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No a una legislación tiránica que destruye los fundamentos de Europa y desconoce la dignidad de los europeos

Los años del cambio (280-313)

por Martín Ibarra Benlloch

Una sociedad, unos gobernantes y una legislación paganas, experimentan una fuerte sacudida. La minoría cristiana, tolerada pero susceptible de ser reprimida y perseguida, sufre un proceso de prueba, del cual sale claramente fortalecida. Los gobernantes, tradicionalmente paganos y politeístas, van siendo monoteístas y algunos, decididamente procristianos. Las leyes que los proscribían, o que hacían dificil su vida ordinaria y el poder participar en los puestos de decisión, van cambiando progresivamente. También muchas de las costumbres y signos que manifiestan una creencia en las diversas divinidades

Los que han ojeado algún libro de historia, recuerdan que Roma tiene tres grandes periodos, Monarquía, República e Imperio. Este tercero, que comienza con Octavio Augusto a partir del año 27 a. C., más o menos, se extiende en la zona occidental del Imperio hasta el siglo V, concretamente el año 476. Esta es, para unos europeos, la fecha clave. Sin embargo, el Imperio Romano prolonga sus días en Oriente nada más y nada menos que mil años más, hasta 1453. Es el Imperio de Bizancio.

Como occidentales, consideramos que la edad Antigua acaba en el siglo V y a partir de este momento se inicia la edad Media. Es algo convencional, ya que hay quien dice que para la Península Ibérica, el inicio del Medievo se da en el siglo VIII, con la entrada de los musulmanes en nuestra tierra.

Este final del Imperio Romano de Occidente, coincide con un periodo de crisis y transformación en todos los órdenes: artístico, religioso, político, cultural, social y económico. Todos los órdenes de la vida van cambiando. Digamos que estos treinta años, del 280 al 313, son un eslabón más dentro de ese proceso, unas décadas de cristalización. Pensemos solamente en un aspecto: el religioso.

Los cristianos, que habían sido espectadores de la historia, serán en este momento, protagonistas de la misma. Porque ellos habían sido hombres y mujeres normales, leales al Imperio Romano. La mayor parte de ellos no había visto ninguna incompatibilidad entre ser buen cristiano y buen ciudadano. Ciertamente, se habían de abstener de algunas prácticas usuales -como los sacrificios, espectáculos en honor de los dioses o el culto imperial- pero la tolerancia era la norma en aquel momento. Ni ellos hacían determinadas cosas, ni los demás se las exigían. Eso antes del año 303, en el que se proclamó el edicto de persecución contra los cristianos.

Lealtad de los cristianos.

Los cristianos eran buenos ciudadanos y, en su mayoría, veían bien al Imperio Romano. Lo que no les impedía ser críticos con algunas cosas. Lo mismo que nosotros. No conozco ningún español que hable bien, en todo, de la Administración y del Gobierno o, simplemente, de los diferentes avatares de su historia. No pidamos más a los de épocas pretéritas.

Eusebio de Cesarea, un obispo del siglo IV, nos cuenta un suceso acaecido a los cristianos de Alejandría durante el siglo III. Lo hace en el libro VII de su Historia Eclesiástica, auténtico monumento informativo sobre los primeros siglos del Cristianismo. Pues bien, nos informa del asedio de la ciudad de Alejandría por parte de las tropas romanas en el año 268, ya que los alejandrinos se habían puesto de parte de la reina Zenobia de Palmira -su reino ocupaba parte del actual Iraq, Siria, Líbano, Palestina, Jordania, parte de Arabia y Egipto-. El general romano, Probo, tuvo facilidad para conquistar algunos barrios. En ambas partes había cristianos. Uno de éstos, Anatolio, aparece hablando a los amotinados alejandrinos en su Consejo, para que éste autorice la salida de las mujeres y los niños. La medida es aceptada. Previamente, otro cristiano, el obispo Eusebio, había solicitado la seguridad personal de todos los que desertaran al bando romano, cosa que se le concedió.

Con esta anécdota, comprobamos cómo los cristianos estaban en puestos de dirección y tenían influencia ya en el siglo III, y cómo actúan con normalidad ante las diferentes autoridades, bien militar romana de un lado, bien municipal alejandrina de otro. Son unos más. Y los encontramos en ambos bandos aunque Eusebio nos diga que, en su mayoría, eran filorromanos [1].

Esto lo comprobamos en otro suceso, el del obispo Pablo de Antioquía, natural de la ciudad de Samosata. Este Pablo era, a su vez, ducenario de la reina de Palmira, algo así como su ministro de finanzas, y se le acusa por parte cristiana de ser un hereje y de que prefiera que “lo llamen ducenario antes que obispo” [2]. Se reúne un sínodo de obispos de todo Oriente en la ciudad de Antioquía y lo excomulga. Eligen en su lugar a Domno. Como es comprensible, Pablo se niega a abandonar la casa de la iglesia. Entre otras razones, porque Antioquía estaba, en aquel momento, en manos del reino de Palmira. Esto hace que los obispos recurran al emperador romano, Aureliano, para resolver el conflicto.

Esta es la primera vez que los cristianos recurren a la autoridad romana para que dirima un pleito interno. Resulta algo insólito. Y más todavía que el emperador romano medie en este asunto y falle a favor de los que se encuentren “en correspondencia epistolar con los obispos de la doctrina de Italia y de la ciudad de Roma”. Aureliano se limita a aplicar el Derecho Romano; sin embargo, Eusebio de Cesarea lo interpreta de otra manera, como un detalle de benevolencia de su parte para los cristianos. Trato de favor que se repite, por ejemplo, con el nombramiento del presbítero Doroteo, como encargado de la tintorería de púrpura de Tiro, al que Eusebio conoció personalmente [3].

Esta participación de los cristianos en los altos cargos de la Administración no pasó desapercibida. Así, el mismo Eusebio al comienzo del libro VIII de su Historia Eclesiástica, nos informa de cómo a algunos les encomendaban “el gobierno de las provincias, dispensándoles de tener que sacrificar, por la mucha amistad que reservaban a nuestra doctrina”. En los mismos palacios imperiales, se permitía a familiares y servidores desenvolverse con naturalidad, “con su palabra y su conducta”. Destacaron entre éstos, Doroteo y Gorgonio [4]. También eran numerosos los cristianos en el ejército, tanto entre la tropa como entre los oficiales.

Tanto era el aumento del número de los cristianos y la paz de que gozaban a finales del siglo III, que comenzaron a levantarse los cimientos de iglesias “de gran amplitud en todas las ciudades”. Desde la perspectiva de Eusebio, este exceso de libertad supuso el inicio del orgullo y de la negligencia por parte de algunos cristianos, dando paso a algunos enfrentamientos entre sus “jefes”, los obispos. Estas querellas internas, por el desorden que entrañan, pueden ser un elemento más que favorezca la persecución; pero es también una señal de vitalidad, del crecimiento y organización del Cristianismo y de la fijación progresiva de la doctrina. La construcción sistemática de iglesias responde a las necesidades litúrgicas y catequéticas [5].

En cualquiera de los casos enunciados anteriormente, no se nos muestra una distinción clara y rotunda entre ser buen ciudadano romano y buen cristiano antes de la gran persecución del año 303. No se da esa oposición rotunda y traumática en la realidad, tal y como nos lo describe el propio Eusebio. Y en muchos casos, las autoridades romanas contemporizan, no obligando a los cristianos a sacrificar. Ya que muchos cristianos habían aceptado cargos que, como el de juez, implicaban un componente grave para su religión [6].

Era una tolerancia parecida a la que se tenía con los judíos. Ya éstos se habían defendido ante las autoridades y algunos intelectuales, que les acusaban de ser enemigos de Roma. Filón de Alejandría, en la obra que dirige al prefecto de Egipto, Flaco, deja bien claro que los judíos son buenos ciudadanos y que su modo de vida contribuye al desenvolvimiento armónico del Imperio. Lo propio dirán los cristianos, y así aparece en Tertuliano, Lactancio o el mismo Eusebio de Cesarea. Que la situación era diferente a comienzos del siglo III que al final, resulta evidente. También porque el pagano Celso acusó a los cristianos de falta de patriotismo, a diferencia del también pagano Porfirio, unas décadas más tarde, que lo silencia [7].

La oposición al Cristianismo

El absentismo de los cristianos de algunos espectáculos públicos, de los sacrificios y algunas actitudes hostiles al servicio militar suscitaron cierto recelo. Ahora bien, la mayor parte de las ocasiones en que los escritores cristianos se manifiestan adversos a esto, lo hacen inmersos en plena polémica. Parte de su virulencia es pura retórica. Pero no nos engañemos, la otra parte, no. Porque un cristiano no debía sacrificar a los dioses. Ahora bien, estos elementos son bastante concretos y no cabe desautorizar a nadie por ello.

Pero en el mundo antiguo no existía una distinción tan neta entre las diferentes esferas, como sí la hay ahora. Vamos a explicarnos. La ciudad y la religión estaban vinculadas estrechamente, tanto en el mundo griego como en el romano. Sócrates fue condenado por sus conciudadanos atenienses en el siglo V a. C. por pervertir a la juventud y enseñar cosas contrarias a la esencia de la ciudad-Estado de Atenas. La existencia de una única divinidad contradecía las bases cívicas atenienses. Era Zeus el padre de los dioses, claro. Pero Atenea, que nació de su cabeza, y representaba por ello la inteligencia, era la diosa que les guiaba a ellos, los cultivadores de la razón, los vencedores de los Persas, los mejores de los griegos. Fueron sus dioses los que les defendieron y auparon, en los que creyeron sus padres: Poseidón, Heracles, Hera, Apolo. Ir contra los dioses era ir contra Atenas -que toma su nombre de la diosa Atenea-. De hecho, los sacerdotes eran magistrados. Las grandes fiestas religiosas eran asimismo las fiestas civiles.

Y lo mismo entre los romanos, con sus diversas magistraturas. Hasta el emperador pondrá empeño en ser el “pontífice máximo”. Ya con Augusto en el año 27 a. C.

Los magistrados, bien locales, bien de un rango superior, solían realizar sacrificios por el emperador y por el Imperio. Era algo connatural, al igual que un padre de familias debía de mantener presente el recuerdo de sus antepasados.

De ahí que el abstencionismo de los cristianos, para evitar muestras de adhesión a los dioses, implicara una cierta sorpresa y fuera fácilmente manipulable. De hecho, los cristianos que ocupen cargos públicos, intentarán que se les conceda un trato de favor para no sacrificar o no participar en algunas ceremonias de culto al emperador. Algunos escritos cristianos salen al paso de esta cuestión, pero ninguno salvo Tertuliano a comienzos del siglo III la contempla como incompatible; no es lo de menos el aclarar que cuando expone esa tesis se hallaba fuera de la Iglesia Católica [8].

El peligro era real. Porque algunos cristianos podían acabar pensando que, al no existir los dioses, esos actos de culto que se les dedicaban eran dirigidos en realidad al único Dios, el suyo. Esta postura fue expuesta por el alejandrino Orígenes en el siglo III y duramente combatida. Porque se corría el riesgo, cada vez mayor, de caer en posturas sincréticas, pensando que la divinidad era, en definitiva la misma [9]. Esto no nos debe extrañar, si tenemos en cuenta que el emperador Severo Alejandro, si damos crédito a la Historia Augusta, escrito del siglo IV, obra de diversos autores, tenía un larario en el que estaban las estatuas de diversos dioses y también la de Cristo. Este Severo Alejandro, del siglo III, estuvo siempre muy mediatizado por su madre, Julia Mamea, sacerdotisa de una divinidad solar de Siria. La misma que, en cierta ocasión, mandará llamar a Orígenes, para escucharle.

Pero estos emperadores sirios durarán poco, sucediéndose en el Imperio unas décadas de anarquía, debido a los continuos golpes de estado de los militares. La situación solo se estabilizará con un ilirio, Diocleciano, que llegará al poder en el año 284, e irá anulando cualquier tipo de oposición. Y frente a un mundo que cambia y agoniza, intentará encontrar soluciones. Una de ellas, el desplazar definitivamente el centro político del Imperio Romano a Oriente. Así establece su capital imperial en la ciudad de Nicomedia, en Asia Menor. Unas décadas más tarde, Constantino fundaría Constantinopla no muy lejos de la ciudad de Nicomedia. La idea estaba clara: Roma tenía un papel político cada vez menor.

Por otra parte, había que encontrar elementos de vertebración para todas las gentes y pueblos del Imperio. Uno de ellos fue la absolutización del poder imperial. Que corre parejo a la idea de una única divinidad. Sea esta la que fuere.

De otro, cabía continuar con fórmulas que unieran a la minoría dirigente. Y ahí entraba en juego el culto imperial, que los decuriones de todos los municipios sacaban adelante. El culto imperial, junto con el ejército, era una de las pocas cosas que todos los habitantes tenían en común. Y era algo que estaba bajo la responsabilidad de una minoría municipal. Los ricos, los terratenientes, habían comenzado a abdicar de ella y a marchar al campo, poco a poco. Se desentendían de la marcha del Imperio, concentrados en sus riquezas y en sus ansias de seguridad personal.

La acusación de novedad

En el mundo romano, lo novedoso no era, como en la actualidad, sinónimo de bueno. En nuestros días, en Occidente, se rinde un culto a lo nuevo porque sí, por su pura novedad. Como se cantan las excelencias de la juventud de manera continua, sobre todo en los anuncios. En la Antigüedad era distinto. Con harta frecuencia lo nuevo se identificaba con lo subversivo. Lo seguro era lo de siempre, las tradiciones patrias. Si el Imperio se veía convulsionado por esas guerras civiles tan tremendas era porque se habían entregado a veleidades no propiamente romanas: primero africanas con los Severos, luego orientales... Había llegado la hora de restaurar la unidad, el patriotismo. Y eso se haría volviendo a las tradiciones.

Ese parece ser el pensamiento de Diocleciano, el general ilirio que se hace con el poder en el año 284 y que organizará la Tetrarquía. En el edicto contra los maniqueos, que se fecha en el año 297, se delinean algunos de estos elementos: “Oponerse (a los dioses inmortales) u ofrecerles resistencia es una obra impía, y la antigua religión no debe ser corregida por otra nueva. En efecto, es un gran crimen reformar lo que nuestros antepasados ya han definido una vez, lo que ha tomado curso seguro y estado fijo. Así nos aplicamos en castigar la obstinación de los malvados... que oponen a las viejas religiones otras sectas nuevas” [10]. Como se ve, existe una identificación entre lo nuevo y lo subversivo. Todos aquellos que pretenden cambiar las cosas establecidas son unos “malvados”, que deben ser castigados por el emperador. Este se erige en guardián de las viejas costumbres, de los dioses inmortales, cuyo olvido o desprecio implica la merma de la misma Roma. La lectura de Diocleciano es claramente política. Para él la novedad en materia religiosa, bien sea maniquea, bien sea cristiana es, de fondo, una subversión del orden establecido.

En el caso de los maniqueos resulta más evidente, si cabe, ya que su religión “ha salido de la nación persa, nuestra enemiga, o bien nació en ella... Es de temer que... sus sectarios se esfuercen en corromper, con sus costumbres abominables y las leyes infames de los persas, la inocencia natural y la prudencia tranquila de la nación romana”. Se contrapone Roma, con sus dioses y antiguas costumbres, con Persia, con leyes infames y costumbres abominables, de las que el maniqueismo no es más que un arma para corromper a Roma. En la mente de Diocleciano hay una dualidad clara y bien definida. Que no se corresponde, ni de lejos, con la realidad, ya que en el Imperio Romano coexistían numerosísimas religiones. Otra cosa es que él pretenda restaurar el paganismo tradicional como elemento integrador del Imperio. Y que cualquiera que se encuentre al margen, sea no solo un oponente religioso, sino también un oponente político.

Esta idea de novedad había sido aplicada a los cristianos con anterioridad. Y ellos mismos la aceptaban, aunque con sumo cuidado. La razón era evidente. El Cristianismo era nuevo en relación a los judíos y judaizantes. Se había superado el Antiguo Testamento con el Nuevo. Como no hay testamento sin muerte, Jesucristo con su muerte, había legado una nueva forma de vivir. Se había superado el Antiguo Testamento, no olvidado o rechazado, como pretendían algunos herejes [11].

Por otra parte, convenía destacar la gran antigüedad de la religión cristiana, heredera del Antiguo Testamento, uno de cuyos representantes señeros, Moisés, era anterior al primer escritor griego conocido, Homero. Este es un elemento que ya los judíos habían empleado y que retomarán sin empacho alguno los cristianos. Incluso Platón sería un discípulo inconsciente de Moisés, según el judío alejandrino Filón, argumento que recogen autores como Eusebio de Cesarea y con el que se identifican plenamente [12]. San Justino a mediados del siglo II, había apuntado que en todas las religiones hay semina Verbi, partes de verdad, idea que compartirán unas décadas más tarde Clemente de Alejandría y Tertuliano [13]. Es decir, hay una sola verdad, como hay un solo Dios. Son los hombres, oscurecida su mente por el pecado, los que degradan la verdad e inventan “sus” religiones. El politeísmo deriva, en definitiva del monoteísmo y no al revés.

Por tanto, el Cristianismo goza de gran antigüedad, superior a la de las religiones de griegos y romanos. De otra parte, es nuevo, porque con Jesucristo, Dios hecho hombre, el mundo llega a plenitud y comienza una andadura nueva para el hombre, una vez redimido. Y los que sigan a Jesús serán los cristianos, calificados por Lactancio y Eusebio de Cesarea como el “pueblo de Dios” o “nuestro pueblo”. Como en tiempos anteriores, Dios tenía un pueblo que se había escogido para sí. Primero fue el pueblo hebreo hasta Moisés. A partir de éste, en torno al año 1200 a.C., se puede hablar del pueblo judío. Los cristianos, como pueblo de Dios, tomarán el relevo, entroncando con el pueblo “hebreo” de los orígenes, grato a Dios sin circuncisión ni sábado [14].

Por otra parte, los cristianos no eran los únicos que introducían novedades. Los romanos lo habían hecho de manera continua, tanto en materia religiosa como de costumbres y nadie parecía recordarlo [15]. De fondo, el planteamiento no era tanto el de novedad sí, novedad no, cuanto una profundización en los contenidos. Y que la gran diferencia entre una religiosidad y la otra, era que una se basaba en la revelación de la propia Divinidad, mientras que las otras eran de factura humana. El Dios de los cristianos no es un Dios intelectual, ni se acercaban a Él única y principalmente por la vía filosófica. Es sobre todo, un Dios creador, un Dios redentor, un Padre. No en vano, Jesucristo, cuando le preguntaron cómo rezar, respondió así: “Padre nuestro”. Jamás se había visto a Dios de esta forma. El Sumo Bien, la Inteligencia pura, el gran Arquitecto, quedan como formulaciones filosóficamente laudables pero sumamente frías. Si el Dios de los cristianos es su Padre, es que se encuentran en una dimensión radicalmente distinta.

Porque ante un padre, todos los hijos tienen la misma dignidad. Esto, para un romano obsesionado con identificar religión y política, Imperio Romano y dioses tradicionales, resultaba estremecedor. ¡Los esclavos! ¡Los perfectísimos! ¡La prohibición de matrimonios mixtos! ¡Derechos ciudadanos para las mujeres!

Jesucristo no vino a cambiar el orden político, sino a redimir al género humano. Sin embargo fue acusado de subvertir el orden establecido, ir contra el César. No cabe extrañarnos, por tanto, de que semejante incomprensión perdurara unos siglos más. Hay quien no sabe distinguir cosas, porque no respeta la libertad del hombre, compatible con la existencia de principios estables.

Hoy como ayer, Diocleciano representa a aquellas personas que buscan la unanimidad por la fuerza, los totalitarios de todo signo. Fanático él, duda sin embargo de llegar hasta las últimas consecuencias. Serán hombres como el césar Galerio, más impulsivo, los que no duden en sacrificar a las personas por expresar sus creencias.

El culto imperial

Si la acusación de novedad que se dirigía contra el Cristianismo era un elemento interno, vamos a ver a continuación algunas de las cosas externas al propio Cristianismo con las que tuvieron una seria confrontación. Serán personas, como algunos intelectuales o los sacerdotes paganos; instituciones, como el ejército; actos públicos, como el culto imperial.

Este último surge con Augusto y parece que la devotio ibérica, de nuestra Península, no fue ajena a su nacimiento. La devotio era un acto de adhesión y fidelidad a un jefe en vida y en muerte, de tal forma que la suerte de uno se vinculaba a la de su jefe por completo. En el culto imperial se da algo parecido, aunque con un agravante claro: se produce la heroización del emperador difunto.

En la Antigüedad, tanto griegos como romanos, pensaban que en el mundo de ultratumba no había nada especial. Los difuntos permanecían tranquilos. No había, para el común de los mortales, ni premios ni castigos. Sólo unos pocos los tenían. Entre estos los héroes. Como Hércules, después de realizar sus famosos trabajos.

En esta idea de que el emperador difunto es algo más que un hombre, un héroe, los cristianos no podían estar de acuerdo, al igual que otros muchos paganos instruidos [16]. Y porque la tendencia era de acercarse a una heroización en vida primero, para acabar en una creciente divinización, no solo del emperador sino también de su familia. Los emperadores, Diocleciano entre ellos, se creerán de esencia divina, aunque no sean propiamente dioses.

De ahí que los cristianos no admitan el culto imperial. Solo dan culto a Dios. Por el emperador, como por las autoridades, rezan. Rezan por su “salud” como exponía Tertuliano en el año 198, para demostrar su lealtad. Pero nada más.

Claro que este abstencionismo podía ser malinterpretado, sobre todo si se hacía de él un signo evidente de unidad entre todos los habitantes. Unidos por la cabeza, el emperador. Y manifestando esta unidad con el culto imperial.

Conocemos el caso de un soldado cristiano, Marino, que iba a ascender a centurión. Eran los años del emperador Valeriano, el 257. Marino fue denunciado ante el tribunal por un colega, acusado de no poder tomar parte en las dignidades romanas “puesto que era cristiano y no sacrificaba a los emperadores, y que el cargo le correspondía a él” [17]. El juez interroga a Marino y le da un plazo de tres horas para reflexionar. El soldado cristiano regresa y reitera su negativa a sacrificar, con lo que es ejecutado.

Pensemos que hasta ese momento Marino no ha tenido problemas por pertenecer al ejército. Sus superiores consentían que no sacrificara y todo el mundo lo sabía. Es la envidia ante un posible ascenso, la que hace que un colega recuerde la incompatibilidad de derecho que tienen los cristianos para desempeñar determinados cargos. De derecho, que no de hecho. Aunque cuando no queda otra opción, se ha de elegir entre el Evangelio o la milicia. Los cristianos vivían con su libertad amenazada.

La oposición de algunos intelectuales

En el lado pagano, había partidarios de la convivencia e intolerantes. Algunos se daban cuenta de la incompatibilidad clara entre el Cristianismo y las demás religiones. El Dios único de los cristianos acabaría por desterrar a los demás del Panteón romano. Y ellos sostenían que las bases de Roma eran claramente politeístas.

Pocos documentos nos han llegado. Pero significativos. Uno de los más virulentos del siglo III es el de Porfirio, discípulo del neoplatónico Plotino, casado con una judía. Para Porfirio el Cristianismo es básicamente irracional, de origen bárbaro y fanático, hostil a todo lo que pueda haber de culto o civilizado. No contento con esto, decía que los evangelistas se habían inventado todo lo referente a Jesús; que los apóstoles eran hombres rudos y rústicos que no habían convencido más que a mujeres [18]. La misma resurrección de Cristo estará atestiguada, además de por los impostores y embaucadores, “por una mujer histérica”, vulgar, una aldeana que había poseido siete demonios. ¿Por qué no se apareció a Pilato, Herodes o al Sumo Sacerdote judío?, se pregunta Porfirio. Y es que desprecia profundamente a los cristianos y no ve en ellos nada noble. La gente sencilla, su palabra y testimonio, no tienen la menor importancia para él.

Pero no nos engañemos: el desprecio hacia los hombres sencillos y hacia las mujeres, no se hace extensivo hacia todos y todas. De hecho, admira a su mujer Marcela por sus muchas virtudes, también por su inteligencia [19].

Este respeto hacia su mujer Marcela, judía, no lo tuvo hacia las mujeres cristianas. San Agustín nos ha conservado un fragmento de Porfirio, en el que se pregunta qué ha de hacer uno o a qué dios ha de recurrir para que su esposa deje de ser cristiana. Es un ejemplo más de intolerancia, y de lo dificil que resultaba a las mujeres poder vivir de acuerdo a sus creencias si no tenían un marido respetuoso. Ya que el cabeza de familia era siempre el varón [20].

Esta polémica anticristiana se verá alimentada años más tarde por otras personas, como Sosiano Hierocles. Este realizó su carrera política en diversos lugares. Fue uno de los instigadores de la Gran Persecución, siendo gobernador de Bitinia -donde se hallaba la ciudad imperial de Nicomedia, donde ésta comenzó- y una de las personas consultadas por el emperador Diocleciano antes de comenzar en febrero del año 303. Lactancio, que estuvo en aquellos años en Nicomedia enseñando retórica latina, lo describe así: “El otro, que era entonces juez y fue el principal protagonista de la persecución, escribió con más mordacidad sobre el mismo tema: y no contento con sus criminales acciones, persiguió también con escritos a aquellos a los que había atormentado” [21]. En el año 310 lo encontramos como prefecto de Egipto, siendo un perseguidor sangriento.

Otro escritor, en este caso anónimo, profesor de “filosofía”, pretende conducir a los cristianos al “verdadero camino”, identificado con el culto a los dioses. Para este profesor, el Cristianismo sería “una superstición impía”. Este panfleto no tuvo tan buena acogida como otros. Lactancio nos explica el por qué: “todos le echaban en cara esto: el hecho de que emprendiera esta obra precisamente en el momento en el que enloquecía la odiosa crueldad de la persecución” [22]. Esto nos da a entender que esta persecución no fue tan “popular” como otras [23]. Su duración y gran crueldad la hicieron, por el contrario, impopular.

2.4. Los sacerdotes paganos

Quizá fueron los que más se movieron en contra del Cristianismo y es comprensible. Arnobio de Sicca, un africano de finales del siglo III y Eusebio de Cesarea constatan cómo los sacerdotes paganos ven en el decaimiento de los cultos tradicionales, una causa directa del ascenso de los cristianos, que se retiran de los mismos.

Y por qué no decirlo. Que procuran acabar con ellos. Ese es el caso del senador romano Astirio, “favorito de los emperadores y de todos conocido por su noble linaje y hacienda”. En la ciudad de Cesarea de Filipo, en Palestina, se adoraba al dios Pan, dios de la vegetación y la fecundidad. Anualmente subían sus devotos para contemplar la realización de un “prodigio”. El senador Astirio, cristiano, con su oración logra confundir al demonio, “y de esta manera cesó para ellos el prodigio y ya no se dió en adelante ningún milagro en torno al lugar” [24]. Es posible que la cesación de este milagro fuera interpretada por sus fieles como una de las causas de la esterilidad y del hambre que se pudieran cernir sobre la zona, lo que causaría una gran irritación. Este suceso pudo ser el pretexto inmediato para la persecución del emperador Valeriano en el año 270 [25].

Como detalle anecdótico, la gran persecución del año 303 se inicia el 23 de febrero. Era la fiesta de los Terminales, un día apto y feliz, que se quería hacer coincidir con el final de los cristianos. Lactancio lo describe con precisión e ironía: “Se busca el día favorable y propicio y resulta elegida la fiesta de los Terminales, que se celebran el 23 de febrero, como si con ello se quisiese poner término a nuestra religión” [26].

También los causantes de las primeras medidas represoras contra los cristianos son los arúspices, los que interpretan el vuelo de las aves. Ellos serán, junto con la madre de Galerio, adoradora de los “dioses de las montañas”, los que inculquen al césar Galerio su fanatismo religioso y su inquina contra los cristianos. Tanto el césar Galerio como su madre Rómula son descritos como muy supersticiosos, con un paganismo activo [27].

Otros emperadores fueron igualmente supersticiosos. Así, Diocleciano recurre al oráculo de Apolo en la ciudad de Mileto -Asia Menor-; el césar Maximino, no lleva a cabo ningún acto “sin consultar adivinos y oráculos” [28]. De ahí que no se limite a perseguir a los cristianos, sino que llevará un plan sistemático de reconstrucción de templos paganos en las ciudades, nombramiento de sacerdotes de los ídolos y una jerarquía bien delimitada, imitando la de la Iglesia Católica, para ganar en efectividad. Maximino, como Galerio, pretendía conseguir la unanimidad de los habitantes del Imperio en asuntos religiosos.

La única minoría capaz de subvertir el orden establecido era la cristiana. Los judíos, no. Pudieron crear problemas en el pasado, pero siempre estuvieron concentrados en unos lugares muy determinados. Así, las revueltas que se producen durante el Imperio, son solucionadas con la destrucción y saqueo de Jerusalén del año 70 primero, y el posterior arrasamiento del año 133, que liquidó por completo el judaísmo en torno al Templo de Jerusalén y produjo la diáspora. Fuera de esto, solo las revueltas en Alejandría tienen alguna incidencia.

El caso cristiano era distinto. Diseminados por todo el Imperio Romano y fuera de él, se encontraban en todos los pueblos, todas las razas, todas las clases sociales. No se podía destruirlos arrasando una única ciudad, una única comarca, una única provincia. Y no había manera externa de distinguirlos de los demás.

Su depuración, por tanto, era un proceso largo y cruento, ya que muchos de ellos preferían padecer toda clase de tormentos antes que sacrificar a los dioses. La mayoría sufría en silencio, sin emplear la violencia ni de palabra ni de obra. Eso resultaba llamativo. El propio Lactancio se convertirá al Cristianismo al contemplar cómo los cristianos eran conducidos al martirio y lo padecían con entereza, varones, mujeres y niños. Humanamente no tenía una explicación clara, ya que a nadie le agrada ser torturado.

Hubo, sin embargo, unos pocos cristianos que movidos por su celo, pretendieron que el resto de la población se abstuviera de los actos idolátricos. Así el diácono Romano de la iglesia de Cesarea de Palestina, hallándose en Antioquía, sale al paso de la muchedumbre que se acerca a sacrificar e intenta convencerles de su error. Es arrestado y ejecutado el 18 de noviembre del año 303. Este suceso fue contemplado por el césar Galerio, que lo utilizará como pretexto para justificar y endurecer la persecución anticristiana [29].

La iglesia, sin embargo, fue muy cautelosa y procuró evitar todo tipo de provocaciones, que no podían reportarle ningún beneficio. Así, los obispos de Hispania reunidos en la ciudad de Elvira, cerca de Granada en el año 309, son taxativos sobre este particular: “Si alguien destruyere los ídolos y fuere asesinado en el mismo lugar, porque en el evangelio no está escrito, ni hallamos que así se hiciese durante los tiempos apostólicos, tenemos por bien que los tales no sean contados entre los mártires” [30]. Confesión de la fe, sí; provocación a las autoridades, no. Es lo que hizo Cristo.

2.5. El ejército

De nuevo nos encontramos con una situación de normalidad, interrumpida esporádicamente por algunos conflictos aislados. Estos son, normalmente, de dos tipos: negativa a incorporarse a filas y negativa a asistir a algunos actos y conmemoraciones de carácter idolátrico. Este choque tendrá mayor relevancia en este momento, ya que desde mediados del siglo III, son los militares los que ocupan violentamente el poder. Y tanto el ejército como ellos, seguían siendo, mayoritariamente, paganos.

Es el ejército con el que el césar Galerio consigue su victoria contra los partos el año 297, consolidando el Imperio y su papel político. En este mismo ejército se apoyará para sus medidas anticristianas. De hecho, antes de empezar la gran persecución, se comenzó con una purga dentro del ejército, que algunos como Eusebio, vieron como un ensayo de la otra. No obstante, los derramamientos de sangre no fueron muy numerosos. Eusebio de Cesarea lo atribuye al temor, “ante la muchedumbre de los fieles y aún vacilaba en desatar una guerra contra todos a la vez” [31].

En Eusebio el principal instigador parece ser el césar Galerio. En el relato de su contemporáneo Lactancio, se nos muestra a Diocleciano como el iniciador. Encontrándose este último en Siria, apoyando el avance de Galerio contra los partos, al realizar un sacrificio para escudriñar el futuro, éste se vio perturbado. Uno de los arúspices de nombre Tages, “declaró que la causa de que los sacrificios no diesen resultado era que personas profanas participaban en las ceremonias divinas” [32]. Esto encoleriza a Diocleciano, que obliga a sacrificar a todos los que se encuentran en el palacio, incluso recurriendo a métodos violentos. Acto seguido, ordena a los oficiales del ejército que hagan sacrificar a los soldados, de tal forma que los que no obedezcan sean expulsados.

Diocleciano, profundamente religioso, no permanece pasivo ante el requerimiento de los arúspices. Él, como buen amante del orden, pretende establecerlo también gracias a la armonía con la divinidad, a la que se deben de ofrecer determinados sacrificios. Los que no participen, o con su presencia los perturben, como sucedía con los cristianos, deberían quedar excluidos de la administración y del ejército. Partidario decidido del monoteísmo en torno a la figura de Júpiter, era un enemigo declarado del resto de las religiones, que entendía como un peligro para la unidad política y moral del Imperio.

Sin embargo, su prudencia política le lleva a no dar el paso adelante de la persecución total y a tolerar, en el futuro, la presencia nuevamente de cristianos en su entorno inmediato. Quizá muchos de estos lo fueron por nueva conversión. Lo cierto es que, seis años más tarde, al comenzar la Gran Persecución, hay cristianos en el palacio imperial de Nicomedia y en otros cargos de la Administración y Ejército.

Claro que también tenían un motivo de suspicacia ante la negativa aislada de algún cristiano de hacer el servicio militar o de sacrificar. Incluso una persona como Lactancio, llamado a la ciudad de Nicomedia para impartir clases de latín por el emperador, conmovido por el comportamiento de los cristianos, torturados y muertos, se convertirá al Cristianismo y escribirá una obra en apología de su nueva fe, las Instituciones Divinas. En ella, afirma de manera inequívoca que Dios prohibe todo tipo de muerte. Por esa razón a los cristianos no les es lícito formar parte del ejército [33].

Conocemos también algunos casos concretos de actas y pasiones en las que los cristianos se niegan a rendir culto al emperador o a las insignias legionarias. Algunas de ellas merecen grandes reservas de autenticidad. A pesar de todo, cabe señalar que no se da una condena de los cristianos por ser tales, sino por una desobediencia grave de la disciplina militar. Así, el proceso de Maximiliano en la ciudad de Theveste, provincia de Numidia, el 12 de marzo del año 295. A Maximiliano le presenta su padre para incorporarse en el ejército. Pero para sorpresa suya, Maximiliano se niega a incorporarse a filas, aduciendo la supuesta incompatibilidad entre ser cristiano y servir en el ejército. El magistrado le intenta convencer de su error, ya que existen cristianos en el ejército, pero él no hace caso [34].

Aunque estos sucesos fueron muy esporádicos, no cabe duda de que favoreció la opinión de los detractores del Cristianismo, que veían en esta actitud un desentenderse del destino del Imperio Romano, una muestra más de su particularismo rayano en la deslealtad al defender la objeción de las conciencias en asuntos que, como la fidelidad al emperador o la disciplina militar, no admitían posiciones ambiguas en situaciones de peligro exterior.

Era, por tanto, una visión totalitaria la que se imponía desde las altas esferas.

3. Una nueva época

Las diferencias, no obstante, eran menores de las que pudieran parecer a primera vista. De hecho, los cristianos empleaban elementos de las diferentes culturas, depurándolos. Y la sociedad era diferente a finales del siglo III que a comienzos de siglo. El sincretismo había ido penetrando la sociedad, impregnando sus fibras más íntimas. Surge una nueva mentalidad, que cuaja en estas décadas de profunda crisis política, económica y social. Sólo durante nuestro periodo, del año 280 al 313, se va recobrando la unidad perdida, partiendo de unos supuestos religiosos nuevos, que pueden dar satisfacción a más personas y que, hasta hace bien poco, parecía imposible poder reconciliar.

3.1. El triunfo monoteísta

Durante el siglo III, la sociedad y la religiosidad van cambiando lentamente. Si el mundo antiguo estuvo siempre impregnado de una profunda religiosidad, ésta aumenta a finales del siglo III. Ante un mundo lleno de problemas, el hombre se vuelve hacia la divinidad. Dios o los dioses, deben de ser honrados. Esta idea era común a paganos y cristianos. Y los emperadores, perseguidores o no, la compartían. En la mente romana, además, se debían de cumplir los ritos y cultos establecidos para tener contenta a la divinidad; de no hacerlo, los hombres recibirían un castigo, merecido. Esta idea la encontramos en el edicto de tolerancia del césar Galerio del año 311, donde reconoce que los cristianos no adoran a los dioses y tampoco han podido adorar convenientemente a su Dios, razón por la cual Galerio les concede “que puedan nuevamente ser cristianos y puedan reconstruir sus lugares de culto” [35]. Galerio era un fanático que no comprendía el Cristianismo; pero después de ocho años de persecución decide no solo tolerarlo, sino pedir las oraciones de los antiguos perseguidos.

Y es que en su mentalidad, como en la de otros muchos, la minoría cristiana al haber abandonado la religión tradicional, de sus mayores, había roto la “paz de los dioses”. Y esa paz debía ser restablecida de inmediato, para evitar futuras calamidades. Esta unanimidad en las creencias, nos muestra una mente totalitaria, en la que la política lo invade todo. Y la religión es un instrumento del Estado. Mas por encima del enjambre de dioses, se va imponiendo la idea monoteísta. Diocleciano elegirá a Júpiter. Maximiano a Hércules. Constancio Cloro al Sol.

Por parte cristiana, se comparte la idea de que la observancia de las leyes divinas es la única garantía de paz y prosperidad. Lactancio lo dice claramente: “No existirían, pues, como he dicho, todos estos males en la tierra si todos juraran en común ser fieles a la ley de Dios, si todo el mundo se portara como se porta solamente nuestro pueblo”. Es más, las prisiones, los jueces, el miedo a los castigos serían innecesarios, si los hombres guardaran en su corazón los mandamientos de Dios [36]. Y es que solo el Cristianismo es capaz de transformar a las almas por completo: no se trata tanto de conocer o de realizar unos ritos, sino de vivir las creencias.

Este es un tema apuntado desde antiguo: el verdadero culto no se verifica con los sacrificios de animales o las libaciones, actos externos que realiza un representante de la comunidad. Así en Grecia o en Roma. El verdadero culto es el que se manifiesta en la conducta, en el pensamiento, en la palabra. Todo hombre, varón o mujer, ha de elegir libremente cumplir, en cada momento, la voluntad de Dios. Tanto san Metodio como Lactancio insisten en que nadie representa a cada cristiano, ni le sustituye, ni le obliga. Es cada uno, cada una, quien escoge obrar, decir y pensar siempre rectamente [37]. Esto que no era compartido, ni de lejos, por los paganos, resultaba más llamativo al ser extensivo en igualdad de condiciones, a las mujeres.

Y, sin embargo, los puntos de contacto han aumentado. Uno de ellos es el de la tendencia monoteísta, que crece durante todo el siglo III, de tal forma que más que adorar a un conjunto de dioses, comienza a adorarse a la “divinidad”, cualquiera que ésta sea. De hecho la misma expresión, “dios”, puede servir para designar indistintamente al dios de los paganos o al Dios de los cristianos. Así en la oración que el emperador Licinio, pagano, entrega a las tropas antes de entrar en combate el año 313 contra Maximino: “Dios supremo, a ti rogamos, Dios santo, a ti rogamos”. Esta alusión al “Dios supremo” era aceptable para ambos, paganos y cristianos, y Licinio la utiliza para conseguir el apoyo unánime de sus soldados [38].

Una ambigüedad parecida la encontramos en los autores de los panegíricos dirigidos a diversos emperadores de Occidente. Hay alusiones claramente paganas en los discursos de los años 307 y 310; ambivalentes en el año 312. Sin embargo, en la del año 310, el único dios al que se alude es Apolo; y a éste se le puede identificar con el dios supremo, la divinidad a la que el emperador Constantino rendía culto. Dos años más tarde, en el 312, el panegirista latino omite toda alusión a Apolo. Constantino, evidentemente, había cambiado.

Lactancio apunta una solución a esta cuestión, desde posiciones evemeristas, según las cuales algunos hombres ilustres fueron heroizados o divinizados a su muerte. Es más, algunos atribuyen al “Dios supremo el nombre de Júpiter. Algunos suelen justificar su error con esta excusa: que están convencidos de que existe un solo Dios, que ellos no pueden negarlo y que lo adoran; pero que les pareció bien llamarlo Júpiter”. Para él, muchos paganos son decididamente monoteístas; son conscientes de la unicidad de Dios. Y ése es el primer paso que Lactancio pretende con su magna obra Las Instituiciones Divinas: el rechazo del politeísmo y el acercarse a la creencia en un solo Dios [39].

En esta línea de pensamiento, hemos de situar al emperador Aureliano en la segunda mitad del siglo III, que identificó al sumo Dios con el Sol. O a Diocleciano, que llegó al poder en el año 284, y que pensó en Júpiter Óptimo Máximo en el sustento casi exclusivo de su régimen. Y el emperador Maximiano escogería a Hércules como divinidad protectora.

El emperador Constantino fue siempre monoteísta. Cuando llega al poder, en el año 306, parece que se vincula más bien a Apolo. Unos años más tarde, se desliza hacia el culto al Sol, como parece observarse en el arco de triunfo que erige en Roma después de su victoria sobre Majencio en el año 312. Y, sin embargo, en este arco mandado edificar en una ciudad pagana y ante un senado mayoritariamente pagano, las referencias politeístas son nulas. Solo destaca el Sol que es, además, un tema iconográfico querido a los cristianos. El día del Sol es el domingo. A Cristo se le identificará con el Sol de justicia. Y por estas fechas y con anterioridad, Constantino había tenido detalles claramente procristianos.

Quizá Constantino se convierta desde el culto solar, como una superación de algo que no le satisface por completo. No es que lo rechace, o que piense que es algo falso del todo. Pero no le satisface. Y da el paso adelante hacia el Cristianismo, buscando la paz interior y también, la paz del Imperio. De ahí que sean notables sus vacilaciones y contradicciones.

Otra cosa bien distinta es que los cristianos escogieran a Constantino como el paladín de la causa cristiana. Hasta tal punto que aparezca como el primero en rechazar los errores politeístas y reconocer un único Dios [40].

3.2. Tolerancia. Connivencia. Apostasía

Esta actitud ambigua y, en ocasiones contemporizadora que encontramos en algunas personas y emperadores, como Constantino, se dieron también entre algunos cristianos. Así se ha de interpretar un canon del Concilio de Elvira del año 309, en referencia a un momento anterior: “Debe prohibirse que ningún cristiano, como si fuera gentil, suba al capitolio para sacrificar ni asista a los mismos sacrificios; si así lo hiciere incurrirá en el mismo delito” [41]. Con esto se deja bien claro que un cristiano no puede comportarse como un pagano. Y hay que recordar que, de siempre, la idolatría ha sido un pecado capital. La simple presencia de un cristiano es un motivo de aquiescencia y causa un gran escándalo. Lactancio realiza la misma condena de los sacrifios y las libaciones, así como de las intenciones torcidas de los que los realizan [42].

Los obispos hispanos reunidos en el año 309, después de reinar la paz religiosa en Hispania desde hace más de tres años, recuerdan en otros cánones la prohibición de sacrificar a los dioses, que es algo incompatible con el Cristianismo. Y no solo eso, sino que existen varios cánones dedicados a los flámines para que se abstengan de sacrificar. Recordemos que los flámines eran los sacerdotes paganos que se encargaban del culto en las ciudades. Pero notemos una cosa: se censura el hecho de sacrificar a los dioses, no el ser flamen [43].

En este sentido, parece que la actuación de los cristianos no fue, en algunas ocasiones, ejemplar. A mediados del siglo III, conocemos a los obispos hispanos libeláticos Basílides y Marcial. No sacrificaron a los dioses; pero consiguieron un libelo de sacrificio, de tal forma que ante todo el mundo pareció que sí lo habían hecho. Nos encontramos, una vez más, con el pecado de escándalo. Más todavía si pensamos que éstos eran obispos, y que muchos fieles fueron martirizados o muertos por defender su fe y no sacrificar [44].

También Eusebio de Cesarea hace una mención a cómo hubo casos de apostasía durante la persecución de Diocleciano. Fueron minoría y, como es lógico, no los describe, ya que lo que busca es edificar con el ejemplo de los confesores y de los mártires [45].

Nuestras fuentes literarias son, como vemos, parciales y selectivas. Es interesante contrastarlas con una noticia de un papiro, en la que se nos muestra el estupor de un posible cristiano, Copres, al enterarse de la obligatoriedad de sacrificar antes de un proceso. La noticia le coge totalmente desprevenido; pero no tiene el más mínimo reparo en que su “hermano”, un pariente o amigo pagano, sacrifique por él. Este suceso se parece bastante al que el obispo Pedro de Alejandría amonesta en su Epístola Canónica fechada en el año 306, sobre los cristianos que compran falsos certificados de que han sacrificado, o mandan a un amigo para que les sustituya [46]. Esta postura nada rigorista, suscitó la viva oposición entre algunos, como el obispo de Licópolis Melecio, que se convierte en cismático. Este era partidario de la “iglesia de los mártires”.

Los rigoristas, sin embargo, fueron una exigua minoría. Los comprensivos, como Pedro de Alejandría, fueron muchos más. Pero hubo quien tuvo una postura ambigua, y procuró contemporizar con las autoridades. De hecho, muchos de los magistrados no eran partidarios de las medidas anticristianas. Sobre todo en la parte occidental del Imperio. Ese pudo ser el caso del obispo Félix de Abthungi en la provincia de África y el duunviro Ceciliano, si concedemos crédito a sus actas. En este caso, como en otros, pudieron existir relaciones de amistad entre ambos, por lo cual se procura evitar conflictos sangrientos: los cristianos no provocarían y el obispo no estaría presente cuando las autoridades fueran a buscarle en su lugar habitual de reunión. Esta actitud de compromiso, de tácito respeto mutuo, será condenada duramente por los futuros donatistas, herejes de África y la zona occidental.

Otros magistrados actuarán de forma similar ante situaciones como la anterior. Así, el obispo de Cartago Mensurio, cuando es conminado a entregar las Escrituras, no se niega, pero da en su lugar libros heréticos. Esta persecución del año 303 deseaba, en un primer momento, requisar y destruir las Sagradas Escrituras; luego se amplió al clero y más tarde se hizo universal. Otro obispo africano, Donato, entregará unos libros de medicina en lugar de las Escrituras. En ambos casos entendemos que las autoridades locales romanas no deseaban tanto perseguir, cuanto conformarse con una prueba de lealtad a los edictos imperiales, aunque solo fuera aparente [47].

Esta conducta la encontramos también en las actas de Munacio Félix. El flamen perpetuo Munacio Félix acude a la casa donde se reunen los cristianos en la ciudad de Cirta, en África. Ahí encuentra reunidos al obispo Félix, a los presbíteros y diáconos y subdiáconos y otras personas. Realizan un inventario de todos los bienes que se hallan en la casa, mas no encuentran las Escrituras, ya que las tienen los lectores. El obispo Félix, ante esa circunstancia, confiesa que las tienen los lectores, pero no dice su nombre y se niega a facilitar datos sobre ellos o acudir a sus casas para que las entreguen. Sin embargo, los secretarios municipales que han acompañado al flamen conocen quiénes son los lectores y su domicilio. Van por tanto a sus casas, y unos las entregan y otros no [48].

La conducta del obispo es la del sentido común. No se podía oponer a que la autoridad inventariase o se llevase lo que había. E hizo bien igualmente en no dar ni los nombres ni las direcciones de los lectores. Cuando acudan a las casas, la mayoría de los cristianos entregarán las Escrituras. ¿Acaso podían hacer algo contra la autoridad? En general, vemos que en la ciudad de Cirta, ni las autoridades se exceden, ni los cristianos se oponen de forma radical.

Es un comportamiento que tiende al compromiso. Lo romperán los fanáticos, en este caso los sacerdotes paganos o los flámines de un lado; los rigoristas y herejes de otro. Pero en conjunto se intenta hacer compatible una situación que uno vivía con normalidad: un matrimonio en que un cónyuge se ha convertido. O un hijo cristiano en una familia pagana o viceversa. Comenzará en España a reglamentarse la conveniencia de no entregar a las hijas con paganos, aunque lo que se pena severamente es hacerlo con un judío o un hereje, cinco años, mientras que casarla con un sacerdote de los ídolos entraña la excomunión hasta el final de su vida [49].

A pesar de todas estas cosas, el Cristianismo salió adelante, claramente fortalecido de esta dura prueba. Lo hizo primero en Occidente, donde se fue más tolerante en todo momento. Así Constancio Cloro se limitó a derruir las iglesias, respetando a las personas. Su colega Maximiano persiguió hasta su abdicación el 1 de mayo de 305. A partir de ese momento, la cristiandad occidental conocerá una época de tranquilidad. El usurpador Majencio tendrá con la Iglesia una actitud amistosa, al igual que Constantino. El retor Lactancio refiere cómo el primer acto de gobierno del emperador Constantino fue proclamar la tolerancia: “una vez emperador, Constantino Augusto lo primero que hizo fue devolver a los cristianos sus cultos y su Dios” [50]. Los cristianos podrían rendir culto a Dios con normalidad, también de forma pública.

3.3. El apoyo imperial

Después del edicto de tolerancia del emperador Galerio promulgado el año 311, Constantino toma una serie de medidas en la zona occidental del Imperio que benefician a los cristianos; ello puede hacernos pensar en su “conversión” interior o bien en la importancia que concedía a la minoría cristiana, fuertemente vertebrada en torno a los obispos. Así, restituye las propiedades confiscadas a la Iglesia durante esta persecución, restitución que más tarde se ampliará con la idea de resarcimiento, como aparece en la carta que el propio Constantino dirige a Ceciliano, obispo de Cartago [51]. A la ayuda generosa en metálico hemos de añadir la primera constancia que tenemos del obispo Osio de Córdoba junto a Constantino. Posiblemente se concocerían antes de abril del año 313 y, desde ese momento, el obispo Osio será uno de los principales consejeros del emperador. Su figura fue determinante en algunos aspectos de la vida política pero, sobre todo, en el desarrollo de la vida de la Iglesia durante dos décadas. Su papel en el Concilio de Nicea en el año 324 fue decisivo.

En la segunda carta al procónsul de África Anulino, que reproduce Eusebio, Constantino manifiesta su intención de excluir al clero de África de unas cargas -munera en latín-; tres años más tarde, en 315, se fecha una constitución constantiniana que garantiza nuevamente la libertad de culto de los cristianos y dispone que se castigue a los judíos que intenten extorsionar a los judíos conversos [52].

A estos detalles tan significativos, se suma el hecho de la presencia del retor Lactancio, ya cristiano, cerca del emperador. Efectivamente, Constantino lo llama para que sea el preceptor de su hijo Crispo, cargo que éste acepta gustoso.

En febrero del año 313, los emperadores Constantino y Licinio se reúnen en Milán. Se prepara el futuro enlace matrimonial de Licinio, hecho que sanciona una alianza política en detrimento de Maximino y el usurpador Majencio. Muy posiblemente se trataría de la política a seguir con los cristianos, que sería la de la tolerancia [53]. Así, cuando meses más tarde Licinio vence a Maximino en el campo de batallla y consigue entrar victorioso en la capital imperial de Nicomedia, publica de inmediato un edicto en favor de los cristianos. Sería la aplicación práctica de lo acordado poco antes en Milán entre ambos emperadores, siendo Constantino el auténtico campeón de la causa cristiana. El edicto que Licinio publica en Nicomedia el 15 de junio del año 313 sería el mínimo deseado por Constantino y el máximo soportado por él, un pagano convencido.

Durante algunas décadas, hubo quien dudó de la historicidad del edicto de Milán e, incluso, de la sinceridad de la postura de Constantino. Hoy en día se impone la visión de que fue Constantino el impulsor de la tolerancia hacia los cristianos. Aunque el usurpador Majencio también se mostró favorable a la tolerancia, los cristianos jamás mostraron algo más que frialdad hacia él. Sin embargo, Constantino gozará del favor de los cristianos que verán en él, en todo momento, su campeón. Siempre aparece en sus escritos de forma positiva. Se hubiera convertido o no interiormente -se bautiza en el lecho de muerte, quizá para borrar todos sus pecados-, lo cierto es que la postura cristiana es inequívoca: Majencio aparece como un tirano libidinoso, no como un emperador tolerante. Tampoco se habla bien de Galerio, que publica el rescripto de tolerancia del año 311. Tampoco de Licinio, que signa el edicto de Nicomedia del año 313, que garantiza la libertad de los cristianos. Los tres son retratados como tiranos. Solo Constantino no ha sido perseguidor y solo él -para los cristianos- es su auténtico favorecedor.

Constantino se pudo convertir al Cristianismo desde un monoteísmo claro, como el de su padre. Se convirtiera o no al comienzo de su gobierno, lo cierto es que todas sus medidas son filocristianas.

3.4. El giro cristiano

A esta política tolerante y cristianófila por parte de Constantino -a pesar de la relativa ambigüedad durante sus primeros años de mandato-, corresponde por parte cristiana un cambio de actitud. Se revisan algunos puntos de fricción entre Cristianismo e Imperio Romano. Uno de ellos, que inquietaba mucho a la autoridad era lo relacionado con el servicio militar. En algunos casos aislados -en la teoría y en la práctica- se había dado un rechazo hacia el mismo.

¿Era obligado el servicio militar para demostrar la lealtad de los cristianos al Imperio Romano? Unos pensaban que sí; otros que no. Tiene su lógica, ya que una serie de prácticas paganas estaban implicadas en dicho servicio. Muchos las esquivaron, consiguiendo un respeto hacia sus creencias por parte de los mandos. Pero ahí estaban. De tal manera que habrá quienes, como Tertuliano en su época montanista, fuera de la Iglesia Católica, se oponga rotundamente al servicio militar, sobre todo en dos tratados suyos de corona y de idolatria. Ahí se pronuncia de manera rotunda: “un hombre no puede servir a la vez a Dios y al César”. Un cristiano no puede participar en enfrentamientos bélicos [54].

Un escrito también de comienzos del siglo III, la Tradición Apostólica, limita bastante el desempeño de las funciones militares; un soldado no debía derramar sangre, ni tampoco cometer actos idolátricos, como el juramento militar. De idéntica manera, el que poseía el derecho de juzgar -ius gladii- debía renunciar a su cargo, pues no podía disponer de la vida de otro [55].

El alejandrino Orígenes, después de subrayar la lealtad de los cristianos al Imperio, comenta por qué no pueden gozar de los mismos privilegios que los sacerdotes y guardianes de los templos paganos, que eran excluídos del servicio militar incluso en caso de guerra, para que se guardaran sus manos libres de toda impureza proveniente del derramamiento de sangre humana. Orígenes sostiene que es más eficaz la oración de los cristianos que su participación directa en el ejército [56].

En una línea distinta se halla Lactancio en una de sus primeras obras, las Instituciones Divinas, redactadas a comienzos del siglo IV en plena persecución. En ellas condena el servicio militar y la pena capital. Para él, la guerra y los estragos derivados de ella son algo propio de los bárbaros; los hombres se han de relacionar con paz y armonía, elementos fundamentales de la “humanidad”. Esta sociabilidad ha sido querida por Dios. Y Dios, para nuestro retor, prohibe todo tipo de muerte. Por ello no es lícito el servicio militar. Matar a un hombre es, para Lactancio, siempre pecado [57].

Su postura de neófito cambiará unos años más tarde, cuando cese la persecución y se documente algo más en la doctrina. La política de tolerancia que se abre a partir del año 311 y se reafirma en el año 313, hará que vaya cambiando su actitud hacia el poder. Comienza a ver, como tantos otros, que no es algo utópico pensar que un emperador pueda ser cristiano. Constantino, que favorece a los cristianos y tiene en su corte al obispo Osio de Córdoba, le llama para que sea el preceptor de su hijo Crispo. Los cristianos comienzan a influir decisivamente en el rumbo de la historia.

Por ello el planteamiento de Lactancio evoluciona. Así lo vemos en una obra posterior, Sobre la muerte de los perseguidores. Ahí aparece Constantino combatiendo bajo el signo de la “cruz” contra Majencio -calificado como tirano-; el ejército de Licinio, antes de entrar en combate con Maximino -el cruel perseguidor de Oriente- en el año 313, repite una oración y consigue la victoria gracias a Dios [58]. No sólo se ha olvidado que “matar a un hombre es siempre nefasto”, sino que se pasa a una perspectiva dentro de la cual el propio Dios toma partido y decide castigar a los perseguidores de los cristianos. Dios se sirve de unos instrumentos para realizar su justicia. Con esta obrita, aparece por vez primera en un escritor cristiano la ira de Dios operando no al final de los tiempos, sino en esta vida y en la tierra, con el castigo temporal de los perseguidores: “Dios retrasó su castigo para mostrar en ellos grandes y admirables ejemplos con los que los venideros aprendiesen que Dios es uno y es juez que impone a los impíos y a los perseguidores suplicios dignos de un vengador” [59].

Este cambio de actitud se había dado también en la Iglesia occidental. En el Concilio de Arlés celebrado el año 314, promovido por Constantino para poner fin a las disensiones de los donatistas en África, se sanciona la fidelidad que los cristianos deben observar cuando sirven en el ejército [60]. Se puede convivir; los cristianos han de participar en la sociedad y en el ejército y comenzar a decidir en política. Comienza a pensarse en la posibilidad de un Imperio Romano enteramente compatible con el Cristianismo. Para ello, los cristianos serán ciudadanos ejemplares en todo, sin abdicar de su defensa.

Iglesia e Imperio pueden ir de la mano, y no estar enfrentados. Eso ya lo habían apuntado san Justino o san Melitón de Sardes en el siglo II. Podía haber una unidad de destino, una buena armonía para recorrer el camino juntos -pero no revueltos-. Sólo que ahora, un siglo más tarde, comienza a tener visos de realidad. Surge un nuevo tipo de literatura, que recibe el nombre de “historia eclesiástica”, de la que son buenos exponentes las obras de Lactancio y de Eusebio de Cesarea [61]. Porque la obrita Sobre la muerte de los perseguidores es a la vez una historia eclesiástica y una historia política, donde aparecen entremezcladas diversas informaciones en torno a un mismo hilo conductor: los perseguidores han sido malos emperadores. De ahí que todos sus actos de gobierno se vean de manera negativa.

Aunque Constantino no se muestre favorablemente cristiano todavía, realizando una política ambigua, como no podía ser de otra forma, ya que la sociedad era mayoritariamente pagana, sin embargo la postura e importancia de la Iglesia ha cambiado. El peso específico de los cristianos dentro del Imperio se hace notar y se tiene en cuenta. Son la minoría mayoritaria, con una gran cohesión interior y que registra un aumento espectacular después del edicto de tolerancia del 311 y mucho más desde una equiparación o trato preferente a partir del año 313. Las posiciones han cambiado radicalmente respecto de unos años atrás. La importancia del Cristianismo y su cohesión interior son algo innegable. Por primera vez se puede contemplar, con realismo, una sociedad que se transforma y cristianiza, que puede tener un emperador y una legislación específicamente cristianas.

Protagonistas de este cambio silencioso han sido las mujeres cristianas, claves fundamentales del crecimiento y expansión del Cristianismo, como tendremos ocasión de comprobar en los momentos de persecución y de martirio, pero también en la vida cotidiana, como madres, esposas e hijas y también -cada vez más- como vírgenes consagradas. Aunque las fuentes literarias les otorguen un papel relativamente secundario, parece de todo punto evidente que su importancia real fue muy grande, sobre todo en el caso de las madres, encargadas de la educación de sus hijos de forma más particular. Estas mujeres aprenderán a convertir todos los momenos de la vida ordinaria en instrumento de cristianización, intentando adaptar el ámbito familiar y todo lo referente a la vida personal y social de la forma más adecuada a su condición y estado.

3.5. La antropología heredada

Encontramos otro elemento más que resulta necesario indicar y es el aprecio que existe en la época hacia el hombre como persona, varón o mujer. Merece la pena destacarlo, aunque tenga unos presupuestos antropológicos diferentes en cada autor. En Eusebio de Cesarea, el hombre es el ser más querido de todos los que existen [62]. Dios tiene para él un amor de predilección, debido sobre todo a que el hombre tiene el alma a imagen y semejanza de Dios, según la afirmación del Génesis. Esta fórmula se interpreta no como “la imagen de Dios”, sino “según la imagen de Dios”, es decir del Lógos o Segunda Persona de la Trinidad. Que es tanto como afirmar que el intelecto humano es imagen de una imagen. Esto es, para Eusebio, lo que da la dignidad al hombre. Pero el cuerpo, aun siendo una substancia heterogénea, también es obra de Dios [63].

En esta visión que tiende a ver lo más característico del hombre su intelecto, coincide en líneas generales el pagano Porfirio, sobre todo en su obra Sobre la abstinencia. Con todo, resulta mucho más interesante la epístola a su mujer Marcela, judía, en la que le exhorta vivamente a buscar la virtud. Para ello no se ha de preocupar de su sexo, ya que para él eso es indiferente. Lo que ha de hacer es rechazar de su alma todo lo que tenga de afeminado y revestirse de un cuerpo viril, gracias a su intelecto [64].

En los escritores cristianos es frecuente encontrar alusiones de mujeres con comportamiento varonil. Así por ejemplo la mártir Perpetua, de comienzos del siglo III, es mostrada como varón, posiblemente por la asimilación de lo “varón” con lo perfecto [65]. Es la perfección de la que habla Metodio de Olimpo, haciéndola extensiva y propia de todos los cristianos, que han de identificar su alma con Cristo. De Él fuimos hechos imagen en nuestra carne terrena; de Él, también, “los bautizados trasladan con toda su pureza a sus almas los rasgos y lineamentos de Cristo y alcanzan un ánimo varonil, imprimiéndose en ellos, por la fe y conocimiento sobrenatural, la forma misma del Verbo, de tal manera que en cada uno de ellos, varones o hembras, por la fe y conocimiento sobrenatural nace espiritualmente Cristo” [66]. Pero también tiene expresiones que pueden resultar equívocas, al menos en apariencia, como en el discurso IV de la virgen Teopatra al hacer exégesis del significado real del hecho de que el faraón mandara arrojar al Nilo a todos los niños varones de los hebreos y por el contrario decidiera conservar a las mujeres recién nacidas. La explicación, desde el terreno de la alegoría, es que intentaba “que los pensamientos y dictámenes varoniles del alma fueran arrebatados y sofocados por la corriente de las pasiones, mientras anhelaba fomentar y multiplicar cuanto fuera posible los gérmenes carnales e irracionales” [67].

También aparecen en Eusebio de Cesarea estas mujeres con comportamiento varonil, como la mujer noble de Alejandría, “con firmeza más que varonil”, pretendida por el emperador Maximino. O lo contrario: varones afeminados, como Urbano, gobernador de Cesarea de Palestina, por su falta de coraje. En éste no manda el intelecto, sino el alma sensitiva, aliada natural del cuerpo y sus pasiones. Con lo que, en la antropología eusebiana, se identifica automáticamente con lo femenino [68]. En esto parece hallarse en línea con Porfirio, siendo ambos herederos de unos planteamientos antropológicos semejantes, aunque no iguales.

Pero, ¿quiere esto decir que los escritores cristianos de esta época tienen una visión negativa de la mujer? ¿No será, más bien, que se diferencia a la mujer de lo femenino? Esto, que encontramos también en Lactancio, nos ayudará a comprender mejor y en profundidad la mayor parte de las alusiones a la mujer en general y a la mujer cristiana en particular. Ya que los presupuestos antropológicos van a ser claves en la interpretación de muchos pasajes y, en ocasiones, también para la plasmación por parte de los escritores cristianos de los propios hechos históricos, presentados de una forma o de otra. En esta línea, se ha de valorar no sólo el género literario escogido por cada uno de ellos, en ocasiones determinante, sino la intención que les lleva y el público a quien se dirigen.

Y también los precedentes bíblicos, sobre todo los del Antiguo Testamento. Tienen formulaciones teóricas y ejemplos concretos de mujeres de carne y hueso, que pesaron mucho en ellos. Una de ellas, el de la mujer fuerte que aparece delineada en numerosas ocasiones, sobre todo en el libro de los Proverbios.

4. La mujer fuerte

No cabe olvidar la importancia de algunos planteamientos que aparecen en los libros del Antiguo Testamento. El que se realiza en el libro de los Proverbios es uno de los más acabados, sobre todo en su himno final. Son las advertencias de la madre del rey Lemuel, a las que sigue una composición en acróstico que desarrolla el ideal de mujer:

“Una mujer fuerte, ¿quién la encontrará? Por cima de las perlas está su valor.
Confía en ella el corazón de su marido y de ganancia no carece.
Proporciónale ella bien y no mal todos los días de su vida.
Se procura lana y lino y trabaja con sus manos diligentes.
Viene a ser como navíos de mercader: de lejos trae sus vituallas.
Lavántase cuando aún es de noche, y distribuye la comida a su casa y la tarea a sus criadas.<
Piensa en un campo y lo adquiere, del fruto de sus manos planta una viña.
Ciñe con fuerza sus lomos y vigoriza sus brazos.
Comprueba que marcha bien su negocio, no se apaga durante la noche su lámpara.
Aplica sus manos a la rueca y sus palmas sostienen el huso.
Tiende su palma al desvalido y sus manos alarga al indigente.
No teme para su casa la nieve, pues toda su casa viste ropas dobles.
Se hace cobertores; de lino fino y púrpura es su vestido.
Conocido en las puertas es su esposo cuando se sienta con los ancianos del país.
Fabrica lienzo y lo vende, y proporciona ceñidores al mercader.
De fuerza y dignidad está revestida y sonríe al día por venir.
Su boca abre con sabiduría y enseñanza bondadosa hay en su lengua.
Vigila las idas y venidas de su casa y el pan de la ociosidad no come.
Sus hijos se levantan y la felicitan; su marido, y la elogia:<
“¡Muchas hijas han realizado hazañas, pero tú sobrepasas a todas ellas!”
Falaz es la gracia y vana la hermosura; la mujer que teme a Yahveh, ésa ha de ser loada.
Dadle del fruto de sus manos y alábenla sus obras en las puertas”
[69].

Tomemos buena nota: la mujer fuerte es una mujer casada, madre de familia, con hijos. Su ámbito es el doméstico, y ella gobierna todo de forma infatigable. Pero administra otros bienes, compra y vende. Y colabora en las tareas del campo: planta la viña.

Habla cosas sabias y no necedades. Es sobria en el vestir. Alegre y risueña todos los días de su vida. Su mejor hermosura es su temor de Dios.

Evidentemente, es algo ideal. Aunque algunas mujeres, como Rut, Ester y Judit se encuentran muy próximas a ese planteamiento.

Lo mismo sucede con la madre de los Macabeos, cuando asiste al martirio de sus hijos y, finalmente, muere mártir ella también. “Llena de sabiduría, exhortaba con valor, en su lengua nativa, a cada uno de ellos en particular; y juntando un ánimo varonil a la ternura de mujer, les decía...” [70]. Este martirio tuvo un eco muy grande en muchas narraciones de martirio y pasiones. Como también el final desgraciado de los perseguidores. Los escritores de finales del siglo III y del siglo IV no serán ajenos a esto.

Como tampoco lo son al de la amplísima galería de mujeres que aparecen en el Nuevo Testamento. Muchas son modelo de fe, como la hemorroísa. O de generosidad, como la viuda que echa todo lo que tiene. De servicio, como María. O de vida de piedad, como María de Betania. Ellas están en los momentos difíciles al pie de la Cruz. Y van de madrugada a terminar de vendar el cadáver de Jesús y son las que primero conocen la Resurrección.

Sin duda alguna, el modelo más preclaro es el de la Virgen María. En ella aparecen, sublimadas, las principales características que Salomón había descrito sobre la mujer fuerte. Ha de ser temerosa de Dios... y María es ejemplo en su comportamiento y en sus palabras. Ha de hablar palabras sabias... basta con leer la conversación con el ángel Gabriel o el Magníficat para darse cuenta de ello. Ha de hacer buenas obras... ¿quién no recuerda el primer milagro de Jesús, en Caná de Galilea, a petición de su madre?

Además, la Virgen María es modelo acabado de las mujeres. De las doncellas, virgen ella también. De las madres, madre igualmente. De las viudas, por último. Como ama de casa, en una vida regular y un tanto anodina. Con alegrías y sufrimientos. Entendiendo las cosas que suceden o no del todo, La sabiduría de la Virgen es la del justo, la del que se fía de Dios y encamina sus pasos hacia Él.

* * * * *

Algo de esto vamos a ver. O a intuir. Porque muchas veces se encuentra de forma latente, ya que la mayor parte de los escritos, de las fuentes literarias, no tienen una finalidad expositiva y didáctica como a nosotros nos gustaría. Porque las numerosas alusiones mitológicas nos parecen farragosas y fuera de lugar, aunque no lo fueron entonces.

Afortunadamente, contamos con otro tipo de fuentes que nos ayudan a entender mejor todo. Porque las fuentes literarias nos dan una visión muy parcial de las cosas. Al igual que la que encontramos en la mujer fuerte de los Proverbios. De ahí que la información que aparece en las actas de martirio, o en el Concilio o colección canónica de Elvira, la epistolografía y las inscripciones, nos den una visión más completa. Aquí aparecen las mujeres con un mayor protagonismo, en relieve.

Se aprecia mejor la importancia de las mujeres en la sociedad. Sobre todo la de las madres de familia, que fueron un elemento clave en la difusión y propagación del Cristianismo en los primeros siglos.

Por esta razón. al análisis de las fuentes, insertándolas en el conjunto de la obra -o de las obras- de cada autor y en el de su época, hemos añadido tres apartados que no por ser más breves son menos interesantes: las jóvenes, doncellas y vírgenes; las mujeres casadas y las viudas; la Virgen María. Se trata en ambos de exponer de forma ordenada y coherente tanto el planteamiento teórico como el práctico, de manera que se pueda tener una visión de conjunto de la mujer cristiana entre los años 280 y el 313, años decisivos no sólo para el futuro del Imperio Romano, sino también para el afianzamiento y expansión del Cristianismo en la sociedad y en los centros de decisión.

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Martín Ibarra Benlloch



[1] Eus., hist. eccl. VII,30,5-11.

[2] Eus., hist. eccl. VII,30,8.

[3] Eus., hist. eccl. VII,32,2-3.

[4] Eus., hist. eccl. VIII,1,2-4.

[5] Eus., hist. eccl. VIII,1,5.

[6] Eus., hist. eccl. VIII,9,7, caso de Filóromo, alto funcionario de Alejandría durante la Gran Persecución.

[7] Tert., apol. XXX,4; XXXI,2-3; ad Scap. II,6; Orig., c. Cels. VIII,68.70.73; Eus., hist. eccl. VII,11,8; m. pal. VIII,10; uita Const. I,17; Lact., inst. VII,26,17; mort. XXXIV,5.

[8] Tert., idol. XIX,2.

[9] Orig., ad mart. 45.

[10] cod. Greg. XIV,4.

[11] Iren., adu. haer. III,10,2,5; IV,24,1: Clem. Al., paed. I,15,3; Orig., c. Cels. I,4,1; Tert., apol. XXXVII,4.

[12] Eus., praep. eu. I,2,4; daem. eu. I,2,9.

[13] Iust., I apol. XLVI,1-4; Tert., nat. II,2,5-6; apol. XIX,1-5; Clem. Al., strom. I,19,91.94.

[14] Lact., inst., IV,30,1; V,21,4; Eus., praep. eu. I,1,1. Como es de todos conocido, Abrahán cree a Dios y es objeto de su elección antes de estar circuncidado. Más tarde se escogerá este signo como algo distintivo de los varones hebreos. Abrahán es, por tanto, padre de circuncisos e incircuncisos. Se fecha en torno al año 1800 a.C. La ley no llega sino con Moisés, en torno al 1200 a.C. Solo con él se puede hablar con propiedad de pueblo judío. Como éste aparece vinculado a la Ley, cuando ésta deje de tener plena vigencia, lógicamente tampoco la tendrá el pueblo que era su garante, el judío. A odres nuevos -nueva Ley-, vino nuevo -pueblo cristiano-.

[15] Tert., apol. VI,1-11; Arnob., adu. nat. II,67; Lact., inst. VI,9,1-7; V,16,5 ss., citando a Cic., rep. III,12,21.

[16] Tert., apol. XXVIII,2; Arnob., adu. nat. I,64; Lact., inst. I,15; II,16; Cassius Dion, VI,30,3; LII,35, 3 ss.; Herodian., hist. IV,2 ss.

[17] Eus., hist. eccl. VII,12,2-5.

[18] Porph., fragm. 54; 39. Eus., praep. eu. I,1-2; dem. eu. I,2.

[19] Porph., ad Marc. 33; fragm. 33.

[20] Augus., ciu. Dei XIX,23.

[21] Lact., mort. XI,6.

[22] Lact., inst. V,2,5.7.10.

[23] En las ciudades de Cartago y Alejandría, antes de que Decio sancione la obligación de todos los ciudadanos a sacrificar a los dioses, en el año 250, se habían producido unos desórdenes y actos vandálicos contra los cristianos. Así lo describe vivamente Cipriano obispo de Cartago, a quien la masa pide su muerte, Cypr., ep. XX,1,2 o Dionisio obispo de Alejandría que narra los múltiples mártires de la gran ciudad, Eus., hist. eccl. VI,40,2; VI,41,1 ss.

[24] Eus., hist. eccl. VII,16,17. El solo nombre de Cristo hace que los cristianos expulsen a los demonios: act. XVI,18; Iust., apol. II,6,6; Min. Felix, Oct. XXVII,7; Lact., inst. II,15,3.

[25] M. SORDI, Los cristianos y el Imperio Romano, Madrid, 1988, pp. 112-113. Cita a Comodiano, carm. apol. 833 y Dion. Al. apud Eus., hist. eccl. VII,10,4.

[26] Lact., mort. XII,1.

[27] Lact., mort. X,1-4; XI,1-2: “Su madre adoraba a los dioses de las montañas y, dado que era una mujer sobremanera supersticiosa, ofrecía banquetes sacrificiales casi diariamente y así proporcionaba alimento a sus paisanos. Los cristianos se abstenían de participar y, mientras ella banqueteaba con los paganos, ellos se entregaban al ayuno y la oración. Concibió por esto odio contra ellos y, con lamentaciones mujeriles, incitaba a su hijo, que no era menos supersticioso que ella, a eliminar a estos hombres”.

[28] Lact., mort. XI,7; Eus., hist. eccl. VIII,14,8.

[29] Eus., m. pal. II,1-2.

[30] cº elu. c. LX.

[31] Eus., hist. eccl. VIII,4,2-5. Cfr. Lact., mort. X,4-5.

[32] Lact., mort. X,3-4; Eus., hist. eccl. VIII,apéndice,4.

[33] Lact., inst. VI,20,15-16.

[34] acta Maximiliani 1-2.

[35] Lact., mort. XXXIV,1-4.

[36] Lact., inst. V,8,8-9; III,26,3.

[37] Met., sym. VIII,13,208; Lact., inst. V,13,11-14.

[38] Lact., mort. XLVI,6.

[39] Lact., inst. I,11,39; II,16,5.

[40] Lact., inst. I,1,13.

[41] cº elu. c. LIX. Cfr. Cypr., de lapsis 7-9.11.14.

[42] Lact., inst. V,19,30.

[43] cº elu. c. II, III, IV: “también los flámines que siendo catecúmenos se abstuvieron de sacrificar, deben ser admitidos al bautismo pasados tres años”.

[44] Cypr., ep. LXVII,1,1 ss.

[45] Eus., hist. eccl. VIII,3,1: “Entonces, pues, precisamente entonces, numerosísimos dirigentes de las iglesias, luchando animosamente en medio de terribles tormentos, ofrecieron cuadros de grandes combates, pero fueron millares los otros, los que de antemano embotaron sus almas con la cobardía, y así fácilmente se debilitaron desde la primera acometida”.

[46] P. Oxy. 2601; el nº 14 de las cartas que estudiamos, la carta de Copres a su mujer.

[47]Augus., breuic. collat. III,13,25-27; contra Cresconium III,30.

[48]D. RUIZ BUENO, 1951, 964-9 (Actas de los Mártires, Madrid). Estas actas son famosas ya que uno de los futuros obispos donatistas será uno de los que entreguen las Escrituras. Y los donatistas acusaban a los católicos -falsamente- de ser la “Iglesia de los traidores”.

[49]cº elu. c. XV: “Por la abundancia de doncellas no se han de dar las vírgenes cristianas en matrimonio a los gentiles, no sea que por su tierna edad incurran en adulterio de alma”; c. XVI: con judío o hereje; c. XVII: sacerdote de los ídolos.

[50]Lact., mort. XXIV,9.

[51]Lo primero aparece en la carta al procónsul de África, Anulino, fechada en el 312: Eus., hist. eccl. X,5,15-17. La carta a Ceciliano la incluye Eusebio, hist. eccl. X,6,1-5.

[52]Eus., hist. eccl. X,7,1-2; cod. Theod. XVI,2,2; XVI,8,1.

[53]Lact., mort. XLV,1; Eus., hist. eccl. IX,9,12: se habla de “una ley perfectísima en el más pleno sentido en favor de los cristianos”. Este es el famoso “edicto de Milán”, sobre el que no hay un acuerdo unánime.

[54]Tert., idol. XIX,2-3.

[55]Hyp., trad. ap. 16.

[56]Orig., c. Cels. VIII,74

[57]Lact., inst. VI,20,15-17; VI,10,9; VI,11,28.

[58]Lact., mort. XLIV,5-6.9; XLVI,10-11; XLVIII,1.

[59]Lact., mort. I,7.

[60]cº arel. c. III.

[61]Iust., dial. XLIV; XCII,2; CX,6; cfr. Lc. II,11.14. En este sentido, Eus., hist. eccl. IV,26,7-11.

[62]Eus., praep. eu. VII,18,6.

[63]gen. I,26; Eus., praep. eu. VII,10,11-12; VII,15,2; VII,18,3.

[64]Porph., ad Marc. 33.

[65]mart. Perp. et Fel. X,7,4.

[66]Met., sym. VIII,8,190-1; III,8,71; VIII,6,187.

[67]Met., sym. IV,2,97, en exégesis a ex. I,16.

[68]Eus., m. pal. VII,7.

[69]prov. XXXI,10-31.

[70]II Mac. VII,21-22.

 

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