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De la república laica y la libertad religiosa.

por Francisco García Piñero.

A menos de un año desde que el laicismo mostrara su rostro en la ley francesa sobre laicidad en los centros educativos y administrativos públicos, la polémica se ha percibido de lleno en España a raíz de la victoria socialista en las elecciones del 14 de marzo de 2004. Presentado como la garantía de un estado tolerante y aséptico; cumbre de una política moderna y requisito sine qua non para la profundización en el sistema democrático, laicidad y laicismo se confunden en un planteamiento ideológico que ha captado el interés de ciertos movimientos cívicos que se unen a las reivindicaciones y medidas pergeñadas por algunos partidos políticos desde el estado. Con ello se perpetúa aún más el control de éste sobre la sociedad civil en una imposición que violenta la entraña misma de la naturaleza humana. El hecho se agrava – más aún – por la resonancia que la reivindicación del laicismo ha adquirido entre asociaciones vinculadas a la educación y formación de la juventud. El análisis de la génesis histórica de la aspiración laicista, así como la exposición de los fundamentos de una lógica tolerancia basada en la libertad religiosa se presenta como una clave posible para captar el calado de una pretensión política con ciertas reminiscencias totalitarias

Introducción.

Resulta en ocasiones curioso constatar como en el devenir de la azarosa y pesada Historia humana, los términos república y libertad han llegado a identificarse sociológica, psicológica y hasta intelectualmente. Más sorprendente resulta aún comprobar como se tiende a identificar la defensa de la libertad de la que la república es teóricamente garante con la defensa de un modelo de estado laico o no confesional, pretendidamente neutral. Y aún se puede decir más puesto que es conocida también la identificación de la libertad con la autonomía constitutiva de la conciencia individual en el marco de ese pretendido estado laico o no confesional, fruto sazonado de la pretensión de relegar al ámbito privado, tanto colectiva como individualmente, la manifestación pública de la fe. Máxime si nos fijamos en países que se han visto sometidos en su pasado reciente a regímenes ni republicanos ni demasiado respetuosos con la libertad. Del mismo modo que ocurre si detenemos nuestra atención en países que llevan muy honrosamente su condición de repúblicas y, a la vez, cunas de las libertades modernas. El primer caso, república y libertad identificadas, tienden a idealizarse y añorarse, casi de modo inconsciente, como aquello que pudo ser y no fue[1]. En el segundo caso, república y libertad se convierten en paradigmas “dogmáticos” que es preciso no sólo defender sino apuntalar.

Apuntalar la República o de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad.

Y a este apuntalamiento parecen ir encaminados los acontecimientos ocurridos en Francia a finales del pasado 2003. Como se sabe, un comité de sabios encabezados por Bernard Stasi propuso que en la redacción de la ley sobre laicidad se prohibiera el uso de signos religiosos ostensibles en los centros educativos públicos, del mismo modo que la república, a través de sus agentes públicos, debe ser neutra para lo cual se proponía ampliar la ley también a los empleados de las empresas relacionadas de alguna manera con el servicio público[2]. Al menos estos son los criterios que el presidente Chirac aseguraba tendría en cuenta a la hora de decidir sobre la conveniencia o no de la ley: “Lo que me guiará en mi posición será el respeto de los principios republicanos y la exigencia de la unidad nacional y de la unión de los franceses[3].

Planteados de esta manera como un paso más hacia la unidad nacional y la unidad de los franceses, la prohibición estatal podría entenderse como la garantía de la libertad y la igualdad de las que la república es garante. Libertad e igualdad que pasan por la inexcusable neutralidad de los centros públicos en materia religiosa, garantizada a su vez por la innegociable necesidad del laicismo. República significa libertad – o es su garantía –; libertad se identifica con neutralidad y – lo más significativo – ésta se manifiesta en forma de estado laico que garantiza la necesaria unidad nacional y de todos los franceses en un único modelo público o social que por ser laico se entiende como no confesional y, por tanto, neutral.

Una breve mirada al pasado.

No saber Historia – u olvidarla – suele tener consecuencias muy negativas pues tienden a pasarse por alto con ella dos grandes verdades universales tan evidentes y sencillas como resultan siempre dichas verdades. La primera es que no hay nada nuevo bajo el Sol. La segunda es que lo pasado influye de tal modo en el presente que no resulta extraño encontrar actitudes, planteamientos viejos expuestos en la actualidad con pretensión de novedad. Algo de esto ocurre con los acontecimientos expuestos antes. La pretensión de construir un modelo social que garantice la libertad y la igualdad de los individuos – la necesaria unidad de todos los hombres – mediante un estado pretendidamente no confesional por ser laico resultaría novedosa si no fuera porque dicha pretensión es más que vieja, añeja. Los albores de las “libertades” modernas[4] – que tuvieron en Francia una de sus cunas intelectuales y prácticas – fueron precedidos por una averiguación innegablemente certera a nuestro entender: “No es posible que la religión sea causa de separación entre los hombres”. El problema advino al tratar de aplicar esta pesquisa que para los recién llegados se concretó en una sencilla y doble cuestión. Si la religión se había mostrado incapaz de unir a los hombres enfrentándolos unos contra otros entonces la solución era simple, no había más que desterrar toda manifestación religiosa de la esfera pública relegándola al ámbito de la interioridad de la conciencia subjetiva individual. Y debía ser el estado – que antes se había encargado de fomentar las manifestaciones religiosas – quien garantizara la total “asepsia social” a través de su neutralidad; esto es a través de la eliminación de toda manifestación religiosa pública. Esto fue todo y se creyó que garantizada la total “asepsia social” mediante la eliminación pública de la religión por el estado, la unidad, la igualdad y la libertad surgirían mediante la adscripción de los individuos al nuevo proyecto[5]. No en vano eran ellos, los individuos, los que debían dar, con su asentimiento, la estructura al nuevo sistema creado por ellos, con ellos y para ellos.

Estado no confesional o secularización del Estado confesional.

El problema residió en que los recién llegados – y sus sucesores actuales – no se percataron de una cuestión de capital importancia. Identificar neutralidad, asepsia pública, con prohibición estatal de la libertad para manifestar públicamente la fe que se profesa, no garantiza un modelo de estado no confesional. Dicha pretensión ya implica un proyecto concreto y, por tanto, una confesión determinada. Todo estado, es estado confesional puesto que todo estado tiene un proyecto. Lejos de su pretendida neutralidad el nuevo modelo estatal siguió siendo confesional y beligerante precisamente por ser estatal. Aquí fue donde residió – y aún reside – el núcleo del problema, ya que no es originalmente el estado quien debe decidir sobre si se debe o no se debe manifestar públicamente la fe, sino los hombres que forman la sociedad civil quienes han de esforzarse en buscar y vivir con libertad la fe que han recibido; o bien abandonarla libres de toda coacción. El estado ni puede ni debe impedir u obligar a manifestar libre y públicamente la fe, sino que debe limitarse a amparar el derecho que asiste a toda persona para poder hacer ambas cosas. La pretendida asepsia de un estado no confesional se tradujo en una secularización del mismo que, ahora sin límite alguno a su poder, lejos de respetar la libertad de la sociedad civil – y con ella la de cada hombre – extendió aún más sus asfixiantes tentáculos sobre una sociedad, ya de por sí y como consecuencia de años – tal vez siglos – de rigurosa inculturación tradicionalista, acostumbrada a ello bastante más de lo deseable.

Libertad religiosa y Sociedad Civil.

Hubiera bastado con reconocer – y respetar que suele ser lo más difícil – la libertad religiosa como el derecho que asiste a toda persona de estar inmune de coacción, sea por parte de personas particulares como de grupos sociales y de cualquier potestad humana; y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a actuar en contra de su conciencia ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, solo o asociado con otros, dentro de los límites debidos[6]. Pero lo cierto es que no parece que, ni para los creadores del nuevo sistema ni para sus sucesores, tal cuestión fuera convenientemente entendida. De suerte que se identificó cándidamente estado neutral con estado laico; estado laico con república, república con libertad y libertad con radical autonomía de la conciencia humana. De donde puede inferirse que lo que se consiguió, más que fomentar la libertad, fue encerrar al hombre en una espiral de escepticismo en el plano individual y encorsetarlo en un modelo social no poco autoritario en el plano colectivo[7]. Así es porque la libertad religiosa nada tiene que ver con la emancipación constitutiva de la conciencia humana, puesto que no exime de la obligación de todo hombre de buscar; según medios adecuados, sirviéndose del magisterio, de la educación, de la comunicación y del diálogo, la verdad en materia religiosa y adherirse a ella una vez conocida con asentimiento personal[8]. Del mismo modo que tampoco supone una negación de la naturaleza social de la persona, de donde deriva que la verdad religiosa libremente profesada, debe ser vivida libremente en el seno de la comunidad, de la sociedad civil, no porque esta verdad derive de ella, sino porque es en ella en donde el hombre se ve instado, por su propia naturaleza social, a manifestarse, a vivir, a comprometerse[9]. Impedir o negar el derecho a la libertad religiosa supone, de un lado, agredir la naturaleza humana y, de otro, dinamitar el régimen de libertades moderno tornándolo autoritario al poner al estado por encima de la sociedad civil[10].

Y si esto ocurre en países que, como Francia, fueron la cuna de las “modernas libertades”. No correremos el riesgo de exagerar si afirmamos que tal identificación se duplica en países en los que dichas “libertades” tuvieron una implantación más lenta. En estos últimos, caso de España, la idealización del paradigma moderno impide a muchos ver con claridad que defender un modelo de estado que empece a los hombres vivir con libertad les acerca más a ciertos regímenes pasados y denostados de lo que les aleja de ellos. Y esto a pesar de que ciertos colectivos civiles plantean la postura con la pretensión de alejarse de dichos regímenes y profundizar y apuntalar el moderno sistema de libertades[11]. No parece que perciban con claridad que lo que de hecho solicitan es que el estado les impida hacer uso de un derecho que les es propio en razón de la misma naturaleza humana[12], y lo solicitan, ni más ni menos, que en nombre del apuntalamiento de la libertad individual y de la democracia, un sistema indudablemente legítimo en el que sin embargo la sociedad civil parece tener menos peso del que debiera. Que sea, en este caso, la misma sociedad civil la que exija al estado que recorte aún más sus derechos resulta bastante más irrisorio que sorprendente.

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Francisco García Piñero.

 



[1] No conviene olvidar que dicho anhelo ha dado lugar a visiones del pasado reciente que, lejos de responder a lo que debiera ser el oficio de historiador, se acercan más a la justificación de líneas políticas actuales.

[2] El Mundo, edición digital del viernes, 12 de diciembre de 2003.

[3] Ibídem.

[4] Todo un proceso de maduración de ideas que arrancó en la Europa de finales del siglo XII, momento en el que comienza el despertar de las monarquías nacionales; se vio tremendamente impulsado por la coartada que las ideas nominalistas dieron al afianzamiento del poder estatal en el siglo XIV; recibió su sanción práctica en la Reforma Protestante y su aprobación legal en la paz de Westfalia (1648); para ser impulsado definitivamente a partir de este momento hasta culminar en la Ilustración del siglo XVIII y la posterior oleada revolucionaria del XIX.

[5] No sin acierto se pudo escribir en cierta ocasión que: “Tales fueron los racionales...Ni siquiera se preguntaban por qué, durante siglos y siglos, habían rezado los hombres, judíos, mahometanos o cristianos; si no había en su alma un fervor religioso que nada podía apagar; y, simplistas, creían haberlo dicho todo cuando repetían las palabras prejuicio, superstición; y no se preguntaban si no confundían en esos términos únicos prejuicios auténticos, supersticiones comprobadas, con creencias legítimas y necesarias. Apresurados, presuntuosos, comparaban toda la historia a una hoja de papel, llena de falsos pliegues: era menester borrar esos pliegues y volver la página blanca, esto era todo...No veían más que las desgracias y los crímenes, olvidadizos de las abnegaciones y de los heroísmos, de los santos y de los mártires...”, HAZARD, Paul: La crisis de la conciencia europea (1680-1715), Madrid, Alianza Editorial, 1988, pp. 132-133.

[6] Cfr. “Dignitatis Humanae”, 2; Concilio Vaticano II.

[7] No deja de ser curioso comprobar como la aplicación de las nuevas ideas políticas en España durante el siglo XIX se tradujo de manera casi inmediata en la eliminación de las leyes y tradiciones seculares de las diversas regiones que forman el país, tanto es así que resulta complicado pensar en una etapa de igual centralismo durante el siglo XVI, a pesar de que el sistema del XVI fuera de monarquía autoritaria y el del XIX se implantara al grito de libertad.

[8]Dignitatis Humanae”, 3; Concilio Vaticano II.

[9] La declaración conciliar nos dice en este sentido: “...porque el ejercicio de la Religión, por su propia índole, consiste, sobre todo, en los actos internos voluntarios y libres, por los que el hombre se ordena directamente a Dios: actos de este género no pueden ser mandados ni prohibidos por una potestad meramente humana. Y la misma naturaleza social del hombre exige que éste, manifieste externamente los actos internos de religión, que se comunique con otros en materia religiosa, que profese su religión de forma comunitaria, 3; Concilio Vaticano II.

[10] Es conocida la actual problemática que el estado democrático tiene planteada en torno a los pocos resortes que la sociedad civil tiene para hacer valer su opinión. Resulta innegable que el auge actual de las corrientes comunitaristas no se ve correspondido por una aceptación estatal de las aspiraciones que dicha corriente representa y que debería tener en un sistema democrático su caldo de cultivo ideal. Pudo comprobarse de modo innegable con motivo de la reciente guerra de Irak. El afianzamiento de la sociedad civil en forma de movimientos sociales, plataformas cívicas, sindicatos independientes de partidos políticos, ONG´S, etc...tiene en algunas ocasiones serios problemas para hacer valer su opinión en un estado que debiera estar al servicio de dicha sociedad. Bien es cierto que tal problemática supera con creces los límites de este artículo, puesto que sería preciso también estudiar las propuestas de dichos movimientos puesto que no todo lo que emana del cuerpo social es válido por el simple hecho de emanar de él. Nos parece que una muy buena aproximación al debate así como unas directrices generales sólidas y válidas sobre el mismo, pueden encontrarse en: LLANO CIFUENTES, Alejandro: El humanismo cívico, Barcelona, Ariel, 1999 o en ALVIRA, Rafael (coord.): Sociedad Civil: La Democracia y su destino, Pamplona, Eunsa, 1999.

[11] No deja de resultar curioso comprobar la similitud que existe entre la postura de la Plataforma Ciudadana por una Sociedad Laica y la del PSOE. La primera, en la que se encuentran integradas asociaciones y movimientos tan dispares como la Confederación Española de Asociaciones de Padres (CEAPA); Movimiento por la Paz; Federación de Mujeres Progresistas o la Unión de Asociaciones Familiares, se adhirió a la iniciativa francesa considerando que es la escuela pública y laica: “el lugar idóneo para la educación de ciudadanos”. Cfr. El Mundo, edición digital de 18 de diciembre de 2003. En el segundo caso, es una petición habitual la supresión de la enseñanza religiosa de la Educación Secundaria Obligatoria. La religión no puede ser, a juicio de los peritos del partido, materia de la enseñanza obligatoria puesto que supone una discriminación de quienes no profesan la religión que se enseña. Tampoco deben tenerse objetos religiosos ostensibles en los centros educativos para evitar la segregación en el seno de una sociedad plural. Cfr. PARTIDO SOCIALISTA OBRERO ESPAÑOL: Educar ciudadanos: Una tarea de todos, Propuestas, Cuadernos Socialistas, 2 de abril de 2002. El paralelismo entre ambos planteamientos y la postura francesa resulta obvio.

[12] Toda persona, por el mismo hecho de ser persona, tiene derecho a manifestar su fe, privada y públicamente, o a dejar de hacerlo libre de coacción externa. Del mismo modo que toda persona tiene el deber de buscar la verdad, sobre todo en materia religiosa, y adherirse a ella una vez encontrada con asentimiento personal. Y este derecho se funda en la misma naturaleza humana, es un derecho constitutivo de la persona por el mero hecho de ser persona, por lo tanto, válido tanto para aquellos que se esfuerzan en cumplir aquel deber como para los que no lo cumplen. La doctrina católica es taxativa en este sentido: “Todos los hombres, conforme a su dignidad, por ser personas, es decir dotados de razón y de voluntad libre, y, por tanto, enaltecidos por la responsabilidad personal, tienen la obligación moral de buscar la verdad, sobre todo la que se refiere a la religión. Están obligados así mismo, a adherirse a la verdad conocida y a ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad. Pero los hombres no pueden satisfacer esta obligación de forma adecuada a su propia naturaleza si no gozan de libertad psicológica al mismo tiempo que de inmunidad de coacción externa. Por consiguiente el derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición subjetiva de la persona, sino en su misma naturaleza. Por lo cual, el derecho a esta inmunidad permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y de adherirse a ella...”, Dignitatis Humanae, 2, Concilio Vaticano II. Resulta de aquí que la libertad, tal como la enseña la Iglesia, es más amplia que la pretendida por los que tratan de unir a los hombres mediante la exclusión de algunos de ellos

 

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