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La Doctrina Social de la Iglesia frente al Capitalismo

por José María Permuy Rey

Frente a algunos liberales doctrinarios, que intentan confundir, pretendiendo compatibilizar el Capitalismo y la DSI, las encíclicas de los Papas dejan bien claro, no sólo su diferencia sino su oposición

Alguien tan poco sospechoso de heterodoxia como el profesor Wilhelmsen ha escrito que en el siglo XIX "el desfile intolerable de damas liberales y de sus maridos que, vestidos de levita y chistera, iban a misa todos los domingos y ultrajaban el sentido de justicia de los desposeídos" ayudó "a la propaganda comunista, que se empeñaba en identificar el liberalismo con el cristianismo". "Era un cristianismo muy cómodo". "El liberalismo ya había borrado lo religioso de la vida pública". "La fe se retiró de los rincones del alma no tocados por la vida pública. La religión se redujo a la beatería, un fenómeno típicamente liberal. Muchas familias, cuyo bienestar dependía del robo de los bienes de la Iglesia, no faltaban nunca a sus devociones en la iglesia, domingo tras domingo. Como la conciencia liberal quería engañarse a sí misma, no es de extrañar que el comunismo, por haberse dado cuenta de esta mala fe, fuera capaz de engañar a las masas. ¡Si esto es el cristianismo, entonces, abajo el cristianismo! Es una lástima tener que decir que aquí el comunismo tenía razón" (Federico D. Wilhelmsem. El problema de occidente y los cristianos. 1964)

Al igual que en el siglo XIX, también hoy la Iglesia corre el grave riesgo de que millones de seres humanos que sufren en el mundo el yugo de la explotación capitalista, se alejen de ella, confundidos por la perniciosa propaganda de algunos partidarios del capitalismo liberal que, en estos momentos en que el liberalismo económico parece imponerse a escala planetaria, están empeñados en querer identificar el liberalismo con el cristianismo, el capitalismo con la Doctrina Social de la Iglesia, a base de interpretaciones retorcidas, de párrafos del Magisterio sacados de contexto, y de medias verdades que suelen ser, realmente, las peores mentiras.

A quienes tal cosa procuran, no les vendría mal releer aquellas duras palabras que, ya en 1873, pronunciara el Beato Pío IX: "No faltan algunos que intentan poner alianza entre la luz y las tinieblas, y mancomunidad entre la justicia y la iniquidad a favor de las doctrinas llamadas católico-liberales. Los que tal hacen, de todo punto son más peligrosos y funestos que los enemigos declarados porque, encerrándose dentro de ciertos límites, se muestran con apariencias de probidad y sana doctrina para alucinar a los imprudentes amadores de conciliación, y seducir a las gentes honradas que habrían combatido el error manifiesto". En consecuencia, un año después, el Romano Pontífice animaba a los cristianos a "inculcar en los ánimos todo cuanto esta Santa Sede tiene enseñado contra las perversas o cuando menos falsas doctrinas profesadas en tantas partes, y señaladamente contra el Liberalismo católico, empeñado en conciliar la luz con las tinieblas y la verdad con el error".

Más reciente, pero no menos clara, es la advertencia de Pablo VI en su Octogesima Adveniens, donde, tras rechazar el marxismo, sigue diciendo: "Tampoco apoya el cristiano la ideología liberal, que cree exaltar la libertad individual sustrayéndola a toda limitación, estimulándola con la búsqueda exclusiva del interés y del poder, y considerando las solidaridades sociales como consecuencias más o menos automáticas de iniciativas individuales y no ya como fin y motivo primario del valor de la organización social".

Ignorando todas estas reprobaciones, algunos individuos que se declaran católicos y al mismo tiempo fervorosos liberales, han emprendido una especie de "cruzada" propagandística destinada a cantar las excelencias del sistema capitalista y sobre todo su presunta afinidad con el catolicismo.

Los valedores del "capitalismo católico", definen el capitalismo como aquel sistema de organización económica basado en la propiedad privada, incluso de los bienes de producción; que utiliza el mecanismo de los precios como el instrumento óptimo para la eficiente asignación de los recursos; y en el que todas las personas, libremente, pueden decidir las actividades que deben emprender, asumiendo el riesgo del fracaso a cambio de la expectativa de poder disfrutar del beneficio si éste se produce.

Partiendo de tal definición, para demostrar -siempre según ellos- que Juan Pablo II es favorable al capitalismo, echan mano de un párrafo de la encíclica Centesimus Annus (CA), en el que el Papa afirma: "Si por «capitalismo» se entiende un sistema económico que reconoce el papel fundamental y positivo de la empresa, del mercado, de la propiedad privada y de la consiguiente responsabilidad para con los medios de producción, de la libre creatividad humana en el sector de la economía, la respuesta ciertamente es positiva, aunque quizá sería más apropiado hablar de «economía de empresa» «economía de mercado», o simplemente de «economía libre»".

Lo que no dicen es que, a continuación, el Santo Padre aclara: "Pero si por «capitalismo» se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético y religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa". Por esta razón, advierte el Vicario de Cristo, "se puede hablar justamente de lucha contra un sistema económico, entendido como método que asegura el predominio absoluto del capital, la posesión de los medios de producción y la tierra, respecto a la libre subjetividad del trabajo del hombre. En la lucha contra este sistema no se pone, como modelo alternativo, el sistema socialista, que de hecho es un capitalismo de Estado, sino una sociedad basada en el trabajo libre, en la empresa y en la participación. Esta sociedad tampoco se opone al mercado, sino que exige que éste sea controlado oportunamente por las fuerzas sociales y por el Estado, de manera que se garantice la satisfacción de las exigencias fundamentales de toda la sociedad".

Como se ve, la primera definición del Papa parece, aparentemente, muy similar a la dada por los "liberal-católicos". Ahora bien, hay que tener en cuenta que los apologistas del liberalismo económico consideran que el capitalismo vigente en nuestros tiempos a lo largo y ancho del mundo, aunque perfeccionable, responde a ese primer supuesto, es decir, puede encuadrarse dentro de la primera de las afirmaciones del Santo Padre. Y aquí es donde pienso que incurren -consciente o inconscientemente- en la manipulación de las palabras pontificias, ya que la realidad es más bien -a mi juicio y, como veremos más adelante, también según el criterio del Papa- que, por el contrario, el capitalismo de nuestros días coincide con el criticado y condenado en la segunda de las definiciones y, sobre todo, en cuanto se refiere al predominio absoluto del capital sobre el trabajo.

Así, el mismo Juan Pablo II, en la Solicitudo Rei Socialis (SRS), reconoce que actualmente "en Occidente existe, en efecto, un sistema inspirado históricamente en el capitalismo liberal"; y afirma que "se puede hablar hoy día, como en tiempos de la Rerum novarum, de una explotación inhumana"; y que "a pesar de los grandes cambios acaecidos en las sociedades más avanzadas, las carencias humanas del capitalismo, con el consiguiente dominio de las cosas sobre los hombres, están lejos de haber desaparecido; es más, para los pobres, a la falta de bienes materiales se ha añadido la del saber y de conocimientos, que les impide salir del estado de humillante dependencia". Por todo ello -entre otras razones- "la doctrina social de la Iglesia asume una actitud crítica ante el capitalismo liberal". Más claro imposible.

Por otra parte, no hay más que comparar lo que los abanderados del "capitalismo católico" entienden por propiedad privada y mercado libre, con el sentido que la Iglesia atribuye a esas mismas palabras, para darse cuenta de que, si bien coinciden los términos, los significados son diametralmente opuestos.

En lo referente al mercado es claro el distanciamiento del Magisterio con respecto a las teorías liberales. Según la Centesimus Annus "existen numerosas necesidades humanas que no tienen salida en el mercado. Es un estricto deber de justicia y de verdad impedir que queden sin satisfacer las necesidades humanas fundamentales y que perezcan los hombres oprimidos por ellas".

"Es deber del Estado proveer a la defensa y tutela de los bienes colectivos, como son el ambiente natural y el ambiente humano, cuya salvaguardia no puede estar asegurada por los simples mecanismos de mercado".

"He ahí un nuevo límite del mercado: existen necesidades colectivas y cualitativas que no pueden ser satisfechas mediante sus mecanismos; hay exigencias humanas importantes que escapan a su lógica; hay bienes que, por su naturaleza, no se pueden ni se deben vender o comprar. Ciertamente, los mecanismos de mercado ofrecen ventajas seguras. No obstante, conllevan el riesgo de una «idolatría» del mercado, que ignora la existencia de bienes que, por su naturaleza, no son ni pueden ser simples mercancías".

Con respecto a la propiedad privada, conviene recordar que la Iglesia no ha dejado de denunciar que, históricamente -y más aún hoy- han sido y son precisamente los partidarios del liberalismo quienes, en virtud de la libre concurrencia por ellos postulada, más han contribuido a destruir la pequeña propiedad que, ante la competencia del gran capital, tiende a desaparecer, a ser absorbida y a concentrarse en manos de unos pocos. En la Mater et Magistra, Juan XXIII, refiriéndose a los tiempos de Pío XI -en sus días y en los nuestros la situación es todavía peor-, escribía: "La libre concurrencia, en virtud de una dialéctica que le era intrínseca, había terminado por destruirse o casi destruirse a sí misma; había conducido a una gran concentración de la riqueza y a la acumulación de un poder económico enorme en manos de pocos, y éstos muchas veces no son ni dueños siquiera, sino sólo depositarios y administradores, que rigen el capital a su voluntad y arbitrio".

Y es que, como señalábamos más arriba, media un abismo entre el concepto de propiedad liberal y el católico.

Para la Iglesia Católica "la propiedad de los medios de producción, tanto en el campo industrial como agrícola, es justa y legítima cuando se emplea para un trabajo útil; pero resulta ilegítima cuando no es valorada o sirve para impedir el trabajo de los demás u obtener unas ganancias que no son fruto de la expansión global del trabajo y de la riqueza social, sino más bien de su compresión, de la explotación ilícita, de la especulación y de la ruptura de la solidaridad en el mundo laboral. Este tipo de propiedad no tiene ninguna justificación y constituye un abuso ante Dios y los hombres" (CA). Es por ello que el principio cristiano del derecho a la propiedad, como bien explica la Laborem Exercens (LE), "se diferencia del programa del capitalismo, practicado por el liberalismo y por los sistemas políticos que se refieren a él, en el modo de entender el derecho mismo de propiedad. La tradición cristiana no ha sostenido nunca este derecho como absoluto e intocable. Al contrario, siempre lo ha entendido en el contexto más amplio del derecho común de todos a usar los bienes de la entera creación: el derecho a la propiedad privada como subordinado al derecho al uso común, al destino universal de los bienes".

"Además, la propiedad según la enseñanza de la Iglesia nunca se ha entendido de modo que pueda constituir un motivo de contraste social en el trabajo. Como ya se ha recordado anteriormente en este mismo texto, la propiedad se adquiere ante todo mediante el trabajo, para que ella sirva al trabajo. Esto se refiere de modo especial a la propiedad de los medios de producción. Desde ese punto de vista, pues, en consideración del trabajo humano y del acceso común a los bienes destinados al hombre, tampoco conviene excluir la socialización, en las condiciones oportunas, de ciertos medios de producción".

"Desde esta perspectiva, sigue siendo inaceptable la postura del «rígido » capitalismo, que defiende el derecho exclusivo a la propiedad privada de los medios de producción, como un «dogma» intocable en la vida económica. El principio del respeto del trabajo, exige que este derecho se someta a una revisión constructiva en la teoría y en la práctica. En efecto, si es verdad que el capital, al igual que el conjunto de los medios de producción, constituye a su vez el producto del trabajo de generaciones, entonces no es menos verdad que ese capital se crea incesantemente gracias al trabajo llevado a cabo con la ayuda de ese mismo conjunto de medios de producción, que aparecen como un gran lugar de trabajo en el que, día a día, pone su empeño la presente generación de trabajadores. Se trata aquí, obviamente, de las distintas clases de trabajo, no solo del llamado trabajo manual, sino también del múltiple trabajo intelectual, desde el de planificación al de dirección. Bajo esta luz adquieren un significado de relieve particular las numerosas propuestas hechas por expertos en la doctrina social católica y también por el Supremo Magisterio de la Iglesia. Son propuestas que se refieren a la copropiedad de los medios de trabajo, a la participación de los trabajadores en la gestión y o en los beneficios de la empresa, al llamado «accionariado» del trabajo y otras semejantes. Independientemente de la posibilidad de aplicación concreta de estas diversas propuestas, sigue siendo evidente que el reconocimiento de la justa posición del trabajo y del hombre del trabajo dentro del proceso productivo exige varias adaptaciones en el ámbito del mismo derecho a la propiedad de los medios de producción".

"El mero paso de los medios de producción a propiedad del Estado, dentro del sistema colectivista, no equivale ciertamente a la «socialización» de esta propiedad. Se puede hablar de socialización únicamente cuando quede asegurada la subjetividad de la sociedad, es decir, cuando toda persona, basándose en su propio trabajo, tenga pleno título a considerarse al mismo tiempo «copropietario» de esa especie de gran taller de trabajo en el que se compromete con todos. Un camino para conseguir esa meta podría ser el de asociar, en cuanto sea posible, el trabajo a la propiedad del capital y dar vida a una rica gama de cuerpos intermedios con finalidades económicas, sociales, culturales: cuerpos que gocen de una autonomía efectiva respecto a los poderes públicos, que persigan sus objetivos específicos manteniendo relaciones de colaboración leal y mutua, con subordinación a las exigencias del bien común y que ofrezcan forma y naturaleza de comunidades vivas; es decir, que los miembros respectivos sean considerados y tratados como personas y sean estimulados a tomar parte activa en la vida de dichas comunidades".

Aquí vemos apuntada otra profunda diferencia entre los que postulan el capitalismo y las enseñanzas de la Iglesia.

Aquellos consideran que el fracaso del colectivismo marxista, y su estrepitosa caída demuestra que no existe otra opción económica más justa y eficaz que el liberalismo económico. Para ellos cualquier alternativa al capitalismo tiene que ser irremediablemente un socialismo más o menos encubierto, como el comunismo, la socialdemocracia, o el llamado Estado del bienestar. No conciben otra forma de socialización que aquella que atribuye al Estado la propiedad de los medios de producción, o su control por medio de la presión fiscal.

Sin embargo, el Papa, denuncia esa postura maniquea, advirtiendo que "queda mostrado cuán inaceptable es la afirmación de que la derrota del socialismo deje al capitalismo como único modelo de organización económica".

"Ingentes muchedumbres viven aún en condiciones de gran miseria material y moral. El fracaso del sistema comunista en tantos Países elimina ciertamente un obstáculo a la hora de afrontar de manera adecuada y realista estos problemas; pero eso no basta para resolverlos. Es más, existe el riesgo de que se difunda una ideología radical de tipo capitalista, que rechaza incluso el tomarlos en consideración, porque a priori considera condenado al fracaso todo intento de afrontarlos y, de forma fideísta, confía su solución al libre desarrollo de las fuerzas de mercado" (CA).

"Tras el derrumbamiento del edificio ideológico del marxismo-leninismo en los antiguos países comunistas, no se detecta tan sólo una pérdida de la orientación, sino también un apego ampliamente extendido al individualismo y al egoísmo que caracterizaban y siguen caracterizando a Occidente. Semejantes actitudes no pueden transmitir al hombre un sentido de la vida y darle esperanza. Todo lo más, pueden satisfacerlo temporalmente con lo que él interpreta como realización individual. En un mundo en el que ya no existe nada verdaderamente importante, en el que puede hacerse lo que se quiera, existe el riesgo de que principios, verdades y valores trabajosamente adquiridos en el curso de los siglos queden frustrados por un liberalismo que no deja de extenderse cada vez más" (Juan Pablo II, Discurso a los obispos alemanes de las provincias eclesiásticas bávaras en visita "ad limina" 4-12-92).

Es evidente, a la luz de estas últimas palabras, que la indiscutible y evidentemente intrínseca perversidad del comunismo no hace bueno al capitalismo liberal. Y además no hay que olvidar que, como ya dijera Pío XI en su Divini Redemptoris, fue el liberalismo el que preparó el camino al socialismo: "Para comprender cómo el comunismo ha conseguido que las masas obreras lo hayan aceptado sin discusión, conviene recordar que los trabajadores estaban ya preparados por el abandono religioso y moral en el que los había dejado la economía liberal".

Pero además, Juan Pablo II propugna -como acabamos de leer-, frente al reduccionismo, escepticismo y desconfianza de los liberales, la invención y adopción de modelos de socialización que asignen la propiedad de la empresa y de la tierra, no exclusivamente al capital o al Estado, sino al trabajador; es decir, modelos de socialización que no sólo no atentan contra la propiedad privada, sino que contribuyen a su difusión y universalización; sitúan al trabajo en una posición de prioridad frente al capital, dejando de ser una mera mercancía para pasar a ser el protagonista de la economía; y tienden a sustituir el salariado por la participación de los trabajadores en los beneficios, la gestión y la propiedad de la empresa en la que aportan su esfuerzo físico, intelectual o directivo. Postulados, todos estos, reiteradamente recomendados por la Iglesia Católica desde León XIII.

Pío XII - y aquí también se puede apreciar una honda divergencia entre liberalismo y catolicismo en cuanto al papel del Estado en la economía- no tenía reparo en enseñar que "el Estado puede, en el interés común, intervenir para reglamentar su uso, [el uso de la propiedad] o incluso, si no se puede proveer equitativamente de otro modo, decretar la expropiación, dando la indemnización conveniente. Para idéntico fin, deben ser garantizadas y fomentadas la pequeña y media propiedad en la agricultura, en las artes y oficios, en el comercio y en la industria; las uniones cooperativas deben asegurarles las ventajas de la gran hacienda; donde la gran empresa aun hoy se manifiesta más productiva, debe ofrecerse la posibilidad de suavizar el contrato de trabajo con un contrato de sociedad".

"Por otra parte, -según Juan XXIII en la Mater et Magistra (MM)- la acción de los poderes públicos en favor de los artesanos y los cooperativistas halla su justificación, además, en el hecho de que unos y otros son portadores de genuinos valores humanos y contribuyen al progreso de la civilización".

"Además, moviéndonos en la dirección trazada por Nuestros Predecesores, también Nos consideramos que es legítima en los obreros la aspiración a participar activamente en la vida de las empresas, en las que están incorporados y trabajan".

"Una concepción humana de la empresa debe, sin duda, salvaguardar la autoridad y la necesaria eficacia de la unidad de dirección; pero no puede reducir a sus colaboradores de cada día a la condición de simples silenciosos ejecutores, sin posibilidad alguna de hacer valer su experiencia, enteramente pasivos respecto a las decisiones que dirigen su actividad".

"Conviene, por último, recordar que el ejercicio de la responsabilidad, por parte de los obreros, en los organismos de producción, responde a las legítimas exigencias propias de la naturaleza humana".

"No basta afirmar el carácter natural del derecho de propiedad privada, incluso de los bienes de producción, sino que también se ha de propugnar insistentemente su efectiva difusión entre todas las clases sociales
".

¿Estarían dispuestos los "católicos" liberales a proponer a los empresarios capitalistas que ofrezcan a sus trabajadores la posibilidad de asociarse como copropietarios de la empresa? ¿Qué mejor forma de defender la propiedad y la libre iniciativa? ¿Cómo reaccionarían si el Estado, -que según ellos no debe apenas intervenir en la economía más que creando un marco jurídico adecuado para el funcionamiento del sistema- arbitrase los medios conducentes a ofrecer dicha posibilidad a los trabajadores, como sugería Pío XII?

Por último, en su Exhortación Apostólica Ecclesia in America, Juan Pablo II condena severamente el neoliberalismo con estas palabras: "Cada vez más impera un sistema conocido como «neoliberalismo»; sistema que haciendo referencia a una concepción economicista del hombre, considera las ganancias y las leyes del mercado como parámetros absolutos en detrimento de la dignidad y del respeto de las personas y los pueblos. Dicho sistema se ha convertido, a veces, en una justificación ideológica de algunas actitudes y modos de obrar en el campo social y político, que causan la marginación de los más débiles. De hecho, los pobres son cada vez más numerosos, víctimas de determinadas políticas y de estructuras frecuentemente injustas".

Dos décadas antes Pablo VI ya había dado la voz de alarma ante las primeras manifestaciones de este "nuevo" liberalismo: "Se asiste a una renovación de la ideología liberal. Esta corriente se apoya en el argumento de la eficiencia económica, en la voluntad de defender al individuo contra el dominio cada vez más invasor de las organizaciones, y también frente a las tendencias totalitarias de los poderes políticos. Ciertamente hay que mantener y desarrollar la iniciativa personal. Pero los cristianos que se comprometen en esta línea, ¿no tienden a su vez a idealizar el liberalismo, que se convierte así en una proclamación de la libertad? Ellos querrían un modelo nuevo, más adaptado a las condiciones actuales, olvidando fácilmente que en su raíz misma el liberalismo filosófico es una afirmación errónea de la autonomía del individuo en su actividad, sus motivaciones, el ejercicio de su libertad. Por todo ello, la ideología liberal requiere también, por parte de los cristianos, un atento discernimiento" (Carta Apostólica Octogesima adveniens).

En conclusión; como dicen las Orientaciones para el Estudio y Enseñanza de la Doctrina Social de la Iglesia, de la Congregación para la Educación, el catolicismo "no se deja dominar por las implicaciones socio-económicas de los dos principales sistemas, capitalismo y socialismo, sino que se abre a una nueva concepción".

Por eso no es admisible la pretensión de unos pocos de querer justificar su incoherencia, su acomplejamiento, su falta de imaginación personal o la desesperada salvaguardia de oscuros privilegios e intereses privados, tergiversando a su antojo el Magisterio de la Iglesia para acercarlo a sus particulares planteamientos político-económicos. Hay que tener en cuenta, según la Congregación para la Educación, que "el análisis sociológico no siempre ofrece una elaboración objetiva de los datos y de los hechos, en cuanto que, ya en el punto de partida, puede encontrarse sujeto a una determinada visión ideológica, o a una estrategia política bien precisa".

Es lo que ocurre con el análisis marxista, pero "éste peligro de la influencia ideológica sobre el análisis sociológico existe también en la ideología liberal que inspira el sistema capitalista; en él los datos empíricos están frecuentemente sometidos, por principio, a una visión individualista de la relación económico-social, en contraste con la concepción cristiana".

"No se puede encerrar ciertamente el destino del hombre entre estos dos proyectos históricos contrapuestos, pues sería contrario a la libertad y a la creatividad del hombre".

Es evidente, pues, que la Doctrina Social de la Iglesia no sólo no es favorable al capitalismo sino que, como bien decía el Breviario de Pastoral Social de la Comisión Episcopal de Doctrina y Orientación Social en 1959, "la Iglesia lo ha reprobado como contrario al derecho natural"

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José María Permuy Rey


 

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