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Los orígenes de la Universidad: las piedras y las almas de las universidades medievales

por Alejandro Rodríguez de la Peña

Creo que es nuestra labor recuperar este espíritu que animaba las universidades medievales si no queremos que la Universidad muera como tantas otras cosas que están desapareciendo de nuestra sociedad como la moral natural, el amor a la Verdad o la decencia. Descripción de la Historia y del desarrollo de la vida universitaria en sus orígenes

Hace casi mil años nacieron las primeras universidades en el Occidente medieval, París y Bolonia. Estamos hablando, por tanto, de una institución milenaria. Hay que recordar que actualmente en Europa existen 85 instituciones cuya existencia podemos rastrear en tiempos anteriores al Renacimiento. De ellas, 70 son universidades. En sus aulas ya no encontramos sólo clérigos, frailes y médicos como en el siglo XIII. Sus planes de estudio ya no se basan en el Trivium y el Quadrivium como sucedió hasta el siglo XVIII. Sin embargo, más allá de los cambios, nuestras universidades son todavía perfectamente reconocibles como descendientes directas de aquellas que nacieron hace mil años. Subrayo el todavía, ya que puede que dentro de diez años no pueda afirmar tal cosa si tengo que escribir sobre este particular.

El éxito aparente de esta institución es de tal calibre, tiene tan pocos precedentes, que conviene tenerlo siempre en cuenta cuando algún ignorante o malintencionado alude al oscurantismo de la Iglesia o a las tinieblas medievales. Posiblemente, la mezcla de amor a la Verdad (esto es, investigación: ego sum viam, veritas et vita) y la vocación evangelizadora (esto es, docencia: docete omnes gentes) de los Pontífices, obispos y clérigos que fundaron la Universidad en la Edad Media sea la clave del triunfo rotundo de una institución en la que siempre se han yuxtapuesto investigadores y docentes, agentes críticos y funcionarios del saber.

Hoy día muchas instituciones e incluso algunos Estados perviven realizando todo tipo de tareas sin preguntarse cuál es su razón de ser. Incluso podríamos afirmar que su continuidad tiene que ver con la no formulación de esa pregunta. Los que ahora quieren hacer de la Universidad una mera “factoría del conocimiento” en el marco de la sociedad de la información, esta sociedad noocrática del I+D en la que knowledge is money, olvidan que esta institución milenaria no puede ser transformada en una empresa productora de patentes y futuros profesionales sin que desaparezca. Seguirá llamándose Universidad pero, en propiedad, ya no será una Universidad. Será otra cosa.

Para comprender el sentido de esta afirmación debemos bucear en los orígenes de la Universidad y hacer un viaje en el tiempo al siglo XII. Lo primero es preguntarse ¿porqué nació la Universidad? La respuesta a esta pregunta es compleja pero creo que podemos comenzar a contestarla enunciando otra pregunta: ¿cuándo y porqué nacieron los intelectuales?

Porque, sin duda, no hay Universidad sin intelectuales. A pesar de que una de las definiciones más bellas de las universidades medievales es aquella que las define como “las catedrales de la sabiduría”, lo cierto es que no hubo universidades en el sentido físico y arquitectónico de la palabra hasta finales de la Edad Media cuando la Universidad llevaba funcionando dos siglos. Y los primeros edificios universitarios propiamente dichos no fueron aularios (facultades diríamos hoy) sino lo que hoy llamaríamos “colegios mayores”, instituciones benéficas para alojar estudiantes sin recursos, siendo el fundado por el cardenal Sorbone, el Colegio de la Sorbona de París, el más antiguo de los supervivientes. Resulta significativo, en este sentido, que con el tiempo diera nombre al conjunto de la Universidad de París.

Hay que recordar que el hecho de identificar el aulario con las facultades y, en general, con la Universidad, es algo muy reciente, fruto de la organización napoleónica de la Universidad. Todavía en Cambridge y Oxford, aún hoy día reacios receptores de ese modelo francés, se da más importancia a los colleges que a las faculties, dentro de una dinámica que pone más el acento en la relación profesor-alumno que en el armazón institucional. Curiosamente, este modelo anglosajón, puramente medieval, se apresta a resurgir de sus cenizas con el plan Bolonia que se aplicará en breve en el conjunto de la enseñanza universitaria europea.

Así que no todo es tan innovador en ese proyecto. De hecho, el espacio educativo común europeo con sus planes de estudios homogéneos y la desaparición consiguiente de las convalidaciones no es más que un retorno a la Edad Media, cuando toda la Cristiandad católica era un espacio único de enseñanza. Ahora es la Comisión Europea la que garantizará que un título universitario del CEU sea absolutamente equivalente a uno por Cambridge en cuanto a contenidos curriculares. En el siglo XIII era el Pontífice romano el que sancionaba con su auctoritas la licentia ubique docendi que permitía a un licenciado por Salamanca enseñar en París sin más trámites.

Volviendo a la cuestión de las piedras y las almas de la Universidad, utilizando un lenguaje escolástico. Hay que decir que, en realidad, durante los siglos XII y XIII la Universidad estaba allí donde residían y enseñaban sus profesores y ese lugar variaba según la época del año, pudiendo ser un claustro catedralicio, una abadía o simplemente una plaza al aire libre. Ubi scholastici ibi Universitas se decía entonces.

Por consiguiente, durante los dos primeros siglos de vida de la Universidad no había Universidad física propiamente hablando. De hecho, la palabra Universidad viene de universitas scholarum (y no de universal, como algún profesor todavía enseña), esto es, “corporación de profesores y alumnos”, ya que la palabra scholares valía para ambos.

De forma que una universidad era un cuerpo imaginario (corpus fictum), una ficción jurídica intemporal y no una empresa o un aulario. Según la definición del canonista Bartolo de Sassoferrato, una determinada Universidad comprendería en tanto que corporación a todos sus estudiantes y profesores desde su fundación hasta su extinción en lo que representaría una vinculación quasi mystica entre la institución y sus miembros. En Cambridge sentí que ese sentimiento aún es operativo. Uno es johnian o wolfsonian, por citar los dos colleges a los que he pertenecido, hasta la muerte, no hasta el día en que se obtiene el título de licenciado. ¡Qué diferencia con la idea de una academia para formar profesionales para las empresas!

Pero volvamos sobre el tema de las piedras y las almas de la Universidad, más en concreto retomemos la cuestión de las almas que forman la Universidad: los intelectuales. Esta palabra, un galicismo que procede de una definición francesa del siglo XIX de un sector social, quiere decir muchas cosas hoy en día, no todas ellas buenas, hasta el punto de que muchos universitarios huyen como de la peste de ser definidos como tales.

Por mi parte, prefiero explorar el origen de este grupo social que forma las entrañas de toda Universidad. Tomemos el caso de las danzas macabras de finales de la Edad Media, en los tiempos de la Peste Negra. Estas danzas de la Muerte, mezcla de penitencia y teatro urbano, representaban de forma teatral camino del Infierno a los distintos estratos sociales, desde los reyes y los nobles hasta los campesinos y burgueses. Entre los monjes, frailes, clérigos y obispos que se representan en las miniaturas de las danzas macabras de la época el estudioso avisado detectará la presencia de un grupo de penitentes disfrazados de algo difícil de precisar. Llevan tonsura como los monjes pero no son sacerdotes ni monjes. Son los scholares, los profesores y estudiantes de Universidad. Los intelectuales medievales.

Sabios, doctos, clérigos, filósofos, escolásticos, maestrescuela... todos estos términos se utilizaron en el Medievo para definirlos. El término intentaba designar a aquellos cuyo oficio era pensar y enseñar. En principio pertenecían al estado clerical y asumían las órdenes menores pero su vida no era la de un diácono o un presbítero. No eran místicos encerrados en sus claustros, ni pastores de almas ni auxiliadores de los pobres. Eran maestros cristianos que enseñaban bajo la autoridad de un obispo (representado por su canciller) por lo que asumían la condición clerical de iure, pero de facto vivían en otra esfera, intermedia entre el estado secular y el religioso. Por ejemplo, podían ser armados caballeros y recibir títulos nobiliarios.

Sabios y docentes, pensadores por oficio y vocación, encontramos en los rasgos psicológicos de los escolásticos del Medievo ciertos aspectos del carácter del intelectual de nuestro tiempo. Como profesores muchos cayeron en la fosilización de las mismas clases repetidas durante décadas. Como razonadores algunos cayeron en el exceso del racionalismo. Como científicos a muchos les acechó la sequedad de una vida entre libros robada a las familias y a los amigos. Como críticos no pocos cayeron en la tentación de denigrar por sistema lo establecido.

Pero hay que decir que la mayoría permaneció fiel al ideal del humanismo cristiano que animaba las universidades. Detrás de la razón, la mayoría supo ver la pasión por la Verdad, detrás de la docencia la necesidad de formar personas, detrás de la ciencia el amor por la Creación de Dios, detrás de la crítica la búsqueda del Bien Común. ¿Podemos decir lo mismo de nuestros intelectuales?

El renacimiento del siglo XII.

Sea como fuere, los orígenes de la Universidad hay que situarlos en el siglo XII, el siglo en el que volvió a haber ciudades y mercados en Europa tras largas centurias de ruralización y economía de subsistencia. El intelectual y la Universidad nacieron con las ciudades, su resurgimiento a partir de los cadáveres de las ciudades romanas los hizo posible. La escuela monástica, el scriptorium y el monje copista son tipos propios de una sociedad feudal, una sociedad rural de castillos y aldeas. La Universidad pertenece a un nuevo mundo que dejó atrás la Feudalidad, el del renacimiento del siglo XII y las catedrales góticas, un renacimiento que situó a Europa de nuevo a la cabeza del orbe en ciencia y arte tras siglos de estar a la zaga del Islam.

Los intelectuales del siglo XII, clérigos al servicio del obispo de su ciudad a los que éste encarga del cuidado de la escuela catedralicia, fueron llamados moderni (“los modernos”) en algunos escritos. Era la primera vez que esa palabra se aplicaba en la historia del pensamiento y resulta curioso comprobar que los escolásticos, que con el tiempo serían los principales defensores de la Tradición católica, fueran considerados al principio como “los modernos”.

Se les identificaba por su amor a los clásicos de la Antigüedad, un amor que compartieron con los renacentistas del Quatrocento de los que son directos antecesores. Pedro de Blois escribía, en este sentido: no se pasa de las tinieblas de la ignorancia a la luz de la ciencia si no se releen con amor cada vez más vivo las obras de los antiguos. ¡Que ladren los perros y que gruñan los cerdos! No por eso dejaré de dedicar todos mis cuidados a los antiguos y cada día el amanecer me encontrará estudiándolos.

El obispo inglés Juan de Salisbury aconsejaba, por su parte, a los estudiantes que estudiaran atentamente a Virgilio y a Lucano, cualquiera que sea la filosofía que profeses, comprobarás que puedes acomodarla a ellos. En esta acomodación consiste la capacidad del maestro y la habilidad y celo del alumno, de forma que se obtenga el mayor provecho de la lectura de los autores antiguos. El maestro Bernardo de Chartres expresó esta idea de forma insuperable en su famosa sentencia: somos enanos encaramados en los hombros de gigantes. De esta manera vemos más y más lejos que ellos, no porque nuestra vista sea más aguda sino porque ellos nos sostienen en el aire y nos elevan con toda su altura gigantesca.

Pero esta lectura de los clásicos no cayó nunca en la imitación, ya que el renacimiento del siglo XII se distingue del Renacimiento italiano en que rehuyó siempre el servilismo hacia la Antigüedad grecorromana, combinando siempre el legado de San Agustín con el de Platón y el de Virgilio con el Eclesiastés. Y es que, cuando los escolásticos pensaban en los antiguos, esos gigantes a los que aludía Bernardo de Chartres, incluían entre ellos a los Profetas de Israel y a los Santos Padres de la Iglesia. No será hasta los tiempos de Petrarca, Giotto y Bocaccio que se considere el mundo grecorromano como superior culturalmente al resto.

Ciertamente, los escolásticos del siglo XII estaban vivamente preocupados por la recuperación de aquellas obras de la Antigüedad grecorromana perdidas durante la época de las Invasiones. Los monjes benedictinos habían salvado buena parte desde los tiempos de Carlomagno pero se habían concentrado en las obras literarias antes que en las científicas o filosóficas. Por el contrario, los árabes habían concentrado sus esfuerzos en estas últimas desde que el califa abasí Al Mamun fundara en el siglo IX la Bayt al Hikma (“Casa de la Sabiduría”) en Basora, una escuela de traductores que tradujo al árabe el corpus científico y filosófico grecorromano.

En la ciudad de Toledo, recientemente reconquistada a los musulmanes, el arzobispo francés Raimundo (1125-1151) decidió fundar una Escuela de Traductores cristiana y bajo su protección dio comienzo la titánica labor a lo largo de casi cien años de equipos de traductores judíos, musulmanes y cristianos procedentes de toda Europa que vertieron al latín y al castellano muchas obras perdidas del pasado. En particular, fue decisiva su recuperación de las obras de Aristóteles, que a finales del siglo XII comenzó a desplazar a Platón como el príncipe de los filósofos para los escolásticos.

Fueron, por consiguiente, estos abnegados traductores toledanos los pioneros del renacimiento del siglo XII, al recuperar no solo la obra de Aristóteles sino en general el conjunto del Quadrivium. Me explico. El plan de estudios medieval se basaba en una división en Trivium y Quadrivium, esto es, Letras y Ciencias. Trivium procede de Tres, ya que tres eran las ramas del saber que correspondían a las Letras: Gramática, Retórica y Dialéctica. Quadrivium procede de Cuatro, ya que cuatro eran las ramas del saber de las Ciencias: Aritmética, Geometría, Música y Astronomía.

Resulta interesante, en este sentido, el testimonio de un joven clérigo inglés, Daniel de Morley, que narra en una carta privada que conservamos las razones por las que viajó a mediados del siglo XII a Toledo en búsqueda de instrucción: la pasión del estudio me había hecho abandonar Inglaterra. Permanecí algún tiempo en Francia. Allí solo vi a salvajes instalados con grave autoridad en sus asientos escolares teniendo frente a sí dos o tres escabeles cargados de enormes obras que reproducían las lecciones de Ulpiano en letras de oro y con plumas de plomo en la mano escribían gravemente en sus libros. Habiendo comprendido la situación, me puse a pensar en los medios de abrazar las Artes del Quadrivium que esclarecen las Sagradas Escrituras. Y como en nuestros días es en Toledo donde la enseñanza de los árabes, que consiste casi enteramente en las Artes del Quadrivium, se imparte a las multitudes me apresuré a legar hasta allí para oír las lecciones de los filósofos más grandes del Mundo. Como unos amigos me invitaran a regresar a Inglaterra, dejé España con una gran cantidad de preciosos libros. Que nadie se escandalice si ahora al tratar la creación del Mundo invoco el testimonio no solo de los Padres de la Iglesia sino también el de los filósofos paganos, pues, si bien estos últimos no figuran entre los fieles, algunas de sus palabras deben ser incorporadas a nuestra enseñanza.

Lo cierto es que durante los siglos altomedievales el Quadrivium había sido muy descuidado y las matemáticas y ciencias naturales que se enseñaban en las escuelas monásticas eran muy primitivas. Incluso, eran vistos como saberes sospechosos por el pueblo. El monje francés Gerberto de Aurillac, a pesar de ser elegido Papa con el nombre de Silvestre II en el año 999, no pudo evitar tener cierta reputación de brujo simplemente por haber aprendido matemáticas en Córdoba con maestros musulmanes y usar los números arábigos para hacer cuentas, unos números que parecían cosa de hechicería a las masas ignorantes.

Y es que no sería hasta el siglo XIII el que, gracias a la labor de la Escuela de Traductores de Toledo, los números árabes (o guarismos como se les llamaba entonces por el sabio árabe Al Kharizmi) sustituyeran a los obsoletos números romanos en Occidente. Pero no solo los números árabes entraron en las aulas y contadurías de la Cristiandad, también la ecuación de tercer grado, los algoritmos, la óptica y la geometría árabes hicieron su entrada en escena. Los árabes habían conseguido superar la ciencia grecorromana. La Cristiandad latina se disponía ahora a superar la ciencia árabe que había recibido a través de Toledo. Las universidades recién fundadas serían el vehículo de esta superación decisiva para la historia de la humanidad.

Quizá no se ha reflexionado lo suficiente sobre el hecho de que fuimos los españoles en particular y los católicos en general los que descubrimos y conquistamos América y no los musulmanes, que solo dos siglos antes eran dueños de medio Mundo y tenían mejores herramientas técnicas y científicas para haber iniciado ellos la Era de las Exploraciones a través de América, África y el Pacífico. La clave del éxito de Europa en el siglo XVI, éxito que está detrás del posterior dominio occidental del globo que llega hasta nuestros días, hay que buscarla en la institución universitaria y el dinamismo intelectual que supo insuflar a la Cristiandad al mismo tiempo que en el Islam el oscurantismo integrista de Al Ghazali se imponía sobre los falasifa (“los filósofos), poniendo fin a siglos de esplendor cultural y artístico en el Oriente Próximo.

En el principio fue París.

Si todo comenzó en Toledo, todo los caminos del saber acabaron por conducir a París. De todas las universidades medievales, París, favorecida por la presencia de los maestros más brillantes, será la encarne mejor el paradigma. Desde el año 1100 los profesores y estudiantes se reunieron en gran número en la Cité de París. No en un lugar concreto. Algunos profesores enseñaban en la catedral de Notre Dame, bajo la atenta mirada del obispo. Otros, la mayoría, en la orilla izquierda del Sena, en los claustros de la escuela canonical de San Víctor y del monasterio de Santa Genoveva. Finalmente, algunos, al margen del obispo, en los alrededores de San Julián el Pobre, entre las calles de la Boucherie y Garlande.

París no se iba a convertir, sin embargo, en el faro intelectual de Occidente hasta que no apareciera entre sus profesores la irrepetible figura de Pedro Abelardo. Abelardo fue el primer gran escolástico de París y también el primer gran profesor universitario europeo, el primero de una larga serie. La Universidad de París le debe su fama y quizá la propia institución universitaria su éxito histórico.

Repasemos brevemente su fulgurante carrera. Nacido en Bretaña en el año 1079 en el seno de una familia de la pequeña nobleza, Pedro Abelardo se dedicó desde muy joven al estudio con el mismo afán de competición caballeresca con el que sus hermanos siguieron el oficio de las armas. Para Abelardo el debate intelectual era una suerte de justa caballeresca del que siempre había que salir vencedor. Por ello se convirtió en el maestro de la Dialéctica, un talento invencible en los debates filosóficos y teológicos.

Seguro de sí mismo, desafió nada más llegar a París, donde la Universidad aún no existía, al más grande los maestros que allí enseñaban entonces: Guillermo de Champeaux. Tras ser su alumno durante unos meses y estudiarle, lo provoca a un debate público sobre una compleja cuestión de la Lógica aristotélica y lo humilla, siendo aún un veinteañero, delante de todos demostrando dominar el arte de la dialéctica mejor que su anciano maestro.

Guillermo de Champeaux, humillado, hace que se le expulse de la escuela catedralicia. Pero Pedro Abelardo funda su propia escuela en Melun y buena parte de sus antiguos compañeros de clase abandona París y se convierte en sus discípulos. Al poco tiempo, Guillermo de Champeux, ahora casi sin alumnos, decide abandonar la enseñanza. Es el triunfo de Pedro Abelardo que retorna a París para hacerse con su cátedra, instalando su escuela en el claustro de la abadía de Santa Genoveva, en la orilla izquierda del Sena.

Pero pronto Abelardo se da cuenta de que en París los teólogos están por encima de los maestros de Lógica y Dialéctica y decide volver a la condición de estudiante para seguir las clases en Laon del mayor sabio de la época: San Anselmo, futuro arzobispo de Canterbury, a quien debemos el argumento ontológico sobre la existencia de Dios. Sin embargo, pronto la pasión iconoclasta de Abelardo, que lo cuestiona todo, le enfrenta al anciano maestro a quien llega a definir como digno de desprecio por su falta de inteligencia. Y es que la soberbia del joven Pedro Abelardo no conocía límites.

Harto de la escuela de Laon y de ser estudiante, Abelardo regresó a París donde ya es una celebridad entre los estudiantes que abarrotan sus clases. Miles acuden de toda Europa para oír al principal maestro de la Dialéctica, un arte que resurgía entonces con fuerza tras siglos de abandono. Abelardo ha alcanzado la gloria sin apenas esfuerzo. Según su propia confesión, creía que en el mundo era yo el único filósofo. Corría el año 1118. Fue entonces cuando, a los treinta y nueve años, conoció a Eloísa. Abelardo, que como todos los maestros de París, tiene las órdenes menores de un clérigo pero no es sacerdote, nunca ha sido un libertino ni se le han conocido amoríos aunque canónicamente le está permitido contraer matrimonio.

Pero Eloísa desató el demonio del sur en el autosuficiente Abelardo. Tenía solo 17 años y era la sobrina del canónigo de la catedral. Joven bellísima, cultivada y enormemente inteligente, el canónigo le pide como un favor personal que le de clases particulares para que extraiga todo el potencial que la joven encierra. Como era previsible, un amor arrebatado surge entre esos dos talentos y estalla el escándalo cuando ella queda embarazada. Eloísa huye de París para refugiarse en la casa de la hermana de Abelardo. Llamarán a su hijo Astrolabio, un nombre muy apropiado para el fruto de los amores de dos intelectuales.

Abelardo le pide entonces al canónigo Fulberto la mano de su hija, a pesar de que Eloísa le pide en una carta que no lo haga: no podrías ocuparte con igual cuidado de una esposa y de la filosofía. ¿Cómo conciliar las bibliotecas y las cunas, los libros y las ruecas? La verdad es que éste es el eterno dilema del intelectual aún hoy día.

Sin embargo, el padre de Eloísa no quiere saber nada de matrimonios y trama una terrible venganza: de noche unos esbirros por él contratados asaltan la casa de Pedro Abelardo y le mutilan castrándolo. A la mañana siguiente todo París sabe lo que ha ocurrido y Abelardo se refugia en la abadía de Saint Denis y profesa como monje. Eloísa entrará novicia en un monasterio de clausura, la abadía del Espíritu Santo, del que terminará sus días como abadesa, convirtiendo ese cenobio en un centro de estudios de primer orden.

Sin embargo, Abelardo no puede disfrutar de esa paz. Se enfrenta a los monjes cuando escribe un Tratado sobre la Santísima Trinidad que el obispo de Chartres condena y hace quemar. Entonces Abelardo abandona Saint Denis y contruye un oratorio en Troyes para vivir como un eremita bajo la protección del obispo de esa ciudad. Pero multitudes de estudiantes de toda la Cristiandad se arremolinan en torno a su oratorio construyendo una auténtica aldea improvisada en los alrededores. Abelardo retoma entonces su oficio de enseñante.

Finalmente regresa a París, a Santa Genoveva, donde las multitudes se vuelven a congregar. Estudiantes vagabundos, goliardos, juglares, nobles, acuden de todas partes a escuchar a alguien que es más una celebridad que un mero profesor. Y es que ahora además de sus tratados de lógica, en particular su Manuel de Lógica para principiantes (el primer manual universitario de la historia), eran conocidas en todas partes sus canciones de amor en francés y latín a Eloísa, que fueron entonadas durante décadas por los juglares goliardos de toda la Cristiandad, siendo el primer hit parade de la historia. También es conocida su autobiografía en latín, su Historia calamitatum mearum (“historia de mis desgracias”), un bestseller de la época que representa la primera autobiografía de un intelectual en Occidente desde las Confesiones de San Agustín.

Pero su soberbia y su autosuficiencia no se mitigaron con el paso de los años y no dudará en lanzar proposiciones heréticas sobre diversas cuestiones. Al final de su vida tuvo que arrostrar un concilio condenatorio de algunas de sus tesis e incluso una excomunión pontificia, que le será levantada gracias a la intercesión de su amigo, Pedro el Venerable, el piadoso e influyente abad de Cluny. Finalmente moriría reconciliado con la Iglesia en el año 1142. Su trayectoria ejemplifica muy bien la sentencia tan repetida en los tratados medievales: la soberbia es el pecado del intelectual. Con todo, a pesar de las controversias que despertó su figura, se puede decir que al llegar Pedro Abelardo a París veinte años antes había encontrado un grupo de escuelas. A su muerte París era de facto aunque todavía no de iure una Universidad, la primera y la más importante de la Cristiandad.

El obispo Juan de Salisbury nos ha dejado un vívido retrato de cómo era París en 1164, cuando el magnetismo personal de la figura de Pedro Abelardo había ya dejado paso al prestigio institucional de la Universidad: me he dado una vuelta por París. Cuando vi la abundancia de los víveres, la alegría de las gentes, la consideración de que gozan los escolásticos, la majestad y gloria de toda la Iglesia, las diversas actividades de los filósofos, me pareció ver, lleno de admiración, la escala de Jacob cuyo extremo superior llegaba al cielo y era recorrida por ángeles que subían y bajaban por ella.

La misma impresión causó en el abad Felipe de Harvengt: empujado por el amor a la ciencia he venido a París y encontrado esa nueva Jerusalén que tantos desean. Esta es la morada de David y del sabio Salomón. Hay una muchedumbre tal de escolásticos y clérigos que éstos están a punto de sobrepasar en número a la población laica. ¡Feliz ciudad en la que los santos libros se leen con tanto celo, en la que sus complicados misterios son resueltos gracias a los dones del Espíritu Santo, en la que hay tantos profesores eminentes!

Ahora bien, aquello en lo que se convirtió París tras la docencia de Pedro Abelardo no gustó a todo el mundo. Si para muchos París era ahora la Civitas Litterarum, la Ciudad de las Letras por excelencia, una nueva Atenas y nueva Jerusalén que iluminaba la Cristiandad, para otros, en especial para los monjes cistercienses, el género de vida desordenado de muchos estudiantes de París hacía de esta ciudad una nueva Babilonia, un antro del Diablo donde se podía perder el alma. De esta forma, el monje cisterciense Pedro de Selles exclamaba: ¡Oh, París, cómo sabes hechizar y engañar las almas! En ti las redes de los vicios, las trampas de los males, las flechas del Infierno pierden a los corazones inocentes! El propio San Bernardo de Claraval avisaba de los peligros de París para los estudiantes: huid del centro de Babilonia, huid y salvad vuestras almas. Encontraréis mucho más en los bosques que en los libros.

Los temores de San Bernardo y Pedro de Selles estaban en parte justificados por el comportamiento salvaje de algunos estudiantes de París, los llamados goliardos. Estos goliardos son descritos por las crónicas como vagabundos, gamberros, bribones, juglares, bufones y bohemios. Estudiantes escasos de recursos procedentes de toda Europa, eran temidos y despreciados por la población que sufría sus gamberradas, en ocasiones incluso sus crímenes.

Muchos se organizaron en bandas estudiantiles para sobrevivir mediante el robo, la mendicidad o el trabajo como sirvientes de los estudiantes ricos. Algunos más talentosos vivían de actuar como juglares por las calles. Un cronista Evrard el Alemán, habla de la parisiana fames (“el hambre del estudiante parisino”), como un tópico de la época. Y es que estudiar en París estaba al alcance de casi todos, pero otra cosa era la forma en que allí se subsistiera en los años previos a la fundación de los colegios universitarios para pobres.

Fueron, en general, intelectuales libertinos muy críticos con la sociedad de la que eran elementos marginales. Hemos conservado muchos poemas anónimos de goliardos, una colección de los cuales, los Carmina Burana, dio a Orff la letra de su archifamosa composición. Los goliardos componían poemas en torno al amor, el juego y las tabernas, escenario de sus existencias. En uno de ellos leemos en perfecto latín escolástico: quiero morir en la taberna, donde los vinos estén cerca de la boca del moribundo, luego los coros de los ángeles bajarán cantando: ¡Que Dios sea clemente con este buen bebedor! En otro poema goliardesco leemos una confesión llena de pesimismo epicúreo: más ávido de voluptuosidades que de la salvación eterna, tengo el alma muerta, sólo me importa la carne.

Los goliardos atacaron salvajemente en sus composiciones a los obispos (malos pastores), los nobles (prepotentes), los comerciantes (avaros), los campesinos (patanes) e incluso a algunos reyes y pontífices. Nadie escapó a su pluma satírica pero pasaron sin pena ni gloria por la historia de la cultura medieval, dejando un rastro de marginalidad y quizá un anuncio de la futura cultura underground del siglo XX.

La institucionalización de la Universidad.

Los goliardos desaparecieron entre otras razones porque la Universidad se fue institucionalizando en el siglo XIII, por ejemplo con la creación de los colegios para estudiantes pobres que evitaron la caída en la marginalidad social de los scholares menesterosos. Pronto ya no hizo falta mendigar o robar al hijo del campesino para poder estudiar en París o en Bolonia. Y es que, en realidad, la institucionalización de la Universidad medieval fue un proceso parejo al de su cristianización.

Me explico. La intervención de los poderes eclesiásticos y políticos en la organización de la Universidad contribuyó a que ésta fuera un lugar más justo, libre y pacífico de lo que lo había sido en el siglo anterior. Esto es, un lugar más cristiano. En este proceso los papas jugarán un papel decisivo. En dos direcciones: en primer lugar, al arrebatar a los obispos la potestad de emitir la licentia docendi, el título de licenciado que permitía enseñar. Desde 1213, la Universidad de París obtiene de Roma el permiso para ser ella misma la que emitiera la licentia docendi y una huelga de profesores y alumnos en el año 1229 puso a la institución bajo la tutela directa de la Sede Apostólica tras morir varios estudiantes a manos de los sargentos del Rey de Francia. Ni el Rey ni el obispo de París ejercerían en adelante jurisdicción alguna sobre la Universidad, cuyos estudiantes incluso estarían exentos de la justicia real. En 1214 Oxford obtenía los mismos privilegios y Bolonia le seguía en 1219. Salamanca, Cambridge, Heidelberg seguirían pronto sus pasos.

Pronto, los Pontífices transforman la licentia docendi en licentia ubique docendi, esto es, en un título universitario de validez universal dentro de la Cristiandad católica. Por ello, las Universidades medievales nunca serán nacionales ni en su profesorado ni en su alumnado ni en sus planes de estudio. Los estados, las monarquías nacionales de entonces, se limitaron en algunos casos (como cuando el rey de León apoya la fundación de la Universidad de Salamanca o el emperador Federico Barbarroja la de Bolonia) a apoyar a la institución, pero nunca controlaron ni su orientación académica ni su profesorado. A lo largo del Medievo el Estado no tuvo nada que decir en las Universidades, instituciones libérrimas que solo respondían ante sí mismas y ante el Papado. Tan solo Oxford y Cambridge han conservado este status hasta hoy día. La fiebre napoleónica que contagió toda Europa en el siglo XIX convirtió a la Universidad en un instrumento del Estado.

Diversos papas iban a ir configurando la legislación universitaria que dotaría de una plataforma institucional al fenómeno espontáneo que había surgido en París el siglo anterior en torno a la figura de Pedro Abelardo. Así, en 1187 el papa Alejandro III declaraba en una importante bula la gratuidad de la enseñanza universitaria a partir del pasaje evangélico: lo que recibisteis gratis, dadlo gratis. En apoyo de esta directriz papal iban a acudir enseguida, obedientes, las Órdenes Mendicantes, Franciscanos y Dominicos, que desde 1219 enseñan gratis en la Universidad de París, prestándola sus mejores talentos como Santo Tomás de Aquino, San Buenaventura o San Alberto Magno. Pero no se quedó allí la ayuda pontificia. En el año 1194 el papa Celestino III otorgó a la Universidad de París sus primeros estatutos, que en 1215 el cardenal Roberto Courson completaría. El papa Inocencio III haría lo mismo con respecto a Oxford y, por su parte, Honorio III redactó los estatutos definitivos de Bolonia, cuya comuna otorgó el señorío de la ciudad al Pontífice en 1278.

Este apoyo pontificio a las universidades es capital, ya que, en tanto que única instancia universal del mundo cristiano, otorgó a la Universidad una libertad necesaria frente a la intromisión de reyes y obispos que querían controlarla. En ocasiones los pontífices fueron enérgicos en su defensa de los derechos de las universidades, como cuando el Papa Gregorio IX recriminó al obispo de París sus maquinaciones por las que has hecho que el río de las enseñanzas de las bellas letras que, por la gracia del Espíritu Santo, riega y fecunda el paraíso de la Iglesia universal, se haya salido de su lecho, es decir, de la Universidad de París, donde corría vigorosamente hasta entonces.

El nacimiento de la corporación universitaria.

Creo que conviene considerar ahora lo que hay de excepcional en la Universidad medieval en tanto que corporación para mejor comprender lo que es la esencia de una verdadera Universidad.

Lo primero que hay que subrayar es que la corporación universitaria medieval era una corporación eclesiástica, un cuerpo de la Iglesia Católica. Aún cuando la mayoría de sus miembros, según hemos ya dicho, no sean sacerdotes ni monjes ni hagan votos de celibato, pobreza u obediencia, lo cierto es que jurídicamente se les situaba entre el clero, con casi todos los privilegios que ello conllevaba en la Edad Media pero casi ninguna de sus obligaciones.

Tomemos de nuevo como ejemplo la Universidad de París. Tenía cuatro facultades: Artes Liberales (Trivium y Quadrivium), Derecho, Medicina y Teología. La facultad de Artes Liberales, de lejos la más numerosa, era gobernada según el sistema de las naciones. Profesores y estudiantes se agrupaban según la nación de procedencia, en cuatro grupos: franceses, ingleses, picardos y normandos. En Oxford se dividieron en boreales (ingleses del norte y escoceses) y australes (ingleses del sur, irlandeses y galeses), hasta que en 1274 se suprimió este sistema. En Bolonia, curiosamente, los profesores no formaban parte de las naciones (que allí se dividen en citramontanos, esto es, italianos y ultramontanos, el resto), que están reservadas a los estudiantes. Los profesores, independientemente de su procedencia, formaban una corporación separada llamada colegio de los doctores.

Cada nación es presidida por un procurador. El gobernante de la facultad de Artes Liberales, elegido por las cuatro naciones (estudiantes y profesores) recibía el nombre de rector, un nombre que con en nuestro tiempo se aplica en exclusiva al gobernante de toda la Universidad que en esa época era llamado el canciller, si bien Oxford y Cambridge conservan la antigua nomenclatura aún. En cambio, las otras tres facultades, llamadas facultades superiores, eran gobernadas por un decano elegido por el claustro de maestros regentes (hoy les llamaríamos profesores titulares). En general, los tres decanos de las facultades superiores seguían el liderazgo del rector de la facultad de Artes Liberales que es quien preside la asamblea general de la Universidad.

Lo cierto es que había pocos organismos comunes a las cuatro facultades y nada parecido a lo que hoy llamaríamos un rectorado, actuando muchas veces un convento como lugar de reuniones del claustro universitario. En París las reuniones se celebraban en San Julián el Pobre, en el refrectorio de los frailes trinitarios o en cualquier claustro de un convento franciscano o dominico.

Las corporaciones universitarias medievales disfrutaban de tres privilegios: la autonomía jurisdiccional que les situaba bajo la autoridad directa del Papa, el derecho de huelga o secesión y el monopolio de la enseñanza superior en su ciudad. Hay que aclarar que el derecho de huelga no consistía en dejar de estudiar, estupidez que solo se le ha podido ocurrir al hombre del siglo XX, sino en abandonar la ciudad y establecerse en otro sitio, lo que normalmente era suficiente para que se cediera a sus exigencias.

¿Cómo era la vida del estudiante en el París del siglo XIII? Normalmente habría ingresado en una escuela primaria a los ocho años para aprender sus primeras letras. A los catorce ya podía acceder a la Universidad (hay que tener en cuenta que maduraban antes que ahora), donde solo le estaba abierto el ingreso en la Facultad de Artes. Allí debían estudiar seis cursos anuales que se dividían en dos años iniciales llamados bachillerato y cuatro años finales llamados doctorado (que no tienen nada que ver con nuestro concepto actual de doctorado). Si se era buen estudiante a los veinte años se obtenía en título de magister Artium, que podemos traducir como licenciado en Artes Liberales.

Si se quería proseguir los estudios uno podía elegir a continuación estudiar en una de las tres facultades superiores: Medicina, Derecho o, la entonces reina de las ciencias, la Teología. Se iniciaban entonces otros seis cursos anuales (ocho en el caso de la Teología). En realidad, la facultad de Teología prescribía que la edad mínima para obtener el título era de 35 años, por lo que normalmente un teólogo que no hubiera perdido cursos en la Facultad de Artes asistía durante seis años como oyente a clase para realizar luego los ocho cursos preceptivos y alcanzar la edad requerida de 35 años.

La enseñanza universitaria medieval consistía ante todo en comentarios de textos (llamada lectio) de autores canónicos en su materia tutelados por profesores ayudantes unidos a clases magistrales reservadas al maestro regente que, en realidad, se prodigaba más bien poco. El comentario de texto, dividido en littera, sensus y sententia, sin duda era el verdadero meollo de la enseñanza universitaria medieval, ya que era una auténtico arte el saber extraer un comentario o glosa de un pasaje oscuro de Cicerón o el Digesto y suscitar un debate (quaestio) entre los estudiantes al respecto. Es decir, el sistema anglosajón de enseñanza que todavía se sigue en Oxford, Cambridge o Harvard y que el plan Bolonia nos va a obligar a adoptar en la Europa continental.

Dos veces al año se organizaban en la Universidad debates llamados disputas quodlibetales en los que un profesor desafiaba a todo el claustro de profesores y estudiantes a plantearle cualquier tema sobre el que disertar, teniendo que hacer frente a continuación a las preguntas de todos aquel que quisiera tomar la palabra. Estos debates duraban a veces más de siete horas y aquél que decidía afrontarlo debía tener una presencia de espíritu poco común y una sabiduría casi universal.

Pero ¿cuáles eran los instrumentos de trabajo de estudiantes y profesores? En el manual universitario de Juan de Garlandia, profesor de París, leemos: he aquí los instrumentos necesarios a los escolásticos: libros lo primero, un pupitre con atril, una lámpara de noche con sebo y un candelero, una linterna y un embudo con tinta, una pluma, una plomada y una regla, una mesa, una silla, una pizarra, una piedra pómez, un raspador de pergaminos y una tiza. Es en el marco universitario del siglo XIII cuando se abandonó la caña de escribir romana por la pluma de ganso, más rápida y fácil de usar.

Ciertamente, los estudiantes tomaban apuntes durante las clases. Los apuntes se llamaban entonces relationes y algunos han llegado hasta nosotros. Como sucede hoy en día había profesores que publicaban las relationes de sus clases para facilitar el estudio de su asignatura. Estos manuales de bolsillo de la época eran llamados pecias, ya que consistían en pliegos de cuatro folios de piel de carnero donde en letra minúscula se condensaba un año de enseñanzas. Fueron estos los primeros libros medievales sin miniaturas ni ornamentación alguna, simplemente texto apretado, como los libros actuales.

Hoy dejamos los apuntes al multicopista. Entonces los profesores los dejaban en manos de los escribanos profesionales cuyos talleres lindaban con la Universidad. Sabemos que en el año 1264 había en París talleres con más de cuarenta escribanos trabajando en la copia de pecias. El libro había dejado de ser un objeto de lujo para convertirse en un instrumento de trabajo, de circulación amplia, dos siglos antes de la invención de la Imprenta.

Los exámenes como tales no existían. Bien, en realidad sí existían pero solo había uno al final de los seis años de estudio en Artes al igual que en las tres titulaciones superiores. Era éste un doble examen. Primeramente se realizaba un examen privado (examen privatum). Pero una semana antes de realizarlo, el estudiante era presentado al rector de la Facultad y juraba en su presencia cumplir los estatutos de la Universidad y no tratar de corromper a sus examinadores. Similar ceremonia se realizaba ante el arcediano de la catedral. Cuando finalmente llegaba la mañana del examen, tras oír la misa del Espíritu Santo, el estudiante comparecía ante el claustro de maestros regentes de la Facultad y uno de ellos le daba dos pasajes de un texto para que los comentara, dándole unas horas en privado para que preparara su comentario.

Llegada la tarde el candidato a la licenciatura o doctorado defendía oralmente su comentario ante el claustro de maestros regentes y ante un público numeroso que se solía congregar para la ocasión, ya que esta exposición se celebraba normalmente a las puertas de la catedral, al aire libre. Tras su exposición y tras responder el candidato a las preguntas formuladas por el tribunal, el claustro votaba si era digno del título de licenciado.

Pero el candidato sólo adquiría el título de doctor tras un segundo examen, el examen publicus o doctoratus. Este examen público consistía en la exposición de una lección magistral en un lugar solemne y público, lección magistral para el doctorado que es el germen de la futura tesis doctoral. Tras impartir la lección magistral el doctorando debía hacer frente a los ataques y críticas a sus tesis de cualquier estudiante allí presente, preparándose así para la docencia universitaria. Si pasaba con éxito y entereza esa dura prueba, el arcediano de la catedral le hacía entrega de las insignias del doctor: la licentia ubique docendi (un documento que le permitiría enseñar en cualquier universidad de la Cristiandad), una cátedra, un anillo de oro, un libro abierto y el birrete doctoral.

Este sistema de doble examen expuesto era el que regía en casi todas las universidades europeas pero en París se le añadía una tercera prueba previa al doble examen: la llamada determinatio baccalariandorum. La determinatio era un debate entre el candidato y un profesor previo al examen privatus que se realizaba en el mes de Diciembre. Si se pasaba con éxito el estudiante se convertía en bachiller, por lo que en París había tres grados: bachiller, licenciado y doctor.

La obtención del título de doctor iba siempre acompañada de una fiesta que costeaba el recién doctorado, fiesta que tenía algo de iniciación del antiguo estudiante en el gremio de los profesores y que seguía unos ritos cuidadosamente establecidos. Poco queda ya, por desgracia, de todo esto. Creo que es nuestra labor recuperar este espíritu que animaba las universidades medievales si no queremos que la Universidad muera como tantas otras cosas que están desapareciendo de nuestra sociedad como la moral natural, el amor a la Verdad o la decencia. Que Dios nos ayude en esta tarea.

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Alejandro Rodríguez de la Peña

 

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