, cada uno en su momento, han ido llamando la atención de los sectores vinculados y de los críticos en general

Como de costumbre y desde que a principios del siglo XIX (1.837) se inició la ininterrumpida serie de contumaces intentos (algunas veces con éxito) de instauración de los jurados, el establecimiento de esta curiosa institución en nuestros días (en aplicación de lo dispuesto por la Constitución española de 1.978 pero que no llega a formalizarse hasta las postrimerías del gobierno socialista) ha provocado críticas, ha despertado temores y ha generado alegatos en pro y en contra que, a mi entender, no llegan a tocar la médula de su inoperancia, posiblemente porque ponerla de manifiesto no resulta “políticamente correcto”.

Muy en especial, se levantan las voces de rechazo después de conocidos los veredictos escandalosamente antijurídicos que distorsionan el concepto de justicia, de casos como el de Miguel Otegui, Dolores Vázquez y algunos otros que causan alarma social por lo escandaloso de sus desaciertos.

Nada quiero yo añadir a tantas opiniones (muchas de ellas muy autorizadas) como se han levantado en la crítica a las actuaciones de tal institución en los casos mencionados y algunos otros que no han adquirido la popularidad de ellos. Muy en especial, mi querido maestro Ismael Medina, ejemplo de ensayista y comentarista con muy amplios conocimientos sobre las coordenadas en que se mueve la política nacional e internacional hoy en día, acertó con una crítica muy puntual en uno de sus últimos artículos, publicado en “La Noticia Digital” (“¿Es el jurado una institución judicialmente válida, o una superstición política?”) y que yo tuve ocasión de bajar y leer . Si cualquiera de mis lectores desea ilustrarse acerca de los empeños que reiteradamente y desde la fecha de primera instauración se han realizado con tozudo empeño cerril; de la ideología que siempre los ha traído; de la terquedad de sus valedores, después de las amplias y generalizadas críticas que ha merecido por parte del propio Poder Judicial que había consentido su implantación, en cada período en que ha estado vigente, le remito a ese magistral artículo en el que podrá conocer con precisión documental todos estos avatares. E interpreto que Ismael Medina, al concluir que se trata de una “superstición política” da a esta palabra el sentido de creencia fanática que, por serlo, se trata de imponer con contumacia e incluso con formas violentas.

Pero creo que conviene aportar, como crítica al jurado, algo que no tiene la calidad técnica de un enjuiciamiento científico pero que, a mi modesto entender, constituye uno de sus principales defectos: la capacidad formal de un jurado, elegido al albur de una selección tal y como se prepara la de sus miembros, para emitir veredictos de inocencia o culpabilidad en los casos que les son encomendados.

Creo que no tengo que hacer esfuerzos para convencer a cualquier persona de buena fe de que la impartición de justicia es una de las funciones más delicadas que puede ejercer el hombre, si quiere hacerlo con una mínima seguridad jurídica. De ahí las dificultades especiales que en todas las épocas ha revestido la preparación de las oposiciones a judicaturas, los amplios conocimientos técnicos que se exigen y la formación moral que se requiere para esta función. Aún siendo así, conocemos los problemas de conciencia con que a veces tropiezan los jueces de carrera para emitir veredictos y formular sentencias. Su formación no se agota con estudios tan concienzudos y profundos, sino que se extiende con las experiencias que un juez va adquiriendo en juzgados de tercera, en villas de escasa población y en los sucesivos encargos que le van haciendo conocer la función diaria del enjuiciador y le van preparando en los aspectos morales y científicos que en el desarrollo de su profesión va adquiriendo; y en el debido estudio a que cada caso le obliga.

Y siendo tan clara la dificultad de un ejercicio en el que solo debe de emplearse a personas con una preparación muy superior en materia de leyes y con conceptos morales, éticos y de principios muy elevados, causa extrañeza que determinadas tendencias políticas (siempre amorales) pongan tantísimo empeño en la existencia de una institución que se caracteriza precisamente por lo contrario: por designar para esta grave función (aunque no sea más que la de emitir el veredicto, ella configura la culpabilidad o inocencia de un procesado y fuerza la sentencia) a personas completamente legas en los complicados recovecos de la justicia. Sucede que algunos elegidos adquieren de inmediato conciencia de su propia incapacidad y procuran por todos los medios zafarse de la responsabilidad que gratuitamente se les impone en su designación y que pesa sobre sus conciencias como una losa. Hasta tal punto que ha provocado que la selección del jurado haya de ir unida a normas formales de obligado cumplimiento de la función asignada con objeto de no tener que hacer interminables estos procesos de selección. Ello acompañado del dispositivo social que inculcan a las masas de que se trata de una función necesaria que obliga a su ejercicio so pena de graves problemas morales de incumplimiento de los deberes ciudadanos.



Decíamos que la institución del Jurado Popular viene siempre acompañada de reglas estrictas que tratan de impedir que el nominado se escaquee. Pero es igual: apenas se determinan los casos en los que está justificada la incompatibilidad de una persona para formar parte de un jurado, el amparo en estos supuesto se multiplica y cualquier persona con un mínimo de conocimientos y de responsabilidad se cobija en ellos para evitar algo que es de por sí desagradable o contrario a la propia idiosincrasia de la persona. Así sucede, por ejemplo, con la exención que se produce por tener ideas preconcebidas sobre un determinado juicio: he visto numerosos casos en los que a la pregunta de si tienen formado juicio previo sobre el caso que va a juzgarse, el electo responde con firmeza que cree que el reo es un desalmado que merece que caiga sobre él el peso más absoluto de la Ley y que está dispuesto a proclamar su culpabilidad a todo evento. Con lo que queda automáticamente descartado como posible jurado. De manera que las deficiencias de la institución se multiplican: porque, finalmente, son las personas con mayor formación las que se dan cuenta de su incapacidad para emitir un veredicto judicial; y solo los más iletrados admiten integrarse por el atrevimiento que confiere la ignorancia, por un prurito de protagonismo, por los beneficios materiales que piensa obtener de su actuación… Y resulta finalmente que las conformaciones del jurado quedan limitadas a los menos capacitados de cuantos se hayan podido elegir.

Otro tema de importancia es el de la vocación. Hemos de suponer que la persona que, finalizados sus estudios de derecho, se decanta por una tan dura oposición como lo es la de judicaturas (cuya relación sueldo/dificultad es muy desventajosa respecto a otras oposiciones más llevaderas) tenga un alto grado de vocación. Y estamos seguros de que la vocación es un elemento que configura de manera determinante la capacidad de veredicto y sentencia que son propias de un juez.

Uno se pregunta, después de un escarceo por las opiniones más autorizadas en torno a los jurados populares, quienes, por qué y con qué fines se empeñan contumazmente en la instauración de tan lamentable institución, después de conocer una historia en la que solo existen fracasos, desmanes y desastres; después de observar que no existe ninguna experiencia de las muchas que llevamos ya sufridas que pueda aportar ni un gramo de materia positiva a su justificación.

Este es, a mi entender, el eje fundamental sobre el que gira la oscura historia de los jurados y del terco empeño en traérnoslos.

Mirado el problema con mayor amplitud, su entidad no se ciñe a la mera existencia de los jurados populares. Se trata de muchos otros escalones que se recorren en cada proceso revolucionario o democratizador tendentes al desguace de la institución judicial en su conjunto. Y creo que la única forma de conocer la amplitud del intento y la profundidad de su calado y, por tanto, de llegar a conclusiones que no sean parciales, es la de enfocarlo en su complejo ámbito. Y esta es la aportación que me gustaría hacer hoy (si mi pobre entendimiento lo consigue) al enjuiciamiento global de este complicado problema.

Digámoslo sin ambages aunque entre dentro de lo “políticamente incorrecto” (expresión tan estúpida como tantas otras pero bajo la que se ampara una sediciosa prohibición no escrita de hablar de “determinadas” cosas): la institución del jurado popular, igual que el resto de acciones tendentes al desmantelamiento de las estructuras judiciales que conforman la seguridad jurídica de un país, ha venido siempre de la mano de procesos revolucionarios, democráticos o de cualesquiera otros sistemas políticos y sociales con los que nos ha asediado la “progresía” (auténticos “regresivos” en su sentido más literal). Y sigamos sin disimulos para determinar, aunque ello suponga que somos política, social y filosóficamente “incorrectos”, “incorrectísimos”, que quien ha alentado estos procedimientos de desarme del poder judicial de cada nación, ha sido la masonería. De los muchos escritos que han caído en mis manos y que pueden ser atribuidos sin lugar a dudas a las hermandades masónicas, carbonarias o de cualquier otra forma crípticas pero todas ellas reunidas en torno a un mismo tronco común y con finalidades alertadoramente idénticas, no pocas de ellas contienen consignas entre las que menudean instrucciones para conseguir, como primeros objetivos en la conquista de un Estado, las carteras ministeriales de Justicia y de Instrucción.



Dejemos lo de la instrucción para otro comentario que, por cierto, sería del mayor interés. Y nos centraremos en lo del asalto a las instituciones judiciales del Estado. Debo de remitir al curioso que sienta un interés especial por ilustrarse en estas cuestiones, a las máximas que, con ocasión de la caída del periodo revolucionario iniciado en 1.812 y propiciado (según propio reconocimiento del que incluso se jactan) por los masones, se impartieron a todas las logias españolas en 1.823 y 1.824 como Reglamentos de la Masonería indígena para propiciar la recuperación del sistema. Quien quiera entretenerse en su estudio en profundidad, sepa que estos Reglamentos se encuentran en el Archivo General del Ministerio de Justicia, Madrid, Legajos números 3.505, 3.506 y 3.510, en causa titulada “Españoles: Unión y Alerta”, de enero-mayo de 1.825.

Realmente, no contienen estos Reglamentos ninguna novedad para quienes hemos analizado con avidez los avatares de la secta desde sus comienzos como masonería simbólica. Pero hagamos una genérica revisión de sus máximas, ya que no cabe una mayor profundidad en los límites de un artículo que ya se va haciendo muy extenso para serlo.

Conviene leer, a los efectos que ahora nos interesan, las máximas 14. 30, 39 y 43 de las del Reglamento de 1 de septiembre 1.823; y las 30. 32 y 33 del Reglamento de 1 de abril de 1.824. Queda meridiana y explícitamente claro en todas ellas la voluntad de crear unos cuerpos de policía (que incluye el proyecto de creación de un Ministerio de Policía) y el de mantener en sus puestos a los “liberales” y “constitucionales” que estuviesen aún vigentes del régimen abolido y que ocuparen cargos de Oidores, Corregidores y Alcaldes de letras de las ciudades y villas para que influyan en el ánimo de los Jueces.

En el Reglamento de 1.824, en el que las máximas son más avanzadas por haberse conseguido ya, mediante el cumplimiento de las de 1.823, no pocos de los objetivos que se marcaban en éste en lo referente a la justicia, se dice que, habiendo “visto ya purificados por Audiencias no purificadas a tantos jueces de primera instancia y alcaldes constitucionales de los pueblos y, por consiguiente, repuestos en sus destinos anteriores de Corregidores y Alcaldes mayores que obtenían a tantos Hermanos nuestros; cuya operación demasiado murmurada por nuestros enemigos hasta un extremo de despecho y rabia, nos ha producido la importantísima ventaja de tener en nuestro poder la autoridad política y judicial de casi toda la Península; logrando así el entorpecimiento de nuestras causas, la absolución de muchos y la colocación de no pocos acérrimos enemigos del absolutismo.”, (..) “los realistas no prosperarán y las togas y varas de la justicia no sólo se afianzarán en nuestros Hermanos repuestos, sino que también habrá muchísimos otros que las obtengan por su protección”.

De lo hasta aquí dicho se infiere claramente cuales son los objetivos de quienes nos han traído siempre de la mano las innovaciones y “adelantos” del sistema con que nos acosa la “progresía”. No solo está cantado que tienen una intención cerril de apoderarse de los resortes del poder judicial; sino que la última causa por la que lo pretenden es la de la salvaguarda de los puñeteros “hermanos” que de otra forma serían masacrados y anulados por una justicia multisecular y consuetudinaria que ha ido tapando, a través de los mucho siglos de su existencia, los resquicios por los que podrían colarse conductas tan abominables como esta.

¿Puede nadie creer, después de escuchado este singular oráculo que supone una confesión de parte, que alguno de los conspicuos y oscurantistas hermanos está preocupado por la mayor o menor equidad de los tribunales populares, de su mayor o menor capacidad para impartir justicia? Si, en efecto, lo están; pero no en el sentido que pretenden cuando nos “venden” el jurado, sino precisamente en el contrario: están vivamente interesados en que las instituciones judiciales que se instalen carezcan de capacidad en absoluto para impartir una correcta justicia y dejar así impunes sus abominables crímenes para seguir adelante con sus maléficas felonías que va decantando el poder a su favor en contra de los más elementales principios de soberanía de los pueblos y del bien de los mismos.

Es evidente que los jurados populares, con sus defectos diáfanos, están sometidos a la influencia de las convicciones sociales sobre cada caso (que ya se encargan de crear los medios de comunicación en sus manos) o de los modismos de una propaganda aviesa. Pero hay más, mucho más… Los pobres seres que caen en la tentación de ocupar los escaños de un jurado popular (que, como hemos dejado claro, son, además, los más iletrados, los menos aptos para el fin de emitir veredictos) son igualmente sensibles a cualquier tipo de influencia: sea por la consecución de una ventaja social, por la de sus familiares, por dinero y, finalmente, por imposición so pena de crueles y ominosas amenazas físicas, económicas y laborales contra él o contra sus familias.

Pero ya hemos dicho que esto de la instauración del jurado como instrumento de aplicar la justicia no es más que un peldaño en la amplia escala de cambios y sustituciones que se realizan en todos los procesos revolucionarios y democráticos con que se asaltan los poderes naturales de cada nación. El conjunto de todos ellos vienen a configurar una nueva forma de poder judicial que consigue, como hemos dicho, la impunidad de soterrados crímenes de Estado cuyo único fin es el de entregar sin defensas el poder de las naciones a sus enemigos más sórdidos y declarados. Pero que son aprovechados en la misma medida para castigar a cuantos, en defensa de los intereses patrios, se oponen al asalto del poder. Si ya en 1.823 estaba clara la firme determinación de asalto al Poder Judicial, los mismos procedimientos (tan burdos como en sus principios, ni siquiera refinados a lo largo del tiempo) han constituido sus objetivos más codiciados con la cabezonería y tozudez que son propias de estas sectas, todas ellas amparadas bajo un mismo paraguas.

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Javier de Echegeray

 

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