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Di no a la constitución antieuropea, totalitaria y tiránica

Las motivaciones religiosas de Fernando III “El Santo”

por Víctor Manuel Dávila Vegas

Una aproximación a la figura histórica de Fernando III “el Santo” en la que se mezclan los aspectos biográficos más descriptivos de su personalidad con las principales decisiones políticas de su reinado, incidiendo especialmente en el pensamiento religioso del monarca. Es una forma de rememorar sus conquistas desde la perspectiva de su propia fe, incluyendo por tanto las manifestaciones externas de ésta, como su devoción mariana, el respeto por las imágenes, su afán de cruzada y la forma de afrontar su muerte. Referimos además algunas anécdotas piadosas que se le atribuyen y cuál ha sido su repercusión posterior en la historiografía española y en el culto popular

La figura histórica de Fernando III, conocido popularmente como “el Santo” tras su muerte, se acerca al ideal caballeresco bajomedieval de lo que debía ser un buen rey cristiano, implicado abiertamente como “crucesignatus” en el proceso reconquistador peninsular. Una tradición afirma que se armó a sí mismo caballero en 1219, tres días antes de su primera boda, tras velar una noche las armas en el monasterio burgalés de Las Huelgas. Otros relatos indican que fueron su madre o el obispo Mauricio los que le armaron caballero, ciñéndole simbólicamente la espada de Fernán González. Se negó siempre a combatir contra otros reyes cristianos, agotando en estos casos las vías negociadoras. Sí que tuvo que hacer frente a varias revueltas nobiliarias para consolidar su autoridad, tanto al recibir la corona castellana en 1217 como al unificar los reinos de Castilla y León en 1230. Cuando dirigió la guerra contra las posesiones islámicas apenas tuvo que recurrir a levas obligatorias, pues la esperanza de participar en los posteriores repartimientos de tierras y de bienes animaba a sus soldados. El rey fue extremadamente afortunado en sus campañas militares, hasta el punto de no conocer la derrota, a menos que consideremos como tal el levantamiento temporal de varios cercos, como por dos veces el de Jaén, ciudad que finalmente conquistó en 1246. Esta suerte en las armas se contrapone a las desdichadas cruzadas de su primo, el rey Luis IX de Francia, que enfermó de peste y murió por causa de la desastrosa expedición tunecina de 1270. Al igual que Fernando III, este rey francés fue posteriormente canonizado, concretamente en 1297 por el Papa Bonifacio VIII.

No existe ningún relato contemporáneo al reinado de Fernando III que abarque éste en toda su extensión. Las crónicas latinas contemporáneas se centran principalmente en los acontecimientos acaecidos hasta la conquista de Córdoba en 1236. Es el caso de la “Crónica Latina de los Reyes de Castilla”, atribuida al canciller real Juan, obispo de Osma, y el “Chronicon Mundi” del obispo Lucas de Tuy. El Libro IX de “De Rebus Hispaniae” del arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada hace además mención del período comprendido entre 1236 y 1243, pero de forma muy concisa. Acontecimientos posteriores, como la conquista de las ciudades de Jaén y Sevilla, son narrados por crónicas más tardías, escritas a partir de la segunda mitad del siglo XIII, y que son en su mayoría continuaciones de la crónica de Jiménez de Rada, con un posible origen común en la llamada “Traducción Ampliada del Toledano”. Una crónica que manifiesta su abierta hostilidad hacia la dinastía castellana es la “Crónica de 1344”, refundida hacia 1400, y atribuida al conde de Barcelos, hijo bastardo del rey Dinis de Portugal. El resto de las crónicas exaltan a Fernando III, subrayando su legitimidad mientras tratan, de forma diversa, los conflictos nobiliarios de inicios de su reinado. La homogeneidad narrativa es mayor a partir de la referencia a la conquista de Córdoba, prueba de la existencia de una fuente común. La “Primera Crónica General de España” nos aporta la versión oficial del conjunto del reinado de Fernando III, así como el de sus antecesores. En los siglos XIV y XV los relatos, ya muy distanciados de los hechos, incorporan hazañas nobiliarias y milagros realizados por Fernando III, lo que hace sospechar seriamente de su veracidad. La “Crónica del Santo Rey Don Fernando”, impresa en Sevilla en 1526, supone el enlace entre fuentes medievales adornadas con dudosos aditamentos y las obras de exaltación previas al proceso de canonización del monarca.

Fernando III nació en el monasterio cisterciense de Valparaíso, cerca de la localidad zamorana de Peleas de Arriba, en un descanso realizado por la corte itinerante. El monasterio, del que ya no queda prácticamente nada, tuvo su origen en un albergue fundado para atender a los transeúntes y peregrinos de la Vía de la Plata. Actualmente hay en el lugar un pequeño monumento cuyos azulejos aluden a que allí nació el rey. La fecha de su nacimiento es incierta, oscilando según las fuentes entre 1198 y 1201. Sus padres fueron el rey Alfonso IX de León y doña Berenguela, sobrina de éste e hija del rey Alfonso VIII de Castilla. Este matrimonio fue declarado nulo por no contar con la dispensa papal, pero sí que se consideró legítimos a sus hijos. Cuando se produjo en 1212 la victoria de la coalición cristiana en Las Navas de Tolosa, Fernando era todavía un adolescente. Dicha batalla contribuyó al resquebrajamiento de las estructuras de poder andalusíes, favoreciendo las futuras conquistas de Fernando III. En 1214 ocupó el trono castellano el joven Enrique I, hermano de doña Berenguela, el cual se vio afectado por los manejos de la nobleza. Este rey murió en 1217 a consecuencia de las heridas causadas por una teja que le cayó en la cabeza mientras jugaba en el patio del castillo episcopal de Palencia. Doña Berenguela llamó entonces a su lado a su hijo Fernando, que se había educado principalmente en el reino leonés, y una vez proclamada en Valladolid reina de Castilla abdicó en él. El rey de León, Alfonso IX, montó en cólera al saber el modo en que se había resuelto la sucesión castellana, e inició una expedición militar de castigo que dañó especialmente a la Tierra de Campos palentina. Acaeció entonces uno de los primeros episodios que fraguaron entre el pueblo la aureola de bondad de Fernando. El recién proclamado rey castellano se negó a combatir abiertamente contra su padre, enviando a éste una carta conciliadora. Alfonso IX aceptó las explicaciones de su hijo y se retiró de Castilla a cambio del pago de una indemnización de once mil maravedíes, extremo acordado en la llamada Paz de Toro. Fue precisamente en esta localidad donde murió por entonces uno de los nobles castellanos más levantiscos, el conde Álvaro Núñez de Lara. Revueltas nobiliarias menores estallaron en 1220 y 1221, encabezadas respectivamente por el señor de Cameros y el señor de Molina. Progresivamente se consolidó el poder real de Fernando, gracias en gran medida al apoyo de las ciudades y los obispados. Estos últimos, que litigaban con la corona castellana por el señorío de villas o la propiedad de bienes, aceptaron de buen grado los usos piadosos del monarca con la esperanza de verse favorecidos.

El reinado de Fernando III supuso la reunificación definitiva de los reinos de Castilla y León. Este acontecimiento se produjo en 1230, año de la muerte de Alfonso IX, ocurrida cuando se dirigía a Compostela tras la conquista de Mérida. Alfonso IX, despechando a su hijo Fernando, dejó como herederas del reino de León a las infantas Sancha y Dulce, hijas de su primer matrimonio con Teresa de Portugal, matrimonio que al igual que el contraído luego con doña Berenguela había sido anulado por las autoridades eclesiásticas. Esta decisión sucesoria parecía una locura destinada a sembrar la inestabilidad en el reino leonés, tanto por el hecho de no haber un único heredero como por no respetar el juramento que las Cortes de León habían expresado hacia Fernando cuando éste era adolescente, reconociéndole como futuro rey. Al conocer la muerte de Alfonso IX, doña Berenguela instó a su hijo Fernando a que marchase a León para reclamar este reino. Fernando III, acompañado por su madre, entró en el reino de León, donde algunas poblaciones le aclamaron como soberano. Doña Berenguela se entrevistó con Teresa de Portugal, la cual fue posteriormente canonizada por la Iglesia, tanto por su vida conventual como por su decisiva actuación en estos momentos. Teresa, viendo los conflictos que podrían derivarse del mantenimiento de la separación de los reinos de Castilla y León, aceptó la renuncia del derecho al trono de sus hijas, las cuales recibieron como compensación grandes rentas. Dicha renuncia se hizo efectiva en el Tratado de Benavente. Cuando Fernando III entró como nuevo rey en la ciudad de León no estaban allí para recibirle algunos de los principales dignatarios del reino, como el arzobispo de Santiago y otros obispos, seguramente contrarios a dicha elección. También se le oponía el merino mayor, que aun así fue ratificado en su puesto. Es decir, Fernando III no quiso alterar el funcionamiento normal de las instituciones leonesas para encontrar así mayores apoyos. Fue en Galicia donde la clase señorial se mostró más reacia a la unión política con Castilla, lo que se tradujo en algunas revueltas.

El rey Fernando III se casó en dos ocasiones. En la concertación de ambos matrimonios fue determinante el consejo de su madre doña Berenguela. En 1219 se casó con la alemana Beatriz de Suabia, nieta del emperador cruzado Federico I “Barbarroja”. Los cronistas la describen como “optima, pulchra, sapiens et pudica”. Con ella el monarca castellano-leonés tuvo siete hijos varones y una hija. La reina Beatriz murió en 1234, año en que el rey no encabezó expediciones contra los territorios musulmanes, centrándose en la represión de algunas revueltas nobiliarias en el Norte de Castilla. Algunas de las grandes conquistas meridionales del monarca se produjeron tras guardar durante un tiempo luto por su esposa Beatriz. En 1237 Fernando III se casó con la francesa Juana de Ponthieu, en cuya elección intervino la madre del rey francés Luis IX, doña Blanca de Castilla. Con la reina Juana tuvo Fernando III otros cinco hijos.

Las frases o circunstancias milagrosas atribuidas a Fernando III aparecen principalmente en crónicas tardías alejadas de los hechos y que recogen diversas tradiciones legendarias, por lo que hemos de citarlas con cierto escepticismo. El poner frases casi literales en boca de personajes históricos fue algo muy del gusto de la historiografía decimonónica y anterior, lo que daba un cierto toque novelado a dichas obras. Lo más probable es que la mayoría de esas frases no se dijeran, o que la idea expresada se dijera con otras palabras, pero en todo caso son frases ya casi petrificadas que reflejan la personalidad y el carácter de las figuras históricas a las que se les atribuyen. Una de las tradiciones milagrosas relacionadas con Fernando III indica que cuando tenía diez años se puso muy enfermo, sin poder comer ni dormir. Su madre llevó entonces al niño al monasterio burgalés de Oña. Rezó y lloró durante una noche entera ante una imagen de la Virgen, hasta que el niño se durmió. Despertó sano y pidiendo algo de comer. Todavía esta historia (importante para entender la devoción mariana que luego tuvo el rey) era contada en la década de 1950 por algunos jóvenes frailes del monasterio de Oña en el catecismo impartido a los niños de los pueblos cercanos.

De la educación religiosa de Fernando III se ocupó su madre doña Berenguela. A ella unió la formación en otros saberes y en prácticas caballerescas, como el manejo de las armas, la equitación, la caza, la música y los juegos de salón. Alternaba la plácida vida cortesana con algunas penitencias. Las prácticas piadosas no centraban su vida, sino que se integraban como un elemento más de la misma. Las fuentes describen en general a Fernando como caballero apuesto, pero hay también alguna referencia malintencionada a que pudo ser un poco bizco. Cuentan que, yendo a caballo acompañado de más caballeros, al encontrarse con los caminantes, torcía por el campo para que la polvareda no les molestase. Un Jueves Santo pidió un barreño y una toalla, y se puso a lavar los pies de doce personas pobres. Este gesto fue repetido por algunos de sus sucesores en el trono castellano. La guerra quiso sólo reservarla para la conquista de las posesiones islámicas, con afán casi de misión, pues no se conformaba con ningún territorio, ni se detenía mucho en la reorganización de las nuevas tierras, sino que proyectaba sin cesar más campañas. Esta actitud contrasta con la de otros reyes castellanos posteriores, que se acostumbraron acomodaticiamente al cobro de parias al reino de Granada, realentizando la reconquista, si bien es verdad que tuvieron que hacer frente a problemas políticos internos y a la articulación administrativa eficaz de los nuevos dominios.

Los relatos hagiográficos que se ocupan de Fernando III indican que no sólo no se consideraba superior a nadie, sino que además pensaba que de todos podía recibir sugerencias acertadas. Se rodeaba de doce varones sabios, origen del Consejo de Castilla. Dicen que temía más la maldición de una viejecita pobre de su reino que a los ejércitos de los mahometanos, y que confiaba más en las oraciones de los religiosos que en el valor de sus soldados. Consideraba que en las batallas era la Virgen María la que peleaba y la que vencía, por lo que a ella le reservaba los honores del triunfo. Compartía con sus soldados las incomodidades de las campañas, velaba en ocasiones junto a los guardias y centinelas, y visitaba a los heridos tras cada batalla. Fue clemente con los adversarios que se le rendían, pero castigó con el destierro a los que le presentaron resistencia. En la administración de justicia no se dejó arrastrar por las reclamaciones de los más ricos frente a los más pobres, sino que procuraba defender los derechos de estos últimos. No buscó con sus conquistas la gloria personal, de modo que simplemente se declaraba “Caballero de Cristo, siervo de Santa María y alférez de Santiago”. Un relato legendario indica que, cuando unos nobles le comentaron que no convenía que un príncipe se sujetase y obedeciese tanto a su madre, él respondió que dejaría de obedecer cuando dejase de ser hijo.

Con respecto a los herejes, Fernando III suavizó la legislación, cambiando la pena de muerte por el destierro. Promovió la traducción del “Liber Iudiciorum” o Fuero Juzgo al castellano, dando así rango legislativo a dicha lengua, que se empezó a usar además en los documentos oficiales. El Fuero Juzgo fue entregado como fuero municipal a muchas de las ciudades reconquistadas, mientras que a otras se les aplicó el Fuero de Cuenca. Fernando III proyectó unificar y refundir la legislación existente, tarea que llevó finalmente a cabo su hijo y sucesor Alfonso X. Apoyó también el desarrollo de las escuelas episcopales y del Estudio General de Salamanca, fundado hacia 1218 por su padre Alfonso IX, y que fue la segunda universidad instaurada en España. La primera había sido la de Palencia, abierta hacia 1210. En el reinado de Fernando III se organizó un poco mejor la actividad cultural desplegada por los llamados “traductores”, algunos de los cuales se establecieron en Toledo. Continuó en auge la lírica popular galaico-portuguesa, muchas de cuyas cantigas fueron luego recopiladas en el reinado de Alfonso X bajo el patrocinio de éste. Fernando III favoreció la incipiente arquitectura gótica, iniciándose en su reinado la construcción de las catedrales de Burgos, Toledo, León y Palencia. Permitió la actuación de las recién creadas órdenes mendicantes, cuya espiritualidad se contraponía a las ambiciones patrimoniales del clero oficial. Fue él quien reunió en 1250 por vez primera las Cortes unificadas de Castilla y de León, signo de la preocupación por encontrar formas consensuadas de gobierno en sus heterogéneos dominios.

La victoria de Alfonso VIII de Castilla frente al califa almohade al-Nasir en la batalla de Las Navas de Tolosa en 1212 supuso la apertura y el control de los pasos que comunican la Meseta y Andalucía, invitando así a los ejércitos cristianos a emprender nuevas campañas reconquistadoras. Éstas experimentaron un gran impulso en el reinado de Fernando III, si bien el tipo de colonización realizado supuso la expansión del feudalismo castellano y favoreció el desarrollo del sistema latifundista. La conquista de grandes ciudades y las cesiones realizadas en favor de las instituciones eclesiásticas contribuyeron al renombre y fama de santo que el rey tuvo tras su muerte, pero no bastan para explicar el arraigo popular de la veneración expresada hacia Fernando III. La distorsión historiográfica bajomedieval de su figura, aderezada con leyendas, milagros y acciones admirables tuvo que tener como base la sincera religiosidad del monarca.

Una vez pacificado el reino catellano, Fernando III reemprendió las acciones militares meridionales, recibiendo para ello por escrito el apoyo espiritual del Papado. La muerte del califa almohade al-Mustansir en 1224 abrió una crisis sucesoria que supuso la fragmentación del territorio andalusí en varios reinos. El rey de Baeza al-Bayasí, vasallo del monarca castellano, es responsabilizado por las crónicas islámicas de haber incitado a Fernando III a luchar contra los otros reinos andalusíes. Cuando al-Bayasí fue asesinado por sus súbditos en 1226, Fernando III se apoderó de Baeza. Fue ocupando en años sucesivos fortalezas menores y suscribió algunas treguas, como la que obligaba al gobernador de Sevilla Abu l-Ula a entregar ingentes cantidades de dinero. Los otros reinos cristianos peninsulares también aprovecharon por entonces la inestabilidad andalusí para llevar más al Sur sus fronteras. Fernando III fracasó por dos veces en el asedio de Jaén, y tuvo que retirarse en 1230 para hacer valer sus derechos al trono leonés. Durante los años que el rey dedicó a la consolidación de su gobierno en el ámbito leonés, emprendieron la reconquista de pequeñas ciudades las órdenes militares, el arzobispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada y algunos miembros de la nobleza. En 1233 Fernando III se desplazó nuevamente al espacio andalusí, obteniendo la capitulación de Úbeda. El año siguiente el rey no hizo incursiones en las tierras musulmanas, tanto por la muerte de su esposa Beatriz como por el estallido de algunas revueltas nobiliarias.

Con la toma de Córdoba en 1236 se inició la llamada época de las grandes conquistas, en las que el rey participó de forma directa. El gobierno de los reinos tradicionales fue encargado a miembros de la familia regia, especialmente a la madre del monarca, doña Berenguela, y a su hermano Alfonso, señor de Molina, que debían además enviar recursos para financiar las campañas andaluzas. Fernando III acudió con sus huestes a Córdoba al saber que unos caballeros cristianos habían ocupado las torres de la Ajarquía. Tras cinco meses de cerco, la antigua capital califal capituló, lo que supuso un gran golpe propagandístico. La mezquita fue transformada en iglesia y se restauró la vieja diócesis, aunque subordinada a la de Toledo. Hubo también alborozo en la Curia romana, que concedió a Fernando III más fondos, prebendas y derechos de presentación de los rectores de las nuevas iglesias. Córdoba experimentó tras su conquista penurias y escaseces, lo que obligó al envío de fondos desde los territorios del Norte. El rey permaneció algún tiempo en Burgos tras su matrimonio en 1237 con Juana de Ponthieu. Villas y castillos de la campiña cordobesa se fueron entregando mediante pactos. En 1243 el rey de Murcia entregó su territorio al infante Alfonso que, un año después, firmó con Jaime I de Aragón el tratado fronterizo de Almizra. En virtud de dicho acuerdo, Alicante quedó reservado para la Corona de Castilla, si bien en 1304 se cederá al reino de Valencia por el tratado de Campillo. Todavía uno de los castillos de la ciudad de Alicante recibe el nombre de San Fernando. En 1246 capituló Jaén ante los ejércitos castellanos encabezados por el rey tras seis meses de asedio. Se trataba de una cesión del nuevo rey de Granada, al-Ahmar, que además tuvo que hacerse vasallo y comprometerse al pago anual de grandes subsidios. Dos años después se trasladó la sede episcopal de Baeza a Jaén.

En la conquista de Sevilla, acaecida en 1248 tras quince meses de cerco, fue decisivo el control de los accesos fluviales a la ciudad por medio de una flota mandada por Ramón Bonifaz, y en gran parte construida para tal efecto en los astilleros del Norte. Las circunstancias del asedio son conocidas con gran detalle, signo de que las crónicas valoraron la toma de Sevilla como un hecho culminante en el proceso reconquistador. Primeramente fueron capitulando las fortalezas cercanas a la ciudad, y cuando ya la situación era insostenible para los sitiados se iniciaron las negociaciones de paz. Fernando III rechazó varias de las propuestas recibidas, exigiendo la entrega total de la ciudad y el éxodo de su población islámica en el plazo de un mes. Así se acordó, de modo que los musulmanes se fueron marchando escalonadamente con sus pertenencias o con el dinero recibido por la venta de sus bienes muebles. Sevilla, a pesar de verse demográficamente diezmada, se convirtió en sede de la corte y en cabecera del reino castellano-leonés hasta la muerte del monarca en 1252. Allí se desarrolló en los últimos años de su reinado una intensa actividad judicial, resolviéndose en presencia del rey muchos litigios institucionales y entre particulares. Desde Sevilla se organizaron nuevas campañas que se saldaron con la conquista de algunas ciudades más, como Jerez.

Para repoblar las ricas tierras andaluzas se siguió el sistema de los repartimientos, en el que pueden rastrearse algunos de los elementos que desembocarán en el latifundismo andaluz. Los donadíos supusieron la entrega de bienes inmuebles a las aristocracias civiles, militares y eclesiásticas, mientras que los heredamientos implicaron el reparto de tierras entre los verdaderos pobladores, procedentes de los territorios cristianos septentrionales, y entre los que había tanto caballeros como campesinos. Los bienes que estos dejaron en el Norte peninsular fueron rápidamente fagocitados por los concejos o por las instituciones nobiliarias y eclesiásticas. Los repartimientos consolidaron en definitiva las diferencias sociales existentes entre los que participaron en ellos. Fueron a la larga un desacierto de Fernando III en cuanto a la búsqueda de una mayor justicia social, pero satisficieron de forma urgente las ansias de recompensa de los promotores de la reconquista.

La intensidad actual del culto mariano en Andalucía tiene a Fernando III como uno de sus primeros adalides históricos. El rey hacía llevar siempre consigo en las campañas en que participaba imágenes marianas. Así, la toma de Córdoba en 1236 la efectuó en compañía de una imagen llamada la Virgen de Linares, conservada ahora en el santuario del mismo nombre, situado a 12 kilómetros de la ciudad. En el caso del asedio de Sevilla el rey se hizo acompañar de tres imágenes de la Virgen María. Una de ellas es la llamada Virgen de los Reyes, que presenta en el pie derecho una flor de lis, y que fue la que entró triunfalmente en Sevilla en lugar del rey cuando se consumó la conquista de la ciudad. Por deseo del rey dicha imagen se encuentra cerca de su sepulcro, en la catedral de Sevilla. Otra de las tres imágenes mencionadas es una Virgen de plata, la cual está en medio del retablo de la iglesia Mayor de Sevilla. La tercera imagen es la llamada Virgen de las Batallas, una pequeña talla de marfil que el rey llevaba en su caballo sobre el arzón de la silla, y que también se conserva en la catedral sevillana. La devoción mariana de Fernando III pudo suponer un elemento más de contraposición a los valores e ideales defendidos por la cultura islámica, por lo que su introducción en Andalucía estaría al servicio de la renovación religiosa deseada. Dicha devoción se atisba además por una cantiga que se atribuye al rey y por los nombres dados a algunos de los templos que se habilitaron o construyeron durante su reinado en el ámbito andaluz. Entre ellos está la capilla mudéjar de Nuestra Señora de Valme en el municipio de Dos Hermanas, cuya advocación alude a una supuesta rogativa del rey en el asedio de Sevilla: “Valedme, Señora”. En campaña rezaba el oficio parvo mariano, una especie de antecedente del rosario. Con el asunto de las imágenes fue el rey escrupuloso, pues no quiso que se le erigiese en vida ninguna estatua ni que se cincelase estatua yacente para su sepulcro, y en cambio movilizó a muchas personas para cubrir los oficios que se le debían dispensar a la imagen de la Virgen de los Reyes. Veía por tanto en las imágenes un signo casi vivo de exaltación y glorificación que reservaba para lo sagrado.

Existe una leyenda relativa a la decisión tomada por Fernando III de mantener la corte en Sevilla tras la conquista de la ciudad y hasta su muerte. Según esta leyenda, un truhán o juglar que mezclaba los donaires con las advertencias, viendo que los cortesanos tenían casi convencido al rey para que abandonase con su séquito Sevilla, rogó a éste que subiese con él a una torre alta para ver la hermosura de la ciudad. Una vez allí le pidió que no la desamparase, por si su mediana población no fuese suficiente para conservarla. El relato indica que el rey prometió no abandonar ya nunca Sevilla. El caso es que Sevilla se convirtió en algo así como la capital castellano-leonesa hasta la muerte del rey, que quiso ser allí sepultado. Sevilla es la ciudad en que la devoción hacia San Fernando es más fuerte, hasta el punto de tenerlo como patrono. Son diversos los ritos que sirven para recordar y honrar al monarca, como la procesión de su espada por las naves de la catedral sevillana cada 23 de Noviembre, aniversario de la toma de la ciudad. La espada es paseada por el alcalde, que ha de cogerla por la punta. El día del Corpus uno de los pasos sacados en procesión por Sevilla es el de San Fernando. Se trata de una escultura hecha por Pedro Roldán en 1671, año de la canonización del rey, y que lleva al cuello una medalla de la Virgen de los Reyes. Existe también en Sevilla una estatua ecuestre de San Fernando, en la llamada Plaza Nueva, mirando hacia el Ayuntamiento. Es obra de Joaquín Bilbao y se integra como remate en un monumento finalizado en 1924. El nombre de San Fernando está además presente en numerosas instituciones sevillanas, así como en menor medida en otras instituciones y lugares de España e Hispanoamérica.

En cuanto a la iconografía, se aprecia cierta diferenciación entre las imágenes religiosas de San Fernando y las imágenes historicistas del monarca. Estas últimas, características de las obras historiográficas antiguas, suelen ser retratos ecuestres o entronizados del rey, en ocasiones recibiendo el vasallaje de reyes islámicos o sosteniendo símbolos de poder, como la espada, el cetro y la bola coronada por una cruz, alusión a la lucha por la extensión universal de la fe cristiana. Las imágenes piadosas presentan en algunos casos a San Fernando mirando al cielo en actitud de súplica o mezclándose entre los pobres con limosnas. La primera imagen religiosa de San Fernando, obra de Claude Audane “el Viejo”, data de 1630. Posteriormente, en 1633, Francisco Pacheco representó en un cuadro la entrada de Fernando III en Sevilla.

No son muchos los tipos monetarios que se adjudican con seguridad al reinado de Fernando III, pues existen todavía importantes lagunas en el estudio numismático de este período, en el cual se extenderían los llamados dineros burgaleses, así como las piezas conocidas como doblas o castellanos, si bien estas últimas son mucho más frecuentes en el reinado de su sucesor, Alfonso X. Las monedas mejor conocidas del reinado de Fernando III son las piezas de vellón acuñadas en territorio leonés. En La Coruña se emitieron dineros cuyo anverso lo formaba una cruz florenzada que partía la gráfila interior y que presentaba veneras en los cuadrantes. Y es que la venera era el símbolo característico de la ceca coruñesa. En el reverso iba un león mirando a la izquierda. En León se acuñaron óbolos y dineros que presentaban en el anverso una cruz patada con veros heráldicos sobre vástagos en los cuadrantes, mientras que en el reverso iba una pequeña cruz sobre un árbol flanqueado por leones. La leyenda más propia de todas estas acuñaciones era la de “Moneta legionis”, es decir, “Moneda de León”, omitiéndose el nombre del rey, a diferencia de lo que solía ser normal en reinados anteriores y posteriores. Esta omisión del nombre del soberano dificulta la identificación de los tipos monetarios propios del reinado de Fernando III, y en ella podría verse tal vez un signo más de la humildad que las crónicas le atribuyen. Fernando III estuvo entre los monarcas que decidieron que su imagen no fuera representada en las monedas, pues tales imágenes eran de ínfima calidad y aclaraban poco acerca del verdadero aspecto de los reyes. Y además Fernando III mostró siempre aversión hacia toda representación suya hecha para glorificarle, prefiriendo exhibir en las victorias o en la iconografía oficial los antiguos símbolos territoriales.

En el modo de morir se refleja también la extrema religiosidad manifestada por Fernando III, que quiso humillarse conscientemente a pesar de su condición de rey. Su teatralidad la entendemos como nacida de la fe y no de la falsedad. Entre las últimas enfermedades que le acometieron se encontraba la hidropesía, dolencia consistente en el derrame o acumulación de líquidos en tejidos u órganos internos. Viendo que se acercaba su muerte en la Sevilla reconquistada, Fernando III se despreocupó de los asuntos de gobierno y se centró en los cuidados espirituales de su tránsito. Tomó los últimos sacramentos con gran devoción. Antes de comulgar se postró en tierra con un crucifijo entre la manos sobre un montón de cenizas (como haría años después para morir su primo San Luis), y se colocó una soga al cuello, dando muestras de gran arrepentimiento por sus pecados. Pidió además perdón a los circunstantes por los agravios que hubiera podido causarles, a lo que estos respondieron que sólo mercedes habían recibido. Hizo retirar de la sala todos los adornos y las insignias que pudieran recordar su calidad de rey o sus victorias, queriéndose así desprender simbólicamente de todo ante el poder igualador de la muerte. Se despidió de su segunda esposa y de sus hijos dándoles algunos consejos, especialmente al infante don Alfonso, que pronto reinaría con el título de Alfonso X y el sobrenombre popular de “el Sabio”. El rey tuvo después la sensación de que su alma se iba a salvar y pidió por ello con alegría que le encendiesen una vela en representación del Espíritu Santo. Sus últimas palabras aludieron a que desnudo había nacido y desnudo se ofrecía a la tierra. Murió entre los rezos y cantos religiosos de quienes le acompañaban, seguramente al amanecer del jueves 30 de mayo de 1252, si bien en su epitafio sepulcral se alude al “postrimero día de mayo”. El día 30 de mayo fue posteriormente instaurado como el de San Fernando, coincidiendo ahora su festividad con la de la santa francesa Juana de Arco, quemada en la hoguera en Ruán en 1431 bajo la acusación de brujería, y luego canonizada en 1920 por el Papa Benedicto XV.

El cuerpo de Fernando III fue según la tradición envuelto en ricas telas arabigoandaluzas y colocado en un sepulcro de la capilla real de la catedral de Sevilla, santuario en el que todavía permanece. Allí mandó poner el nuevo rey Alfonso el siguiente epitafio, cuya redacción (que aquí transcribimos en castellano moderno) se le atribuye: “Aquí yace el muy honrado Fernando, señor de Castilla y de Toledo y de León y de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia, de Jaén, el que conquistó toda España, el más leal, el más verdadero, el más franco, el más esforzado, el más apuesto, el más granado, el más sufrido, el más humilde, el que más teme a Dios, el que más le hace servicio, el que quebrantó y destruyó a todos sus enemigos, el que alzó y honró a todos sus amigos y conquistó la ciudad de Sevilla, que es cabeza de toda España”.

Nada más morir empezó a crecer su fama de santo, de modo que en los aniversarios de su muerte se paralizaba la actividad normal en Sevilla, concentrándose la gente con insignias, cirios y ofrendas en torno al sepulcro del rey. El soberano islámico de Granada envió cien representantes nobles para que participasen en las exequias de Fernando III portando antorchas encendidas. Las hagiografías fernandinas han querido ver en este gesto que incluso los reyes islámicos sentían pesar por su muerte, pero es más lógico pensar que experimentaron alivio, ya que Fernando III había dado un impulso mayor del esperado a la reconquista cristiana de la península. Incluso llegó a enviar un ejército al Norte de África, y las crónicas aluden a su deseo de trasladar la guerra a África para debilitar más aún a los enfrentados reinos islámicos. En el proceso abierto en el siglo XVII para su beatificación y canonización se estudiaron los supuestos milagros atribuidos por los fieles al rey, “muchos más realizados en muerte que en vida”, destacando entre ellos los relacionados con la defensa y amparo de los presos por razones de guerra o de causas injustas, en lo que se quiere ver un reflejo de la piedad mostrada en vida por el rey hacia sus enemigos capturados. Pero todo esto se escapa de la certeza histórica, entrando en el ámbito de las conjeturas o de la fe.

Entre los elementos tenidos en cuenta en los procesos de beatificación y canonización de Fernando III estuvo el estado de conservación de su cadáver. Su sepulcro fue por primera vez abierto para examinar el cuerpo en 1631, y más tarde se volvió a abrir en 1668. Los médicos y cirujanos, delante de las autoridades eclesiásticas, comprobaron que el cuerpo había experimentado un proceso de momificación natural, conservándose su piel, tejidos y articulaciones, salvo en una pierna que dejaba los huesos al descubierto desde la rodilla hasta el pie. Sorprendió el hecho de que no desprendiese mal olor. Su estado contrastaba con el de otros cuerpos de la familia real también depositados en la catedral de Sevilla, los cuales se encontraban mucho más corrompidos y desbaratados. En la actualidad el cuerpo del rey se encuentra dentro de una urna de plata, dentro de la cual ha continuado su proceso de lenta destrucción, provocada por microlepidópteros y coleópteros que atacan los tejidos momificados.

Uno de los hijos de Fernando III, el infante Felipe, tal vez influido por la piedad manifestada por su padre, inició la carrera eclesiástica y cursó estudios en la universidad de París. Una vez conquistada Sevilla, se restauró su sede arzobispal, y al frente de la misma fue colocado el infante Felipe. Pero algunos años después de la muerte de su padre, Felipe renunció a la dignidad pastoral, casándose con la princesa Cristina de Noruega. Esto podría interpretarse como que la profunda educación religiosa recibida en la corte de Fernando III por deseo de éste, hizo a uno de sus hijos confundir su verdadera vocación. Otros dos hijos varones del rey abrazaron el estado eclesiástico, y una de sus hijas, llamada Berenguela, permaneció como monja en el monasterio burgalés de Las Huelgas.

Con respecto a los reyes islámicos de los territorios andalusíes, la actitud de Fernando III consistió en el cumplimiento leal de los acuerdos suscritos, si bien es cierto que las condiciones de dichos acuerdos solía fijarlas siempre el soberano castellano-leonés de forma muy favorable a sus intereses gracias a la fortuna en las armas, incluyendo la prestación de vasallaje por parte de los derrotados o intimidados reyes meridionales. Guardando las treguas y los pactos reintrodujo un componente caballeresco casi ya olvidado en las luchas intestinas que agitaban al espacio andalusí. El rey islámico de Baeza, al-Bayasí, entregó antes de morir a Fernando III como rehén a uno de sus hijos, el cual, no sabemos si por conveniencia o de forma sincera, se convirtió al cristianismo y fue bautizado como Fernando Abdelmón, pasando a integrarse luego en la nueva nobleza sevillana. La adopción del nombre de Fernando y la concesión del título castellano de infante parecen indicar que el rey Fernando III fue su padrino de bautismo. Incluso es posible que el propio al-Bayasí se hiciera cristiano siendo ya un jeque anciano, lo que refieren con vergüenza los cronistas musulmanes. No hubo por tanto en Fernando III ningún atisbo de racismo, aunque estaba clara su actitud integrista en materia religiosa, propia de un rey cruzado. Ejemplo de la diplomacia fernandina es la intercesión para que el Papa pudiera enviar un legado al sultán de los benimerines de Marruecos. El cronista musulmán al-Himyari, a pesar de lamentar los avances reconquistadores del monarca castellano-leonés, alude a él como “un hombre dulce, con sentido político”.

Una de las actuaciones historiográficamente más criticadas de Fernando III es el hecho de que prácticamente vaciase de población musulmana las ciudades de Córdoba, Jaén y Sevilla tras su conquista. Era tanto un castigo por la resistencia ofrecida como un aviso a las ciudades que todavía estaban por someter. Además esta expulsión dejaba al rey una mayor libertad para reorganizar el funcionamiento de los territorios conquistados, evitando posibles revueltas religiosas. Posteriormente el rey permitía el regreso de parte de la población musulmana, la cual debía integrarse en la nueva estructuración de las grandes ciudades. Fernando III acompañaba por tanto sus acciones militares con otras encaminadas a debilitar la fe islámica en territorio peninsular, lo que indica su concepción de la reconquista como cruzada. Parte de la población musulmana expulsada pasaba a otros territorios peninsulares todavía controlados por los poderes islámicos, y una parte menor cruzaba a África, aminorando así la tensión religiosa en las regiones reconquistadas. El historiador tunecino Ibn Jaldún, descendiente de emigrados, hace referencia con dolor a este éxodo sufrido por la población hispanomusulmana. La nostalgia por la progresiva pérdida de al-Ándalus estuvo presente en la poesía y en la historiografía árabe, y constituye aún hoy en día un tema recurrente.

Desde poco después de su muerte e incluso antes de la misma, Fernando III fue ensalzado por diversas personalidades, empezando por su hijo y sucesor Alfonso X, que le describió como lleno de virtudes, gracias y bondades. El monje benedictino y ensayista español Benito Jerónimo Feijoo (1676-1764) quedó cautivado por la biografía del monarca, hasta el punto de decir que en ninguna parte se ha encontrado alguien semejante a él. El Papa Gregorio IX (“1227-1241”), cuando aún vivía el rey, le proclamó “Atleta de Cristo”, y el Papa Inocencio IV (“1243-1254”), deslumbrado por sus victorias y por la humildad con la que las recibía, le llamó “Campeón invicto de Jesucristo”. Fernando III fue canonizado el 4 de febrero de 1671 por el Papa Clemente X. La documentación de los procesos de beatificación y canonización se conserva en los fondos de la catedral de Sevilla, junto a otros elementos relacionados con el monarca, como su espada, las llaves de la ciudad de Sevilla, sellos medievales, el epistolario…Muchos de estos objetos fueron expuestos en el trascoro de la catedral en el año 2002 con motivo del 750 aniversario de su muerte. También ese año se celebró en Sevilla un congreso internacional sobre su figura, y en cuya inauguración participaron los reyes de España.

Fernando III, al igual que otros personajes relevantes de la historia española, tuvo su sitio, bajo el signo del interés, en la didáctica franquista, caracterizada en gran medida por la recopilación resumida de biografías ejemplarizantes. Una colección de tebeos mexicana publicada por la editorial Novaro y titulada “Vidas Ejemplares” dedicó en 1965 uno de sus números a San Fernando. En él el rey es descrito como un perfecto caballero cristiano centrado en la empresa reconquistadora. Para fascinar al público infantil el tebeo incide especialmente en los episodios militares, y recoge además la leyenda de que el rey entró en secreto en Sevilla durante su asedio para rezar a la escondida imagen de la Virgen de la Antigua, imagen que en cambio otros consideran que fue la que el rey hizo entrar triunfalmente en Jaén. Actualmente la figura de Fernando III sigue despertando sentimientos encontrados, debido principalmente a la interrelación que hizo de política y religión. En todo caso el devoto rey, hijo de su tiempo, cambió la faz del territorio ibérico, unificando dos reinos cristianos y haciendo retroceder con ardor inesperado los dominios del Islam.

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Víctor Manuel Dávila Vegas



Blibliografía
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- González Jiménez, Manuel; La conquista de Sevilla; Madrid; 1985. - Iradiel, Paulino – Moreta, Salustiano – Sarasa, Esteban; Historia medieval de la España cristiana; Madrid; 1989.
- Rodríguez López, Ana; La consolidación territorial de la monarquía feudal castellana. Expansión y fronteras durante el reinado de Fernando III; Madrid; 1994.
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