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De sistemas y perversiones

por M. Argaya

El Sistema se ha sabido encarnar, de forma dual, en lo político, a la vez en el absolutismo/totalitarismo y en el liberalismo/anarquismo; en lo económico, en la ficticia dicotomía entre capitalismo y socialismo, que responden a un mismo modelo de hombre absolutamente individualizado, bien sea para abandonarlo a su irreductible soledad (liberalismo) o para disolverlo en la masa (colectivismo); y en lo cultural y espiritual, en la presunta disyuntiva cartesianismo-irracionalismo (hoy modernidad y posmodernidad)

Parece esencial tener meridianamente claro qué se entiende por "Sistema vigente", ya que la imprecisión en este terreno puede acabar por invalidar toda acción posterior. La "retórica de la acción", está ya demostrado, no conduce a nada, y es irresponsable, suicida y hasta inútil, meterse a redentor sin saber de antemano qué queremos redimir, u obviando el por qué, el cómo y el para qué de la acción transformadora.

Lo correcto parece, desde luego, identificar el término "Sistema" con un modelo general del Cosmos y del Hombre, materializado, en última instancia, en formas políticas, culturales, sociales y económicas. Pues bien: incomprensible pero incuestionablemente, hay en nuestro ámbito estratégico por lo menos -que alcancemos a saber- tres definiciones simultáneas -y hasta opuestas- del "Sistema vigente":

1.- Una, que se nos antoja muy ajena a nosotros en forma y en fondo, lo entiende como la trágica sustitución de lo que llaman la "Tradición Primordial" (en la que incluye el pensamiento grecolatino pagano) por la intromisión, desde el siglo III de nuestra era, del monoteísmo judeocristiano, catalogado por Benoist, uno de sus más conspicuos representantes, como "la catástrofe en el sentido específico del término"; catástrofe que, según esta teoría, impone un modelo "universalista", "homogeneizador" e individualista, origen al parecer de todas las deficiencias sociales, políticas y culturales actuales. Los defensores de este modelo se mueven en los entornos culturales de la llamada "Nueva Derecha" y se consideran herederos del neopaganismo esotérico de René Guenon y Julius Evola, de Nietzsche, de Heidegger, de Jünger y, en definitiva, de toda la filosofía anticatólica y anticristiana nacida en la Alemania de fines del siglo XIX sobre las bases establecidas por la "Kultur-Kampf" del ultraconservador Bismarck.

El problema, en este caso, es doble: por una parte, trata de revivificar el paganismo "tradicional" europeo, que no es fácil suscribir después de quince o más siglos (el mismo Benoist reconoce que "el paganismo hoy en día no consiste en edificar altares a Apolo o en resucitar el culto a Odín. Implica, por el contrario, buscar detrás de la religión el 'utillaje mental' del que es producto (...). En definitiva, implica considerar a los dioses como centros de "valores". De hecho, esa dificultad insalvable está acabando por acarrear en sus defensores la necesidad de introducir en Occidente universos espirituales ajenos que sí están todavía en vigor, (como el budismo zen). Se trata, en definitiva, de la misma incoherencia filosófica de las propuestas posmodernas, en las que se inscribe este modelo. Pero es que, además, esta "posmodernidad" neopagana se constituye como el paraíso del relativismo en todos los órdenes (es proverbial su defensa del "relativismo cultural", que considera igualmente aceptable la tradición caníbal de una tribu de Papúa que la civilización renacentista). Un relativismo que nos la sitúa, no frente a la Modernidad, según ella misma se pretende, sino como un mero epítome patético y soslayable del propio Sistema vigente.

2.- Otra definición entiende el "Sistema" como un modelo "de larguísimo alcance" que se identifica con el concepto de Occidente como mixtura afortunada del pensamiento grecolatino y la cosmovisión cristiana, vigente en Europa desde el siglo VII antes de Cristo hasta nuestros días, y cuyo momento estelar se alcanza con la Ilustración dieciochesca. Los defensores de este modelo constatan, sí, las deficiencias del Sistema en sus materializaciones económicas y sociales actuales: el capitalismo, pero las dan como "errores" o "desviaciones" coyunturales. Desde este punto de vista, el capitalismo no es otra cosa que una "gripe" desafortunada dentro de un proceso que merece ser salvado, y cuyo tratamiento pasa por la cura de urgencias pero no por el quirófano.

El problema en este caso es claro: si lo que se quiere es tan sólo una modificación parcial del sistema vigente, entonces no cabe hablar estrictamente de "revolución", sino, quizá, de mero "reformismo". Lo que, por otro lado, es legítimo y no desmerece en nada al agente transformador: ha habido en la Historia "reformistas" mucho más "eficaces" y de corte más profundo que un sinfín de supuestos "radical-revolucionarios" de boquilla incapaces sino de destruir. El problema en estos casos consiste más bien en asumir que esta opción "reformista" supone la aceptación de antemano del papel que se le deja a uno jugar en el "sistema vigente": buscar, por ejemplo, una minoría parlamentaria suficiente, o resignarse a controlar pequeñas parcelas de poder local, o informativo. Desconocer esto es desgastar las propias fuerzas en una permanente actitud de "marginalidad oficiosa", de perplejidad política, de estupefacción, provocando una tensión espiritual enormemente desazonadora para el militante que no debe prolongarse mucho tiempo (de hecho, puede convertirse, por insistente, en mera estupidez), y que suele terminar en un patético aggiornamento personal en el momento en que el joven deja de serlo y pasa a asumir responsabilidades familiares y laborales. En este epígrafe se incluye, por ejemplo, la estrategia del socialismo democrático, que se ha acabado por rendir a la inconmovible supervivencia del capitalismo liberal y se ha resignado a ser un díscolo y molesto, pero en última instancia soportable -incluso útil- "pepito grillo" del Sistema, un eficaz "fontanero" de sus deficiencias económicas y sociales.

3.- Hay, en fin, quienes, por el contrario, identifican el capitalismo no como una "desviación" desafortunada del "Sistema vigente", sino como su manifestación actual y más visible. Claro que, para éstos, el "Sistema actual" es consecuencia de una ruptura radical con el concepto de "Occidente" (aquella mixtura afortunada de pensamiento grecolatino y cosmovisión cristiana, vigente en Europa desde el siglo VII antes de nuestra era) y se identifica en sinonimia conceptual con la Modernidad, entendida como "la secularización de los parámetros ideológicos instalados en el mundo occidental desde la traumática ruptura que, contra los fundamentos éticos del "tradicionalismo" (utilizamos aquí el término en el sentido que le da Weber, es decir: como "mentalidad precapitalista") impone la Reforma protestante, en su versión calvinista, desde el siglo XVI hasta nuestros días".

Desde este punto de vista se asignan como fundamentos del pensamiento de la Modernidad los dos siguientes, herederos de los dos supuestos básicos (predestinación y "libre examen") en los que se sustenta la reforma protestante:

1.- la negativa absoluta a conceder al hombre cualquier capacidad de arbitrio libre y responsable. La Modernidad tiende naturalmente al inmanentismo o, cuando menos, al deísmo, y por tanto imagina al hombre como mero objeto, inevitablemente sometido a la acción de ciegas fuerzas que le predeterminan, llámense "predestinación" -como querían los heresiarcas de la Reforma-, llámense Fatum -como quieren los ilustrados-, llámense "azar", como pretende un sector de la presunta "posmodernidad", postulador del caos: si nada es previsible, entonces tampoco nos es dado ser dueños de nuestras acciones, pues nada de lo que hagamos o dejemos de hacer afectará nunca en modo alguno a nuestro futuro.

2.- un relativismo igualmente absoluto en todos los órdenes de la vida. De hecho, la Modernidad se ha erigido en el verdadero "paraíso del subjetivismo". Y no se alegue contra esto la supuesta "universalidad" de la moral kantiana: toda ética autónoma, por "universal" que se quiera, concluye inevitablemente en una desobjetivación del Bien y de la Verdad, que quedan desprovistos de toda trascendencia desde el momento en que se reducen a ser una mera proyección de las necesidades o de los anhelos humanos de cada momento histórico, sin querer entender que la Verdad se define también, y sobre todo, por su prolongación universal hacia lo eterno. Por eso la moral de la Modernidad sólo puede ser "universal" sincrónicamente; nunca diacrónicamente. Lo que para la Modernidad es "universalmente válido" hoy, puede sin embargo no serlo mañana con sólo cambiar el viento de la Historia, pues es la puesta en práctica de las fuerzas intrínsecas del egoísmo humano, teóricamente benéficas, lo que, en última instancia, decide el "universo" moral. De ahí la tendencia del Sistema a absolutizar hasta la hipertrofia la Voluntad humana de cada generación y de cada momento histórico ("la razón", en su versión ilustrada; "el instinto", en versión posmoderna), y a establecer, consecuentemente, parámetros éticos autónomos de todo Magisterio o Tradición diacrónica y no convencional, negando cualquier sujeción a dictados o revelaciones de carácter trascendente.

Relativismo, pues, y determinismo: un verdadero "romanticismo", en suma, gnóstico, hasta paganizante, frente a la "Universitas Christiana", que es el Sistema que le precedió entre los siglos III y XVI, y que venía definido precisamente por la fe en la existencia de un universo de valores objetivos, en la libertad intrínseca y responsable del ser humano y en la conjunción, efectivamente -en eso coincidimos con nuestros amigos los "reformistas"-, del clasicismo grecolatino y el sentido cristiano del Universo.

Desde luego, el resultado último de aquellos presupuestos que alumbran la Modernidad es notablemente menos teórico, más cotidiano, y se materializa en tres fenómenos bien conocidos:

1.- un individualismo esencial e irreductible que quiere ver al hombre como una isla inconexa en un mar habitado por millones de otras islas inconexas, sólo relacionadas por un vago sentimiento de "Humanidad" y, por ello, necesariamente, rigurosamente iguales entre sí.

2.- una inmoderada divinización de la Técnica como manifestación más pura del "espíritu humano", unida a un deseo avernoso de "apropiarse" de la Naturaleza y de explotarla incluso hasta la extinción. De las consecuencias desastrosas de esta enfermedad, estamos teniendo algunas noticias alarmantes en los últimos tiempos, para nuestra desgracia. Desde luego, en Nuevo Criterio no estamos contra la técnica, si ésta se inscribe en unas coordenadas éticas; sí lo estamos, cuando la Técnica -así, con mayúsculas- se emancipa de todo compromiso moral, cuando los presuntos "avances" técnicos se realizan, por ejemplo, a costa de los menos favorecidos, o se apoyan sobre una montaña de cadáveres (y no hablamos en metáfora: véase la sangrienta carrera de manipulación y posteriores desechos embrionarios que jalonan la fecundación in vitro). Por otra parte, es dudoso que pueda aceptarse el concepto ilustrado de "Progreso" como medio para la felicidad individual. Mal que pese a la Modernidad, demasiado obcecada en su fundamento contable y cuantificador, la felicidad no reside en la mera posesión y disfrute de medios materiales, sino que está ligada al concepto de "Dignidad personal", algo que tiene menos que ver con el puro bienestar que con el honor (como coherencia entre el ser y el parecer), la asunción de ideales y proyectos altruistas, la integración familiar y social, el afecto de los allegados, la fe en algún modo de trascendencia o de misterio, y la conformidad con lo que se tiene. De hecho, en la historia de la humanidad nunca ha habido más "desolación" ni más "desesperación" sociales que en la actualidad, como demuestran las escalofriantes estadísticas de suicidios.

3.- la generalización del espíritu capitalista, definido por dos signos inesquivables: la separación jurídica entre economía doméstica y economía industrial, y la aplicación a la vida económica de una rigurosa "racionalización contable", tendente de forma sistemática a valorar sólo lo cuantificable y a la obtención del máximo beneficio posible, sea o no necesario. Son precisamente estas dos características del modo ético de la Modernidad las que acaban arrastrando al mercado, preexistente a ella, a una espiral de inhumana competitividad, y convirtiéndolo en el ámbito de una verdadera "lucha por la supervivencia".

Poco importa que, paradójicamente, el determinismo romántico de origen protestante defienda al mismo tiempo una aparente "libertad individual", si ésta no es otra cosa que la renuncia a todo valor social, si el pueblo -como así ocurre- deja de ser entendido como una jugosa y vital sociedad orgánica y estructurada, para pasar a ser un informe conglomerado de células iguales e igualitarias. De hecho, la paradoja es el caldo de cultivo del Sistema: donde no hay verdad estática, la única verdad es el movimiento. Por eso, el Sistema funciona como una máquina dual que necesita la oposición dialéctica para sobrevivir, como esos juegos de movimiento continuo en que dos bolas chocando sucesivamente se trasmiten la respectiva energía cinética sin fin aparente.

Esa es la razón de que el Sistema se haya sabido encarnar, de forma dual, en lo político, a la vez en el absolutismo/totalitarismo y en el liberalismo/anarquismo; en lo económico, en la ficticia dicotomía entre capitalismo y socialismo, que responden a un mismo modelo de hombre absolutamente individualizado, bien sea para abandonarlo a su irreductible soledad (liberalismo) o para disolverlo en la masa (colectivismo); y en lo cultural y espiritual, en la presunta disyuntiva cartesianismo-irracionalismo (hoy modernidad y posmodernidad). La Ilustración, desde este punto de vista, no es más que otro paso del Sistema vigente hacia su consolidación. No nos engañemos: Ilustración y capitalismo son una misma cosa.

Optar, en todo caso, por cualquiera de aquellas variables paradójicas es, desde luego, entrar en el juego propuesto por el "Sistema vigente", con las reglas, las fichas y el tablero impuesto por éste, y con la banca (nunca mejor dicho) en sus manos. De hecho, como ocurre invariablemente cuando se acerca uno al cajón de un trilero, jugar es perder. Siempre, claro, que no se participe con la sana intención de desenmascarar al tramposo. Lo que exige no ceder a la evanescente verborrea del timador y tener nítidamente asumida la perversidad intrínseca del juego. En eso estamos.

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M. Argaya


 

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