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El progresismo y la homosexualidad (II)

por Pedro Rizo

No es acertada la política de ocultación sobre los casos de homosexualidad en la Iglesia. La homosexualidad es una enfermedad peligrosa que hay que combatir como se combatía la peste en la Edad Media. La explosión de campañas en pro de los homosexuales forma parte del plan marxista de destrucción de la "sociedad burguesa" (en realidad, de la sociedad cristiana). La manipulación homosexual de los Evangelios es una burda maniobra progresista pero una intoxicación eficaz de los fieles, seglares y clero. El amor obsesivo hacia sí mismo aparta al homosexual de la salvación cristiana. No es caridad cristiana que la compasión hacia el alma del homosexual pueda justificar la tolerancia de su enfermedad.

Narciso y la homosexualidad masculina

 

Pienso que para hablar de homosexualidad será mejor centrarnos en la masculina. Su inclusión en la lucha de clases tiene el mismo sentido en ambos sexos y es de igual violencia. Por otra parte la homosexualidad masculina está más estudiada y en la Iglesia dispone de mayor documentación oficial y oficiosa. De rechazo… y de defensa.

Hay un espíritu enemigo del hombre que nos acosa sin descanso porque sabe que mientras vivimos todavía podemos ser para Dios. Ese «enemigo», nombre que le puso el propio Cristo, quiere someternos al dominio de nuestras debilidades y hacer de nuestro soporte natural, de lo utilitario, lo único importante. Ese deseo destructor de lo excelente es fruta segura para toda conciencia que se deje arrastrar por la secularización y el naturalismo progresistas. A propósito, avancemos que el término naturalismo deriva en tanta falsedad como el resto de términos manipulados por el progresismo comunista que en esto de la homosexualidad consigue agentes entusiastas para nuevas versiones de la lucha de clases.

 

La edad infantil

 

La homosexualidad es una muestra de que sin orden moral, y menos sobrenatural, la naturaleza humana falta de educación y carente de ideales trascendentes tiende a degenerarse como jardín abandonado.

Desde luego, nacer homosexual porque le toque a uno la casualidad de ese insignificante "tanto por cien mil" de la Naturaleza (si el índice es cierto) es cosa tan inocente como nacer con seis dedos. Dicho esto también diremos que las primeras anomalías suelen surgir entre la niñez y la adolescencia. Freud  nos descubrió que una relación irregular entre nuestros progenitores, o nuestra con ellos, puede originar peligros en la formación de nuestra personalidad. Y antes que Freud  lo expresó el teatro griego. Creo que todos hemos protagonizado de alguna manera al muchacho o muchacha que "se enamora de su madre-padre", la hija-hijo que quisiera encontrar un hombre-mujer como su padre o madre, o que rechaza al pretendiente porque no iguala el modelo de aquellos. Y de la misma manera para el tema que tratamos el hijo o hija que anida en su corazón aborrecimiento al progenitor de género contrario. También se puede prevenir un futuro de homosexualidad en el niño que sufre rechazo, por ejemplo, cuando los padres quisieron que fuera niña, o viceversa; o cuando por cualquier motivo los padres desertan de su educación evitándole todo disgusto como paradójico efecto de real desapego. Lo normal es que estos casos se superen, que los hijos se hagan adultos y amen a sus padres "a pesar de sus muchos defectos", incluso por tenerlos, sin falsos idealismos. Millones de hombres y mujeres hemos experimentado la relación con nuestros padres sin proyecciones traumáticas; hemos descubierto sus realidades, muy superiores a lo que imaginábamos, y hemos pasado a amarles tal y como son o fueron, verdadera y única manera de amar.

El amor ya consolidado hacia la pareja padres es muy importante —digo hacia la pareja porque esto es válido aun si alguno de ellos faltara— porque no se les idealiza con ilusiones que luego se reclaman como verdad, y de ahí la esquizofrenia. Idealizar no es amar; es amar "sólo-lo-que-a-mí-me-gusta", ya muy mal principio para casi todo. Por lo que idealizar a los padres es también una forma de egolatría y frecuentemente cultivo de tiranías contra ellos. Por eso yo creo que la primera gimnasia del amor y la primera protección contra los desvíos de personalidad es aprender a "descubrir" el amor de nuestros padres.

Generalmente la perturbación desviadora de la atracción sexual se produce por la relación de los padres entre ellos, y muy poco, es mi opinión, por defectos o errores en el trato al hijo. Probablemente haya casos en que el daño se recibe por el desprecio de un progenitor, pero yo creo que es mayor el de la toma de partido del hijo a favor de uno de los cónyuges en conflicto. Ese desamor entre los progenitores es lo que incita en el hijo espectador (y, por tanto, víctima) un secreto deseo de compensación o, mejor dicho, de redención inconsciente de aquél que él juzga más noble. La injusticia contemplada, imaginada o malinterpretada, produce en el hijo una herida interna insuperable por la que —sin confesárselo— estaría dispuesto a "sacrificar" la definición de su propio sexo. Diferenciemos también que esta presión en la psique del niño-muchacho no proviene de disgustos o peleas entre sus padres pues, como es sabido, si hay amor éste siempre predomina; los padres que se quieren transmiten constantemente un fondo de mutuo entendimiento que a los ojos de los hijos ilumina al sexo opuesto como el complemento deseado en su propia maduración. El problema surge cuando aun sin riñas, o con trato de exquisita educación, el niño ve y sabe que sus padres no se quieren. Creo que aún no se ha analizado en profundidad este efecto entre las consecuencias del divorcio y de la homosexualidad.

Por otra parte, nada tiene de anormal en el desarrollo de un varón una amistad de género, entre niños, que sólo posterga al otro sexo porque se considera un estorbo para el afianzamiento de la personalidad masculina: las niñas son algo que todavía no interesa. Durante el camino hacia la pubertad es normal que se produzca este tipo de amistades afirmantes en el que cualquier rechazo del otro sexo lo es justamente en sentido opuesto a la homosexualidad.

El narcisismo como obstáculo al Reino de Dios

 

El narcisismo no es solamente contemplarse en el agua de un estanque, sentirse guapísimo y extasiarse hasta morir antes que apartarse del propio reflejo. Hay otros narcisismos que también matan, tales que la arrogancia de una fingida nobleza, el endiosamiento del triunfador nuevo rico, o la vanidad del líder halagado por sus seguidores... Son espejos zalameros amenazantes de egolatría, de hedonismo que es, en mi opinión, el iceberg de la homosexualidad. El mito griego no dice que el despreciativo muchacho llegara a la homosexualidad activa; tampoco que se convirtiera en narciso porque era homosexual. Sólo se apunta que por idolatrarse podría llegar a serlo.  Lo perturbador fue que aquel estanque le reflejó su ser y se volcó en sí mismo, se enamoró de sí mismo, se ensimismó, es decir, se “in-virtió”. El homosexual es muy frecuentemente un Peter Pan inmaduro e inseguro de sí; un alma desorientada que anda por la vida con andamiajes de homologación prendidos en otro que es igual a él. Y por inmaduro es necesariamente egoísta, y por eso muere de éxtasis de sí mismo. Los narcisos están condenados a vivir como cadáveres convertidos en flores a las orillas del mundo real. Y esa condena les gusta; por eso sus personalidades son patológicas aunque no en sentido inocente por locura o enfermedad sino porque ésta les llega después de que escogieron como única meta de vida su sólo fondo endotímico[1] antes que su transitividad.

Si se examina, la pareja homosexual no existe como unidad sino como unión de dos individualidades que se adoran y hacen del amor de pareja un amar solamente al que es igual: homo-sexual. Diciéndolo de otra manera, las parejas "homo" no son unidades formadas por dos complementariedades que se ofrecen sino la unión de dos individualidades que se necesitan por sufrir ambos una misma obsesión. Dos personas no-maduradas que se buscan, pero no para darse sino para servirse la una de la otra. Son el uno del otro y no el uno para el otro sobre la raíz del hedonismo exacerbado. Por eso su amor es posesivo, celoso, obsesivo… (El exceso de celos heterosexuales puede indicar en quien los sufre una cercanía a la homosexualidad.) El amor que se tienen dos personas homosexuales es para afirmación de unas afinidades que se quedan en cada cual. De ahí que la relación de las parejas homosexuales implique muy a menudo combinaciones inconscientes caracterológicas: papel de mujer y ropa interior femenina, actitud pasiva, etc.; o papel de hombre e iconos machistas, dominio, músculos, etc. Contrástese la evidencia de que el amor heterosexual funda "unidades" y la desviación homosexual forma sólo "parejas"; que las parejas heterosexuales se llaman "medias naranjas" y las homosexuales se reconocen "almas gemelas", es decir, "homo-logadas entre sí". Esta homologación es la inversión en el otro del “yo-mismo”.

Desde un enfoque psíquico deberían ser llamados ego-sexuales porque se vuelcan en sí mismos —su imagen, su placer, sus caprichos— eliminando de su interior al sexo contrario precisamente por eso, porque el sexo contrario “no es él mismo”; “las mujeres no son yo que puedo, además, prescindir de ellas.” Por eso siempre se les ha llamado in-vertidos. Si en el amor de matrimonio la individualidad de cada cónyuge permanece diferente y esto más se afirma según se avanza en la renuncia en favor del proyecto familiar, en los homosexuales la individualidad exige homologarse constantemente con "un-otro-que-sea-como-yo". Así su experiencia sexual es lujuriosa y en singular, y lo que parece amor es mucho más una búsqueda de sí mismo en el reflejo homologado de su pareja, pero en continuo fracaso porque no se aman sino que sólo se ayudan para más afirmación del yo en la masturbación compartida. El amor del homosexual hacia su compañero o compañera, aparte su extrema adicción a los resortes físicos del placer —otra vez el narcisismo egotista—, es una astucia subconsciente para no trascender, para no salir de sí. Sus amores más intensos son expresión del que sienten por sí mismos, no son trascendentes, el compañero (o compañera) a que se quiere no es otra cosa que la proyección de uno mismo en el otro. Una egolatría que se sublima en la semejanza de género, de condición, sexual... No es morfológica sino ontológica, aunque también se busque a sí mismo en la belleza y juventud, bien si propia, si perdida o si envidiada, pero siempre introvertida. Por eso lo típico del homosexual es la constante desilusión y la consecuente promiscuidad; siempre se está buscando a sí mismo en cada otro que encuentra, hasta la nueva e inevitable frustración que le empuje a seguir tras nuevas referencias de "homologación". En el amor homosexual no se ama al otro sino a la propia identidad que en el otro se reafirma o se glorifica. Quizá sea para todos un escalón, aún muy lejano, ese afán íntimo de ser amados por encima de todo, de halago, de exigir el reconocimiento de nuestra persona como si fuéramos casi los únicos que merecemos vivir en este mundo. Son también encantos narcisistas que nos apartan de Dios, es decir, de la felicidad y de la vida. Jesucristo enseña en su Evangelio: «Si quieres ser perfecto niégate a ti mismo.» De manera que, en lógica conclusión, podemos pensar que cuanto más nos alejemos de este principio más pronto nos atraerán las orillas del estanque griego, aun si no llegáramos nunca a la esquizofrenia de la homosexualidad.

El homosexual toma la infidelidad de su pareja como el desprecio de su propia identidad, lo cual le empuja a la venganza en el homicidio del amante traidor. Le es intolerable ser despreciado. Diferente a los amores heterosexuales donde lo normal es que el rechazado no deje de amar a quien quiso, pues no se quiso a sí mismo sino que fue emisor de amor hacia otro. Así vemos que al contrario que el enamorado hetero, el homosexual cometerá el homicidio más sanguinario —cuarenta puñaladas, amputación de miembros, etc.— de aquél de quien no soporta verse repudiado. Y la misma literatura nos muestra que para el heterosexual la pérdida del bien supremo que representa la amada (o el amado) se ilustra en los suicidios de Romeo y Julieta, en oposición al amor a sí mismo de los celos de Otelo (el capitán envanecido) que mata a Desdémona. Incluso la envidia asfixiante, asesina, de Yago es una variedad “de amor en el armario” hacia su señor. Véase así en los celos heterosexuales exagerados, enfermizos, que muchas veces provienen de una reprimida tendencia hacia las perversiones sexuales que imaginan que el otro u otra realiza en su adulterio. No sufre por el amor perdido sino, repetimos, por lo insoportable del desprecio o, también, por la represión de lo que bulle en su dañado subconsciente.

Pero, además, en los homosexuales el sexo por su exacerbación neurótica tiene un componente corruptor que les obliga a inventar nuevos placeres cayendo en el abismo de perder un poco más de la propia identidad. La lujuria convertida en lascivia, la masturbación asistida, el travestismo, la promiscuidad itinerante son sólo efectos de una perturbación que desborda su ser y les esclaviza llevándoles hacia entornos descompresores como los clubes y las asociaciones subterráneas.

*

En consecuencia, no es sólo el razonamiento del catecismo lo que nos impide a los católicos aceptar la homosexualidad. Es que en sí misma evidencia formas de auto-idolatría que alejan del seno de Cristo, cuya enseñanza se resume en alcanzar la vida eterna negándonos a nosotros mismos por amor al reino de Dios; y amar al prójimo por amor a Dios. Cristo nos señala el camino de salvación precisamente en los antípodas del narcisismo homosexual saliendo de nosotros hacia los demás, dándonos. «Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el evangelio, la salvará.» (Mc 8, 35) Precisamente es esto lo que nos impide aceptar a sus afectados por más que se empeñen en que su condición es un derecho; nos da igual que se les llegue a otorgar por leyes pervertidas.

Ahora que el progresismo (Somos Iglesia y otros) nos propone una pastoral para homosexuales con el objetivo de que, tarde o temprano, se llegue a su admisión, debemos saber sobre la homosexualidad algo más que chistes, siempre horrendos y sin caridad. Como en toda sociedad, pero más en la Iglesia, el silencio sobre los venenos que la matan es complicidad homicida, y siempre condenada por los papas. Justamente, en este asunto los respetos humanos, por otra parte simples disimulos de cobardía, no pueden echar un manto comprensivo ni a los más altos puestos de la jerarquía que tuvieran que ver con esta desgracia. Es justamente el Catecismo el que nos advierte sin ambigüedades que «pecamos de forma personal cuando [...] se protege de alguna manera (silencio, disculpa, encubrimiento, etc.) a los que hacen el mal». (CATECISMO, cf 1867, 1868 y 1869).

 

La estadística no es consuelo

 

Nadie en su sano juicio tomará por evangélico que este desorden social, mental y físico de la homosexualidad sea admisible en la Iglesia sólo por el argumento de que sus cifras son similares a las del mundo. Decir que los índices de homosexualidad en la Iglesia son los mismos que se registran en la vida seglar es ya una confesión de decadencia pastoral. ¿Por qué? Pues porque en el santo seno de la Iglesia no puede admitirse que los vicios del mundo alcancen sus mismos índices, y especialmente este de la homosexualidad que es cabecera de otros males que después citaremos. La Iglesia es santificadora del mundo y no un apéndice que se califica mirándose en el espejo de los pecados del mundo. ¿Cómo puede satisfacer a dirigente alguno de la Iglesia que los índices internos de homosexualidad y pederastia sean similares a los del resto de la sociedad? No estamos conformes con este enfoque tan avestrucista que muestra una muy clara correspondencia entre la permisividad del progresismo y los casos de homosexualidad del clero. Así la hipocresía de los que dicen: «En la Iglesia no rechazamos al que es homosexual sino al que practica la homosexualidad». Vaya cosa más ingenua. Algo parecido a un Banco que dijera: "Admitiremos a todo cleptómano que nos pida empleo... en la confianza de que no se le ocurrirá desvalijarnos."

 

Los “evangelios homosexuales” según el progresismo

 

Los teólogos del progresismo no sólo apoyan la homosexualidad sino que se apropian calumniosamente de cualquier personaje que les dé lustre. Y puesto que hasta se atreverían a exigir que la Iglesia les canonizara esgrimen también, en audaz exégesis, que los Evangelios admiten la homosexualidad. Esta audacia como es obvio merece comentario puntual.

Repasemos algunas sugerencias.

«Los eunucos de nacimiento.» (Mt 19, 12)  Efectivamente, el pasaje de San Mateo cita cierta anomalía sexual: «Porque hay eunucos que nacieron así del seno materno...». Pero no vemos que esto sea referencia de homosexualidad. Tratándose de eunucos sería más propio hablar de esterilidad que, además, parece lo más ajustado al celibato que se quiere defender. (Y, por cierto, ¿por qué se ha de suponer que a los eunucos no les gustan las mujeres...?) Lo mejor es limitarse a lo escrito y esto es que Jesús premia en sus palabras al que sin serlo se hace eunuco por amor al reino de los cielos. Jesús eligió a éste y no al eunuco de nacimiento, por inocente que fuera.

«Un joven seguidor de Jesús escapó desnudo.» (Mc 14, 51).- Los soldados en el huerto quieren prender a un joven que logra escapar gracias a que iba desnudo debajo de su túnica. Se quedaron con la túnica en las manos. Se supone que era San Marcos, hijo de los dueños del huerto lo que hace suponer que los soldados quisieran prenderle para implicar a su familia. De este episodio los progresistas deducen que aquel joven era homosexual. Pero yo no lo veo así. El evangelista sólo nos relata algo muy común entre los habitantes de aquellas tierras, ir desnudo debajo de un simple cobertor. Me viene a la memoria un amigo, judío, que vivió dos años en Israel y participó en la Guerra de los Seis Días. De entre las anécdotas que acumuló contaba que en el puerto de Haifa los turistas tiran al agua monedas de medio dólar para que los muchachos que merodean por el muelle se quiten la ropa y se arrojen desnudos al agua, o con sólo el calzón. También en muchos pueblos se entiende que se está desnudo por ir en calzoncillos o paños menores, herencia de los antiguos romanos que cuando sentían pudor tapaban sus genitales con unos paños como los que a Jesús se le recuerdan en la cruz… y esto lo entendían también como “estar desnudos”. Además, hoy, aún, pescadores de algunos lugares de Grecia y de Turquía faenan desnudos. (Pedro se tiró desnudo al agua para encontrarse con Jesús resucitado.) Y “desnudos” van todavía muchos escoceses debajo de su kilt tradicional. Estoy seguro de que no por eso escoceses o pescadores han de ser tomados por homosexuales. 

«Los Apóstoles y los cristianos se besaban con un beso de amor (Mt 26, 49; Lc 7, 45; 1 Co 16, 20; 2 Co 13, 12; 1 Tes 5, 26; 1 Pe 5, 14).-  Que San Pedro en su primera carta salude a sus discípulos con el beso de amor no tiene otro sentido que el de fraternidad. Además, es sabido que entre judíos, árabes y otros pueblos de Oriente, incluida Rusia, los hombres se besan en signo de amistad; los amigos se toman de la mano para andar... Hace unos años el Presidente de la Autoridad Palestina, Yaser Arafat  visitó España y todos vimos las fotografías de su encuentro con nuestro Presidente Adolfo Suárez  dándose un beso en los labios.

«Juan era el joven discípulo al que Jesús amaba». (Jn 21, 20).- Los traductores que buscan la interpretación real y no la mera literalidad prefieren decir: "El discípulo preferido". Por otra parte poco de raro hay en que un maestro o líder tenga un discípulo predilecto por la completa adhesión a sus enseñanzas, por su pureza de intenciones, por la evidencia de su aprendizaje... Más aún si le conoce desde bebé y si, posiblemente, lo tuvo en sus brazos. En nuestros días la homosexualidad se ha extendido tanto que, por desgracia, un padre no puede besar o abrazar en público a su hijo desde que cumple catorce años, el vestuario y las duchas de un gimnasio son sospechosos porque sí, y lo mismo el compañerismo entre soldados o deportistas. Sin embargo, para mí es una aberración abominable que de toda muestra de amistad entre hombres haya de recelarse homosexualidad. En su despecho, los homosexuales, y los progresistas que tanto amparan las libertades de conciencia, se agarran a cualquier clavo que justifique la homosexualidad incluso insinuándola en el propio San Juan. Y a los teólogos de pacotilla ni les importa que esto la insinúe también del mismo Jesús.

«Reclinó (San Juan) la cabeza en el pecho del Señor.» (Jn 13, 25).- Y seguimos con San Juan. Sabemos que la fidelidad al texto original no siempre se ajusta al hecho relatado pues, como ya dijimos, y debemos insistir, los textos traducidos literalmente muchas veces sugieren cosas que realmente no sucedieron como deben interpretarse. En este asunto tenemos, además, la influencia artística de la Cena de Leonardo en la que más quiso representar la institución de la Eucaristía que una estampa histórica. El pintor parte de la idea de mesa, y nos coloca a Jesús sentado con los Apóstoles a la usanza renacentista y no a la manera oriental. Reclinar la cabeza sobre el pecho de Jesús lo entendemos mejor cuando comparamos varias versiones. Así, en algunos textos podemos leer: «[...] estaba reclinado a su derecha». La versión más popular señala a Juan recostado cerca del pecho de Jesús. Si nos ceñimos al dato histórico debemos reparar en que los comensales estaban reclinados al modo usual de entonces, sobre divanes (en Roma) o almohadones (en Oriente). Precisamente por estas posturas los pueblos orientales aceptan el desahogo del eructo. Los estudios más serios y reconocidos demuestran que «[...] Juan estaba a la derecha o delante de Jesús»[2] (de manera que) «apoyándose sobre el codo izquierdo tenía el rostro vuelto al Maestro.»[3] Y la versión de los profesores Nacar y Colunga interpreta más claramente que «(el discípulo) estaba recostado "ante" el pecho de Jesús...».

 

El lobby

En todo caso, y por más que los homosexuales y sus “teólogos” hagan elucubraciones fantásticas, los discípulos de Jesús nada tenían que ver con la homosexualidad. Frente a tan estúpida propuesta es categórico el texto de las Epístolas, el relato de los Hechos y la Tradición apostólica —San Pedro, San Juan, San Judas, Santiago y no digamos San Pablo— pues todo condena de forma rotunda e indudable lo que todos los Padres coincidieron en llamar vicio contranatura.[4] Del Apóstol tenemos esta advertencia: «No os forjéis ilusiones. Ni fornicaros, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni sodomitas, ni borrachos, ni ultrajadores, ni salteadores heredarán el reino de Dios. » Una advertencia terrible y despiadada que se apresura a dulcificar: «Y eso erais algunos; pero fuisteis lavados, pero fuisteis santificados, pero fuisteis justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios.» (1 Co 6, 9) No hay posibilidad de armonía entre la vejación del hombre creado por Dios y el Evangelio de Jesús que nos enseña a sobrenaturalizar todo nuestro soporte material. De la misma manera esta es la gran tarea de la Iglesia en el mundo. No está para avalar conductas sino para enseñarnos a conducirnos, ni para comprender sin educar…

Las asociaciones gay y de lesbianas empeñadas en vendernos su desvío se justifican diciendo que es de lo más natural... estar enfermos. Por esto quizá el bibliófilo André Gide, premio Nobel de Literatura (!), defendió la homosexualidad y llenó su obra, cómo no, de títulos cristianos (La puerta estrecha, Si el grano no muere, Las cuevas del Vaticano, El regreso del hijo pródigo, etc.) En un estudio muy superficial titulado Corydon, le regaló a la homosexualidad estos argumentos: «La práctica homosexual no es un vicio sino una conducta natural», porque en las calles de París vio a los perros seguir sus instintos (¡Oh, la ciencia!); «no es un desequilibrio psíquico ni una enfermedad sino sólo un disturbio hormonal»; «no es amoral y, por lo tanto, los homosexuales deben tener los mismos derechos que los heterosexuales: casarse, adoptar niños...» ¡Pobre Gide! Nos basta ver una sola manifestación pública del Orgullo Gay para reafirmarnos en que es una adicción a la lascivia que ya ha desarrollado clínicas de desintoxicación.

Sumémoslo a que al lobby homosexual le conviene la excitación del erotismo en toda la sociedad por lo que, al amparo de libertades sin freno, nuestra sociedad antes cristiana acepta su embrutecimiento con la divulgación de "técnicas" eróticas degradantes. Porque no sólo atentan contra la santidad del matrimonio —sacramento en los contrayentes católicos— sino contra la dignidad de cualquier ser humano, criatura directamente salida de las manos de Dios. Recordemos que cuando los romanos decían de los cristianos «Miradles cómo se aman» no confirmaban sólo una fraternidad sino que aludían a un más elevado modo de amarse hombres y mujeres, en contraste con los cultos dionisíacos de, por ejemplo, corintios y pompeyanos. En la Roma heroica el sexo oral era socialmente intolerable. «Tened entre vosotros en gran honor el matrimonio y el lecho conyugal sea inmaculado; que a los fornicarios y adúlteros los juzgará Dios.» (Heb 13, 4) Pero es tan machacona la insistencia de los mass-media, muchos de ellos sometidos al lobby gay, que parece que a los homosexuales hemos de considerarlos seres superiores, sensibles, artistas —"exquisitos" se llaman— dignos de admiración y hasta de envidia. Portadas de semanarios, televisión basura, columnas de opinión... suelen alabarnos a determinados hombres y mujeres actores, escritores, modistos o políticos reconocidos públicamente como homosexuales. Muchas veces solamente porque aportan más méritos como homosexuales que en el ejercicio de su profesión... Pero, si examinamos el salpicado de noticias, y por más cultos y elegantes que se nos presenten, muy poco pueden ocultar de su asiduidad a fiestas en clubes exclusivos donde se desinhiben de su fingimiento con diversiones bufas… y realidades de manicomio. Si publicitan su exquisitez es para olvidarse de la suciedad de su dependencia. No nos engañe nadie con protestas de libertad y derechos pues estamos hablando sin duda de una de las epidemias más peligrosas, se la mire como se quiera. Por la infección social de su proselitismo, por la abominación de la sodomía, por la militancia de la pederastia... o por la frecuente drogadicción que unida a la promiscuidad extiende el SIDA entre ellos. Y, antes, un desorden básico de la conciencia, una enfermedad mental en avalancha imparable hacia las locuras del satanismo o la coprofilia. Bueno, en ésta última ya están literalmente por el desvío que escogen para la satisfacción de su libido.

Es una calamidad tan letal para la sociedad, y al mismo tiempo tan penosa para quienes la sufren, que debería enfrentarse con aquel rigor que merecieron las pestes de la Edad Media. Aparte de que, evidentemente, ser homosexual no paga; es una desgracia para el mismo sujeto. Burla cruel es que estos desdichados se apliquen el término inglés "gay" que significa "alegre" porque, aun buscadas como refugio de una soledad angustiosa o justificadas en un origen no culpable, lo irrefutable es que las prácticas homosexuales son en sí mismas ruinosas para la vida, de lo que es prueba el alto índice de suicidios que provocan. Esto no se oculta, en absoluto, porque en una conferencia de psiquiatras de Europa y EE.UU. se conviniera, sólo por acuerdo político —que por vergüenza médica ya se ha derogado— no diagnosticar a la homosexualidad como variante de enfermedad mental. Aparte de que es inútil sustraerse a la realidad de que los homosexuales rondan muy cerca otras patologías indicativas de locura tales como el bestialismo, por ejemplo.[5] ¿Es que ésas sí son enfermedades y la homosexualidad no? Por eso la homosexualidad, como el vampirismo o la drogadicción, debe ser tratada en clínicas especializadas... Reveladores son aquí ciertos informes de la policía sobre la existencia de ritos homosexuales en casi la mitad de las sectas satánicas y destructivas. [6] De ellas hay clasificadas en el mundo más de cuatro mil, de las que cerca de mil ochocientas practican la homosexualidad, en muchos casos incluyendo burlas y sacrilegios contra la Eucaristía.

 

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Es por todo lo dicho que no se puede cerrar los ojos a este error del alma y seguir a los progresistas en su falsa caridad hacia la homosexualidad. ¿Quién puede proponer comprensiones "cristianas" hacia lo que es externa e intrínsecamente malo? Nada va a solucionarse concediendo a los enfermos una "libertad vigilada" dentro de la Iglesia con algún tipo de servicio eclesial, incluso pastoral. (!) Es algo que ninguna empresa concedería a quien es ludópata o padece de tuberculosis. ¿Por qué el mandamiento de no juzgar, no condenar que, obviamente, corresponde a Dios, ha de implicar que estas inclinaciones se toleren dentro de la Iglesia? ¿Es eso caridad? Vamos, no nos tomen el pelo. Aquí la caridad será siempre con respecto al paciente y no con su enfermedad. Lo normal es que los empleados con una enfermedad infecciosa causen baja en su trabajo. Por su bien y por el de todos. Hay que tener en cuenta que al igual que un alcohólico no puede pasar por un bar sin liquidarse todo el dinero que lleve encima, el homosexual siempre tendrá deseos de seducir a aquellos que le atraigan. Por algo en las leyes mosaicas la sodomía se castigaba con la muerte (Lv 20, 13) pues, como pasaba con otras infecciones epidémicas, no había medio seguro de erradicarla. Y hasta muy recientemente el Papa, pastor responsable de la salud de su grey, aplicaba la pena máxima a los homosexuales; el último el recientemente beatificado Pío IX cuando administraba justicia en sus estados.

No obstante, no hay que escandalizarse si aparecen casos de homosexualidad en la Iglesia; sólo debe alarmarnos, como ya dijimos, que alcancen proporciones similares a las de la sociedad civil. Porque la homosexualidad es una enfermedad de la conducta que puede aparecer en toda institución donde se agrupen hombres o mujeres. El problema se desbordó durante los años posconciliares en los que las vocaciones sacerdotales bajaron a grados de extinción. Entonces, se tomó como llamadas al sacerdocio no lo que se manifestaba claramente el deseo de servir a Dios y a su Iglesia, amor al reino de los cielos o a la perfección cristiana, sino simple misoginia o refugio de una homosexualidad larvada. Hubo pastores que por afán de crecimiento llegaron a captar "vocaciones" recurriendo a la ridiculización de la mujer o del matrimonio. («Si no puedes encontrar una mujer como la Virgen, o un hombre como San José, lo mejor es que no te cases»; «El matrimonio es para la clase de tropa»; «A esa chica tan mona imagínatela en el excusado…») Hemos oído a algún obispo, párroco o teólogo disentir de la doctrina de la Iglesia en cuestiones tan graves como el reconocimiento de las parejas homosexuales, o sobre la igualación de derechos con la familia tradicional. Otros manifiestan su imparcialidad de «no entrar ni salir en este asunto» pues prefieren no condenar, «que ellos eligen la misericordia". Salta a la vista la deformación pastoral y la coacción corporativa. Nadie comprende cómo se puede desviar el Magisterio acerca de este mal con el argumento de que hay que respetar la intimidad... y ser misericordiosos. (¡Qué vil instrumentación para palabra tan excelsa!) ¿Y por qué no serlo antes con la Iglesia...? En contraste con esta moda de ser estúpidos por decreto San Juan Crisóstomo, en su Homilía IV sobre la Epístola de San Pablo a los Romanos, argumentaba admirablemente sobre este asunto.

 

La homosexualidad como problema psíquico entraña también una raíz y una consecuencia física, carnal. Surge y se esconde en la poderosa fuerza de la reproducción, en el premio de placer otorgado a la generación de vida. Objetivada en esa función la fuerza del sexo es muy grande y, por tanto, cosa que merece muy serio trato. Una fuerza poderosísima que casi siempre nos supera y para que no nos ensoberbezcamos en el montaje de santidad o purezas que ofrecer al exterior, esta fuerza es un buen instrumento de humillación y realismo recordándonos que sólo somos hombres... En este sentido la lucha del homosexual por liberarse de su enganche es siempre honorable, honorabilísima. A mi juicio es meritorio el homosexual que sufre su drama desidentificador y lo sobrelleva con dignidad en constante lucha de desprendimiento de su inclinación; como el mujeriego, o el alcohólico o el drogadicto, etc.… Dios, que se hizo igual a nosotros en todo menos en el pecado, es el único que conoce conciencias y valora circunstancias y heroísmos. Aquí sólo pretendemos subrayar que la promoción social desatada a favor de la homosexualidad manifiesta un proyecto claro de destrucción de la conciencia colectiva cristiana y arrastra inexorablemente a la aniquilación de su civilización. Ahí, y no en la tolerancia, está su explicación.

 

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Con respecto a la Iglesia no parece que hayan de establecerse consolaciones sobre si son o no son campañas orquestadas desde fuera para denigrarla; o desde dentro para la abolición del celibato. Aun siendo verdad, eso no oculta que los casos se producen, que las denuncias y los procesos existen; con documentación, con atestados policiales, con víctimas, con testigos, con sentencias... Es evidente que esto se ha recrudecido desde hace unas pocas décadas. No estamos de acuerdo con aquella norma del Beato Juan XXIII mandando que a estas cosas se las debía echar un manto de silencio. Porque cuando “estas cosas” superan sus índices habituales y se prueba que son ciertas, lo obligado y más noble —lo más eficaz y lo más inteligente— es aprovechar la sensibilización general para hacer limpieza a fondo, levantando la alfombra de las deficiencias que lo permiten, oxigenando armarios, persiguiendo el mal allí donde esté… y que caiga quien caiga. Las supuestas alarmas de escándalo contra el buen nombre de la Iglesia —argumento hipócrita de complicidad— podrían ser oportunidad para actuar sin miedo. Desde arriba, porque cuanto más alta sea la autoridad emponzoñada mejor se podrá actuar contra ella y, por su ejemplaridad, más eficaz será la limpieza; desde abajo, perfeccionando la vigilancia apostólica que evite el ingreso a cualquiera sin vocación, especialmente a los sospechosos de homosexualidad, por más riesgo que exista de quedar vacíos los seminarios… Evidentemente ese riesgo es otro engaño y temor infundado pues ocurre todo lo contrario: la pureza de los seminarios atrae vocaciones y la manga ancha las espanta. Es evidente que el progresismo, como seudo-filosofía receptora de todas las doctrinas materialistas, junto con la homosexualidad y el arribismo de carrera, son para la Iglesia un fatal triángulo de familia. Las quintas columnas del infierno.

 

«Apoyándose en la Sagrada Escritura que los presenta como depravaciones graves (cf Gn 19, 1-29; Rom 1, 24-27; 1 Co 6, 10; 1 Tm 1, 10), la Tradición ha declarado siempre que "los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados” (CDF, decl. Persona humana 8). Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso.» (CATECISMO, cf 2357) «Un número apreciable de hombres y mujeres presenta tendencias homosexuales profundamente radicadas. Esta inclinación es objetivamente desordenada...» (Ibid 2358)

 

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Pedro Rizo



[1] Cfr. PHILIP LERSCH, La estructura de la personalidad.

[2] JOSÉ MARÍA BOVER, Santa Biblia, nota al texto Jn 13, 23

[3] STRAUBINGER, La Santa Biblia, nota a Jn 13, 23-24

[4] San Pablo, en Rom 1, 24 - 27; San Judas en 0, 7.

[5] Existe un estudio realizado en los EE.UU., por el CENTER FOR DISEASE CONTROL, con datos escalofriantes respecto a la realidad de las prácticas homosexuales. (Internet: www.prefvalencia.org)

[6] Sólo en España: Hijos de Satán, Amantes de Belcebú, Theleitas New Age, El Macho Cabrío, Death Metal, Caballeros del fuego, Amigos de Lucifer, Ocinatas Otluc, Hijos de Egon, Hijos del Diablo, Hijos de Lucifer, Toro-Vaca, La Gomera, Los hijos de Adonais, Grupo Astarot, Tarotistas Natur, La Culebra Negra, Espíritu del Gran Águila, Hermanos de Changó, Bambini de Satanás, La Iglesia de Satán, Satán azul, Pirámide de Seth, Adoradores de Seth, Hijas de las Tinieblas, Las hermanas del halo de Belcebú, Hijas de Isis, Sáficas luciferinas, Sufragistas de Lesbos.

 

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