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La pluralidad de partidos católicos

por Luis María Sandoval

El artículo se estructura tratando los siguientes contenidos lógicos: El régimen de partidos; La democracia y los católicos; El error de eludir la política; Partidos confesionales; Riesgos falsos y verdaderos; Autonomía de los partidos católicos; Genuino interés político; Pluralidad de partidos; La larga marcha de los partidos católicos

La pregunta previa a cualquier cuestión sobre los partidos católicos es si los partidos, en sí mismos, son lícitos y buenos.

Porque conviene recordar que la crítica al régimen partitocrático ha sido un elemento continuo de buena parte del pensamiento político católico de los siglos XIX y XX.

Ya fuera por tradicionalismo –entendido como intento de continuidad perfectiva del régimen cristiano subsistente antes de las revoluciones- o por respuesta contrarrevolucionaria -es decir por reacción ante la realidad agresiva que han sido las democracias reales, es decir, las liberales- lo cierto es que buena parte del pensamiento político católico se ha mostrado, durante dos siglos, contrario, o muy reticente, ante los partidos políticos.

También es cierto que a favor del régimen de partidos no sólo han estado los liberales católicos, aquellos que a la hora de la verdad son esencialmente liberales y adjetivamente católicos, sino también los democristianos, en el sentido de aquellos católicos que de buena fe han procurado hacer política aceptando las estructuras existentes.

Una segunda verdad es que, en estos dos siglos, TODOS los grupos católicos sin excepción se han organizado, siempre que han podido, bajo la forma de partidos políticos. Esto último no es de extrañar puesto que la mentalidad cristiana es abierta, nada partidaria del disimulo, lo esotérico y lo conspirativo, y además es realista y reformista por principio, rehuyendo el ideologismo que es la fuente de los maximalismos.

Esas constataciones meramente históricas no prueban de suyo nada, puesto que la doctrina católica no procede del consenso, ni de los usos de pocos o muchos fieles, pero sí son orientativas.

Un análisis de la partitocracia, de sus principios y sus realidades, nos llevaría a desviarnos de nuestro verdadero tema, así que nos limitaremos a resolver estas cuestiones previas sin argumentarlas.

La democracia y los católicos

La doctrina social de la Iglesia acepta todos los regímenes y formas de gobierno, con tal de que sean aptos para procurar el bien común, el cual, en su concreción, también depende de los usos propios de los lugares y de las épocas. Ahora bien: el que varios sistemas y formas de gobierno sean aceptables no significa que sean iguales, como el que no sean óptimos no significa que sean ilícitos. Dentro del margen de lo aceptable sigue siendo opinable cual de ellos sea el mejor, tanto en abstracto como en concreto.

En realidad, con las formas de gobierno sucede que sólo son superiores a las otras en orden a cierto aspecto de las características que convienen a la acción de gobierno... pero a costa de no serlo tanto respecto de otra u otras. Cuál de los elementos precisos para el gobierno se deba primar depende de la tradición, de las necesidades del país, de las ideas corrientes en la época y, en último término, de las preferencias de los legisladores.

La democracia es una forma de gobierno conocida y teorizada desde la antigüedad, que la Iglesia acepta perfectamente, con tal –como todas las demás- que no pretenda ser la única forma de gobierno compatible con la Fe cristiana (esta condición es parte nuclear de la enseñanza de S. Pío X en su encíclica Notre charge apostolique, 1910). Y dentro de las democracias, la de partidos, con todos los defectos de éstos, es hoy la más ensayada.

Desde Pío XII en la Benignitas et humanitas (1944) a Juan Pablo II, la Iglesia se ha mostrado dispuesta a aceptar la democracia con tal de que no sea moralmente relativista, ni se crea –como no debe hacerlo ningún gobierno- fuente de moralidad, pero no ha puesto el requisito negativo de la exclusión de los partidos, ni como aparatos gobernantes, ni aún menos de la existencia legal.

Es concebible un régimen democrático de partidos que se turnan en el gobierno según los resultados de las elecciones y que en su conjunto acepte la soberanía última de Cristo (y eso constituye la confesionalidad del mismo rectamente entendida). No por eso desaparecerían los defectos intrínsecos al régimen de partidos, cierto, pero todo régimen los tiene, y poseería la legitimidad cristiana fundamental.

Permítaseme decir que, hoy en día, la existencia de los medios de comunicación social hace que las cuestiones de gobierno estén tan a la vista de todos que es imposible impedir que se formen opiniones; y hay que admitir que, salvo para los verdaderos especialistas, los conocimientos –no la preparación- sobre los más varios asuntos están más nivelados entre las distintas clases sociales que en otras épocas.

Con lo dicho queda claro que, siendo el régimen de partidos lícito en principio, los católicos pueden participar activamente en él, tanto los que no pretenden alterarlo como los que aspiran a sustituirlo, aunque plantea dudas el que estos últimos, los más politizados, fueran susceptibles de adaptarse personalmente a un régimen, entronizado por ellos mismos, en que la mayor parte de las cuestiones de gobierno se decidiera al margen de la opinión pública, incluida la suya.

Importa mucho hacer una reflexión importante: los puristas que han denunciado más acerbamente el régimen de partidos han sido los primeros en constituirse bajo forma de tales, a pesar de sus enrevesadas disquisiciones de que ‘los movimientos’ no son comparables a los partidos, pese a que es evidente que, llámense como se llamen, participan de las características esenciales de agrupar individuos exclusivamente por motivos ideológicos y de combatir a otros conjuntos análogos de distinta opinión por el poder.

El error de eludir la política

Parece evidente que la idea de cristianizar el orden social (y el mínimo imprescindible de encuadrarlo en el Derecho Natural) no debe hacer excepción con la cabeza política de la sociedad civil, y ello por celo apostólico y por pretensión de eficacia.

A las anteriores afirmaciones conviene añadir una argumentación por reducción: hoy en día la oposición a que los católicos actúen en partidos (todavía no hemos llegado a que constituyan partidos propios) no dejaría a los católicos, en buena lógica, más opciones que éstas:

- buscar la recristianización del orden social exclusivamente por medios subversivos (la fuerza golpista o insurreccional);

- esperar, sin motivo comprensible, que una política efectuada por principio sólo por no católicos o todo lo más por bautizados no consecuentes (puesto que se parte de que lo consecuente es no participar en partidos) termine satisfaciendo -¿por qué milagro?- las elevadas exigencias de una política cristiana;

- o limitarse a padecer, permitiéndose todo lo más alguna lamentación, la política cada vez más inmoral que nos quieran infligir los no católicos y los anticristianos.

En cambio, la que no se sostiene lógicamente, siendo la más cotizada, es la idea de que una acción puramente social, pero que se detiene ante el umbral de la política –que es propia de los partidos-, pueda, no ya cambiar aquélla, sino ni siquiera subsistir, sin ser una y otra vez saboteada y desmontada por el poder político. Debe recomendarse muy vivamente la lectura del artículo de Maurras "Las campanas de Suresnes".

No se conocen ejemplos de mozárabes que hayan subvertido por pura presión social la tiranía mahometana, sino que han descaecido bajo ella. Sólo se conocen casos en que la persecución ha cesado y se ha invertido por obra de una conversión milagrosa, como la de Constantino, aunque el camino natural para la preservación de la vida cristiana ha sido el de Don Pelayo.

¿Acaso nos está prohibido poner medios naturales? ¿y nos es lícito tentar a Dios, forzándole al milagro?

Frente a la utopía meramente ‘social’ debemos denunciar sin tregua la mentalidad, seguramente subconsciente, de estos cristianos que se asustan mucho del desorden social y quieren trabajar por el orden cristiano... pero sin entrar en la política propiamente dicha y en los partidos, que al presente son sus actores.

Sin saberlo, son hijos de la mentalidad ambiental del 68 vestida de escrúpulos cristianos: lo único prohibido es prohibir; no cabe imponer, sólo proponer; ni castigar, sólo amonestar. Afirmaciones éstas cuya verdad depende del campo al que se refieran: en el orden religioso la Fe, ciertamente, no se impone, y aún así el Derecho Canónico, dentro de la Iglesia, castiga; en cuanto al gobierno civil, puede incluso que no deba ser predicador y educador, pero sí debe imponer y castigar conductas, llegado el caso, para no perpetrar la enorme injusticia de proteger el desorden con la impunidad.

Si los católicos a los que aludíamos entran en algún partido ‘corren el riesgo’ de llegar a gobernar, ocasión donde no cabe subterfugio para impedir que se vea prevalecer el criterio del gobernante, ni castigar las transgresiones de las normas por él dictadas (y dictadas por tenerlas por buenas). Como retroceden ante esa posibilidad –que más bien debe ser la aspiración natural de quien actúa en política- se refugian en el apoliticismo, y ésa, y no otra, es la raíz subyacente, de la impotencia cristiana en la política del siglo XXI vestida de espiritualismo.

Con inculcar bien la anterior idea, repitiéndola abundantemente, se justificaría de sobra hoy cualquier artículo.

Sin embargo, conviene seguir presentando las grandes líneas del cómo han de ser los partidos de los católicos, resuelta al cuestión de que la participación en ellos les es lícita.

Nos detendremos en cuatro grandes cualidades. Han de ser confesionales, autónomos, genuinamente políticos y, sobre todo, plurales.

Partidos confesionales

Recientemente un documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe, enormemente valioso por otra parte, ha acumulado reticencias sobre la palabra ‘confesional’. En otro lugar nos hemos referido a ello ("Deberes de los católicos en política. Un recordatorio vaticano" en Arbil nº 66 y en "Relanzamiento de la política católica" en Verbo nº 141-142).

Pero la noción, que es lo importante, sigue siendo válida por argumentos de magisterio, de razón y de experiencia.

Cuando el Concilio Vaticano II enseña que "deja íntegra la doctrina tradicional católica acerca del deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo" (Dignitatis Humanae 1,3) el plural de "sociedades" no sólo se refiere a todos los estados del mundo, sino a toda la escala de las sociedades de las más pequeñas a las más grandes.

Para quienes conocen la doctrina de las encíclicas Immortale Dei y Quas primas (de León XIII y Pío XI) la tienen bien presente, y aspiran, naturalmente, a que el Estado español vuelva a ser, como debe, confesionalmente católico, la confesionalidad de los partidos de los católicos es mucho más evidente. Pero para todos deber ser menos objetable, puesto que son asociaciones voluntarias. Cabe entender el falso reparo acerca de la confesionalidad católica del estado, pero no que una agrupación voluntaria de católicos repudie el ser católica.

La colaboración con los no cristianos de buena fe –excusa esgrimida para ello- no debe olvidarse, cierto, pero (con ser caso más teórico que práctico) puede realizarse perfectamente en ámbitos comunes más amplios que salvaguarden la existencia de ambientes puramente católicos, donde los fieles se alienten recíprocamente en vez de correr el peligro de entibiarse y dejar de reconocer, con la práctica de omitir la referencia a Cristo, quién es lo fundamental.

El deber de confesar a Cristo como Señor, de Quien aspira a seguir -a pecadores trompicones- sus enseñanzas, es común a todo cristiano, solo o asociado, en cualquier terreno. Todo en nuestra vida debe hacerse para Gloria de Dios. Y el confesarse públicamente cristiano, individual o socialmente, es un acto de adoración que atrae, a su vez, particulares gracias del Cielo.

Por otra parte, como enseña el Catecismo, la confesionalidad católica es la perfección sobrenatural de un imperativo natural: toda sociedad es, explícita o implícitamente, confesora de un orden de valores al cual se remite (CEC §§ 2244 y 2257).

Finalmente, de la existencia de sociedades que pretenden ser católicas se derivan bienes insustituibles para la Iglesia, los fieles, y las almas en general.

En suma: la confesionalidad de las sociedades es un deber, y para los fieles es un derecho poder organizarse confesionalmente para promover el cumplimiento de ese deber.

Frente a todas estas razones persiste la ‘sapientísima’ receta de organizar (siempre con cristianos como punto de partida) asociaciones, y hasta partidos, que satisfagan las exigencias cristianas pero no confiesen abiertamente su dependencia del Dios del Cielo y Encarnado. Creen que de ese modo atraerán a gente ajena, de otro modo mal predispuesta, aunque más bien parece, en realidad, que sólo pretenden evitar al máximo el atraerse descalificaciones y persecuciones. Ojeriza que, pese a ello, padecen igualmente, por católicos, por mucho que nieguen ser galileos.

Ante esta idea, originalísma y prudentísima, de la confesionalidad implícita, todo recuerdo del deber cristiano de confesar a Cristo socialmente según la doctrina tradicional, toda argumentación de que, a la postre, el derecho natural requiere en nuestro estado de naturaleza caída una guía positiva y negativa externa, la Revelación y el Magisterio, y todas las ventajas inherentes son obviadas. O no se citan, o se conceden de dientes para fuera para centrarse en el acto únicamente en sus desventajas (nunca se pesan en la balanza siquiera ventajas e inconvenientes).

Su argumento nuclear es que un partido confesional compromete a la Iglesia a los ojos de todos, por lo que parará –al parecer indefectiblemente- en mal. Eso sin contar con que conceden igualmente, como si fuera intrínsecamente necesaria, la deriva cesaropapista o hacia la tiranía religiosa de la recta política confesional.

Esta aversión a la confesionalidad, no ya de los estados, sino aun de los propios partidos de los católicos, debe rebatirse no sólo afirmando los argumentos de autoridad y razón, sino redarguyendo con fuerza.

Un partido perfectamente cristiano en su contenido, pero sin la confesión explícita de su Fe es, a más de una fantasía, un cristianismo sin Cristo, es decir, un reconocimiento de que Cristo es superfluo, y la confesión de que el cristianismo es concebido como ideología conjugadora de doctrinas y virtudes benevolentes, a cuyo desarrollo lógico se supedita todo, incluso el dato revelado. Por el contrario, debemos creer –con auténtica Fe- que Cristo sabe muy bien lo que hace, y no vulnera la más perfecta tolerancia cuando exhorta a bautizar a todas las gentes en nombre de la Santísima Trinidad, en vez de conformarse con que cada cual adore lo que quiera, con tal de que sea filantrópico y tolerante.

Los que promueven esa confesionalidad implícita de los partidos no comparten en su alma semejante postura blasfema, aunque sus actitudes externas sólo sean lógicas conclusiones respecto de tal premisa. No meditan mucho sobre ello, y les guía una pasión bastante más superficial.

Cuando afirman que partidos políticos católicos desacreditarían la Iglesia y la Fe, no pueden pensar, sin imprudente injusticia, en que los católicos que en ellos formarían serían necesariamente corruptos, incluso en mayor medida de la que pueda ser considerada usual entre pecadores, bautizados o no.

En el fondo, piensan que todo gobierno, el cual, para regir la sociedad, adopta una línea de pensamiento y urge el cumplimiento de unas normas a tenor del mismo, IMPONE su conciencia a otros y, a la postre, ¡CASTIGA sensiblemente! Y ambas cosas les parecen escandalosamente anticristianas. Retornamos al contagio del espíritu ácrata del 68, firmemente arraigado en la generación nacida entonces y criada en esa atmósfera.

No es tan cierto que rehuyan la responsabilidad del gobierno –y rehuir responsabilidades por principio tampoco es bueno- sino la impopularidad.

Frente a ellos, es preciso recordar que la elección entre posibilidades incompatibles es una necesidad natural, que la persuasión no es suficiente para todos, y que la verdad social es la mejor norma, aunque algunos no la acepten. Suprimir el divorcio –en orden de principio- es un bien según la enseñanza divina, por lo que negarles la posibilidad de divorciarse a los que lo desean, y dicen no ver la natural indisolubilidad del matrimonio, no es infligirles una privación injusta. Claro que hace falta para todo esto un mínimo de sana filosofía y un elevado grado de Santa Fe.

Existe un importantísimo argumento a favor de los partidos confesionales que no se debe omitir.

La estrategia aconfesional se viene ensayando en España desde la transición y es la que ha fracasado y nos ha conducido a la negra situación presente (y sus aún más oscuras perspectivas).

La aconfesionalidad, la confesionalidad implícita, no son novedades maravillosas, sino antiguallas gastadas.

En la época de Tarancón los obispos españoles desdeñaron la importancia de la confesionalidad de la constitución y frenaron positivamente el intento de crear partidos cristianos, incluso de los más tibios democristianos. Las consecuencias visibles son que una mayoría de diputados cristianos alumbró una Constitución que no deja lugar a Dios, pero sí para que el órgano que la propia Constitución prevé para ser interpretada autorizadamente sentencie que en ella cabe el aborto legal.

Y cuando un partido ha llegado sostenido por el voto de los cristianos más practicantes, incluso mostrado como mal menor y bien posible, tras la implantación del aborto, ese partido no tiene ni siquiera una corriente cristiana en su interior, y no ha hecho ni la más mínima intención de hacer retroceder los males morales legalizados, ni de contener los nuevos, sino más bien la de unirse moderadamente a ellos.

La experiencia reciente es una maestra inolvidable de la política. Lo que hemos tenido no ha funcionado. ¿Cuándo llega la hora de permitir que se prueben otras recetas?

Son ya veinticinco años de vida constitucional sin que se prediquen ni respalden partidos confesionales. ¿Cuántos harán falta para reconocer el fracaso de la táctica (además de errónea doctrina) de la confesionalidad innecesaria o implícita? ¿Un siglo entero? Esperemos que baste la desaparición de todos los que fueron sus fautores para que los ojos limpios de los que observen la realidad y la doctrina se orienten sin el prejuicio de sostenella y no enmendalla .

Riesgos falsos y verdaderos

Hay, ciertamente, peligros que evitar. Algunos de modo muy simple.

Que un partido sea constitutivamente católico (y no de católicos, como no es lo mismo un colegio católico que un colegio con profesores y alumnos mayoritariamente católicos) no implica ni requiere que se titule tal en su nombre (a tenor del canon 216 todos los fieles tienen el derecho de promover con iniciativas propias –y las políticas no están excluidas- la actividad apostólica con tal de que no se atribuyan el nombre de católicas).

Por lo demás la confesionalidad es una declaración que admite infinidad de grados, maneras y expresiones. Si en un tiempo la expresión ‘inspiración cristiana’ sirvió para desvirtuar la firmeza del compromiso público con la doctrina cristiana, hoy, en sí misma y en nuestras circunstancias, puede ser signo de compromiso público con la Fe de Cristo, su Doctrina, su Iglesia y su Magisterio.

El otro grave peligro es que un partido oficialmente católico se sirva de la Iglesia en vez de servirla. La rectitud de intención es la que califica aquí el comportamiento de los interesados y sólo Dios la escruta en su intimidad.

Pero externamente, la Congregación para la Doctrina de la Fe nos ha regalado un reciente documento donde nos fija criterios muy claros:

Los legisladores cristianos –políticos surgidos de los partidos- "tienen la «precisa obligación de oponerse» a toda ley que atente contra la vida humana". Esa obligación, para ellos y para todos los fieles, se extiende a no participar en campañas de opinión favorables a semejantes leyes. Por supuesto, "a ninguno de ellos [los legisladores] les está permitido apoyarlas con el propio voto", caso particular del deber que tiene todo católico: "la conciencia cristiana bien formada no permite a nadie favorecer con el propio voto la realización de un programa político o la aprobación de una ley particular que contengan propuestas alternativas o contrarias a los contenidos fundamentales de la fe y la moral".

Acerca de estos mínimos, negativos y tajantes, cabe notar que si la atención primera de la Santa Sede se sitúa en el ‘evangelio de la vida’, a continuación se añade que las "exigencias éticas fundamentales e irrenunciables" que los motivan no se reducen a ese campo, y tampoco sólo al familiar, con expresa referencia de oposición a "las leyes modernas sobre el divorcio", sino que se extiende a otros puntos fundamentales como la libertad de los padres en materia de enseñanza, la libertad religiosa y la alusión a una economía justa.

Sí se sirven de la Iglesia los políticos que procuran atraerse el voto católico sólo en tiempo de elecciones, pese a un comportamiento legislativo negligente o adverso el resto del cuatrienio. Para justificarse apelaban antes al mal menor y hoy, con más descaro, al bien posible.

En este punto debemos ser muy intransigentes con el lenguaje: el mal menor es un mal, se reconoce como tal, y, por lo tanto, obliga siempre en conciencia a salir de él cuanto antes; el bien posible, en cambio, es ontológicamente un bien, y podemos contentarnos con él aunque aspiráramos a otro mayor.

Es preciso no permitir la confusión: entre el más ínfimo de los males y el más pequeño de todos los bienes pasa la importantísima línea de lo que es grato a los ojos de Dios y lo que no.

La confusión en cuestión se aprovecha de un equívoco del lenguaje: ‘bien’ puede ser sustantivo o adverbio. Como hecho, como situación o como ley, un mal menor no puede confundirse con ningún bien, en tanto que la acción de reducir un mal y sustituirlo por otro menor sí puede ser un comportamiento bueno y meritorio; pero aquí el mérito del agente no puede confundirse con la bondad de la cosa.

Resumamos: un partido católico ha de serlo constitutivamente por el reconocimiento de Cristo y el serio propósito de atenerse a su ley, que la Iglesia nos transmite. En eso consiste ser confesional. Y las dificultades que se presentan contra su existencia no son concluyentes.

Autonomía de los partidos católicos

Aunque el Concilio diera énfasis especial a la afirmación de la autonomía del orden temporal, esa ha sido la doctrina constante de la Iglesia siempre.

Un partido católico no debe ser un partido del clero. Es entonces cuando compromete a la Iglesia de verdad y no cumple su verdadera misión.

Entre los católicos tentados de ‘espiritualismo’ está muy difundida la noción de que un partido católico –¡ése que al mismo tiempo quieren definir como aconfesional!- debe tener por única misión estar al servicio de la Iglesia. No es así.

Un partido católico debe estar al servicio de Dios en lo que es propio a la política, que es el bien común temporal. Debe configurar dicho orden de modo que satisfaga los divinos designios al respecto. Luego, también debe contribuir más directamente a preparar los caminos del Evangelio y amparar y favorecer a la Iglesia, pero después.

El gobierno concreto de las sociedades, que es muy distinto del puro enunciado de sus principios morales rectores, y en particular de sus límites negativos (que sí son de incumbencia de la Iglesia), permite muchas soluciones. No es competencia de los clérigos, que tienen las propias, intervenir en ello, ni corresponde a los laicos permitirlo. Y es una particular indignidad para los mismos reducirlos a ejecutores de las decisiones ajenas, a veces, incluso, responsables para asumir el pasivo de la acción de gobierno, pero no libres para fijar la más mínima decisión de gobierno.

Lo peor del riesgo de clericalismo es que ha sido interiorizado por muchos laicos, sobre todo si piensan que el orden temporal no tiene consistencia propia, ni merece su propia atención amorosa. Si todo se reduce a servir a la Iglesia, es muy fácil pensar que la Iglesia docente debe indicar en cada momento al detalle lo que quiere. Y esto es un error, pues a veces los laicos pueden dar generosamente lo que los clérigos no se atreverían a pedir, y otras deben rechazar por prudencia solicitudes inoportunas.

Conviene ver, incluso, que la preparación espiritual del sacerdote es inadecuada para el gobierno civil.

El sacerdote es ministro de la misericordia divina, y no sólo nos imparte repetidamente su perdón sino que tiene que exhortarnos todo lo posible a la indulgencia recíproca.

En cambio, no siendo la mira específica de la política ni íntima ni eterna, debe trazar límites claros a las conductas que se sancionen con castigos condignos. La justicia humana sin la espada en la mano sería ineficaz objeto de todas las burlas.

No convendrá que un sacerdote sea implacablemente riguroso, pero tampoco que un gobernante sea indulgente por sistema. La necesidad de una energía de tipo disuasorio en la política interior y exterior es otro motivo adicional para la autonomía de los partidos católicos respecto del clero (desde el menor de los predicadores a los obispos y el Papa).

También es inmediato el riesgo de clericalismo cuando se plantea la existencia de un único partido político católico. Por ser único y pretender representar a todo el laicado, es más fácil que la Jerarquía vele sobre sus decisiones tan de cerca, a causa de su trascendencia para toda la Iglesia, que lo convierta en un satélite.

Todos queremos doctos predicadores y santos confesores, pero ni siquiera a ellos les consultaríamos nuestras preferencias legítimas en materia de vivienda o finanzas. Incluso en materias muy delicadas, como la educación de los hijos, resulta inaceptable pensar que la oportunidad concreta de un premio o un castigo, y cual haya de ser, se ponga en manos del sacerdote. Otro tanto puede decirse de muchas otras esferas, política incluida.

Puesto que no podemos delegar nuestra responsabilidad personal, tampoco como gobernantes, mantenemos siempre nuestra libertad, máxime cuando las cuestiones de soluciones concretas, acatados los principios católicos, pueden ser discutibles... porque son libremente opinables.

Los partidos católicos deben atenerse a la Doctrina de la Iglesia, pero dentro de este marco no deben someterse al criterio personal de los clérigos, y ni siquiera a la propia política institucional de la Jerarquía.

Genuino interés político

La política rige la polis. Y la polis deriva de la familia. Y la familia, construida sobre el matrimonio, es una institución natural, anterior al cristianismo y a la Iglesia, aunque Cristo elevara aquel a la dignidad de sacramento.

Del mismo modo, la política es una actividad natural que debe ser cristianizada, pero que posee una entidad anterior a la Encarnación.

Se equivocan quienes piensan que una política debe ser católica por todo contenido, que es mérito para un partido ser ‘sólo’ católico, que basta como programa la Doctrina Social de la Iglesia.

Por el contrario, los partidos católicos deben poseer un genuino interés político, ser manifestación de una pasión política rectamente ordenada.

Es este asunto simple pero muy importante.

La Doctrina Social marca principios y límites, pero no indica contenidos, así que no puede ser un programa. Sin propósitos concretos que orientar, los principios no pueden llegar a manifestarse, y lo más claro que restan son los límites intransgredibles.

Con lo que resulta que un partido sólo católico es el partido del ‘no’ y sólo del ‘no’. No al aborto, no a la reproducción asistida, no a la clonación, no a la eutanasia, no a la juridización de las parejas de hecho, no a los pretendidos matrimonios homosexuales, no al divorcio, no ...

Tal programa no es el de una política, sino el de una oposición. Y no es particularmente atractivo, desde luego.

La Religión católica no ha desdeñado nunca lo natural, que salió valde bona de las manos de Dios. La atracción por una política concreta, por determinada propuesta de medidas, debe ser el elemento natural que contribuya a acrecentar la fuerza de los partidos católicos.

Toda vocación debe estar servida –no dominada- por la pasión correspondiente, para que se lleve a plenitud y no se cumpla decorosa pero fríamente como compromiso (Víd Catecismo de la Iglesia Católica § 1770). La política católica deben encabezarla laicos con pasión política y genuino interés por la política, con tal de que quieran mantenerse dentro de lo que la Ley de Dios pide, aunque, por supuesto, es mejor si desean sobrenaturalizarla haciéndola, en lo que puede, instrumento de evangelización.

Si un partido político existente de identidad marcada (republicano, por poner un ejemplo) decidiera a partir de un momento dado ser y actuar como católico, debería ser recibido con alborozo por todos los hijos de la Iglesia, y no cabría exigirle que renunciara a un pensamiento político discutible pero lícito. ¿Cómo, entonces, rechazar a un partido que nace católico porque sus promotores le dan una identidad opinable determinada? Sólo si se teme la descalificación de los ajenos y no se entiende lo que es la encarnación en el mundo.

Es curioso y tristísimo que para los partidos católicos se desconfíe de los que tienen vocación política de perfiles definidos.

La medicina y la enfermería con profesiones aptísimas para ejercer el apostolado cristiano de la caridad; y sin embargo nadie recomendaría a un chico o chica que desean hacer de su vida un ejercicio particular de caridad y apostolado el hacerse médico o ATS si no manifestara una atracción singular por esa actividad. En orden a constituir la propia familia, el considerar que en ella se comparta la vida religiosa debe ser una prioridad; pero nadie recomendaría iniciar un matrimonio indistintamente con cualquier éste o aquella con tal de que fueran buenos cristianos, sin mayor atracción recíproca.

Sin embargo, perteneciendo la política originariamente al mismo orden natural que la profesión o la familia, eso mismo es lo que se hace cuando quieren promover una política cristiana aquellos que reconocen que sólo les interesa de ella revocar los pecados institucionalizados y servir a la Iglesia (sin darse cuenta de que cosa tan material como una buena política de vivienda coopera a la fundación de matrimonios, y que una justa política de empleo y salarial facilita la natalidad). Esa es la perspectiva en que pueden parar muchas iniciativas políticas nacidas de los movimientos apostólicos.

Por el contrario, lo cierto es que los partidos católicos deben encabezarlos políticos vocacionales y poseer identidades definidas, cada una de las cuales supondrá un factor de atracción natural de cierta categoría de gentes para una postura católica.

Que los partidos católicos posean su propia identidad puramente política, y una visión de conjunto de la cosa pública no es sólo conveniente y debido, sino ineludible.

No basta definirse con posturas sobre cuestiones sectoriales, por importantes que sean: antes o después los partidos existentes, incluso cuando no gobiernen, habrán de apoyar o rechazar iniciativas ajenas a esos campos. El ejemplo de los ‘verdes’, que de intereses puramente parciales se han convertido en algunos países en opciones de conjunto no refuta cuanto decimos, sino que lo confirma: los verdes han recurrido al fondo izquierdista (y sobre todo de sus ‘antis’) del que procedían sus integrantes.

Los partidos que niegan poseer una visión de conjunto enmarcable en determinada escuela no dejan de tenerla realmente. Lo lamentable es que esa visión, sobre ser inconsciente, es la que dominaba –máximamente vulgarizada- en la infancia de sus gobernantes. No sólo se maneja sin conocimiento pleno, sino que está anticuada y falta de rigor.

Un partido político católico meramente sectorial, sin posiciones políticas de conjunto definidas, las tiene implícitas, pero al mismo tiempo devaluadas y hurtadas a la crítica. Y así, puede darse el caso de que un partido que sólo exija rechazar el aborto y otros atentados contra la vida, diciendo no hacer distinciones de procedencia religiosa o política, termine considerando como causa de exclusión de su seno la aprobación de la Constitución de 1978.

La identidad política es necesaria e ineludible. Mejor es que sea pública y bien perfilada.

Pluralidad de partidos

Llegamos al punto fundamental, a inculcar hoy en día, repitiéndolo hasta crear un ambiente: la pluralidad de partidos católicos.

Cada vez que alguien sugiera lo mal que está el orden político en orden a la vida cristiana debemos decirle "hacen falta partidos católicos", y cada vez que alguien diga "haría falta un partido católico" debemos corregirle sin demora "harían falta partidos católicos". Unas veces debe dejarse dicho de paso, otras debe marcarse la corrección, y otras detenerse en ella con todo tipo de argumentos, pero esta insistencia en el plural es capital para que el renacer que se anuncia no se frustre.

No tenemos ninguno y ya queremos varios. ¿No es eso dividir por anticipado? De ningún modo, es pensar en lo verdadero y a lo grande. Y evitar peligros ciertos.

El partido católico único es el que verdaderamente queda identificado con la Iglesia ante los ojos del público, por lo que mueve a los Pastores a controlar hasta sus pasos más modestos. Un partido político único sí que compromete a la Iglesia y sí que tiende al clericalismo.

Con un partido católico único se acaba la libertad política de los católicos. Para estar abierto a todos debe ser poco definido, no fundarse en una identidad sugestiva sino en mínimos, ser el partido unido en las negaciones.

Los católicos con propósitos políticos positivos –naturalmente diferentes y divergentes- serían todos por igual sometidos a los católicos sin vocación política, a sus ideas pobres, a su falta de pasión, y a su escasa aptitud para la maniobra y el combate.

Parece que un partido único es malo si es ‘fascista’ pero es buenísimo y obligado para los buenos católicos. Idea demasiado sospechosa de poco democrática y poco cristiana.

El partido único coarta la libertad en lo opinable para siempre. Antes del triunfo porque hay que unirse para conquistar el gobierno, y después porque si nos dividimos lo perderemos.

Y ¿quién imperará en ese partido para siempre? La táctica de los que primero hayan levantado la bandera de un partido ‘sólo católico’, si antes no hemos conseguido divulgar la noción de pluralidad de partidos confesionales pero con identidades políticas diferenciadas.

Un partido único cristiano es un canonizador de las estructuras presentes: siempre será extremismo intentar cambiarlas, lo común es aceptar lo existente como punto de partida. Y si un católico discrepa de las autonomías, del bicameralismo o de esta monarquía, por ser católico habrá de renunciar a ello.

La unidad necesaria ante algunas leyes inicuas (que no para todo) o para las campañas electorales puede conseguirse por medio de alianzas. En ese aspecto nos vemos favorecidos por un sistema electoral bastante proporcional que no impone inexorablemente el bipartidismo o la bicandidatura (en cambio la existencia de listas cerradas es contraria a los partidos monotemáticos). La pluralidad de partidos políticos católicos puede generar el beneficioso efecto para la democracia de auténticas primarias para la composición de listas de coalición, en vez de la reproducción indefinida de la cúpula partitocrática.

Anotemos también que la unidad de disciplina es una exigencia marcial de tiempos de guerra. Es la que reclamaron –infructuosamente- los obispos de Vitoria y Pamplona a los católicos del PNV cuando estalló la Cruzada. Pero no es lícito regir permanentemente una sociedad –en este caso los partidos católicos- bajo una permanente ley marcial.

Pero sobre todo cuando no se conduce una confrontación, sino el apaciguamiento por sistema. Es vergonzoso apelar a la ley marcial y negar que se está en guerra, reprimiendo a los que desean obrar en consecuencia con la existencia de abierto enemigos de la cristiandad en el orden de la política.

La pluralidad de partidos católicos respeta las legítimas opciones concretas de los fieles en cuanto ciudadanos. Depura la participación política de los cristianos de aquellos líderes y tácticas que pierden apoyo. Y permite presentar una imagen anticipada de lo que sería un régimen democrático cristiano: aquel en el que hubiera diversidad de partidos, turnantes según los votos obtenidos dentro de un marco moral intangible, el de los mínimos de la confesionalidad católica.

Lo que se exige para que lleguemos a ver esto es la insistencia machacona en el plural: partidos políticos cristianos. Y la concepción de que debe existir un marco de reconocimiento y entendimiento mutuo entre esos partidos que debe auspiciar la Jerarquía. No se trata de primar a los más numerosos, ni de mimar a los menos comprometedores, sino de que todo el que sea confesionalmente católico, por pobre o discrepante en lo opinable que sea, sea reconocido y tratado como partido hermano.

¿Reconocería su partido como católico a otro minoritario? ¿o le impondría la absorción?

¿Y a otro programáticamente republicano? ¿sería eso provocador en nuestra España o muestra de apertura a la izquierda?

¿Y a un partido tradicionalista o de estirpe franquista? ¿o éstos, aunque sean católicos, deben ser proscritos para no contaminar, pese a que nunca han dejado de promover todo el mínimo –y mucho más- del Evangelio de la vida y la familia, mientras otros aún no habían despertado a la necesidad de custodiar el orden social natural y cristiano desde la política?

Ante esas preguntas podemos encontrarnos quienes de hecho añaden requisitos puramente humanos (y muy discutibles) a los de la Ley de Dios para reconocer a sus hermanos cristianos en política. Lo peor es que desde la concepción de un partido católico único, los que no formen en él no serán buenos católicos. Lo cierto es que el partido católico aconfesional y apolítico ha sido siempre sumamente intolerante para con los católicos que en política eran confesionales y predicaban opciones definidas.

La larga marcha de los partidos católicos

Desde luego, esta doctrina frustra por anticipado la visión de los que creen que algún día todos los que van a Misa, movidos por todos los párrocos, votarán a un mismo partido. De ese modo se hacen unas felicísimas cuentas de la lechera. Sueñan. Y sueñan por no sufrir enfrentándose a la verdad del ascenso penoso, peldaño a peldaño.

Y es que implícitamente se añade subrepticiamente al concepto de partido católico una nota espúrea: ha de ser un partido de inmediatas posibilidades de triunfo, cuyo voto sea útil desde un principio, un partido que se hurte a las leyes de la naturaleza política y que no haya de afrontar la lenta implantación y la dura travesía del desierto.

Uno de los motivos del énfasis en la unidad de partido católico, aparte de los errores ya mencionados, es el miedo a la soledad y a lo arduo; y unos promotores medrosos no son los mejores caudillos.

Concluyamos:

- hemos de predicar cuanto antes la pluralidad de partidos confesionalmente católicos

- se han de fomentar nuevas iniciativas, así como relanzar las de quienes no dejaron nunca de pensar en política cristiana

- y hemos de empezar a sondear relaciones de fraternidad y alianzas.

De otro modo el futuro de los católicos españoles, tras una ausencia global de veinticinco años de la política, se delinea con mucha probabilidad tras algún partido meramente sectorial, no político ni confesional, que primero se ponga a hacer campaña en los ambientes católicos (¡tan reafirmado en ser aconfesional como en presentarse comovoto católico!); que será, mientras dominen las erróneas nociones de partido sólo católico y aconfesional el que recomienden los sacerdotes y movimientos a los fieles que se interesen por un partido al que votar que no sea al PP; y que será el que conduzca a los cristianos a todos los atolladeros de la política aconfesional, conducente a una política a medias y una satisfacción de nuestra religión a medias.

Es esta una cuestión que reclama ya que se abra un franco debate en los medios católicos. Por lo mismo que ha de ser la nuestra una larga marcha debe planearse bien y debe comenzarse ahora mismo.

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Luis María Sandoval


 

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