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Di no a la constitución antieuropea,   totalitaria y tiránica

Eutanasia

por Pablo Larraz Andía

El derecho a una vida, una enfermedad y una muerte digna para todas las personas, sin discriminación, debe ser uno de los fundamentos del sistema sanitario y es, sin duda, la motivación principal para muchas, muchísimas personas que dedican su tiempo, su preparación y su ilusión a los enfermos y, en especial, a nuestros mayores: enfermeras, médicos, curadoras, gerontólogas, fisioteraterapeutas, auxiliares, voluntarios

Quienes trabajamos en esto conocemos y tenemos la inmensa suerte de tratar todos los días con personas capaces de vivir con dignidad enfermedades crónicas, limitaciones físicas, situaciones económicas o familiares extremas, la muerte de un ser querido y, también, su propia muerte. Te enseña a valorar más la salud, la persona y la vida pero, sobre todo, a tener la certeza de que la dignidad, y en especial una muerte digna, es mucho más que un frívolo juego de palabras. Salvo notables excepciones ―”Solas” de Benito Zambrano― estas historias han servido pocas veces de motivo o fuente de inspiración para el cine español y, si lo han hecho, no han contado con especial apoyo mediático, cultural y/o político.

A continuación, a raíz del debate y la polémica “espontáneamente” suscitados en nuestra sociedad por el estreno de la película de Alejandro Amenábar “Mar Adentro”, recientemente premiada en el Festival de Cine de Venecia y que está basada en la vida y muerte de Ramón Sampedro, me gustaría apuntar algunas reflexiones acerca de la “eutanasia” elaboradas desde mi propia experiencia humana y profesional, y sin tratar con ello de analizar el fenómeno en toda su amplitud antropológica, filosófica o jurídica, cuestiones que, sin duda, exceden de mi conocimiento y preparación.

El juramento hipocrático contiene, entre otras obligaciones, la siguiente: “Aplicaré mis tratamientos para beneficio de los enfermos, según mi capacidad y buen juicio, y me abstendré de hacerles daño o injusticia. A nadie, aunque me lo pidiera, daré un veneno ni a nadie le sugeriré que lo tome.” Este principio básico está desarrollado en el Código Internacional de Ética Médica adoptado en Londres en 1949 y enmendado en Sydney (1968) y en Venecia (1983), que especifica que “En todo tipo de práctica médica, el médico procurará prestar su servicio profesional con competencia, con plena independencia técnica y moral, y con compasión y respeto por la dignidad del hombre.” Concretamente señala como primer deber del médico hacia el enfermo el de tener siempre presente su deber de preservar la vida humana ya que debe a su paciente “una total lealtad y todos los recursos de su ciencia”. Estos principios se desarrollan, entre otros, en el artículo 28 del citado Código. Así, el art.28.1 señala que: “El médico nunca provocará intencionadamente la muerte de un paciente ni por propia decisión, ni cuando el enfermo o sus allegados lo soliciten, ni por ninguna otra exigencia. La eutanasia u "homicidio por compasión" es contraria a la ética médica”, artículo que constituye una condena incondicional a la práctica de la eutanasia activa, acción objetivamente contraria a la ética médica. Esta disposición se ve complementada con el apartado segundo, que señala que: “En caso de enfermedad incurable y terminal, el médico debe limitarse a aliviar los dolores físicos y morales del paciente, manteniendo en todo lo posible la calidad de una vida que se agota y evitando emprender o continuar acciones terapéuticas sin esperanza, inútiles u obstinadas. Asistirá al enfermo hasta el final, con el respeto que merece la dignidad del hombre”. Y ello en el bien entendido de que la expresión “limitarse” incluye el poner todos los medios para tratar el dolor y proporcionar el mayor bienestar físico y psicológico del paciente, condenando, a su vez, el llamado “ensañamiento terapéutico”. Es cierto que distinguir aquellos casos en que un tratamiento va a resultar ineficaz y, por ello, contrario a la ética, no deja de presentar dificultades prácticas que deben solventarse de forma prudente, competente e informada, teniendo en cuenta el principio fundamental del respeto a la dignidad humana y, por ello, de que una persona nunca puede ser utilizada como “medio”, aunque el medio se presente como bueno (por ejemplo, investigación científica), excluyendo igualmente motivos económicos, políticos, etc.

Sobre estas consideraciones básicas relativas a la dignidad humana resultan esclarecedores los siguientes extractos de la Declaración de la Sociedad Española de Cuidados Paliativos (SECPAL), publicada en la revista Medicina Paliativa (enero-marzo 2002). Así, si la dignidad humana se considera como punto de partida, “se entiende que es congénita y ligada a la vida desde su inicio independientemente de sus condiciones concretas, lo cual está estrechamente vinculado a la base de los derechos humanos fundamentales y a la radical igualdad de todos los seres humanos. En el polo ideológico contrario se entiende la dignidad como punto de llegada, ligada a la calidad de vida y como una resultante de la misma; de tal manera que ante situaciones de grave pérdida de calidad de la vida, se puede entender que ésta ya no merece ser vivida, porque ya se ha perdido la dignidad y sin ella la vida no tiene sentido”. “Defendemos la consideración de la dignidad del paciente en situación terminal como un valor independiente del deterioro de su calidad de vida. De lo contrario, estaríamos privando de dignidad y de valor a personas que padecen graves limitaciones o severos sufrimientos psicofísicos, y que justamente por ello precisan de especial atención y cuidado. Cuando en términos coloquiales se habla de unas condiciones de vida indignas, las que son indignas son las condiciones o los comportamientos de quienes las consienten, pero no la vida del enfermo. Es en esta corriente de pensamiento solidario, poniendo la ciencia médica al servicio de enfermos que ya no tienen curación, donde echa sus raíces y se desarrolla la tradición filosófica de los cuidados paliativos. En otras palabras, se trata de dar la atención técnica y humana que necesitan los enfermos en situación terminal, con la mejor calidad posible y buscando la excelencia profesional, precisamente porque tienen dignidad” (…) “El establecimiento de una norma pública permisiva para la eutanasia podría suponer trasladar un mensaje social a los pacientes más graves e incapacitados, que se pueden ver coaccionados, aunque sea silenciosa e indirectamente, a solicitar un final más rápido, al entender que suponen una carga inútil para sus familias y para la sociedad. Tanto más fuerte sería esta presión cuanto más comprometidas fueran las circunstancias de la enfermedad, o la precariedad de la atención médica y familiar. De tal modo que los pacientes más débiles o en peores circunstancias serían los más presionados a solicitar la eutanasia. Paradójicamente, una ley que se habría defendido para promover la autonomía de las personas se convertiría en una sutil pero eficaz arma de coacción social”.

A este respecto podríamos preguntarnos: ¿hasta que punto la eutanasia dañaría la ética y la ciencia médica? El profesor Herranz, en su prólogo al “Debate sobre la eutanasia” (Planeta 2000), cree que la aprobación de la legislación tolerante con la eutanasia dañaría la ética de los profesionales sanitarios que no objetaran a ella y empobrecería su ciencia. Para ello describe lo que entiende como cuatro fases de decadencia ética en torno a la eutanasia que, desgraciadamente, se han cumplido en la práctica como luego se verá.

Así, entiende el profesor Herranz que la primera fase es aquella que comienza con el “caso extremo y excepcional” (como en este caso el de Ramón Sampedro) y que tiene a justificar “la muerte compasiva y sin dolor como una forma excepcional de tratamiento que sólo puede aplicarse a ciertas situaciones clínicas en extremo desesperadas, sometidas a controles muy estrictos y minuciosos marcados por la ley. La segunda fase corresponde al período de habituación. Inexorablemente, tras unos pocos años, la reiteración de casos va privando a la eutanasia de su carácter excepcional. Se implanta la idea de que es una intervención no carente de ventajas; incluso una terapéutica aceptable. Y eficaz, de modo que los médicos no deberían rehusarla si el paciente la solicita. La eutanasia le gana falazmente la batalla a los cuidados paliativos, pues, en comparación con ellos, es más indolora, rápida, estética y económica, de modo que, para ciertos pacientes, se convierte en un derecho exigible a la muerte dulce; para los allegados, en una invitación tentadora a verse libres de preocupaciones y molestias; para ciertos médicos, en un recurso sencillo que ahorra tiempo y esfuerzos; para los gestores sanitarios, en una intervención de óptimo cociente costo/eficacia. Se llega a la tercera fase cuando médicos y enfermeras, fascinados por ideales de justicia y eficiencia, se convierten en mandatarios subjetivos de los pacientes incapaces y terminales. Ante un paciente incapaz de expresar su voluntad razonan así: "Es horrible vivir en esas condiciones tan precarias. Yo no querría vivir así. Eso no es vida. Es preferible morir. Lo mejor para ellos es la muerte dulce." Para quien acepta de corazón la eutanasia voluntaria, la eutanasia no voluntaria se convierte, por razones de coherencia moral, en una obligación indeclinable. La cuarta fase se alcanza con la eutanasia involuntaria. El sesgo utilitarista, inherente a la actitud eutanásica, lleva al médico a concluir que es irracional el deseo, tácito o expreso, de ciertos pacientes de seguir viviendo, pues tienen por delante una perspectiva de vida detestable y abusiva. Ese médico razona así: las vidas de ciertos pacientes capaces de decidir son tan carentes de calidad, tienen tan alto costo, que no son dignas de ser vividas. El deseo de seguir viviendo de esos pacientes es un deseo injusto que provoca un consumo irracional de recursos, económicos y humanos: hay mil destinos mejores para emplear ese dinero y ese esfuerzo laboral. Es muy fácil expropiar al paciente de su libertad de escoger seguir viviendo”.

Es cierto que desde el punto de vista teórico pudiera parecer que estas consideraciones son indefendibles, una exageración. Nada más lejos de la realidad. Para ilustrarlo basta con leer el reportaje publicado por el diario “El Mundo” el pasado domingo 12 de septiembre de 2004 en su suplemento “Crónica” y que se titula “Por qué practico la eutanasia infantil”, subtitulado como “el razonado, emotivo y polémico testimonio del doctor holandés que reconoce haber interrumpido la vida de cuatro pequeños”. El médico a que se hace referencia es el doctor Eduard Verhagen, neonatólogo de 42 años que trabaja en el Hospital Universitario de Groningen. Antes de referirnos a su testimonio hay que aclarar que no nos encontramos ante una persona que actúe fuera de la ley, ya que, aunque la ley holandesa aprobada en el año 2002 sólo permite acogerse a la eutanasia a los mayores de 12 años, el doctor Verhagen y su equipo llegaron a un acuerdo en el año 2003 con la Fiscalía regional que “acepta no denunciar (la eutanasia de menores de 12 años) si constata que se han respetado los requisitos de seguridad que contempla la legislación sobre la eutanasia”. Desde entonces, según relata el citado doctor, “afrontamos cuatro casos en que tuvimos que acabar con la vida de los críos. Se informó legalmente a la fiscalía de los cuatro y en todos el fiscal decidió no denunciar”. El último de los casos, sucedido hace apenas cinco meses, concluyó con la muerte del pequeño Jan, de catorce días de edad, al que se suministró la “inyección letal” porque su padecimiento de espina bífida le causaría la muerte en unos tres años y medio, durante los cuales siempre necesitaría ayuda, dependería de operaciones y sufriría un agudo y constante dolor. En este caso varios médicos aconsejaron no tratar médicamente al niño pero los padres no adoptaron esa decisión y “aceptaron que la muerte de Jan constituía la única solución humanamente posible”.

Todo esto sirve parar ilustrar lo puesto de manifiesto por el profesor Herranz, que no sólo critica el atentado que la eutanasia supone contra la ética médica, sino también el previsible empobrecimiento de la ciencia. Así: “si los médicos trabajaran en un ambiente en el que se tuvieran como alternativas igualmente válidas la de tratar al paciente o poner fin a su vida, esos médicos se irían volviendo indiferentes hacia determinadas situaciones clínicas y hacia determinados tipos de enfermos. A largo plazo se mustiaría la investigación en vastas áreas de la patología. Porque, por ejemplo, quien llegara a la conclusión de que la muerte dulce es un remedio eficaz y económico para los pacientes con enfermedad de Alzheimer avanzada, ¿cómo podrá sentirse motivado a participar en estudios sobre las causas y mecanismos del envejecimiento cerebral, en el tratamiento y rehabilitación de la demencia? O si al paciente con cáncer avanzado se le ofrece la cooperación al suicidio como terapia válida de su enfermedad, ¿quién se va a interesar por los mecanismos de la diseminación tumoral, por la corrección de los trastornos metabólicos inducidos por los mediadores de la caquexia, intervenciones que pueden prolongar y dar calidad a su vida? Lo mismo podría decirse de la investigación sobre la prevención y corrección de los defectos del desarrollo metabólicos o estructurales. ¿Qué interés podrá tener aplicar los conocimientos de la investigación genómica al tratamiento de esas enfermedades cuando la eutanasia neonatal o el aborto eugénico ofrecen la posibilidad de desentenderse de esos problemas a muy bajo costo? Creo que la investigación en medicina puede sufrir un empobrecimiento cuando algunos de sus problemas más acuciantes sean absorbidos por la eutanasia”.

Nunca se puede olvidar que el paciente es, ante todo, una persona. Tal y como señala el Dr.Olivier Jonquet, jefe de la unidad de reanimación del Hospital Universitario de Montpellier: "Lo primero que debo mirar cuando me encuentro ante un paciente es la imagen de una persona, no un cerebro cansado, un pulmón estropeado, un hígado desgastado. En los estudios de medicina, como en la vida misma, hay que llegar a esta noción de persona. Cuando entramos en una habitación llena de máquinas, pido a mis estudiantes que empiecen por acercarse al enfermo, aunque esté dormido, que le toquen quizá, y solo después consultar los monitores y las hojas de datos técnicos. Si no se presta atención a eso, nuestro trabajo se mecaniza muy rápidamente, y pronto no se verá al enfermo más que como un viejo motor oxidado. Y cuando un motor deja de funcionar, va al desguace. En el fondo, el encarnizamiento terapéutico y la tentación de deshacerse de un paciente terminal son consecuencia de una misma desviación en el modo de mirar a las personas". (Étique et Populations, Paris, 1999). Como también señala el Dr.Jose A.Bufill, médico oncólogo, “el suicidio asistido mata a un ser humano, pero tiene además otra víctima. Esa otra víctima es nuestra humanidad, la capacidad de sufrir con los miembros más necesitados de nuestra sociedad”.

Por tanto, y para terminar, una puntualización: no nos confundamos, una cosa es el derecho de toda persona a una vida y una muerte dignas y nuestra obligación de procurarlas como profesionales de la salud ―nada nuevo―, y otra muy diferente es el derecho a un suicidio asistido que, como consecuencia, conllevaría nuestra obligación como sanitarios de colaborar, facilitar o participar en él. Conmigo, por lo menos, que no cuenten.

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Pablo Larraz Andía

 

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