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Di no a la constitución antieuropea,   totalitaria y tiránica

Francesco Petrarca: entre el Renacimiento y la Modernidad

por Primo Siena

El pensador, el autor y la persona, su obra y su influencia y repercusiones

"En el año 1304, a veinte días de julio, en lunes, al despuntar de la aurora, en la ciudad de Arezzo…exiliado yo nací de parientes honestos, de florentina origen (…) y precisamente en esa interna callejuela de la ciudad que tiene nombre el Orto (…) Mis padres originarios de Florencia, fueron personas de bien, de condición media y, en verdad, más bien pobres. Habían sido expulsados de la patria"

1.- La trayectoria existencial del hombre

Así el mismo Francesco Petrarca nos relata su nacimiento en la recopilación de sus recuerdos esparcidos que él reunió en la larga epístola Posteritati, destinada a "los que vendrán en futuro".

Su padre Petracco hijo de un notario florentino (ser Parenzo) y notario el mismo, era un guelfo de parte blanca obligado a exiliarse en la ciudad toscana de Arezzo (octubre de 1302) con su esposa Electa Canigiani a causa del bando emitido por los guelfos negros instalados en el poder en Florencia y por el cual había sido condenado también a Dante Alighieri que ser Petracco encontrará en Arezzo en enero de 1304.

Desde el 1305 el niño Francesco se trasladó en Valdarno donde en 1307 nació su hermano Gerardo. Permaneció allí hasta 1311 cuando su familia pudo reunirse en Pisa (enemiga acérrima de Florencia) donde cumplió sus primeros estudios, como se lee en otro paso de sus recuerdos: “ Mi primer año de vida y ni siquiera entero, lo pasé en Arezzo, donde la naturaleza me había traído a la luz; los seis años siguientes, habiendo sido liberada del exilio mi madre, los pasé en Incisa en un campo del papá a catorce millas sobre Florencia; el octavo en Pisa; desde el noveno en adelante en la Galia Transalpina, en la ribera izquierda del río Ródano, en la Ciudad de Aviñon”.

El traslado en territorio galo de la familia de Francesco Petrarca es motivado por el fracaso de la expedición en Italia del emperador Arrigo VII de Luxemburgo en 1313; hecho que había sepultado para siempre las esperanzas de los florentinos exiliados de poder regresar a su patria.

La familia de ser Petracco se trasladó en Aviñon, donde el pontífice Clemente V° había fijado su corte papal. Viajaron desde Génova por mar, poco antes del 20 de julio de 1311, para desembarcar en Marsella después de haberse salvado milagrosamente de un naufragio.

Francesco, años más tarde, resumirá su estadía en tierra francesa con esta confesión: “Allá, por lo tanto, en la ribera del ventosísimo río, pasé la infancia bajo la guía de mis padres; y después la entera adolescencia bajo la guía de mis vanos placeres. No sin estar lejos, sin embargo, por largos intervalos: en ese tiempo, en efecto una pequeña ciudad cercana, al oriente de Aviñon, Carpentras, me tuvo por cuatros años enteros. En ambas ciudades aprendí un poco de gramática, de dialéctica, de retórica, cuando lo conllevaba la edad. Eso es cuanto se usa enseñar en las escuelas; y cuanto poco sea, lo comprendes tu mismo, lector queridísimo”.

Efectivamente Francesco vivió en Carpentras, una localidad ubicada en las cercanías de Aviñon entre 1313 y 1316, cuando fue enviado a cursar unos estudios más arduos en la vecina Monpellier. En 1318 o 1319 quedará huérfano de su madre que él llorará en versos latinos alabando su maiestas animi y su pietas suprema concluyendo: vivemus pariter, pariter memorabimur ambo ("viviremos juntos, juntos nos recordarán a ambos").

Para cursar sus estudios superiores, entre 1320 y 1326, se traslada con el hermano Gerardo y su preceptor Guido Sette en el prestigioso Ateneo de Bolonia, que tenía entonces la fama de ser el mayor centro de estudios jurídicos. Pero el estudio del derecho, no resultó de pleno agrado del joven Francesco más inclinado para las letras; lo que ocasionó una fuerte delusión en su padre; quien habiéndolo sorprendido un día en la lectura de los clásicos, le había quemado los libros dejándole sólo dos textos de Virgilio y Cicerón. Su preferencia para los estudios humanísticos viene justificada así: “No porque no me gustara la majestad del derecho, que indudablemente es grande y está saturada de esa antigüedad romana de la que soy admirador, sino porque la maldad de los hombres lo pliega a uso pérfido. Y así me disgustó aprender lo que no habría podido usar honestamente; por otro lado, con honestidad habría sido casi imposible, y el comportamiento recto habría sido imputado a impericia”. Por eso nunca profesó en su vida la práctica legal.

En 1326, a causa de la muerte del padre, Francesco Petrarca debe truncar su estadía en Bolonia regresado a casa, "en ese exilio de Aviñon" donde había vivido desde fines de su infancia". En esa ciudad se quedará unos diez años, viviendo entre 1327 y 1330 en la casa hospital del noble romano Giacomo Colonna, obispo de Lombez, siendo además admitido en 1331 en la corte de su hermano, el cardenal Giovanni Colonna, uno de los eclesiásticos más influyentes del grupo italiano en la curia pontificia aviñonesa.

El día 6 de abril de 1327 en Aviñon, divisó una linda joven desconocida, arrodillada en frente del altar de la iglesia de Santa Clara. Probablemente se trataba de la joven hija de Audiberto de Noves, esposa de Hugo de Sade, o de Laura de Sabran o de Laura Colonna; su verdadera identidad resultó siempre muy controvertida entre los investigadores de la vida de Francisco Petrarca; quien de inmediato se quedó prendado de ella atribuyéndole aquel nombre de Laura que se encuentra frecuentemente mencionado en su obra literaria.

Para asegurarse en el futuro una situación tranquila en el ámbito socioeconómico, acepta de vestir el hábito religioso tomando los cuatro órdenes menores que lo obligan al celibato pero no a la castidad, puesto que sucesivamente tendrá dos hijos.

Después de la profesión religiosa, que proporcionaba entonces cargos rentables, es asumido como capellán del Cardenal Giovanni Colonna, permaneciendo a su servicio hasta 1337 y, más tarde, por ulteriores diez años. En este período su naturaleza inquieta lo empuja a iniciar sus viajes a otras regiones de Francia, a Italia, Flandes, Brabante, Alemania. Su vocación humanista, alimentada por el deseo de nuevos horizontes culturales, y sus estudios de los autores clásicos antiguos le proporcionan los primeros éxitos literarios que todavía no logran apagar sus inquietudes y melancolía espiritual.

En 1333, el monje agustiniano Dionisio de Borgo San Sepolcro le regaló un ejemplar de las Confesiones de San Agustín, y que desde entonces será un de los textos fundamentales de su vida. Un día, cuando ascendiendo el monte Ventoso se le apareció un hermoso paisaje a la vista, abrió al azar la obra de San Agustín y leyó este paso:"Van admirando, los hombres, los altos montes, las olas del mar, la larga trayectoria de los ríos, la inmensidad del océano, la revolución de los astros, pero no tienen la más mínima preocupación hacia ellos mismos".

El llamado cristiano hacia la interioridad personal contenido en aquellas palabras, le sugirieron de refugiarse en Valchiusa, una localidad rural de Provenza, donde él se retiró con sus libros en una vivienda solitaria que constituirá el paisajes del alma preferido. Este refugio provenzal - del cual saldrá con frecuencia en razón de las distintas misiones diplomáticas que le serán encargadas - será su residencia a lo largo de un quinquenio que marcará el período más fecundo de su creación poética y literaria.

En 1340 recibe dos propuestas para ser coronado con el laurel del poeta: una cursada por la universidad de Paris y la otra por el Senado de Roma. Superada una inicial incertidumbre, Francesco Petrarca opta por la segunda. Después de haberse sometido al examen del rey humanista de Nápoles, Roberto de Angió, el 8 de abril de 1341 recibe solemnemente en Roma la corona del poeta que, en signo de humildad, él deposita sobre la tumba de San Pedro. Transcurre una breve estadía en Pisa, en Selvapiana de Parma, después en Aviñon y nuevamente en Parma. El año 1347 viaja por la segunda vez hacia Roma donde un ciudadano de origen humilde pero nutrido de lecturas clásicas y dotado de una oratoria cautivante, Cola de Rienzo, ha conquistado el poder asumiendo el cargo de tribuno del pueblo romano y - como aclara Giovanni Papini - "no solamente sueña en la resurrección de la República Romana, sino que además, llama a todas las ciudades italianas para formar con ellas un haz único contra los bárbaros. La idea de Roma, que nunca se había extinguido en Italia en los siglos más mudos y desiertos de la alta Edad Media, llamea con fuego nuevo todo el sigo: Dante quiere reformar la Iglesia de Roma y, a la vez, restituir la sede del imperio en Roma; Petrarca consagra un poema a la santa empresa de la Roma antigua, todo él arde por la heroica locura de Cola de Rienzo".[1]

Petrarca participa del sentimiento de unir a Italia en contra de los excesos ultramontanos y de las luchas sectarias alentadas por el particularismo municipal; por eso él - que había demostrado sus preferencias tanto en los sonetos en contra de la corrupción eclesiástica y de la cautividad de la curia papal en Aviñon, como en las epístolas escritas entre 1342 y 1353 - vio con simpatía el llamado a la libertad de Roma y a la "regeneración de la sagrada Italia" hecho por Cola de Rienzo, quien había proclamado con fuerza persuasiva la misión imperial propia y exclusiva de Roma sin el tutelaje del Papa como del Emperador.

Fascinado con tal proyecto, el poeta dirigió al audaz tribuno una famosa égloga titulada Hortatoria; y cuando Cola de Rienzo, perdido el poder en consecuencia de una sublevación popular debe huir de Roma, Francisco Petrarca aboga por él ante el Papa Clemente VI°. Obtiene posteriormente la rehabilitación del fogoso tribuno por el nuevo Papa Inocencio VI°(1352-1362), quien lo restaura en el poder en Roma.

Pero el regreso político de Cola de Rienzo dura sólo desde el agosto de 1354 a octubre del mismo año. El político visionario que se había ilusionado de superar el concepto político de la Ciudad-Estado con el sueño nacional de una confederación italiana bajo la égida de Roma, muere masacrado por una plebe enfurecida que pocos meses antes había celebrado entusiasta su retorno.

La noticia del nuevo fracaso de Cola de Rienzo alcanza Petrarca en la ciudad de Genova. El poeta entonces viaja a Verona, Padua, Ferrara, Mantua, Florencia donde encuentra a Giovanni Boccaccio que ya había conocido en 1350 regresando del peregrinaje a Roma para celebrar el Año Santo, después de haberse detenido en Arezzo su ciudad natal

Vuelve a Provenza en el año 1351, que pero abandona para siempre en 1353, cuando decide afincarse de manera definitiva en Italia donde más intensa se estaba haciendo su actividad diplomática.

El año 1361 un rebrote de aquella epidemia de peste que en 1348 había victimado entre muchos también a Laura, le arrebató el hijo Giovanni nacido en 1337 de una oscura mujer de Aviñon (con otra concubina, en 1343, había concebido la hija Francesca).

De 1353 a 1361 Petrarca vivió en Milán donde lo había invitado el arzobispo Giovanni Visconti, quien le asignó una habitación en frente de la basílica de San Ambrosio, ubicada en aquel entonces al borde de una boscosa y tranquila campiña lombarda. Aquí se encontró varias veces con Boccaccio dedicado también a misiones diplomáticas. Entre 1361 y 1362 residió en Padua, huésped de Francesco da Carrara.

Para huir de la peste que había alcanzado también a Padua, se traslada a Venecia.

Se queda casi cinco años (1362-1367) en la Ciudad lagunar:”“ La más maravillosa de cuantas ciudades yo haya visto, y sí que he visto todas las que se jacta Europa”“ (como leemos en la colección Familiarium rerum). El gobierno de la Serenísima le ubicó en el palacio Morlin - o de "las dos torres" - en la zona céntrica, bajo el compromiso de recibir en donación la importante biblioteca del poeta. Pero en 1368 Francesco Petrarca está nuevamente en Padua.

En 1370 inicia un viaje hacia Roma para encontrarse con el Pontífice Urbano V°, pero una sincope lo para en Ferrara dejándolo treinta horas sin conocimiento. Viene transportado en Arquá, pueblo en los alrededores de Padua, en la villa regalada por los Carrara y donde había reunido su familia compuesta por la hija Francesca, el marido y la nieta Electa.

En la quiete agreste de Arquá vive sus últimos años leyendo y trabajando en sus obras (su última carta está dirigida a Boccaccio), mientras que su salud va rápidamente empeorando. En el fatídico 1374 termina el Triumphus Aeternitatis, casi presagiando su destino inminente.

En la noche entre el 18 y el 19 de julio de aquel mismo año, reclina la cabeza sobre el código de la Eneida de su amado Virgilio (según otra versión, se trataba de las Confesiones de San Agustín), adormeciéndose para siempre en la paz del Señor tanto anhelada.

2.- La pasión poética de un cultor de la Antigüedad clásica

Francesco Petrarca escribió mucho en latín, lengua que él cultivó por su afección a los autores clásicos de la literatura romana. Entre sus obras latinas que mayor éxito le reportaron en vida, se destacan: De Viris Illustribus (1338), constituido por una serie de biografías de personajes célebres; Africa (1342), poema épico en hexámetros, que celebra al general romano Escipión el Africano, vencedor del cartaginés Aníbal; el Secretum (1343) que recoge sus inquietudes espirituales en una serie de diálogos ficticios con San Agustín; el tratado De vita solitaria (1356) en el cual se destaca la interioridad espiritual proporcionada por un soledad dedicada a gozar de la naturaleza, cultivar el estudio y detenerse en la oración. En lengua latina está también una larga serie de cartas que él escribió desde 1325 hasta 1366 a familiares y múltiples destinatarios.

A pesar del hecho de que nunca logró dominar el griego antiguo - como, en cambio, consiguió señorear la lengua latina - la antigüedad clásica constituyó su propio hábitat y él la consideró una era de perfección sepultada en el olvido durante su época; por lo cual consideró que era su misión acometer la batalla cultural de denunciar las tinieblas que abrumaban su tiempo, convocando sus contemporáneos a renovar la luminosa lección de la Antigüedad.

Si Petrarca alcanzó la celebridad en vida, como autor latino y humanista redescubridor de la antigüedad clásica, sin embargo fueron dos obras escritas en italiano que le aseguraron posteriormente fama inmortal: una colección de poesías recogida bajo el titulo de Rime in vita e morte di Madonna Laura (posterior a 1327), perfeccionada y ampliada después como Cancionero ("Il Canzoniere"), y el poema titulado Los Triunfos ("I Trionfi").

Los Triunfos fueron compuestos entre 1352 y 1374; se trata de una obra poética, escrita al estilo de Dante en tercetos encadenados, articulada en seis partes o capítulos de extensión desigual y sometida durante decenios a variantes y modificaciones por el autor.

El primer capítulo, titulado Triunfo del Amor, el narrador imagina de encontrarse en Valchiusa, cerca de Aviñon. Es el mes de abril y el poeta sueña con la contemplación del dios Amor que sobre un carro de fuego avanza triunfalmente arrastrando, tras de sí, un cortejo de dioses y hombres. Un guía salido del cortejo, ilustra al narrador los males padecidos por los personajes que aparecen antes sus ojos y causados por la omnipotente y voraz llama amorosa. El narrador mismo pasa a convertirse en una víctima, inflamado por la pasión amorosa provocada por la repentina aparición de una jovencita (denominada Laura), cuando el Amor triunfando sobre todos, lo arrastra a la Isla de Chipre, reino de su madre.

En el segundo capítulo (Triunfo del Pudor), Laura, símbolo del Pudor, con la ayuda de las virtudes se enfrenta al Amor victorioso, siendo sostenida tanto por una cohorte de castas heroínas de la mitología griega, como por la historia bíblica y profana. El Amor es derrotado en un combate feroz y la facción triunfadora, después de haber liberado todos los prisioneros, regresa a Provenza transitando por varias Ciudades como Bayas, Linterno y Roma, donde el Pudor presenta y ofrece su botín alternativo.

En el tercer capítulo (Triunfo de la Muerte), ante el cortejo triunfal encaminado a lo largo de la costa provenzal hacia Aviñon, se presenta una siniestra figura, la Muerte, que quita la vida de Laura arrancándole un mechón dorado de la cabeza; lo que provoca un impotente y desesperado dolor de sus compañeras. La figura de Laura aparece en sueño al poeta para advertirle que el transito a la muerte no es un paso tan duro como comúnmente piensa el vulgo y, explicándole las razones de su aparente pero desdén terreno, le confiesa el amor que en vida había sentido por él.

En el Triunfo de la Fama (cuarto capítulo), el narrador ve aparecer a una dama que simboliza la Fama, acompañada por Cesar, Escipión y un grupo de ilustres personajes de la Antigüedad.

En el quinto capítulo (Triunfo del Tiempo) aparece la imagen del Sol, símbolo del fluir de los días, que envidioso del papel perpetuador de la Fama que él no posee, acelera su curso, arrollando toda obra terrena y pulverizando la perennidad que aparentemente pudiera concederle la Fama destinada a disolverse en el Olvido, mientras que una voz misteriosa y desconocida confirma la capacidad destructiva del tiempo.

El último capítulo, el sexto, está dedicado a celebrar el Triunfo de la Eternidad: el narrador reflexiona sobre la caducidad de lo humano y la perennidad exclusiva de lo eterno. En un proceso de abstracción, él contempla un nuevo mundo detenido por el tiempo, sede definitiva de aquel eterno donde reside Laura, la criatura que por sus sentimientos y virtudes está adelante de todas las otras.

La idea de Los Triunfos - que Giovanni Papini consideraba "demasiado llenos de eruditas enumeraciones" - probablemente fueron inspirados a Petrarca por los triunfos romanos.

Según unos comentadores de Petrarca, Los Triunfos constituyen una obra de carácter simbólico y moralizador que describe la condición humana destacando los distintos estados por los que pasa el hombre, en el intento de elevar el amor terrenal hacia una sublimación divina; otros, por el contrario sostienen que la obra, inspirada por la figura femenina de Laura, se limita a representar los distintos momentos de las vicisitudes del amor que Petrarca nutre por ella.

Varios poemas de Los Triunfos serán posteriormente transformados en madrigales por el músico Claudio Monteverdi (1567-1643).

Sin embargo es con El Cancionero ("Il Canzoniere) -una autobiografía espiritual en versos iniciada después del 1327 y continuada a lo largo de toda su vida- que Francesco Petrarca alcanza la cumbre máxima de su inspiración poética expresada en una lengua italiana elevada al máximo de la expresión lírica. Fueron esos poemas escritos en lengua vulgar revalorizada como lengua poética, que aseguraron su memoria a la historia, porque el Cancionero - como agudamente glosó Papini - "por su mismo contenido, intención y tesitura, no es sólo el poema de Eros y de Venus, sino que un poema moral - en el sentido civil y místico - en que, al igual que en el de Dante, han puesto mano cielo y tierra".

Si es necesario definir al Canzoniere como libro de amor, es preciso decir en seguida - comenta aún Papini - que en él no hay sólo, y mucho menos de lo que parece a primera vista, el amor por la mujer, sea platónico o sensual. Hay en él, y bien visibles, todos los amores que existían en Petrarca y existen en cualquier alma elevada: amor a la gloria, amor a la Naturaleza, amor a la patria, amor a Dios. Y también hay, sin necesitad de buscarlos con el farol, afecto por los amigos, devoción por el arte, desprecio sarcástico y feroz contra el mal, y la esperanza virgiliana, joaquimista y dantesca de una palingenesis del mundo terrenal".[2]

En la primera parte de esta obra poética predomina la sensualidad y la pasión del hombre sensible al amor humano y a las vicisitudes existenciales, pero tras la muerte de Laura (que el poeta mismo coloca en el año 1348), ese amor se va sublimando, en un constante proceso de catarsis espiritual.

Laura es una mujer mortal de carne y hueso de la cual el poeta nos da una imagen que, alguna vez, parece fría y algo desdeñosa como tenía que ser por la misma esencia de la poesía trovadoresca. El poeta, superando el plan de la alegoría, transforma la mujer amada en la mujer-símbolo que cuando llega al paraíso se vuelve más afectuosa porque, como ya la Beatriz de Dante, conduce a Dios. Es así como Petrarca - comenta Papini - compone un "poema integral del amor humano, con intermedios de amor divino.[3]

En verdad en el Cancionero el amor se alterna con la tristeza: es la tristeza de quien sabe que su amor no es correspondido, la tristeza de quien se entera de la muerte de aquella que no quiso amar su admirador; por eso - anota nuevamente Papini - que el Cancionero es un "libro de melancolía, más que de pasión; de color, más que de galante. Y se podrá llamar mejor aún, libro del llanto. No hay casi ninguna poesía donde no se hable de ojos humedecidos. Ningún libro en el mundo - exceptuando seguramente, las Confesiones, de San Agustín - está tan saturado de llanto como éste". Y a cuantos puede parecer ridículo ese manantial de lágrimas, Papini recuerda que el llanto es síntoma de los espíritus grandes, y no privilegio de débiles y mujeres, porque: "Lloró Jesús que era Dios, ante el sepulcro de Lázaro; lloró Cayo Mario, que era un capitán de plebeyos sobre las piedras de Cartago; y lloró Dante, que no era una mujerzuela, en su poema".[4]

La figura predominante de Laura no es la única musa inspiradora del Cancionero, donde casi setenta poesías son dedicadas a la amistad, al arte y otras son poesías autobiográficas e intimas. En el Cancionero, Laura tiene como compañeros otros personajes: la Naturaleza, la aldea de Petrarca, Roma, Italia, la Virgen y Cristo.

Petrarca pinta con gracia la naturaleza, el brotar de las primaveras, la música de los ríos, el encanto salvaje de los bosques, la consonancia del alma con la sucesión de las estaciones, la mágica conformidad del poeta con los sentimientos que alientan su mundo interior.

El amor a su tierra natal enardece en las dos famosas canciones políticas tituladas Italia mia y Spirto gentil, en las cuales la elocuencia se viste con la elegancia de la poesía.

Italia mia es el canto del poeta italiano, quien adolorido contempla las heridas mortales que desgarran a su patria fragmentada en poderes municipales enfrentados entre ellos. Él exhorta a los príncipes italianos que gobiernan las nacientes "Señorías comunales" a deponer sus diferencias, a pensar que ellos son de noble estirpe latina, que Italia es la tierra donde nacieron y crecieron, que es la madre piadosa donde están sepultados sus progenitores; los amonesta a escuchar el llanto del pueblo doloroso, los invita a reunirse para recuperar por medio de la paz y la concordia la antigua nobleza de la madre común, desterrando de su territorio los mercenarios extranjeros que periódicamente la recorren devastándola.

La voz del poeta aquí se eleva desde la elegía a la cumbre de la épica y concluye su canción con la visión de la victoria anhelada porque el antiguo valor en los corazones itálicos todavía no ha muerto ( Ché l'antiguo valor - Negli italici cor non é ancor morto). Palabras ardientes que años después Niccoló Maquiavelo tomará para sellar su obra.

La otra canción Spirto gentil, formalmente dirigida a un imprecisado personaje noble encargado de gobernar Roma, es un himno a la Ciudad Eterna y por medio del cual el poeta expresa reverencia hacia su pasado, dolor y congoja para su presente decadencia, esperanza para un pronto renacer de su grandeza. En versos de elegante finura - como anotará siglos después el filosofo Benedetto Croce - la exhortación del poeta evoca la grandeza de la Roma antigua comparándola a la desolación de su tiempo; y toca todas las cuerdas emotivas para empujar al noble caballero a cumplir la tarea de rescatar la Ciudad imperial de su triste condición para restituirla a la misión de su destino.

En el Cancionero entonces se manifiesta todo Petrarca con sus pasiones de hombre, sus aspiraciones de artista, sus sueños de erudito, sus inquietudes de cristiano. Sin esta obra Petrarca no abría alcanzado la fama merecida que hasta hoy estamos celebrando.

3.- El humanista Petrarca entre el Renacimiento y la modernidad

Francesco Petrarca, además del poeta del Cancionero y de Los Triunfos, fue autor también de una serie de tratados en prosa, muchos de los cuales tienen carácter de ensayos que ejercerán una notable influencia en toda Europa a lo largo de la época cultural denominada Renacimiento.

En los ensayos y en las extensa recopilación de sus cartas, emerge un Petrarca embargado de una honda insatisfacción tanto por la situación política de su época, marcada por la postración del Imperio que desde tiempo ya no es romano, como por la condición de la Iglesia católica que, exiliada en Aviñon, parece estar más preocupada de la riqueza material y del poder que de su misión espiritual.

En el plan intelectual, Petrarca critica el pensamiento escolástico que domina la cultura filosófica de su tiempo. Es notoria su aversión para el integralismo aristotélico de los filósofos de la Universidad de Padua acerca de la primacía de las verdades racionales y virtudes naturales, a la cual él oponía la doctrina auténticamente tradicional y humanista de la razón iluminada y guiada por la fe. Para el poeta, erudito admirador de Antigüedad clásica latina y griega, la cultura de las universidades de su tiempo tiene una limitación en el logicismo exagerado de la filosofía escolástica, alimentada por un pensamiento aristotélico asociado a unas traducciones latinas que inducían a sospechar una deformación semántica del sentido original del filósofo griego.

Petrarca expresa por lo tanto su disconformidad con la actitud metodológica de separar la religión de la filosofía y reivindica - en contra del predominio de la lógica - la función eficaz de la retórica (y, por ende, de la poesía) en el ámbito de la elocuencia, como modalidad del conocimiento.

En polémica con el interés cientificista y naturalista el aristotelismo, él sostiene que el objetivo central de la reflexión humana debe abarcar la realidad existencial y la problemática espiritual del hombre mismo, su praxis moral y su sentido religioso. Y aquí radica el humanismo de Francesco Petrarca; quien reivindica el magisterio de Platón con el apoyo de la sapientia agustiniana por la cual las enseñanzas de cultura clásica pagana sobre el hombre y la vida se integran en la suprema novedad del cristianismo, reconstituyendo así el ideario unitario del saber, fracturado anteriormente por el aristotelismo, especialmente por la teología escolástica que se había apartado del contacto directo con las Escrituras y la Patrística. Por eso el humanista Petrarca se suma a quien formula la exigencia de un retorno al magisterio de los Padres de Iglesia universal y de las sagradas Escrituras.

El agustino Petrarca acepta el platonismo por su mayor cercanía a la suprema verdad del cristianismo, considerando el platonismo como una preparación a Cristo, y en el mismo sentido con el cual los obispos alejandrinos y los demás teólogos de la patrística aceptaban el patrimonio cultural de la antigüedad griego-cristiana.

La clara opción filosófica de Petrarca entonces desarma la tesis de quienes sostienen que su modernidad consistiría en un alejamiento de la Edad Media para aproximarse a una visión laica, urbana e civil, símil a aquella que expresará el humanismo renacentista florentino del siglo XV, cuando distintos intelectuales de entonces pondrán su saber a disposición de la aristocracia económica en el poder porque propiciaba, con la forma republicana de gobierno, la dignidad del hombre y el desarrollo de la cultura. Al respeto hay que precisar lo siguiente: la oposición absoluta entre Medioevo y Renacimiento no es sostenible porque la Edad Media non fue una época sumergida en las tinieblas del oscurantismo católico, como pretende sostener una controvertida interpretación de la cultura ilustrada y de cierto romanticismo anticatólico.

La Edad Media no señala sólo campeones de la ortodoxia católica como Santo Tomás de Aquino y San Buenaventura, registra también místicos anómalos que escandalizaron sus contemporáneos como Jacopone de Todi, católicos gibelinos como Dante Alighieri, mentalidades escépticas como Federico II° de Suebia y Guido Cavalcanti; mientras que en el Renacimiento hubo almas profundamente religiosas como Savanarola, Giovanni Pico de la Mirandola, Marsilio Ficino. Si consideramos, pues, el mundo artístico, el verdadero Renacimiento no inicia en el siglo XV, sino en la mitad del siglo XIII, con los pintores Cimabue y Giotto, para terminar con el poeta Tasso y el científico Galileo en el siglo XVI. Y si es así - según sostiene con su autoridad cultural Giovanni Papini - el humanista Francesco Petrarca pertenece al Renacimiento o por lo meno a su primera fase (la que desde el final del siglo XIV abarca casi todo el siglo XV), siendo hombre original y polifacético que amaba la antigüedad sin sentirla opuesta al Medioevo en el que vivía, porque él consideraba la Roma cristiana superior en pensamiento a la Roma pagana, mientras que la lectura de Cicerón, Virgilio y Séneca confortaba su fe religiosa.

Alguien ha querido ver en Petrarca el ultimo hombre de la Edad media y el primer hombre de la Edad Moderna; pero se trata de una idea sugestiva que aún Papini considera priva de sentido historico o psicológico, siendo "engendrada por las meninges de los inventores de fórmula y etiquetas".

Si hay una modernidad en Petrarca, esa consiste en haber sido él un hombre de su tiempo, en el haber asumido, vivido e interpretado toda la complejidad de su tiempo logrando trascender, además, por medio de su obra cultural la precariedad de su época, como pasa a todo hombre superior. Como hombre de su tiempo, él vivió las inquietudes y las contradicciones propias de un tiempo de transición desde un periodo a otro: estuvo en todo, en los amores, las pasiones, los entusiasmos, las delusiones, las incertidumbres de su tiempo. Pero - como comenta siempre Papini - "Su alma no es una vela, sino una luminaria, no un palo, sino una selva. Ama a Roma con amor antiguo, y a Italia con amor imperial; ama a Laura con amor sensual y con amor casto; ama a la madre de sus hijos con amo terrestre y vergonzoso; ama a la antigüedad y espera su resurgimiento; ama el esplendor de las Cortes y la paz de la soledad; ama los libros de su habitación y la melancolía de los bosques, admira el latín y el vulgar; admira a la vez a Cicerón y a Dante, a San Agustín y a Boccaccio; ama el pensamiento y la belleza de la forma, y adora tiernamente a la Virgen, al Dios crucificado y al Dios juez. ¿Por qué maravillarse? Un espíritu rico como el de Petrarca no puede amar una sola cosa: y quien de nosotros ama una sola cosa? Esta multiplicidad de amores no es ninguna contradicción como podría aparecer, sino superabundancia de vida. La contradicción está entre odio y amor, entre bien y mal. Pero raramente entre los diferentes amores que pueden nacer en un gran espíritu hay choque y discrepancia. Ya que un alma noble ama las cosas bellas, y las cosas bellas y buenas convergen todas, en diferente medida, en un solo punto. Entre estos amores puede haber una jerarquía de belleza y de valor, pero no oposición. La discrepancia, por ejemplo, entre el amor a la mujer y el amor divino no es verdadera discrepancia, ya que el poeta ve en la mujer un reflejo de la divina creación y un medio para hacerse mejor, para ser más digno del cielo".[5]

Asimismo la modernidad de Petrarca consiste en la fama de una obra que, franqueando victoriosamente la barrera del tempo, impregnó sucesivamente la cultura en distintas partes de Europa difundiéndose especialmente en la España del siglo XV, cuando la poesía castellana aparece en cancioneros que recogen una literatura culta de evidente inspiración petrarquesca. Es el caso de los Cuarenta y dos sonetos fechos al itálico modo del Marqués de Santillana (1398-1458), y de Fernando de Rojas (1468-1541), autor de la célebre Tragicomedia de Calixto y Melibea, comúnmente conocida como La Celestina, donde la lección de Petrarca se asoma en el objetivo moralista del enaltecimiento del amor carnal que otorga a esa obra un hondo gustillo humanista.

Una profunda influencia de Petrarca trasluce con brillo en la métrica renacentista que Juan Boscan D'Almogaver (1490-1542) introduce en España (sobre todo en su poema mitológico Hero y Leandro) y que triunfa en la alta calidad lírica de las elegantes composiciones literarias de Garcilaso de la Vega (1501-1536).

Petrarca tuve también seguidores que - como pasa para muchos que pretenden medirse con los grandes - nunca lograron acercarse a su altura; y esos fueron los petrarquistas serviles que intentaron imitar su modelo utilizando expedientes retóricos y artificios verbales carentes de una autentica inspiración lírica. Pero, a pesar de la artificialidad del petrarquismo, la fortuna de Francesco Petrarca abarca un área cultural que, a lo largo de los tiempos, se ha extendido a todas las literaturas de Europa, dilatándose hacia los albores del romanticismo y fermentando formas poéticas ricas de sugestión estilísticas y densidad temáticas; lo que ha valorado la modernidad de Petrarca como una perenne autenticidad de su ars poetica.

Parafraseando la epístola Posteritati que nuestro Poeta escribió para destinarla "a los que vendrán en futuro", Ernest Hatch Wilkins concluyendo su Life Of Petrarch ("Vida de Petrarca") responde a la carta del poeta con estas palabras: “Tu fama dura todavía…A fin de cuenta nos parece que estuviste bien colocado en tu época. Hiciste por esa mucho más de lo que habrías podido hacer por cualquier otra. Muchos has hecho por su religión y su política; has trabajado intensamente para el renacimiento de los valores intelectuales abandonados desde largo tiempo; y escribiste poesía inmortal. Cumpliste un óptimo servicio para tu época y la engalanaste. Precisamente porque en el tiempo en el que has vivido, y por el modo en que viviste, has ganado una fama que ha perdurado a lo largo de las edades sucesivas y durará mucho más. Que tu espíritu inquieto, entonces, viva en paz”.[6]

Como sintetiza eficazmente un anónimo poeta contemporáneo: ““Una hoja que tiembla/ (en el libro, en la rama) / es toda la poesía / y su nombre es Petrarca”“.[7]

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Primo Siena



[1] G.Papini, Obras (Recopilación, prologo y notas de José Miguel Velloso). Tomo III°. Ed. Aguilar, Madrid 1957, pág. 953-54.

[2] G. Papini, Obras cit. Tomo II°, pág. 1068.

[3] G. Papini, Obras cit. Tomo II°, pág. 1065

[4] G.Papini, Obras cit. Tomo II°, pág. 1069.

[5] G.Papini, Obras cit., Tomo II°, pag . 1083.

[6] E.H.Wilkins, Vita del Petrarca .(Versión italiana de la edición nordaméricana de Life Of Petrarch de Remo Ceserani) Feltrinelli Ed. Milán 2003, pag 315, 317-18. La traducción castellana de la versión italiana es mía.

[7] El verso aquí reproducido es citado por Francisco Aria Solís en la revista electrónica Arena y Cal colocada en la página Web www.islabahia.com.

 

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