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Niccoló Maquiavelo. El Galileo de la Política

por Primo Siena

Las convulsiones políticas de Italia en los tiempos de Maquiavelo

 

En la Italia de los siglos XV e XVI, fraccionada en distintos Estados a menudo en competencia entre ellos, se vive una profunda contradicción existencial. Con la excepción de Venecia - gobernada por un peculiar régimen aristocrático que logra asegurar la estabilidad política con el progreso comercial y económico - en las otras regiones de Italia, una situación política precaria y frecuentemente crítica, se contrapone al fervor artístico y cultural despertado por el Renacimiento.

Gian Galeazzo Sforza, príncipe del potente ducado de Milán, es asesinado el año 1476. Al recibir esta noticia, se dice que el Pontífice Sisto IV (alias cardenal Francisco de La Rovere), habría pronunciado estas palabras proféticas: "¡La paz en Italia ha terminado!".

En realidad las discordias entre los Estados italianos desde tiempo provocaba acuerdos, rupturas y alianzas que se hacían y deshacían según el ritmo turbulento de las olas marinas.

Muy pocos eran los príncipes italianos que gozaban de un poder relativamente estable en sus Estados. Faltaba un rey capaz de unir las distintas entidades políticas, como en España, Francia e Inglaterra. La única realidad estable de Italia, en aquella época, parecía ser su debilidad política.

En la noche entre el 10 y el 11 de agosto de 1492 - mientras que Cristóbal Colón, superadas las columnas de Hércules, navegaba hacia un continente desconocido - el cardenal español Rodrigo Borgia ascendía al trono pontifical con el nombre de Papa Alejandro VI, marcando para Italia su prima gran desdicha, después de la ocupación del puerto de Taranto por parte de las huestes turcas de Mahoma II, acaecida el 11 de agosto de 1480.

La elección del cardenal Borgia al pontificado había sido favorecida por preocupaciones más políticas que religiosas. El colegio cardenalicio había considerado más útil a la Iglesia, en aquel momento, las habilidades diplomáticas del cardenal español que una trayectoria religiosa intachable.

Lamentablemente el humanismo paganizante había penetrado en la Curia Romana a tal punto que Gregorovius comentará al respeto: "Todos se sentían invadidos por elementos demoníacos"

La elección al pontificado del cardenal español, aunque fuera la de un eclesiástico disoluto, indigno de la dignidad pontificia, expresa entonces la sociedad de su tiempo.

Alcanzado el solio pontificio, Alejandro VI, demostró de querer trabajar más que por la Iglesia católica por el provecho de su familia, otorgando al hijo predilecto César, eclesiástico y militar, amplias facultades para reducir a disciplina los hacendados renuentes del Estado Pontificio.

Hábil, inteligente, inescrupuloso, César Borgia - duque de Valentinois y de Romaña - resume en su personalidad la figura del aventurero que posee las virtudes y los vicios de un príncipe ajeno a toda moral, cuyo único fin es alcanzar el poder político y conservarlo a toda costa.

Es notorio que Niccoló Maquiavelo, al escribir su célebre tratado El Príncipe, tomará a la figura de César Borgia como modelo del hombre de gobierno que no vacila en asumir las culpas y los delitos de los seres humanos; y para aumentar el bienestar de sus súbditos, está dispuesto "a recurrir sin miedo los senderos del mal".

La Roma de Alejandro VI presentaba un espectáculo de tanta corrupción que los verdaderos católicos se sentían disgustados y ofendidos, a la vez.

Entonces se levantó la voz vehemente y amonestadora de Fray Girolamo Savanarola para expresar la indignación de los cristianos.

"El escándalo - denunciaba el célebre predicador dominico- empieza en Roma para difundirse en todo el clero; son peores que los Turcos y los Moros. En Roma todos obtienen beneficios por medio de la simonía. Compran los empleos más altos, para asignarlos a sus hijos o hermanos. Su avidez es insaciable y no hacen cosas sino por amor del oro. Para tocar las campanas, exigen recibir moneda; participan a los vésperos sólo si se les asegura algún beneficio económico. Un cura o un canónigo que conduzca una vida normal es considerado tonto o hipócrita a tal punto que se dice: ¿Quieres arruinar a tu hijo? ¡ Haz de él un cura!".

Las severas acusaciones de Fray Girolamo, tenían asidero; y si el fogoso dominico no hubiese cedido a la tentación de meterse en política, encabezando en Florencia el partido de los "Piagnoni" (esto es, los "Llorones") su anhelo reformador habría tenido algún resultado positivo.

Desde el pérgamo de la iglesia del convento florentino de San Marcos, decía además cosas justas y sabias: exhortaba a la caridad y a la fraternidad, como premisa a la unión política de los italianos; los convocaba a reformar las leyes y a abandonar el régimen político de uno solo (el Señor o el Príncipe), sin caer en la exageración demagógica del gobierno de todos. Él propugnaba un gobierno de los mejores, como aquel de la República de Venecia que desde siglos había consolidado su sistema aristocrático.

La predicación del monje dominico molestaba tanto el Papa que la familia de los Medici, liderada - después de la muerte de Lorenzo el Magnifico (9 de abril de 1492) - por el débil e incapaz Piero. Entonces Alejandro y Piero de Medici estipularon una alianza en contra de Savanarola. Así, cuando Carlos VIII, rey de Francia invadía el territorio italiano - y el predicador dominico amenazaba los castigos divinos sobre la Italia corrupta (y especialmente sobre Roma y Florencia) - el Papa prohibió a Savanarola de predicar. Pero Fray Girolamo no acató la disposición y fue excomulgado.

Aprovechando de la presencia del rey galo en Italia, Fray Girolamo había abogado per la restauración en Florencia de un régimen republicano - después de la expulsión de los Medici (1494) - proclamando a Cristo Rey, "Señor de la Ciudad".

Restaurado en parte el poder de los Medici (1498) con el prevalecer en la República florentina del partido de los "Arrabbiati" (es decir, "Los Rabiosos") por sobre de sus seguidores, Girolamo Savanarola es detenido, torturado y condenado a muerte. El 23 de mayo de 1498, es colgado - junto a dos cofrades - en la plaza de la Señoría; su cuerpo es quemando en la hoguera y sus cenizas esparcidas en el río Arno

Las llamas de la hoguera, encendida en la Atenas de Italia con los despojos del desafortunado dominico, quemaron también la serenidad renacentista de distintos artistas y pensadores; como en el caso de Miguelangel: envolviendo su potente inquietud artística en un velo de tristeza; o en aquel de Fray Bartolomeo della Porta, que después de aquel trágico mes de mayo, rehusó de pintar por algunos años; o como en Sandro Botticelli, cuyos ideales estéticos, desde entonces, se volvieron más severos y algo melancólicos.

Esta era la Italia convulsionada de los tiempos de Niccoló Maquiavelo; quien - expresando su opinión sobre Savanarola - había escrito: "De un tal hombre, hay que hablar con respeto".

Niccoló Maquiavelo, en la luz de la historia


La figura de Niccoló Maquiavelo emerge a luz de la historia el año 1498, cuando - en una carta fechada 9 de marzo - escribe un comentario sobre la predicación de Girolamo Savanarola demostrando, ya a los veintiocho años, su madurez mental y su capacidad de observador político. En el mes de junio entra en la administración pública de la República de Florencia, guiada por Pier Soderini, asumiendo las funciones de segundo canciller encargado tanto de asuntos administrativos y militares como de misiones diplomáticas.

Niccoló había nacido el 3 de mayo de 1469 en una familia de la burguesía acomodada de Florencia, cuyos antepasados remontaban a un linaje de parte guelfa. Hasta los veintinueve años había conducido una vida bastante obscura y algo aburrida.

Durante los catorce años de su vida pública, cumplió distintas misiones diplomáticas, siendo por dos veces embajador de Florencia en Roma y representando la República de Florencia por tres veces en la Corte de Francia.

En Roma conoció a César Borgia; quien será el modelo de gobernante después descrito en su obra, universalmente conocida como El Príncipe (y que será publicada en 1532, cinco años después de la muerte de su autor).

En 1506, por consejo de Maquiavelo, la República florentina instituye una magistratura para reformar al ejercito ciudadano, denominada "Los Nueve de la Ordenanza y Milicia florentina"(algo así, como un "Ministerio de Defensa" de entonces), encomendando su cancillería principal al mismo Maquiavelo en calidad de secretario.

En 1512, caída la República y habiendo recuperado por completo su poder, los Medici - regresando a Florencia - despojaron a Maquiavelo de todas sus funciones y dignidades públicas y lo desterraron de la ciudad por doce meses. Un año después, sospechado de estar involucrado en la conjura de Pietro Paolo Boscoli, Niccoló Maquiavelo es encarcelado y torturado (aunque en forma liviana). Luego excarcelado en consecuencia de la amnistía del Papa Léon X (alias Giovanni de Medici), se retira en su casa denominada "Albergaccio", en el poblado de San Casciano, cercano a Florencia. Aquí, como él mismo atestigua en una carta a su gran amigo Francesco Vettori, de día participa en la vida de los aldeanos y concurre a la taberna del lugar confundiéndose con la gente común. Pero al atardecer regresa a su casa donde, vestido con ropas nobles, medita sobre las obras de los clásicos latinos (César, Cicerón, Ovidio, Tito Livio), lee a Dante y Petrarca, compone sus obras literarias y escribe sus reflexiones políticas..

En el "Albergaccio inicia a redactar El Príncipe, desahogando así su vocación política, como confiesa en la carta del 9 de abril de 1513 a su amigo Vettori: "La fortuna ha dispuesto que yo, no siendo apto para razonar sobre el arte de la seda o de la lana, ni sobre ganancias o perdidas, sea habilitado para razonar acerca de los asuntos del Estado; por lo que es conveniente que haga voto de callar, o que hable sobre estos asuntos".

En la misma carta confiesa: "Amo a mi patria más que a mi alma; y os digo esto por la experiencia que me sugieren los últimos sesenta años, porque ningún tiempo habría podido ser más atormentado que estos años difíciles donde, necesitando la paz, no se puede evitar la guerra".

 

A sus cuarenta y cuatro años de edad - catorce de ellos transcurridos en una ajetreada actividad pública - Maquiavelo franquea el peligro del aburrimiento adormecedor al que las circunstancias lo han llevado, entregándose en cuerpo y alma a una intensa búsqueda histórica y literaria.

Es el período más fructuoso de su vida, porque compone las obras que le asegurarán una fama imperecedera ante la posteridad. Después de El Príncipe - dedicado al duque de Urbino, Lorenzo de Medici, hijo de Piero y nieto de Lorenzo El Magnífico - escribe el ensayo Sobre el arte de la guerra (1521), la comedia teatral La Mandrágora (1524), compone Historias Florentinas (1525) y el Discurso sobre la prima década de Tito Livio (comentario a la célebre Historia de Roma del mismo autor latino y que será publicado póstumo en 1521, un año antes de la primera edición de El Príncipe).

Maquiavelo fue un intelectual polifacético (o “multimedial” como se diría hoy en día): historiador agudo, ensayista perspicaz, comediógrafo divertido y hasta poeta sarcástico como demostró en el Asno, un poema menor donde él ridiculiza aquellos que lo habían obligado a retirarse de la vida política activa.

Regresando enfermo desde una misión que le había encargado el almirante genovés Doria, a los cincuenta y ocho años falleció en Florencia, asistido por fray Mateo, quien recogió su confesión in extremis, el 21 de junio de 1527. Está sepultado en la iglesia florentina de Santa Cruz.

***

Recluido en la quietud forzosa del Albergaccio durante el último período de su vida, Maquiavelo busca en la historia antigua elementos de comparación e juicios para entender y evaluar el comportamiento humano en relación con los acontecimientos de su tiempo. Investiga los eventos históricos para captar en ellos su realidad objetiva (esto es, las cosas “como son” y no como “deberían ser”). Especialmente en los Discursos sobre la década de Tito Livio – obra concebida como un tratado interpretativo de la antigua República romana – él se preocupa de comprender el “porque”, en todos los tiempos, la sociedad humana se ha organizado en distintas formas de Estado; deduciendo de esta investigación que los organismos políticos surgen, viven y mueren según una dinámica existencial símil a la de los organismos naturales. De aquí, sus convencimientos que la historia es una secuencia de actos y hechos supeditados a la debilidad y a la corruptela de la naturaleza humana. Por consiguiente, cualquiera que sean sus protagonistas, en la historia se repiten siempre los mismos errores humanos.

El obstetra de la ciencia política moderna

 

El abad Vincenzo Gioberti – filósofo italiano del siglo diecinueve afirmó que Niccoló Maquiavelo había sido en su tiempo el “Galileo de la política” porque su obra marcó para la política una revolución análoga a aquella que Galileo había provocado en la concepción de la política, concebida como ciencia derivada de la observación directa de la realidad efectiva y no por las utopías engendradas por los deseos y las veleidades humanas.

Él percibió de inmediato que el universo político de la Edad Media se había ido agotando desde tiempo, en paralelo con el desmoronamiento el carácter sagrado del poder y el consiguiente anhelo por el sentido ético del “arte del buen gobierno”.

El espectáculo de una Italia fraccionada en Estados pequeños, regidos por una clase política acostumbrada a riñas internas y a componendas externas, induce en Maquiavelo un pesimismo de fondo que lo estimula a buscar caminos políticos nuevos, partiendo de la experiencia histórica. Sus reflexiones históricas lo van persuadiendo de que la naturaleza humana resta la misma a través del tiempo, porque el ser humano aspira o al poder o a la seguridad y al orden. Por consiguiente, él clasifica la humanidad en dos categorías: la de aquellos que aspiran al poder y son capaces de alcanzarlo y conservarlo; y la de quienes buscan sólo el orden y la seguridad. Los primeros son los “príncipes” y los segundos son los “súbditos”.

Convencido además que si no es fácil para un pueblo alcanzar su libertad, más difícil aún es conservarla, el secretario florentino aboga para un nuevo modelo de Estado, gobernado por un príncipe capaz de alcanzar el poder y decidido a mantenerlo; dispuesto por lo tanto a colocarse más allá del bien y del mal; listo entonces a superar o a ignorar hasta el sentido moral, porque su virtud consiste en gobernar al Estado garantizando su libertad e independencia; su deber es mantener el poder para el bien de sus súbditos en contra de todos enemigos; su habilidad es enfrentarse con astucias a las circunstancias adversas que halla fuera de su voluntad.

Se trata de una concepción revolucionaria del poder que marca el nacimiento de la ciencia política moderna, asentada sobre el principio que la sociedad civil como el “bien común” coinciden en la existencia del Estado. Por consiguiente el Príncipe (esto es, el estadista moderno) para garantizar el bien común a su pueblo debe estar dispuesto a sacrificar a esta tarea hasta su alma.

Maquiavelo concibe entonces la política como una “necesidad” que impone al gobernante la obligación de asumir la responsabilidad de acciones hasta inmorales si garantizan un éxito favorable al Estado que, para el florentino siempre coincide con el bien común.

La política tiene leyes que tal vez no coinciden con la moral: ser bueno según el sentido ético del vocablo puede llevar a la ruina di un príncipe y del estado que él gobierna por el bien de todos.

El Príncipe al que él se refiere “no es de manera algunaal tirano moderno, ni el déspota antiguo al que apela Maquiavelo, sino al hombre del destino cuyo poder coactivo será adicional y su ejercicio temporáneo”, como bien destaca el argentino Vicente Massot en un perfil del célebre secretario florentino.

La coacción que exige Maquiavelo como necesaria – comenta aún Massot – no acaba ni supone el despotismo, pero, sí, en cambio la razón de Estado; expresión que como bien señala Friedrich Meinecke, ni fue acuñada por el florentino, ni figura en sus escritos de carácter político”(1)

 

A su vez, Manuel García Pelayo ha glosado al respeto: “La idea de la razón de Estado significa el descubrimiento de un logos propio de la política y de su configuración histórica por excelencia, es decir, del Estado…Este mundo ahora descubierto, no gira entorno a Dios, ni a lo bello, ni a lo feo y tanto la teología como la ética son insignificantes para comprenderlo; gira ent0orno a un eje que da la unidad, orden y sentido político a las cosas, y este eje, este principio inteligible, esta causa finalis, si se quiere, es el poder”.(2)

Niccoló Maquiavelo en su obra no hace la apología del dispotismo, ni de la violencia indiscriminada, como superficialmente han acreditado ciertos lugares comunes entorno al pensamiento político del florentino; quien si hubiese sido un “vulgar inmoral” no se habría preocupado de distinguir entre las “argucias del zorro” y la “fortaleza del león”: condicione acreditadas por igual a su Príncipe-modelo; ni habría destacado además la necesidad para el gobernante de actuar respetando en primer lugar a las leyes, accediendo al recurso de la fuerza sólo para evitarse el triste destino de los profetas desarmados.

Giuseppe Prezzolini, acucioso glosador italiano de Maquiavelo, observa que al secretario florentino le ha ocurrido lo mismo que sucede a muchos de los intelectuales que descubren nuevos senderos en la selva de la cultura: haber sido tergiversado y odiado.

“De tal tergiversación – anota Prezzolini – en alguna medida es él el responsable porque, a pesar de ser un escritor lúcido, es responsable de ciertas impre3cisiones semánticas, por usar la misma palabra con distintos sentidos. Además – precisa aún aal glosador italiano – sus escritos generalmente son obras ocasionales que deberían ser interpretadas den un marco circunstancial”.

 

Siempre según Prezzolini, El Príncipe es una de estas obras circunstanciales motivadas por las condiciones generales que los nuevos gobernantes, emergidos de la oscuridad de la historia, tuvieron que enfrentar en el momento de hacerse cargo de las tareas de gobierno; fenómeno éste, muy frecuente en la Italia del Renacimiento y que siempre llamó la atención de un patriota sensible al destino de su País, como fue Maquiavelo. Quien se atravió a denunciar, sin atajos los vicios nacionales de Italia, con la intención de estimular sus compatriotas a enmendarse. Por eso mismo, escribiendo a su amigo FranciscoVettori (carta del 26 de agosto de 1514), resume los vicios italianos en una frase despiadada y concisa: “Nosotros de Italia, pobres, ambiciosos y serviles”.

 

Es por amor a Italia – a esa patria suya desmoronada por la corrupción e invadida por ejércitos extranjeros que la ocuparon sin combatir – que Maquiavelo, para buscar una solución viable a su País, estudia el problema bajo una perspectiva general. Entonces, en el Maquiavelo italiano aflora un investigador universal que no analiza los hechos sólo según su sucesión cronológica, sino que los enumera bajo las perspectivas más amplias de las pasiones humanas. Con ese criterio acusó a la Iglesia Católica de haber provocado las divisiones de Italia, utilizando su poder temporal para impedir la unidad italiana, mientras que Francia, España e Inglaterra lograban y afirmaban la propia.

Realismo maquiavélico versus catarsis metapolítica

El pensamiento político de Maquiavelo desató encendidas polémicas, sobretodo en ámbito cristiano. Sus obras fueron condenadas y prohibidas por la Iglesia Católica romana, sin embargo su fama aumentó con el tiempo, especialmente en el siglo diecinueve, en coincidencia con la constitución de los modernos estados democráticos, la separación entre el poder civil y la potestad religiosa, la formación de ejércitos reclutados entre todos los ciudadanos (reformas propuestas con vigor en el siglo XVI por Maquiavelo).

Al fin y al cabo, la mayor culpa de Niccoló Maquiavelo fue también su virtud, la de haber pintado en las páginas de sus obras, tanto políticas que literarias – como recordaba en su tiempo Giovanni Papini – “todos aquellos que quieren subir, enriquecerse, dominar, es decir a la quinta parte de la humanidad”. Su gran culpa fueron su franqueza y valentía, virtudes que tienen un valor moral - como reconoce aún Papini – “bien superior al que se encuentra en los librillos de ética para las escuelas y en los sermones untuosos de los filósofos. La verdad es siempre libertadora y era preciso un toscano del siglo XVI, agudo y sin prejuicios, para decirla clara y desnuda…Que él aspiraba a una especie de ciudad perfecta, habitada por un pueblo libre y virtuoso, sin amos ni tiranos, sin sectas ni batallas, se ve en muchos pasos de sus obras; pero, ¿es preciso acusarle porque tuvo el buen sentido de comprender que la república de Platón estaba más bien lejana y que César Borgia se hallaba cerca?”.

 

Hasta el día de hoy, en los diccionarios se da la siguiente explicación del vocablo maquiavélico: “actitud inspirada en principios que exaltan la astucia y la ausencia de honradez en las relaciones políticas y sociales”; y el maquiavelismo es definido: “solapado o despiadado utilitarismo”.

 

Cabe entonces la pregunta: “¿Niccoló Maquiavelo es un diabólico anticristiano?”. A esta pregunta, Giuseppe Prezzolini dá una respuesta que merece ser meditada.

“Maquiavelo carece de caridad – reconoce Prezzolini – y por lo tanto no se puede considerar cristiano. Pero en el fondo sus actitudes son análogas a las de un católico. Su consideración de la naturaleza humana es pesimista como aquella de San Agustín; su concepto de la virtud que transmigra de una persona a la otra - y aflora tal vez en individuos de obscura procedencia pero aptos para redimir a sus pueblos de la esclavitud - se aparece a la doctrina de la gracia. Su punto de vista, en definitiva, es ascético y militar, semejante aquel de los Jesuitas que se imponen todo tipo de sacrificio para la mayor gloria de Dios; así como Maquiavelo deseaba que los ciudadanos se sometieran a cualquier sacrificio para el bien común. Hay todavía una diferencia evidente: y es que el Dios de los cristianos, en cierto modo, está afuera de la historia, mientras que el Dios de Maquiavelo está dentro de ella” (3).

Cuando escribía este comentario (año 1948), Prezzolini todavía estaba en una búsqueda de Dios que concluirá en la víspera de su fallecimiento (1982); lo que explica su expresión heterodoxa acerda del “Dios de los cristianos”. Quien, en cierto modo – como él dice – “estaría afuera de la historia”. Opinión que merece una reflexión clarificadora: si Dios – eterno Creador de la realidad – está por encima de la historia, siendo la historia misma una consecuencia de la Creación, Dios se constituye como centro de la historia por el misterio teándrico de la Encarnación del Verbo, como nos aclara el Evangelio del Apóstol Juan (I, 1-16).

 

De esta cita de Prezzolini – no obstante – podemos deducir que es posible y además legítimo distinguir entre Maquiavelo y el maquiavelismo, como hacen oportunamente varios interpretes de su obra; entre ellos, el ya citado Vicente Gonzalo Massot; quien sostiene que el mismo Maquiavelo, en el caso ficticio de poder escribir sus memorias de ultratumba, tendría todo el derecho de responder a sus detractores afirmando que él nunca fue maquiavélico o maquiavelista porque se limitó a presentar al hombre en su realidad empírica (es decir, mirando al resultado axiológico de su “afirmación fáctica” y no de “actuación ética”). El argentino Massot respalda esta hipotética autodefensa de Maquiavelo acudiendo a una agudeza del español Eugenio D’Ors, que en una oportunidad comentó: “Si Maquiavelo hubiese sido maquiavélico, ¿habría escrito el código del maquiavelismo? Evidentemente no. El verdadero maquiavélico empieza por no escribir” (4) .

 

Si hay un punto debíl en Maquiavelo, esto no consiste propiamente en el maquiavelismo, al cual en realidad el secretario florentino fue siempre del todo ajeno, sino en el radical pesimismo antropológico que impregna su realismo político, induciéndolo a destacar con tristeza el carácter “demoníaco” del poder, como algo implícito en la naturaleza humana.

Deberán transcurrir doscientos años antes que aparezca otro gran italiano, Giovanbattista Vico, quien con su Ciencia Nueva (1744)

Devuelve al dasarrollo histórico de la humanidad - y por ende, a la política – el sereno optimismo de una “teología civil” nutrida por la providencia divina; la cual, a través de una serie de cursos y recursos, proporciona al destino de los hombres y de las naciones su catarsis metapolítica.

El Renacimiento que – como ha glosado Papini – “fue la espontánea reacción italiana a las arideces del racionalismo helenístico, al abstractismo de la mística ultramontana, al inhumanismo del ascetismo oriental” (5) – no terminó con el realismo pesimista de Maquiavelo, sino que se proyectó en el providencialismo histórico de Vico.

En efecto, Giambattista Vico en la séptima “degnidad” de su Ciencia Nueva proclama: “Los hombres han hecho el mundo de las naciones, pero este mundo ha salido de una Mente divina, muchas veces distinta y a veces contraria, pero siempre superior a los fines particulares”.

 

Palabras aceradas, estas del providencialista Vico, que – como la espada filuda de Teseo – cortan de golpe la cabeza al insidioso Minotauro del poder político, localizado por Maquiavelo en el laberinto de la modernidad; y palabras consoladoras al fin, porque restituyen al hombre inquieto de todos los tiempos, la esperanza metapolítica de una renovación de su renacimiento.

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Primo Siena

Notas

1) Véase, VICENTE GONZALO MASSOT, Una tesis sobre Maquiavelo. Ed. Struhart & Cia. Buenos Aires, pág. 66-67.

2) Véase M. GARCIA PELAYO, Del mito y la razón. Revista de Occidente. Madrid, 1968, pág. 246-247

3) G. PREZZOLINI, The Legacy of Italy., trad. it., L’Italia finisce, ecco quel che resta. Ed. Vallecchi, Fireenze 1959, pág. 155

4) V.GONZALO MASSOT, Obra cit., pág. 15-16.

5) G. PAPINI, Obras cit., tomo III, pág. 1164.

 

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