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Virgen en Cinta, Madre de verdadero Dios y verdadero Hombre
Feliz Navidad, es decir encarnación del Verbo para, hecho Hombre, salvar a la Humanidad


artículo en audio
El error antropológico de Fukuyama

por P. Alfredo Sáenz

La cosmovisión de Fukuyama esconde graves errores en lo que toca a la concepción que tiene del hombre, es decir, a la antropología que subtiende sus aseveraciones, lo que en el fondo presupone un grave equívoco metafísico

El hombre proyectado por Fukuyama, que es un hombre desarraigado, es el hombre que proviene de la Revolución francesa, de Hegel y de Marx, un hombre en parte absolutamente individualista, en parte colectivista -fruto de una suma aritmética de individualidades-, pero no un ser "orgánico". Este tipo de hombre es un ser mutilado. La filosofía que lo parapeta es una filosofía metafísicamente castrada, con todas las compensaciones dialécticas e imaginarias que tal estado supone, de un hombre que buscando su "libertad" plena, es indivisiblemente "esclavo" de sus engranajes. Afirmaba Marcel de Corte que la libertad humana es, según se la ejercite, la mejor y la peor de las cosas: la salud que florece y la enfermedad que diseca, el desarrollo y el agostamiento, la fecundidad y la esterilidad, el arraigo y el desarraigo, Jano Bifronte. Pues bien, se puede decir que la libertad comienza su ciclo de evolución patológica desde que el hombre se abstrae de su relación con el ser y con el mundo que lo circunda, de esa red de arterias y de venas, de raíces y de canales que lo religan a los demás y al cosmos(1).

El hombre de Fukuyama es un hombre que ha perdido sus raices, un hombre des-arraigado, fruto del gran proceso revolucionario del mundo moderno. La obra esencial de las dos grandes Revoluciones que han tenido a Europa como escenario -la francesa y la soviética- ha sido, desde este punto de vista, la de disociar todas las religaciones que unían concretamente a los hombres entre sí, sea en el seno de su familia, de su profesión, de su pequeña o grande patria, e imaginar la sociedad política como un absoluto, diagramado por un pensamiento puramente lógico, merced al cual el individuo atomizado, errante en el desierto de una socidad totalmente esterilizada, debía adaptarse al molde estatal(2). En 1950 escribía René Svatier: "La Revolución francesa en la escuela de Jean Jacques Rousseau consideró como una tiranía todo lo que restringiera la libertad del individuo. A sus ojos, solamente podría restringir esta libertad la soberanía popular, voluntad de conjunto de los ciudadanos y expresión del Estado". Fuera del tribunal del sufragio universal, "todos los grupos, todas las comunidades que constriñen la libertad del individuo, desde la familia hasta la corporación, todos eran a los ojos de la Revolución, a los ojos de Jean Jacques Rousseau, y también a los ojos de Bonaparte, unos usurpadores de la libertad individual". De este modo, al quedar el hombre solo ante el Estado, sin el apoyo de los cuerpos intermedios, en los que precisamente se realiza, se encontró subordinado a la colectividad, cosa que llevó a su plenitud el proyecto marxista.

Cuán intuitivo se mostró Berdiaiev al afirmar que cuando el hombre sale del estado orgánico, ineluctablemente pasa al estado mecánico.

La recta filosofía nos enseña que el hombre, además de ser individual, es un ser esencialmente social. Aristóteles, y tras él Santo Tomás, lo han demostrado fehacientemente, de acuerdo a la experiencia. A diferencia de los animales, Dios ha hecho al hombre en forma tal que desde su nacimiento deba ser corporalmente ayudado por los demás, y más aún en la vida espiritual. De donde la imprescindibilidad del grupo familiar, y la conveniencia de las agrupaciones de barrio, del colegio, del grupo de amigos, de las asociaciones profesionales o gremiales, instituciones recreativas, culturales, políticas y religiosas. La salud tanto del individuo como del cuerpo social depende en buena parte de la existencia de grupos intermedios, que por estar suficientemente próximos a los individuos y atraerlos cordialmente a su esfera de acción, permiten su participación en la vida social en general, al tiempo que evitan su atomización y su consiguiente conversión en fáciles presas de un omnímodo Estado hipertrofiado.

Fukuyama parece ignorar el valor de la familia. Más aún, tal como la concibe la Iglesia y el mismo orden natural, es por él considerada como un peligroso enemigo del Nuevo Orden Mundial. Asimismo nada nos dice de las sociedades intermedias, ni de los colegios profesionales, ni siquiera del Estado, entendido como comunidad natural suprema, completa y perfecta, de las personas y sociedades inferiores, de un Estado abocado al bien común. El hombre que imagina es el "homo liberalis", un hombre eminentemente individualista, carente del cálido abrigo de las pequeñas comunidades. Son átomos similares, yuxtapuestos, sin lazos orgánicos. ¿No es acaso aquello a lo que aludió Valéry, en fórmula magistral: "la multiplication des seuls"?

A la ausencia de lazos orgánicos va aneja la exaltación del igualitarismo, tan destructor como aquélla del hombre. Los árboles del bosque no crecen todos de la misma manera; unos son pequeños, otros grandes; ningún animal se parece del todo a otro de su misma especie; ni siquiera los dedos de la mano son iguales. Lo son, sí, los postes telegráficos, idénticos y derechos; los canales, tan rectilíneos como es posible. Bien señalaba Gabriel Marcel que la igualdad se refiere a lo abstracto; los hombres no son iguales, pues los hombres no son triángulos o cuadriláteros. Y agregaba que sería fácil demostrar por qué dialéctica el igualitarismo culmina en el totalitarismo. Tal dialéctica está precisamente ligada al hecho de que la igualdad, siendo una categoría de lo abstracto, no puede trasladarse al terreno de los seres vivos sin convertirse en mentira, y consecuentemente sin dar lugar a terribles e injustas desigualdades(3). Este igualitarismo oprime las desigualdades naturales. Señala Marcel de Corte que cuanto más elevada es una civilización, más se diversifican sus funciones sociales, políticas, religiosas, intelectuales, estéticas y morales, y consiguientemente, los individuos que ejercen dichas funciones son desiguales. La relación viva del hombre con el cosmos y la sociedad, no es uniforme, es sinfónica, pues la vida y sus manifestaciones engendran siempre la diferenciación(4).

La suma de átomos desarraigados e igualados crea el hombre-masa. Dicho hombre ha roto los vínculos que lo religan por lo bajo a la realidad sensible y por lo alto a la realidad suprasensible. Es una abstracción grávida, que se degrada cada vez más en su caída, uncido a otros átomos, en aglomeración. No se puede dejar de advertir la estrecha relación que media entre la irrupción de las masas en la historia y el declinar de la familia, de la profesión, de la pequeña o grande patria, de la Iglesia, de todos los cuerpos sociales orgánicos que conferían al hombre un carácter, así como determinados hábitos y costumbres. En esa aglomeración de desarraigados, abstracta y devastada, tiene su sede el hombre-masa. En semejante atmósfera, la personalidad se convierte en una pura ficción gramatical:el yo, el tú, el nosotros desaparecen en provecho del ello universal e indiferenciado(5). Mucho se parece la imagen del hombre-masa al "Se", al Man, tal como lo definió Heidegger.

El hombre desarraigado es un hombre vuelto engranaje, que "sirve" para el propósito colectivo. Quizás sea útil recordar aquí el análisis que Gabriel Marcel hacía de la palabra "servir". Dicho término puede querer significar simplemente ser usado, como se dice de una máquina: me sirve o no me sirve; pero también, en el otro extremo, el verbo servir se carga de armónicos que parecen extraños a la idea de pura utilización, por ejemplo cuando se dice: es un honor servir... Pues bien, el auténtico servidor se distingue por cierto apego, por cierto arraigo. Es todo lo contrario del funcionario que se limita a cumplir su parte del contrato, por ejemplo, en un hospital, y cuando termina su horario se va, aunque lo reclame tal o cual enfermo. La burocracia es un mal, es el mal propio del hombre que no "sirve", del desarraigado, es un mal metafísico. Enarbolando la bandera de la igualdad, el hombre al estilo del concebido por Fukuyama intenta rebelarse contra la idea del auténtico servicio(6).

Hombre Naturalista

Otro de los errores antropológicos que están en el telón de fondo del pensamiento de Fukuyama es el naturalisrmo, tesitura principal de la época moderna. Tal es la ley que rige al individuo y la sociedad, el signo propio del hombre actual, que permea sutilmente todos los ambientes. Para el naturalismo, el orden sobrenatural se revela supremamente superfluo, mientras que la naturaleza posee en sí las luces, fuerzas y recursos necesarios para ordenar todas las cosas del hombre, el entero orden temporal, y para conducir a los individuos a su meta verdadera, a su destino final de felicidad. El hombre, como dice Fukuyama, sacia sus deseos, su razón y su autoestima, dentro del ámbito de la inmanencia. La naturaleza se basta y se convierte así en el horizonte último de su ser.

El hombre del naturalismo es un "hombre nuevo", un hombre hecho sobre los escombros de la visión trascendente, el hombre inmanente, que se encierra en el reducto de su propia naturaleza, frustrando así su innato impulso hacia lo alto. De este modo, el naturalismo se revela como la antítesis del cristianismo. El misterio central del cristianismo es la encarnación del Verbo. Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios. El fin del cristianismo no es sino la elevación del hombre al orden sobrenatural. Decía el cardenal Pie que si se quiere buscar la primera y la última palabra del error contemporáneo, se advertirá con evidencia que lo que se llama espíritu moderno no es sino la reivindicación del derecho de vivir en la pura esfera del orden natural. Cerrándose al misterio de la encarnación del Verbo, al misterio del descenso que se hace ascenso, oponiéndolo, a la adopción divina del hombre, el naturalismo busca herir al cristianismo no sólo en su fuente sino en todas sus derivaciones, rechazando la penetración de lo sobrenatural en el orden natural.

El hombre imaginado por Fukuyama es el hombre rusoniano, el hombre naturalmente bueno, a mil leguas del concepto cristiano del hombre: creatura hecha a imagen de Dios, caída y redimida. Porque según la idea cristiana, el hombre no es sólo naturaleza, al modo de las piedras, los árboles, los animales; ni siquiera es la parte más sublime de la naturaleza. Como persona frente a un Dios vivo y personal, el hombre ingresa en otra esfera, la esfera del pecado y de la gracia, que es de suyo sobrenatural pero que ilumina con nueva luz su ser natural. El mismo mundo griego tuvo una experiencia trágica de la existencia humana como caída, atribuyéndola con frecuencia al cuerpo, al nacimiento, a la "materia" como "cárcel" del alma espiritual. El misterio cristiano de la caída histórica -el pecado original y todos los pecados personales- y de la salvación también histórica -la redención de Cristo-, no sólo eleva al hombre del plano de la mera naturaleza sino que confiere un carácter positivo a la unión del alma con el cuerpo, y al cuerpo mismo.

Esta concepción del hombre es absolutamente extraña a la sustentada por Fukuyama, y su hombre químicamente puro. No existe el naturalismo aséptico, ni es válida la actitud del hombre que renuncia a endiosarse por la gracia, pero que también se niega a degradarse. El hombre está hecho para el "éxtasis", para salir de sí. Si no sale de sí hacia arriba, elevándose por la gracia, sale de sí hacia abajo, degradándose en la animalidad. No olvidemos que Fukuyama comparaba el "último hombre" con el perro. Cristo fue más allá, lo puso al nivel del cerdo, cuando hizo que el hijo pródigo, que quiso correr la aventura de la libertad, renunciando a la filiación, acabase apacentando cerdos, y hasta envidiando su comida.

Homo-Faber

En el pensamiento de Fukuyama subyace asimismo la concepción del homo faber, del hombre hecho para producir, o a lo más, para ser "reconocido" como eficiente en dicho quehacer, un hombre que podrá prescindir, como dice, de la filosofía, del arte y de la religión. También en esto es deudor de las ideas de Marx. Para el marxismo, las relaciones económicas de producción constituyen la base o infraestructura sobre la cual se conforman fenómenos como la política, el derecho, la moral, el arte, la filosofía, la religión, que constituyen la superestructura. Este aparato "ideológico", superestructuras, depende así de las formas de propiedad y del desarrollo de las fuerzas productivas.

De esta manera, el hombre es concebido como un ser esencialmente económico, un ser abocado a la confección de bienes, a tal punto que se ha podido decir que mientras las filosofías tradicionales veían en la razón el carácter específico del hombre: homo sapiens, para Marx es el trabajo lo que lo define: homo faber. Sin embargo, debemos agregar que semejante idea integra también la concepción liberal capitalista, aun cuando con otras impostaciones. Ya que la entera civilización moderna pareciera encontrar su común denominador en un mundo que en última instancia no sería sino materia. Los aspectos más sublimes de la vida y del hombre, como son la belleza, la grandeza, la nobleza, la profundidad ontológica, el misterio, los reflejos de Dios, van entrando en un cono de sombra. Actitud trágica, ya que la materia, como lo ha demostrado la filosofía, es por esencia indeterminación, vacuidad, potencialidad indefinida, aptitud para tomar toda clase de formas. La civilización moderna, desarraigada de sus religaciones metafísicas, no podía dejar de ser atraída por la materia, su "espíritu" debía ser materialista (7).

Y así ha aparecido un nuevo tipo de hombre, desconocido hasta ahora en la historia, el homo oeconomicus, ya sea máquina para producir, ya sea máquina para consumir. Marcel de Corte nos ha dejado un análisis notable de este tipo de hombre, tan semejante al que presenta Fukuyama. La economía, escribe, es una enorme máquina cuyos engranajes son la naturaleza y el hombre. Para los economistas liberales, hay que "laissez faire" a dicha máquina: quien respeta sus leyes inviolables es recompensado, quien las vulnera es castigado. Para los economistas marxistas, hay que construir una nueva sociedad de estilo colectivista que se adapte racionalmente a aquella máquina, y liquidar la antigua sociedad incapaz de llevar a cabo semejante adaptación. En ninguno de los dos casos se trata del hombre de carne y hueso. En una perspectiva tan decididamente mecanicista, es claro que toda finalidad queda excluida de manera absoluta. La economía será divorciada de las exigencias éticas, se le amputará su fin moral. Eso será lo primero, separar la economía de la moral; enseguida, se aislará el interés que el hombre experimenta por los bienes materiales, de todo el contexto humano de que aquéllos son instrumentos, y se erigirán esos medios en fin. No sólo se dirá que la economía es necesaria al hombre, sino que se la hará pasar por lo único necesario. La propaganda, la publicidad, el resurgimiento de la vieja esperanza de un paraíso terrestre donde los bienes materiales serán producidos y distribuidos sin esfuerzo, todo ello es lo que hace girar la máquina económica (8).

El trabajo sólo tendrá un objetivo posible: producir, siempre producir, nada más que producir. El hombre vale por lo que rinde, su valor será reductible al rendimiento que es susceptible de dar. El trabajo se convierte, así, en una actividad puramente transitiva, que desemboca en una obra exterior al agente, provocando una alienación permanente del hombre. El homo politicus tradicional se transforma en el homo oeconomicus actual, con todas las consecuencias que Marx se encargó de sacar sin piedad. Producir para vivir, y vivir para producir, tal es el círculo fatal (9). Bien escribió Bernanos: "El mundo moderno no conoce otra regla que la eficiencia".

El hombre de Fukuyama parece un hombre triunfal, que ha logrado vencer a la naturaleza y prescindir de lo sobrenatural. Pero de hecho ha caído en la trampa que él mismo había preparado, encontrándose sin defensa ante la técnica que ha suscitado, prisionero de sus propias invenciones que le trazan categóricamente el camino que ha de seguir. La única salida que se ofrece entonces al esclavo para ocultar su propia condición es la idolatría del tirano que se ha dado. El hombre contemporáneo cree en la técnica todopoderosa de la misma manera que sus antepasados lejanos creían en los dioses (10). Acertadamente advirtió Bergson que todo progreso técnico debería estar equilibrado por una especie de conquista interior, orientada hacia un dominio de sí mismo cada vez mayor.

Hombre Consumista

Señalamos ya cómo Fukuyama piensa que la plenitud de la historia a que hemos llegado implica el saciamiento de todas las apetencias del hombre, gracias a la técnica y la economía liberal.

Cada civilización ofrece una visión propia del hombre, por la cual aquélla puede ser juzgada. Y así las civilizaciones del pasado tuvieron sus aristocracias en quienes se encarnaba un determinado ideal humano. Nos sería, por ejemplo, imposible entender la civilización griega sin conocer el ideal del "kalóskagazós", "el bello-bueno", que es su flor; así como no captaríamos la civilización medieval si nada supiéramos del santo, del caballero, del hidalgo; ni la civilización anglosajona sin recordar el "gentleman". Todas las grandes civilizaciones han resaltado un cierto tipo de hombre, un paradigma humano que quizás nunca o casi nunca se concretó del todo ni existió de hecho siempre, pero cuyo atractivo suscitaba el esfuerzo de todos aquellos sobre los cuales se irradiaba, particularmente de los estamentos dirigentes. Se reconocían determinados arquetipos, se trataba de imitarlos, y hasta se señalaban los caminos adecuados para concretar dicha imitación. El ideal, el arquetipo que se asignaba, era el que seleccionaba los medios. Es lo que afirmaba Paul Valéry cuando decía que "toda política implica (y generalmente ignora que implica) cierta idea del hombre, e incluso una opinión sobre el destino de la especie, toda una metafísica que va del sensualismo más brutal hasta la mística más atrevida".

La civilización moderna, que no sabe ya lo que es el hombre, que ignora el sentido de la existencia y está amputada de toda finalidad, puede ser definida esencialmente como una civilización de medios, una civilización técnica. Ya no es el fin el que hace surgir los medios. Los medios mismos se han convertido en el fin. Careciendo de un modelo o arquetipo determinado, las clases dirigentes actuales no tienen otro recurso que recurrir a técnicas artificiales de promoción social. Poseer los medios, será poseer el fin. El "haber" reemplaza al "ser"...

Es evidente que la riqueza material jugó siempre un papel importante en las sociedades humanas, pero jamás constituyó por sí misma objeto de admiración. El hombre buscó siempre el oro y el dinero, pero su obtención nunca fue considerada en el pasado como el fin último de la existencia humana. No deja de ser notable que el "auri sacra fames" haya sido denunciada con vigor por todas las épocas en que prevaleció un tipo humano coherente. De la civilización griega a la civilización del Renacimiento, uno de los temas más constantes de la moral fue la condenación de la avaricia. Para aquellos hombres la riqueza no podía ser sino lo que hacía a veces viable un esfuerzo creador. Sólo la sociedad actual ha exaltado la figura del hombre consumista, un hombre esencialmente inmanentizado, cuyo logro pleno se realiza aquí en la tierra, lo contrario del homo viator.

Tal es el hombre que propugna Fukuyama, el del consumidor-ciudadano, el hombre ansioso de saciar sus deseos, empleando para ello todos los recursos de su razón, de modo que sea reconocido como exitoso por los demás, un hombre reducido a sus necesidades materiales. En última instancia, todo gira en torno a la pasión, limitada en buena parte a los bienes de consumo. Es lo propio del hombre apasionado: no ver en sí más que su pasión, dejarse encandilar por ella, identificarse con ella. Las propagandas modernas han comprendido cabalmente esta función mutilante de la pasión.

La televisión es, sin duda, el instrumento más eficaz para llegar a inculcar reflejos condicionados en la mayoría de la gente, en orden a la compra de determinados productos. Esto lo saben todos, tanto los agentes de publicidad como los televidentes. Nadie parece escandalizarse de ello. Y lo que sucede con la publicidad comercial acontece asimismo en la política. También en este campo el debate se realiza de tal manera que ninguna reflexión individual profunda resulta posible. Las elecciones se ganan ahora a fuerza de slogans y de afiches, con la ayuda de las vedettes más atractivas. Los grandes dueños de la publicidad no hacen sino aplicar a su candidato las reglas del marketing publicitario. Se "vende" hoy un partido político como se vende un jabón o una salchicha. Y así se va formando una masa sometida al embrutecimiento cotidiano de los media, educada a reaccionar pasionalmente, sin el menor espíritu crítico, totalmente sumisa a todo tipo de manipulaciones. Se pretende expresar y seguir la opinión, cuando en realidad ella ha sido fabricada por los media.

El hombre de Fukuyama, que es el hombre de la televisión, hombre consumista e inmanente, se muestra como el polo opuesto del que describiera Ernst Cassirer cuando define el hombre como un animal simbólico. Esta caracterización destaca una tendencia típica del ser humano, la creación de símbolos, lo cual remite a las nociones de "significación" y "sentido". Para Cassirer, el idioma, el arte y la religión forman parte del entramado simbólico propio de toda cultura que merezca el nombre de tal. El hombre es como un puente entre lo visible y lo invisible, según la noble fórmula medieval. Recuérdese que el vocablo griego "symbolon" designaba, etimológicamente, la tableta que se dividía en dos, una de cuyas mitades era entregada al huésped a fin de que, luego de su partida, resultara factible un fácil reconocimiento en caso de un posible reencuentro posterior, lo cual ocurría prácticamente sin riesgo de error por cuanto ambas partes de la tableta debían encajar perfectamente la una en la otra, dado el corte irregular efectuados a propósito. Es lo contrario del mundo de Fukuyama, un mundo sin símbolos. En vez de los símbolos, los slogans.

Tal es el hombre de Fukuyama. Un hombre ordenado a saciar sus deseos, su racionalidad, su anhelo de ser reconocido.

Ya no la imagen, el icono de Dios; inquieto, sí, pero no en razón de sus apetencias superiores, sino en búsqueda de lo que es menos que él. ¡Cuán bien lo dijo Valéry: "Lo más profundo que hay en el hombre moderno es su piel"!

Concluyamos este capítulo sobre los errores antropológicos de Fukuyama. Marcel pensaba que si seguíamos por este camino, el individuo se iría haciendo cada vez más reductible a una ficha, según la cual se le dictaminaría su destinación futura. Fichero sanitario, fichero judicial, fichero fiscal, completado quizás más tarde por indicaciones de su vida más íntima, todo esto en una sociedad que se dice organizada, bastará para determinar el lugar del individuo en la misma, sin que sean tomados en cuenta los lazos familiares, los afectos profundos, los gustos espontáneos, las vocaciones. Y agregaba que el término mismo de vocación, como el de herencia, sería cada vez más desvalorizado, y que filialmente no se atribuiría a estas palabras sino un valor supersticioso (11).

En una reciente entrevista, Sábato ha desenmascarado "el paraíso del desarrollo" y del consumismo: "Mecanización, robotización, alienación y desacralización del hombre. La concentración industrial y capitalista produjo en las regiones más 'avanzadas' un hombre desposeído de relieves individuales, un ser intercambiable, como esos aparatos fabricados en serie. La modernidad llevó a cabo una siniestra paradoja: el hombre logró la conquista del mundo de las cosas a costa de su propia cosificación. La masificación suprimió los deseos individuales porque el super Estado -capitalista o comunista- necesita hombres idénticos. En el mejor de los casos colectiviza los deseos, masifica los instintos, embota la sensibilidad mediante la televisión, unifica los gustos mediante la propaganda y sus slógans, favorece una especie de panonirisrno, la realización de un suelo multánime y mecanizado: al salir de sus fábricas y oficinas, los hombres y mujeres, que son esclavos de maquinarias y computadoras, entran en los deportes masificados, en el reino ilusorio de los folletines y series televisivas fabricadas por otras maquinarias. Son tiempos, éstos, en que el hombre se siente a la intemperie metafísica. Aquella ciencia que los candorosos creían que iba a dar solución a todos los problemas físicos y espirituales del hombre acarreó, en cambio, estos estados gigantescos, con su deshumanización. El siglo XX esperaba agazapado en la oscuridad como un asaltante sádico o una pareja de enamorados" (12).

No se equivocaba Marcel de Corte al afirmar que las civilizaciones no mueren por el impacto de los bárbaros de afuera, sino por el influjo de esa descomposición interna que se llama la barbarie del alma, y como bárbaro significa extraño, por la introducción en nosotros de un elemento inhumano que hace estallar las fronteras de lo humano" (13).

La crisis actual es esencialmente una crisis antropológica, y en último análisis, una crisis metafísica, por lo que Marcel aseguraba que posiblemente no exista peor ilusión que la que consiste en imaginarse que tal o cual retoque social o institucional sería suficiente para apaciguar una inquietud que viene de los subsuelos mismos del ser (14).

Bien lo dijo de Lubac: "No es verdad que el hombre no pueda organizar la tierra sin Dios. Lo que es verdad es que, sin Dios, a fin de cuentas no puede organizarla sino contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo antihumano".

El hombre de Fukuyama es, él mismo lo dice, un hombre aburrido, metafísicamente aburrido. Thibon, en una magnífica obra de teatro llamada "Vous serez cormme des dieux", describe una sociedad feliz, al estilo de la descrita por Fukuyama, que ha desterrado todos los dolores y miserias, que ha logrado saciar las apetencias del hombre, que ha desterrado incluso la muerte. Mas he aquí que un día, ante la extrañeza de todos, una joven quiere morir. La inmanencia no la había satisfecho. Quiso dar el salto a la trascendencia ..

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P. Alfredo Sáenz

1. Cf. Marcel de Corte, L' homme contre lui-meme, Nouvelles Editions Latines, parís, 1962, pp.41-48.
2. Cf.Marcel de Corte,Ensayo sobre sobre el f in de nuestra civilización. Fomento de Cultura Ed., Valencia, sin año, p.103.
3. Cf. Gabriel Marcel, Los hombres contra lo humano, Hachette, Buenos Aires, -1955, p.126.
4. Cf. Ensayo sobre el fin de nuestra civilización..., pp.23-24
5. Cf. ibid., pp.79-81.
6. Cf. Los hombres contra lo humano..., pp.151-163.
7. Cf. Marcel de Corte, Ensayo sobre el fin de nuestra civilización...,p.42.
8. Cf. L'homme contre lui méme..., pp.276-280.
9. Cf. Marcel de Corte, Ensayo sobre el fin de nuestra civilización ., pp.149-150.
10. Cf. ibid., pp.193-194.
11. Cf. Los hombres contra lo humano..., p.141.
12. En el diario La Nación, 24 de, junio 1991.
13. Cf. L'homme contre lui méme..., p.38.
14. Cf. Los hombres contra lo humano..., p.34..


 

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