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La ley Pastor y sus desarrollos posteriores es el origen de millones de asesinatos de niños en sus primeros momentos de vida
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[Enlace recopilación de artículos sobre la manipulación embrionaria]

La evolución del pensamiento occidental a través del arte, o viceversa

por Arturo Fontangordo

El arte concebido y estudiado como un reflejo fiel de las vibraciones de la cuerda espiritual de su época.

Introducción

He tenido oportunidad de acceder a un breve, pero interesantísimo, texto de mi buen amigo el arquitecto José María Rubio Anaya, que lleva por título “Aproximación al Anticlasicismo Gótico”.

Se trata de unas páginas realmente sugerentes sobre filosofía del arte. En ellas, se enfoca el problema de la “ruptura” con el equilibrio clásico por parte del arte gótico como una consecuencia lógica del pensamiento medieval, teocéntrico y escolástico, enmarcándola en la búsqueda de la belleza. Cuestión esta de la belleza que trasciende las formas sensibles para acercarse, en sentido platónico y aristotélico, a la Belleza identificada con el Bien, y a la Belleza suprema con el Bien supremo, es decir, con el Acto puro, con Dios, en un ascenso intelectual hacia la Verdad, cuya tendencia está marcada en el alma del hombre.

A la luz de esta reflexión, la armonía clásica griega aparece con un claro carácter antropomorfo, a la medida del hombre, mientras que el desequilibrio vertical gótico sería una manifestación de la impotencia material del artista para plasmar en su obra el verdadero orden de las cosas, que es reconocido por su alma. Al hombre de hoy, impregnado, en el mejor de los casos (sobre esto volveré luego), de espíritu clásico, este desequilibrio le llega a resultar incomprensible, pues ciertamente lo es si se prescinde de la cosmovisión que lo alumbra. Precisamente al hilo de esto, justifica el autor la relación íntima que existe entre el gótico y la obra de Gaudí, erróneamente interpretada cada vez que se obvia su condición de católico, y su intención de poner su obra al servicio de su fe.

Sirva esta pequeña introducción para resumir el contenido del texto citado y para dar pie a las reflexiones personales que éste me sugirió. Reflexiones que se siguen de la tesis que intitula la primera parte del texto de José María Rubio: “El Arte como proyección del hombre”, el arte concebido y estudiado como un reflejo fiel de las vibraciones de la cuerda espiritual de su época.

La Antigüedad clásica

Como decíamos, el arte clásico griego, y, por extensión, el de Roma, es una manifestación de armonía, equilibrio y proporción. Naturalmente, sabemos que estamos haciendo una tremenda simplificación con esta afirmación tan general; hubo una evolución y una serie de estilos a lo largo de los más de 1000 años que cubre este período, pero podemos considerar que el espíritu que los alentaba era muy similar, por más que su decadencia en la época helenística y en los últimos siglos del Imperio fuese evidente.

La práctica religiosa en esta Edad Clásica está más relacionada con el orden social que con una verdadera búsqueda de la divinidad. Los hombres sabios, los filósofos, respetaban las creencias tradicionales politeístas más por los beneficios que, según ellos, aportaban a la polis y al Estado que porque tuviesen una fe auténtica. Es así que Aristóteles llega donde llega en sus investigaciones sobre el Primer Motor Inmóvil... El paso del mito al logos se había realizado ya, con todo lo que ello implicaba.

Considerado desde esta óptica, el equilibrio clásico proporciona a la razón humana una sensación de paz y de grandeza “autocomplacida”. Autocomplacencia que se debe a que se concibe al intelecto como exento de su parte más espiritual, a la razón sin relación alguna con el alma inmortal. Efectivamente, la experimentación de la “belleza” proviene de la analogía con la Belleza suprema, pero el artista clásico no es consciente de esta relación, y construye su obra de acuerdo con una forma aferrada al canon humano de perfección, a la satisfacción sensible. La grandeza del templo clásico es una grandeza sospechosa del mismo antropomorfismo que denunciaba Jenófanes respecto al panteón griego; cabría admitir, visto así, la objeción nietzscheana, cuando califica al espíritu apolíneo como “demasiado humano”. El clasicismo es, pues, el triunfo de la razón ajena a la Revelación, plenamente justificado en este caso dada su condición precristiana.

El cristianismo, con fuerza social real a partir del Edicto de Milán, a principios del siglo IV, no llega a tener tiempo de modificar estas concepciones artísticas dándoles continuidad, al producirse un cambio de era: llegan los bárbaros y arranca la Edad Media.

El Medievo

Si hablamos de pensamiento en la Edad Media, necesariamente hemos de hablar de Teología, de la ciencia suprema como entonces bien se concebía, a la que sirven las demás, incluyendo a la Filosofía. La Edad Media, pues, abarca desde la etapa última de los Santos Padres hasta el fin de la hegemonía de la escolástica.

La cosmovisión cristiana, por mor de la conversión progresiva de los pueblos bárbaros, imperó sobre la herencia grecolatina y sobre el propio paganismo prefilosófico de los invasores. El perfeccionamiento de los desarrollos teológicos guarda una exacta correspondencia con la evolución del arte medieval:
A) Primero, los diferentes artes prerrománicos, como el visigótico, el mozárabe o el asturiano en el caso de España. Más o menos toscos, intentan entroncar con escasos medios con la difuminada imagen del clasicismo que perduraba en el “subconsciente colectivo”, y se llegaban a ver influenciados en cierta medida por “culturas superiores”, como la bizantina.
B) Segundo, el románico del arco de medio punto y del contrafuerte, de los muros gruesos y las ventanas chicas, del alma recia y las proporciones modosas. Representa la solidez de los cimientos, pero, a la vez, la aparición de algo realmente nuevo y con unidad de espíritu, coherente en sí mismo. Aún sin alcanzar la plenitud, es condición de posibilidad de lo que luego llegue; una especie de adolescencia necesaria.
C) Por último, el arte gótico, el arte teológico por antonomasia. El arco ojival, apuntando hacia arriba, las etéreas arquivoltas sosteniendo el entramado constructivo, las vidrieras que llenan los templos de una fantasía luminosa, y las torres, esbeltas, lanzadas más que levantadas, que a punto parecen de despegar del suelo. El arte de la desproporción entre lo horizontal terrestre y lo vertical celestial; el punto de encuentro de la naturaleza caída con su Creador, hacia quien quiere elevarse. Cuando uno entra en una catedral gótica, ciertamente experimenta la sensación de alejarse del mundo. No es sólo la impresión física de grandiosidad; es un auténtico movimiento espiritual, que parece llevar al alma a cotas impensables cuando, minutos atrás, el cuerpo cruzaba un paso de peatones. ¡Qué bien se reza en una catedral gótica!

Es así el gótico el consecuente lógico y natural de las formas anteriores. El gótico se “asienta” en el románico, algo que es literalmente cierto en muchas construcciones, donde, lo dilatado de su construcción, hizo combinar los estilos.

Su explosión en el siglo XIII coincide con el período de mayor esplendor de la escolástica, una de las mayores cimas del pensamiento humano, cuando los sabios cristianos fueron capaces de dejar perfectamente dibujado para la historia el camino filosófico en el que se aunaban, como piezas del mismo rompecabezas que son, Fe y Razón.

Llegados a este punto, no se extrañará el lector si afirmamos que no encontramos que sea meramente casual la coincidencia en el tiempo del declive gótico con el ocaso escolástico del siglo XV. Ambos fenómenos van de la mano; ambos gigantes sucumben ante una nueva cosmovisión que supone un giro copernicano respecto al mundo medieval.

La Edad Moderna: Renacimiento, Barroco y Neoclásico

A partir del Quattrocento italiano, el veneno del antropocentrismo se instala en las conciencias de las clases cultas de una parte importante de Europa. No es este el lugar de profundizar en las causas y manifestaciones externas de este cambio radical. Durante los siglos XV y XVI, España fue prácticamente la única nación europea que, gracias al excepcional celo de sus católicos monarcas, conservó íntegramente su Fe, y mantuvo las escuelas de pensamiento en Teología, Derecho, Filosofía, etc., plenamente conformes a la doctrina de la Iglesia.

Sigue, por ende, sin ser casualidad, que la edificación y, en general, el arte religioso en España continuase siendo clarísimamente preponderante sobre el civil (lo que no sucedía en la Italia de los mecenas y condottieri), y que las influencias renacentistas pasasen prácticamente desapercibidas, sustituidas por estilos autóctonos, como el gótico flamígero, el herreriano o, incluso, el colonial en América. ¡Cuántas veces hemos oído despreciar estas formas artísticas como fruto del retraso español a la hora de recoger las “modas” europeas! Si hablamos de un siglo en el que España era el centro del mundo, ¿qué sentido tiene afirmar una falacia tan bobalicona?

El humanismo y el erasmismo generaron el caldo de cultivo, en Europa, que hizo posible el retorno a las formas clásicas, como consecuencia del retorno al hombre como medida de todas las cosas, como ombligo de las investigaciones especulativas. Para muchos de aquellos pensadores, la Fe en la que fueron bautizados dejó de ser el centro de sus vidas, para adoptar el papel de mero árbitro social que tenía el paganismo antiguo. Tirando del hilo, se llega a la Reforma protestante, al desgarro de la Iglesia, y a la herida abierta y supurante que sufre Occidente desde hace 500 años.

Sin embargo, en Trento tiene lugar la reacción. La Reforma católica o Contrarreforma, iluminada por el Concilio y ejecutada con precisión militar por los seguidores del Capitán de Loyola, planta cara y combate de tú a tú con la nueva posición intelectual mayoritaria. En el plano militar, el combate lo mantiene España frente a la entente de potencias protestantes y a la doblez de la católica Francia.

En cuanto al arte, el siglo XVII ve nacer un nuevo estilo católico, pedagógico y de lucha contra los herejes: el barroco. Supera al gótico en muchas facetas, en la escultórica y pictórica, sobre todo, como es lógico atendiendo a los progresos técnicos habidos en tres siglos, y a la preponderancia que se concederá a la representación de los santos y de escenas relacionadas con los dogmas recién definidos.

Pero, entre tanto, el racionalismo, heredero del humanismo de Erasmo, Petrarca y Castiglione, se había ido consolidando con Descartes, Spinoza, Leibniz y la mecánica de Newton, que, al quedar ya definida al margen de la Teología, como una cuestión “técnica”, escapa a su control y ejerce una insana influencia en las clases educadas, que estaban siendo progresivamente dominadas por las tesis racionalistas.

Así, el siglo XVIII es el siglo de la “Ilustración”; el siglo de Voltaire, Rousseau y Montesquieu; el siglo de la masonería deísta y presuntamente filantrópica; el siglo de la Enciclopedia frente a la Iglesia “oscurantista”; el siglo que culmina con la Revolución Francesa entronizando a la diosa Razón en Nôtre-Dame. El siglo XVIII es el siglo del neoclásico, el siglo de vuelta generalizada a la concepción antropocéntrica, con el imperativo categórico de Kant como telón de fondo de la nueva moral autónoma, que renuncia a la ley objetiva.

El deseo de fidelidad a los modelos antiguos se vio alentado por los descubrimientos arqueológicos que a mediados del siglo XVIII asombraron a Europa, principalmente las ruinas de Pompeya y Herculano. La voluntad arcaizante se expresa sobre todo en una arquitectura civil (e incluso religiosa, como el caso de la Iglesia de la Madeleine de París) de líneas rectas y proporciones clásicas, que recupera los cinco órdenes arquitectónicos empleados por los romanos, y por unos motivos en escultura y pintura que, abandonando casi por completo la temática religiosa, vuelven a representar principalmente escenas mitológicas paganas. Entre tanto, por cierto, en España se seguía haciendo barroco, una vez más.

El afán de recuperación de la Antigüedad se llegó a plasmar en los símbolos políticos: no es tampoco casual que los revolucionarios franceses reclamasen para sí la herencia estética de la República romana, ni que Napoleón hiciese lo propio con el Imperio (romano a secas; ni sacro, ni romano-germánico, que, históricamente, le quedaba mucho más cerca). Con las guerras napoleónicas, entramos en la última división histórica que plantearemos: la Edad Contemporánea.

La hidra de cien cabezas: el arte contemporáneo

Intentar una descripción sistemática del arte de los últimos doscientos años resulta tan complicado como abordar una historia de la filosofía de ese mismo período. ¿Qué nos encontramos al estudiar el pensamiento contemporáneo? El último sistema filosófico propiamente dicho, el de Hegel, y, a partir de ahí, un totum revolutum de idealismo y materialismo extremos, de positivismo, voluntarismo, nihilismo, irracionalismo, utilitarismo, psicologismo y existencialismo... Desde luego, no menos “ismos” de los que se encuentran en arte, hasta que ya ni siquiera con “ismos” se puede catalogar esta “hidra de cien cabezas”, como ocurre a día de hoy.

Quizás, para abordar la crítica de este período no merezca la pena entrar en el detalle de desglosar cada movimiento artístico y cada línea de pensamiento, y convenga más un examen del “espíritu de la época”, del común denominador que subyace debajo del revoltijo informe. Es, posiblemente, la única manera de forjar interiormente una idea clara, una visión general, un “aroma” de lo que es el mundo de hoy y el de nuestros abuelos: el hombre como centro, el leitmotiv de los diversos retornos al clasicismo, pero ya consolidado y llevado hasta sus últimas consecuencias.

Decía al principio que el hombre moderno está, en el mejor de los casos, impregnado de espíritu clásico. Es decir, en el mejor de los casos, aún no ha pervertido su gusto como para admitir las “propuestas” de los “artistas” de hoy, que buscan “la sorpresa y no la belleza”. Tengo a veces la impresión de que, con el arte contemporáneo, pasa lo mismo que con el retablo de las maravillas de Cervantes, que, por vergüenza, nadie se atreve a decir lo que todo el mundo ve, o sea, que se trata de un bodrio sin sentido. Pero estoy convencido de que aún hay una amplísima mayoría de intelectos que sigue encontrando lo bello en lo proporcionado y lo armonioso, en lo clásico; es natural que así sea.

Este párrafo induce dos consideraciones. La primera, en la que coincidimos plenamente con José María Rubio, es que el hombre contemporáneo encuentra muchísimas dificultades para comprender e interpretar el gótico y el arte medieval en su conjunto. Dificultades que se deben a su formación, a su estructura mental, que es ajena a las categorías que guiaban las cabezas de aquellos artistas. Obviamente, si le es difícil entender, absolutamente imposible le será crear de acuerdo con aquella concepción, salvo excepciones, como la ya comentada de Antonio Gaudí.

La segunda es que, pese a su aparente oposición diametral, en el fondo, el espíritu clásico y el espíritu moderno tienen el mismo origen: la ausencia de Dios. El primero, al buscar conscientemente la belleza, y al estar, originalmente, justificado por la falta de la Revelación, podría identificarse con la religión natural. Sin embargo, cuando dos mil años nos separan ya del Calvario, cuando contamos con dos mil años de Teología católica, y encontramos que el hombre renuncia voluntariamente a Dios como centro del Cosmos, abandonarse al clasicismo es sólo el primer paso antes de la degeneración.

Es útil aquí hacer un alto en el discurso y confrontar estas afirmaciones con algunas realidades artísticas contemporáneas:

a) El Romanticismo, que, en cierta medida es una vuelta al medioevo y al gótico, no conlleva, en absoluto, una restauración del pensamiento, sino que se trata de un mero esteticismo de raíz sentimentalista, alejado de la especulación racional. En el fondo, y a pesar de su apariencia externa, sigue formando parte del “espíritu moderno”, tanto en su versión artística como en la política, que admite intrínsecamente la soberanía popular y es el origen remoto del supuesto “derecho de auodeterminación” de los pueblos.
b) El arte en los tres totalitarismos del siglo XX:
*.- El caso del comunismo es la realización práctica del racionalismo que olvida la trascendencia, llevado hasta sus últimas consecuencias: ¿para qué buscar la belleza, si no es útil, si no sirve para nada? En definitiva, el último paso del materialismo
*.- En el nacionalsocialismo encontramos la paradoja de una doctrina reconocidamente irracionalista, de una mística pagana, combinada con una estética sublime, considerada desde un punto de vista clásico, de la armonía de la línea, de la grandiosidad apabullante, del ansia de perfección. Paradoja que exterioriza la identificación íntima entre lo clásico, lo pagano y lo irracional, cuando la razón humana ya no tiene excusa para dejar al margen a Dios, Uno y Trino.
*.- La democracia liberal, donde todo vale, de la que nos ocuparemos retomando la línea argumental.

Cerrado el paréntesis, continuamos. Lógico fue que, al bascular por última vez el centro de gravedad filosófico hacia el hombre, primeramente se retomase la estética clásica. Una vez afianzado el cambio en las conciencias, empero, la evolución hacia el Modernismo (la suma y compendio de todas las herejías, como bien aleccionaba San Pío X) es absolutamente evidente. Si se parte del hombre como centro, del hombre como medida de las cosas, se termina necesariamente en el relativismo moral y político, es decir, en el modernismo religioso y en el liberalismo.

De ese relativismo, de ese espíritu moderno, las consecuencias estéticas son exactamente las que hoy padecemos: todo vale, el arte es la “expresión emocional” del artista, no hay belleza y proporción objetivas, no hay ningún canon que respetar. El verso chirriante sustituye al soneto; el heavy metal y la música experimental a la sinfonía; los engendros del Guggenheim a Murillo; los “performances” a la danza y al teatro; las agrupaciones de chatarra a Miguel Ángel. Y, arquitectónicamente, la nueva teología se plasma en las iglesias planas, camufladas con el ambiente, asamblearias, sin vocación ascendente; en todas esas nuevas iglesias de los barrios de las ciudades, que tan poco ayudan al alma orante.

Impertérritas, contemplándonos desde lo más alto de sus torres, las catedrales góticas parecen preguntarse, o preguntarnos a nosotros: ¿cuándo nos volveremos a entender?<

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Arturo Fontangordo


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