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La defensa de la Patria

por Javier Alonso Diéguez.

La corrupción del concepto natural y moral de patria por una idea política y polémica de nación es uno de los lastres, ya seculares, del pensamiento liberal. La Patria constituye una comunidad en la que se encarnan valores conquistados por el proceso civilizador de la vida humana. Por tanto, cuando el hombre lucha por su Patria lucha por todo aquello que le eleva sobre el puro estado espontáneo de animalidad gregaria

La noción clásica de patria evoca la presencia de vínculos originariamente familiares, de estirpes, agrupadas a su vez en clanes y tribus, en comarcas, regiones y finalmente en reinos regidos por una dinastía o familia real. La patria es, por tanto, una comunidad espiritual fundada en torno a compromisos de lealtad mutua entre grupos humanos progresivamente federados en torno a unos valores comunes que configuran una identidad. El concepto revolucionario de nación, por el contrario, no guarda relación alguna con los principios de lealtad y legitimidad, propios del patriotismo clásico. La nación es, ante todo, un territorio regido por una misma organización administrativa.

La nación, como ya sentenció Renan, es un plebiscito cotidiano, y por tanto está constituida por la agregación de las voluntades de una pluralidad de individuos que habitan en un territorio y que reclaman la atención de una organización burocrática que administra todos los recursos comprendidos dentro de dicho territorio.

Cuando el Estado esgrimió como elemento legitimante la soberanía popular expropió toda autoridad social imponiendo la politización de todos los conflictos sociales. Los partidos políticos, sociedades creadas para el usufructo del poder público, exigieron entonces la lealtad de los pueblos, de los distintos grupos sociales con los que no tenían ningún vínculo vital de identificación, pero a los que decían representar en virtud de la "voluntad" general expresada por un sufragio organizado por ellos mismos y sostenido a través de los múltiples ardides de un caciquismo infame.

De igual forma que el Estado moderno trató de presentarse como la superación racionalista de los conflictos religiosos, eludiendo la cuestión de la legitimidad y entronizando nuevamente a la política como sucedáneo de la genuina religión, el Nuevo Orden Mundial pretende ahora proclamarse como superador de los conflictos nacionalistas creados por el liberalismo, mediante instancias de poder aún más impersonales y ocultas que proscriben el concepto de patria o de nación y lo sustituyen por el de democracia, es decir, por el de una determinada organización política, cuyo alcance es totalitario tanto objetiva -carece de límites materiales y se legitima por la mera acumulación aritmética de votos a favor de sistemas ideológicos abstractos- como subjetivamente -debe abarcar toda la población del planeta, ya que el ostracismo supone nada menos que la exclusión de los circuitos internacionales de la vida económica-. El hombre de nuestro tiempo se ve obligado a renovar constantemente sus lealtades y a ahogar su convicción ancestral de la necesidad de una legitimidad fundante en la utilidad inmediata que le reportan los logreros y arribistas improvisados que nutren las listas electorales. El hombre desarraigado es el producto de más de dos siglos de vida colectiva sobre suelo revolucionario.

La Patria está, por tanto, en peligro de extinción. Pero, ¿merece la pena luchar por ella? Maeztu sentenció, en fórmula ya inmortal, que la Patria es espíritu, y así es. La Patria constituye una comunidad en la que se encarnan valores conquistados por el proceso civilizador de la vida humana. Por tanto, cuando el hombre lucha por su Patria lucha por todo aquello que le eleva sobre el puro estado espontáneo de animalidad gregaria. Luchar por la Patria es luchar por nuestra familia, por nuestra gente (los hombres de nuestra gens) por todo aquello que nos humaniza porque nos es querido y amado con predilección, una predilección que nada tiene en común con el nacionalismo por cuanto comprende y alienta la defensa y el fortalecimiento de las otras patrias. Luchar por la patria es, por tanto, luchar por los valores que sostienen nuestra dignidad de hombres libres, que no están dispuestos a cualquier cosa precisamente porque al haber logrado tantas conquistas valiosas tienen mucho que perder. La lucha patriótica es, pues, reflejo colectivo de nuestra condición de personas, con nuestros nombres y apellidos, pertenecientes a una comunidad fundada y enriquecida por hombres sabios, justos y valientes, a los que debemos, cuando menos, el esfuerzo por trasmitir a las generaciones venideras, aumentado si es posible, el inmenso caudal de nobleza que ellos nos legaron.

Por todo ello, merece la pena dedicar nuestros esfuerzos a la defensa de nuestra patria contra quienes, de forma más o menos inconsciente, pretenden inmolarla en honor de ambiciones políticas y económicas más o menos turbias. Renunciar a la patria es renunciar a la vida en sociedad y optar por el egoísmo y la insolidaridad como pautas colectivas de conducta. Defendiendo a la patria defendemos una convivencia humana digna y libre, articulada a partir de la aúrea cadena de una tradición secular

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Javier Alonso Diéguez.


 

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