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Disposición de la Jefatura del Estado por la que se liberan a todos los etarras con delitos de sangre
[ BOE: 248 de 17/10/1977, páginas 22765 y 22766]

Max Weber contra la historia: el mito de la supuesta «ética protestante» de la economía de mercado y del desarrollo científico y social

por Ángel Expósito Correa

Desde hace por lo menos dos siglos se sigue repitiendo que el progreso científico, la economía de mercado, el desarrollo de la doctrina de los derechos humanos, las libertades individuales y sociales, la democracia, etc., son una conquista de las sociedades que han sabido despojarse de las “supersticiones” religiosas o, en el mejor de los casos, acomodando el cristianismo al «espíritu de los tiempos» humanista, positivista, racionalista. Esto último se consiguió cabalmente mediante la seudoreforma protestante, tan es así, que un sociólogo de la talla de Max Weber ha hecho de esta interpretación de la historia el libro que ha marcado la historiografía y la sociología oficial de los dos últimos siglos (me estoy refieriendo, por supuesto, a su libro “La ética protestante y el espíritu del capitalismo”). Pues bien, pese a Max Weber y a toda aquella vulgata post-weberiana que ha hecho de su teoría un arma arrojadiza contra la Iglesia Católica y la Civilización Cristiana (en muchas ocasiones sin siquiera leer una sola página del sociólogo alemán), hay que afirmar alto y claro que se trata de una monumental estupidez.

Prueba de ello no son sólo los estudios universitarios más serios de los ambientes académicos (en especial) norteamericanos, sino también la excelente trilogía escrita por uno de los mayores sociólogos de las religiones norteamericano, presidente de la prestigiosa Society for the Scientific Study of Religion, Rodney Stark. En el último volumen de su trilogía dedicada a “Los monoteismos”  se ha volcado alma y cuerpo en la tarea de desmontar toda la leyenda negra acerca de una Edad Media dominada por el irracionalismo y la superstición de una Iglesia Católica que impedía, con sus dogmas y su moral, el desarrollo científico, social, económico y humano de las sociedades. Para no desaprovechar tan alta oportunidad de reafirmarnos en la verdad histórica (que una vez más demuestra como la Verdad en su plenitud subsiste únicamente en la Iglesia Católica y, por tanto, el auténtico desarrollo integral de las personas y de las sociedades se da en las Civilizaciones – o Cristiandades – que hacen del Decálogo y de la Doctrina Social de la Iglesia su fundamento constitutivo) hemos decidido traducir la recensión al tercer volumen de la trilogía de Rodney Stark escrita por el también sociólogo de las religiones (y conocido de la casa) Massimo Introvigne *.

Antes de pasar a la recensión en cuestión quisiera sin embargo apuntar cómo esta leyenda negra acerca de la Civilización Cristiana romano-germánica como obstáculo al desarrollo social, humano y científico, ha penetrado lamentablemente en el horizonte cultural de los mismos católicos (ya sean “conservadores” o “progresistas”), tan es así que muchos – en una muestra indiscutible de trasvase ideológico desapercibido – acaban creyéndose y haciendo propios (aunque bien es verdad, con matices y categorías distintas dependiendo de la afiliación “conservadora” o “progresista”) los juicios de Max Weber sobre la historia de Occidente en los últimos siglos. De aquí la necesidad de un reforzamiento moral y cultural de la Iglesia Católica que reivindique lo mucho bueno que ha producido la inculturación de la Fe en la historia de los pueblos, sin por ello, evidentemente, obviar los errores y pecados cometidos por los hijos de la Iglesia en el transcurso de los siglos, como muy bien ha entendido y practicado el Magisterio de Juan Pablo II. Algo, por otra parte, que parece no ocurre en la Iglesia española, donde si por una parte hay tomas de conciencia positivas encaminadas a defender los derechos de las personas en clave natural y cristiana junto a un renovado fervor cultural y evangelizador, también siguen dándose casos como el de la emisora vinculada a la Conferencia Episcopal Española donde directores de programas líderes de audiencia reivindican su afiliación al pensamiento liberal.

Ahora bien, independientemente de sus méritos y valentía en defender principios como la Unidad de España, la libertad frente al totalitarismo cultural de las izquierdas, la libertad de mercado, la lucha contra el terrorismo, etc., ¿surgen tales principios de la Doctrina Social de la Iglesia, o bien del pensamiento liberal que subbyace a tales directores? ¿Es que una crítica hecha por tales individuos a la Constitución vigente – catalizadora, por otra parte, de todos los males que aquejan a nuestra Patria, empezando por el no reconocimiento explícito de la identidad católica de España, de la ley natural con su obligada defensa de la vida, del desmembramiento y falsificación de nuestra historia común mediante el reconocimiento de “nacionalidades” surgidas de mentes enfermizas, etc. – es exactamente igual a la que haría un católico ortodoxo y cumplidor de todo el Decálogo (incluido, por tanto, el Cuarto Mandamiento – por mucho que le pese a ciertos “católicos” nacionalistas críticos con los directores de programa aludidos - que nos obliga a amar al Padre y a la Madre y, por ende, a España, nuestra Patria común)?

Ya es hora, como nos recuerda el Sumo Pontífice gloriosamente reinante Benedicto XVI, de dar testimonio auténtico y de servirnos de los medios de comunicación para difundir el Magisterio de la Iglesia en todos sus aspectos (también el social a través de la Doctrina Social de la Iglesia) sin complejos ni temores, sino conscientes – como corrobora la historia – que sólo los católicos tenemos el mensaje de esperanza, libertad y felicidad en su plenitud, que todo hombre consciente o inconscientemente anhela en lo más hondo de su ser.

Bien, aquí tienen la recensión.

"Que el capitalismo nació en el mundo protestante, para modernizar la vieja y polvorienta Europa católica, como a menudo puede leerse todavía hoy siguiendo la estela de lecturas que ni siquiera son de primera mano del sociólogo alemán Max Weber (1864-1920), es una tesis hace ya tiempo abandonada por los historiadores y por los sociólogos de la economía. Se sabe desde hace tiempo que la economía moderna, cuyo “invento” ha sido atribuido por Max Weber a la segunda generación, baptista y metodista, del protestantismo (y no a la primera, luterana y calvinista), ya era boyante siglos antes de su supuesto nacimiento. Rodney Stark, actualmente profesor de Ciencias Sociales en la Baylor University de Waco, en Tejas, tras una larga carrera que lo ha llevado a presidir la prestigiosa Society for the Scientific Study of Religion y a ser considerado uno de los mayores sociólogos de las religiones, en el tercer volumen, The Victory of Reason, de una trilogía dedicada a la “sociología de los monoteismos”, va mucho más allá en las críticas corrientes a las tesis de Max Weber. Defiende por una parte que el catolicismo se sitúa  en los orígenes no sólo del capitalismo, sino también de la ciencia y de la noción de libertad personal (sin las cuales el capitalismo jamás hubiera surgido), y por otra que si acaso el protestantismo ha perjudicado la economía moderna naciente y ha retrasado su progreso.

“Los libros de texto escolares, apunta Stark, narran todavía que “(...) Occidente ha surgido precisamente cuando ha superado los obstáculos religiosos al progreso, especialmente aquéllos que impedían la ciencia. Estupideces: el éxito de Occidente, nacimiento de la ciencia incluido, descansa enteramente sobre cimientos religiosos, y las personas que están en sus orígenes eran devotos cristianos”. También quien  reconoce  algún mérito al protestantismo sigue siendo víctima – escribe el sociólogo americano (que no es católico) – de un “anticatolicismo académico”, que – a pesar de haber sido desmentido por los estudios universitarios más serios – no da señales lamentablemente de disminuir. He aquí entonces la necesidad de una respuesta articulada no sólo a Max Weber, sino a una vulgata post-weberiana utilizada por quien a menudo ni siquiera ha leído al sociólogo alemán para fines que tienen mucho que ver con la propaganda y bien poco con la ciencia académica. La vocación que ha llevado a Rodney Stark a especializarse en la sociología de las religiones ha surgido de la idea que se debía y podía contraponer un nuevo paradigma al dominante que todavía procedía ampliamente de Max Weber. Con The Victory of Reason, Stark cierra sus cuentas con el sociólogo alemán.

“Fundamentos”

“La obra de Stark está dividida en dos partes. En la primera – titulada “Fundamentos” (págs. 3-100) – el sociólogo americano desarrolla el modelo teórico que en la segunda parte aplica a la historia de Occidente. El punto de partida es familiar a cualquiera que conozca la sociología de Rodney Stark: la religión no es un fenómeno secundario que debe ser explicado a través de causas económicas y sociales, sino al contrario la realidad que explica – no única, naturalmente, ya que cualquier explicación monocausal es simplista – un gran número de fenómenos sociales, políticos y económicos. Ni se trata únicamente de la religión considerada a su vez como un fenómeno social: la idea de Dios que cada religión propone tiene consecuencias decisivas para la vida asociada.

“El Dios cristiano tiene esto de particular: ha creado el mundo según razón, lo cual implica que las leyes del universo puedan ser – aunque nunca del todo – descubiertas y entendidas por la razón humana. Stark cita, entre los muchos textos cristianos de los primeros siglos, un pasaje de Tertuliano (160-220) : “La razón es cosa de Dios, en cuanto nada existe que Dios, el Creador de todo, no haya pensado, dispuesto y ordenado según razón – nada que Él no haya querido que pudiera un día ser entendido por la razón”. Ya que entender las leyes según las cuales Dios ha creado y ordenado el universo no es fácil (aunque no es imposible, observando con atención el mismo universo), el descubrimiento de estas leyes podrá ser solamente gradual: de aquí la idea del progreso, y de un conocimiento que crece en el tiempo y se perfecciona – otro tema que diferencia al cristianismo de la mayoría de  las demás  religiones, para las cuales el conocimiento y la sabiduría declinan respecto de una edad del oro originaria e irrepetible, respecto de la cual no es posible progreso alguno sino sólo decadencia.

“El descubrimiento progresivo de leyes según las cuales funciona el universo es lo que acostumbramos a llamar ciencia. La mera invención de instrumentos útiles, sin teoría, no es ciencia. La teoría no verificada mediante la observación sistemática de la naturaleza, a su vez, no es ciencia, sino filosofía. En este sentido, Stark defiende que “ la verdadera ciencia ha nacido una sóla vez: en Europa”: y en la Europa cristiana, no en Grecia o en Roma. Los antiguos griegos estaban perfectamente capacitados para construir instrumentos desvinculados de la teoría, o de elaborar teorías ajenas a  la verificación empírica: no se trataba aún de ciencia. Aristóteles, por ejemplo, enseñaba que la velocidad de caída de un sólido es directamente proporcional a su peso, tan es así que una piedra que pesara el doble de otra debería haber caído desde el mismo punto a una velocidad doble de la segunda. “Una excursión a la más próxima colina le hubiera consentido convencerse que su idea era falsa”, pero la cuestión es que Aristóteles, que no obstante a veces hacía experimentos, no dejaba que éstos interfirieran con sus teorías.

“El problema, argumenta Stark, no reside en una falta de sentido común de Aristóteles sino en el clima religioso de la Grecia antigua: sus dioses son caprichosos e imprevisibles, no queda claro si tienen algo que ver con la creación del mundo (el mismo Aristóteles lo niega), y ciertamente no lo han ordenado de manera racional. La misma imprevisibilidad  de Dios explica por qué la ciencia no nazca en China o en India – donde falta la noción de un Dios personal y razonable que ha puesto orden en el mundo – y tampoco (aunque muchos se obstinen en pensar lo contrario) en el mundo islámico, cuya idea de Dios es la de un soberano que puede cambiar las leyes del universo cómo y cuándo quiera. Por lo tanto, grandes descubrimientos empíricos y desarrollos tecnológicos en sectores específicos no llevan a los musulmanes a la formulación de verdaderas y propias teorías científicas. Aquella misma corriente del islam que se inspira en Aristóteles absorbe únicamente aquellos aspectos de su filosofía que tienden a producir una teoría separada de la verificación empírica. En cuanto al judaísmo – al cual en los volúmenes anteriores de la trilogía Stark reconoce amplios méritos en la preparación de la posterior primavera cristiana – sus difíciles circunstancias tras la Diáspora lo llevan, como comunidad (y no obstante la participación individual de numerosos judíos a la empresa científica europea), a preocuparse más de la interpretación de la Ley divina como guía para la vida moral que del descubrimiento de las leyes que regulan la creación.

“Pero el cristianismo no se limita a inventar la ciencia. Inventa también la noción de persona humana, dotada de libertad y responsabilidad. Las leyes del universo que pueden ser descubiertas – y que en parte ya han sido reveladas, aunque en muchos casos la razón hubiera podido identificarlas por sí misma – no son únicamente de naturaleza científica: también las hay de naturaleza moral. Se tiene la obligación de conocerlas y de vivirlas, y la responsabilidad de quien desatiende esta obligación es únicamente  suya: no es consecuencia del Hado, como en la tragedia griega, o de reencarnaciones pasadas de las que nada sabemos, como en las religiones orientales. Surge así, propiamente, la persona, dotada de derechos (de aquí la larga lucha de la Iglesia contra la esclavitud) y de deberes. Estos derechos comportan también la libertad política – declinada de formas distintas según los tiempos y los lugares – y la tutela de la propiedad privada, aunque este último derecho no sea concibido como absoluto sino subordinado a las exigencias del bien común, según una casuística que alcanzará su ápice con la Escolástica de la Edad Media.

“Ciencia, libertad de la persona y propiedad privada son los tres fundamentos de la economía “moderna”, que en realidad no es en absoluto moderna sino medieval. En la Edad Media, sin saberlo (se dará cuenta sólo con los descubrimientos geográficos), la Europa cristiana aventaja al resto del mundo en los sectores de la ciencia, de la organización política y de la economía: “la idea según la cual en la Edad Media Europa precipita en la oscuridad es una mistificación creada por los intelectuales irreligiosos y agresivamente anti-católicos del siglo XVIII (pág. 35)”. Las definiciones de “economía moderna” y “capitalismo” son objeto de debates infinitos entre los historiadores y los sociólogos de la economía. La definición actual más corriente del capitalismo – evidentemente alternativa a las polémicas de cuño marxista, que lo reducen a explotación de los trabajadores – hace referencia a “(...) un sistema económico donde «empresas» relativamente bien organizadas y de larga duración, cuyos propietarios son privados, persiguen actividades comerciales complejas en el ámbito de un mercado cuando menos parcialmente libre, formulando sistemáticamente proyectos de largo plazo, elegidos según sus posibilidades teóricas de generar ganancias, que preven la inversión y la re-inversión (directa o indirectamente) de riqueza en actividades productivas que utilizan trabajadores asalariados (pág. 56)”.

“Si se adopta esta definición, los primeros “capitalistas” son los grandes monasterios medievales, y el capitalismo surge en siglo IX, no en el XVI como pensaba Max Weber. Y se desarrolla en los siglos sucesivos sobre todo en Italia, donde están presentes las tres citadas condiciones para el alumbramiento de la economía moderna: una pasión por la ciencia (cultivada en las mayores universidades de la Edad Media, como Padua y Bolonia, pero también en un sistema escolar pre-universitario superior al de todos los demás países), una libertad política consecuencia de la misma fragmentación en Municipios y pequeñas entidades estatales, lo cual imposibilita a un poder despótico y centralizador de interferir con la economía, y un reconocimiento no ilimitado pero suficientemente amplio del derecho de propiedad privada, fruto de la refinada elaboración de los teólogos cristianos medievales.

«Cumplimiento»

“La segunda parte entra en detalles históricos de sorprendente riqueza, si se considera que el autor no es un historiador de profesión, algunos de los cuales resumen teorías sobre las que ya existe entre los historiadores un amplio consenso mientras en otras ocasiones, como Stark admite, se trata de hipótesis a verificar mediante ulteriores estudios y sobre algunas de las cuales se puede cultivar alguna perplejidad. El fresco histórico que Stark traza es el del desarrollo del «capitalismo” (como lo hemos definido más arriba) sobre todo en Italia, donde son inventadas la banca moderna y el sistema de seguros, com un primado europeo incontrastado que dura hasta el siglo XVI y que permite que Italia, aunque militar y políticamente débil, domine económicamente el continente. “Hasta el siglo XVI también todos los bancos pequeños y medianos de Europa Occidental, además de los grandes, son italianos, y ciertamente no existen bancos internacionales que no sean italianos. Hasta ésta época todos los bancos en Inglaterra y en Irlanda son sucursales de bancos italianos, y lo mismo ocurre en Flandes. Y en Francia y en España durante toda la Edad Media los únicos bancos de los que conocemos la existencia son italianos (pág. 116) ; «también las sucursales más lejanas son administradas por personal contratado y formado en Italia, y todos los negocios son conducidos en lengua italiana» (pág. 116). Estas empresas italianas no operan a pesar de sino merced a la religión católica, cuyas enseñanzas morales son parte integrante de la formación del personal, al cual del resto han sido dadas intrucciones para que en toda Europa una parte de los beneficios sea destinada a la caridad y al culto. Sólo muy lentamente, aprovechando situaciones geográficas favorables o innovaciones tecnológicas en el sector textil y minero, el “capitalismo” italiano encuentra competidores en el Norte: primero en Flandes (católico), desde el cual el modelo capitalista pasa más tarde a Holanda (protestante); consiguientemente a Inglaterra (anglicana: y para Max Weber la religión anglicana no es menos ajena del catolicismo al “espíritu del capitalismo”).

“El declino del primado italiano en el silo XVII está ligado a la pérdida de uno de los tres elementos necesarios según el modelo de Stark para que el “capitalismo” florezca: la libertad política, secuestrada por señoríos despóticos y sobre todo por el dominio, francés y español. Una tesis fundamental de Stark es que, aunque en presencia de un trasfondo religioso cristiano, la economía moderna no puede florecer si falta un mínimo de libertad política, si el Estado es absolutista, si el centralismo se exprime (como casi siempre ocurre) en un aumento de los impuestos que cuestiona o limita el mismo derecho de propiedad privada. Desde este punto de vista el hecho que el capitalismo no haya florecido en Francia y en España, y que estos países fueran relativamente retrasados con respecto a Italia antes y a la Europa del Norte después, no depende del catolicismo sino del centralismo y del absolutismo. A pesar de las virtudes privadas que Stark reconoce con gusto a la mayoría de los reyes de España, él considera que – como los monarcas franceses – ellos adopten un modelo político centralista, estatista, y fundamentado en una elevada fiscalización, que no puede más que generar estancamiento y declino económico. España maquilla estos problemas por varios siglos merced a las riquezas que fluyen de las colonias: pero éstas – como el petróleo en las monarquías de la península arábica actual – se limitan a mantener con vida un enorme aparato estatal e imperial, sin estar realmente involucradas en la creación de una economía moderna. Aunque sobre la severidad con que Stark juzga a la España imperial se puedan avanzar dudas más que legítimas, es menester subrayar cómo insista en repetir que el retraso económico español (como, por otra parte el francés, menos mencionado por la vulgata histórica corriente) no depende en absoluto del catolicismo. Antes bien, el centralismo y el absolutismo tienen, por razones teológicas, sus teóricos más convencidos entre los protestantes y son combatidos por los teólogos católicos, especialmente por los jesuitas.

“En cuanto a Holanda, “dado que el capitalismo en los Países Bajos nace mucho antes de la Reforma no tiene sentido considerar al calvinismo como el origen del capitalismo holandés. Podría ser más acertado defender que el calvinismo ha causado la destrucción del capitalismo en amplias áreas de los Países Bajos (pág. 175)”, justificando formas políticas más despóticas y centralistas, causa principal del declino de la economía holandesa a favor de la británica. “No ha sido el catolicismo sino el absolutismo que ha impedido el capitalismo en Francia y en España, y lo ha destruido en Italia y en el Sur de Holanda (pág. 194)”.

“En cuanto a Gran Bretaña, y prescindiendo de la circunstancia ya citada que la religión anglicana para Max Weber – en cuanto a las afinidades con el capitalismo – es una variante del catolicismo y no forma parte de aquéllas formas de protestantismo que habrían generado la economía capitalista, no es su rechazo del catolicismo a conferir el primado económico mundial del cual goza a partir de finales del siglo XVI, sino la resistencia cuerpos intermedios y libertades ciudadanas y municipales que se remontan a la época católica y que, a pesar de los intentos de teólogos y filósofos influidos por el protestantismo de la Europa continental, la monarquía no consigue extirpar. Y la situación se habría repetido en el Nuevo Mundo, donde (aunque sobre este punto la argumentación de Stark es un poco rápida, y alguna perplejidad sigue en pié) los Estados Unidos habrían reproducido el sistema británico e Iberoamérica el español, con consecuencias económicas evidentes.

“Se ha defendido que el extraordinario éxito del protestantismo en Iberoamérica en el último cuarto de siglo – al cual, por otra parte, hay que contraponer un vigoroso crecimiento de la participación religiosa católica, lo cual confirma la tesis de Stark según la cual la competencia beneficia a la religión en general – podría acabar produciendo una clase empresarial protestante capaz finalmente de convertir a Iberoamérica en más “capitalista” y más próxima a los Estados Unidos. De esta tesis, a menudo repetida, faltaban verificaciones empíricas. En 2004 el sociólogo Anthony Gill ha publicado un estudio que Stark juzga finalmente adecuado, fundado en un amplio muestreo que afecta a Méjico, Argentina, Brasil y Chile. Gill ha descubierto que la diferencia de actitudes económicas no se da entre protestantes y católicos, sino entre cristianos practicantes y que toman en serio su fe (protestantes y católicos) por una parte, y cristianos no practicantes por otra. “Los católicos y los protestantes seriamente comprometidos en sus respectivas religiones no manifiestan diferencias relevantes en sus actitudes políticas y económicas. Ambos grupos son más liberistas en economía, más conservadores en política, más activos en apoyar causas cívicas y sociales, y más confiados en la posibilidad de tener buenos gobiernos respecto a sus conciudadanos que no son religiosos o lo son menos (pág. 231)». Gill concluye: «Está claro que Weber no está trabajando en Iberoamérica».

«Globalización y modernidad»

«Al final del libro, Stark propone una breve conclusión que lleva como título “Globalización y modernidad”. “El cristianismo ha creado la civilización occidental”: ¿pero puede ésta ahora andar sin la religión? Según Stark habría en teoría elementos para apoyar la hipótesis según la cual la confianza en un mundo que funciona según leyes racionales que la razón puede descubrir ha penetrado tan profundamente en el imaginario colectivo occidental que podría sobrevivir por generaciones aunque estuviera separada por su origen histórico, que proviene de la noción cristiana de Dios y de su creación. Pero hay dos elementos que cuestionan esta hipótesis. El primero es el declino de Europa, que parece paralelo de manera realmente sospechosa al rechazo de sus instituciones públicas de reconocer las raíces cristianas. El segundo es el éxito del cristianismo en todos los países no europeos que emprenden el camino de la modernización científica, de la libertad política y de la economía moderna. Muchos no se dan cuenta que en la época de la globalización muchos países en vía de desarrollo primero ven florecer amplias minorías (y a veces mayorías) cristianas y luego avanzan en el plano de la ciencia, de la democracia y de la economía.

«África se está haciendo cristiana tan rápidamente que hay más anglicanos en el Sur del Sáhara que en Gran Bretaña o en el Norte de América, por no hablar de las decenas de millones de baptistas, pentecostales, católicos o miembros de grupos protestantes de origen local – alrededor de la mitad de los africanos que viven en el Sur del Sáhara son cristianos» (pág. 234). Pero lo que ocurre en África no tiene parangón con lo que podría ocurrir en China, donde – subestimadas por  estadísticas falsas presentadas por el gobierno – las conversiones al cristianismo avanzan a un ritmo vertiginoso. En las palabras de 2003 dirigidas al periodista David Aikman por un intelectual chino – que ha preferido preservar  su anonimato pero que el periodista define “como uno de los mayores del país” -: “Una de las cosas que nos han pedido estudiar es la razón del dominio de Occidente sobre el mundo. Hemos estudiado todo lo que hemos podido desde el punto de vista histórico, político, económico y cultural. Por consiguiente hemos pensado que ustedes tenían el sistema político más avanzado. Posteriormente nos hemos concentrado en su sistema económico. Pero en los últimos veinte años hemos concluido que el corazón de vuestra cultura es vuestra religión, el cristianismo. Es ésta la razón por la cual Occidente se ha hecho tan poderoso. El fundamento moral cristiano de la vida social y cultural es el factor que ha hecho posible el surgimiento del capitalismo y la transición a una política democrática. Ya no tenemos dudas al respecto (pág. 21). “Yo tampoco las tengo”, concluye Rodney Stark.

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Ángel Expósito Correa

*www.cesnur.org/2006/mi_stark.htm



 

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