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La ley Pastor y sus desarrollos posteriores es el origen de millones de asesinatos de niños en sus primeros momentos de vida
La ley Pastor y sus desarrollos posteriores es el origen de millones de asesinatos de niños en sus primeros momentos de vida
[Enlace recopilación de artículos sobre la manipulación embrionaria]

Jane Goodall: una visión crítica.

por Jesús Romero-Samper

Este artículo nos introduce a través de Jane Goodall en el Proyecto Gran Simio que impulsan las instituciones mundialistas relacionado con la propuesta de ley en el parlamento por la que el Sistema equipara los derechos de los animales a los de las personas y trae a colación una tendencia propulsada por el Discurso Cultural Dominante que pretende, no tanto beneficiar a los animales, cuanto degradar la dignidad humana, buscando igualar al hombre con los animales

Marzo de 2006, Jane Goodall cumple 72 años de edad , el mono “Cheeta” 74.

Biografía

Jane Goodall nació en Londres el 3 de abril 1934. Desde muy temprana edad mostró su interés por los animales salvajes. Aún conserva un peluche, un chimpancé precisamente, que le regalaron sus padres. Y es que Jane, a los once años quedó impresionada por las películas de Tarzán, concretamente por Johnny Weissmuller que interpretó al personaje de Edgard Burroughs entre 1932 y 1948. Se educó en Bournemouth, al sur de Inglaterra. Durante un tiempo trabajó como secretaria para una empresa productora de documentales. En 1957, con veintitrés años e invitada por un amigo, tuvo la ocasión de viajar a Kenia, donde poco después conocería, gracias a su perseverancia, al paleontólogo y antropólogo Louis Leakey (1931-1972). Impresionado por los conocimientos e interés de Goodall en la fauna africana, el Dr. Leakey le ofreció trabajo como asistente. Jane acompañaría a los Leakey en una expedición a la Garganta de Olduvai en busca de fósiles. Pero el anhelo de Jane era otro: estudiar los animales en libertad. Así, Louis Leakey le propondría realizar un estudio sobre los chimpancés salvajes del Lago Tanganyika. Sin embargo, el proyecto habría de vencer las reticencias de los funcionarios británicos, reacios a enviar allí a una mujer joven. Accederían, finalmente, cuando la madre de Jane, Vanne, se ofreció a acompañarla. Y es que Goodall siempre seguiría el consejo de su madre: “Jane, si realmente deseas hacer algo y pones todo tu empeño, aprovecha las oportunidades que se te presenten y nunca te rindas, y lo lograrás”. En julio de 1960 Goodall y su madre llegaron a la Reserva de Caza de Gombe (entonces Tanzania, hoy República Democrática del Congo), empezando a investigar a los chimpancés. Hoy, Gombe es un centro de investigación protegido por un Parque Nacional. Por un tiempo hubo de interrumpir los estudios de campo para completar su formación académica. En 1965 se doctoró en Etología por la Universidad de Cambridge y retornó a Gombe, donde desde hace cuarenta y seis años se viene estudiando ininterrumpidamente la vida de un grupo de chimpancés, sus miembros y genealogía. En 1986, Goodall toma conciencia de la problemática en que se encuentran los chimpancés, decidiendo alternar su trabajo de campo con una amplia labor divulgativa: “me di cuenta de que iban a desaparecer, de que los bosques donde viven iban a ser completamente talados y los habitantes de la selva empezaban a pasar hambre, comprendí que debía abandonarlos y explicar al mundo el peligro que corremos.” Año, precisamente, en el que la IUCN -como veremos- cataloga a la especie como “vulnerable”.

Contrajo matrimonio en 1964 con un fotógrafo de la National Geographic, el holandés Hugo van Lawick, con quien tendría un hijo en 1967 y del que se divorciaría en 1974. En 1975 se casaría, en segundas nupcias, con el británico Derek Bryceson, quien fallecería de cáncer cinco años después.

En 1977 creó en Washington, D.C. (Estados Unidos) el “Jane Goodall Institute for Wildlife Research, Education and Conservation”: institución dedicada al estudio y la conservación de los chimpancés, patrocinadora de proyectos de investigación en Burundi, Sierra Leona y Gambia. Paralelamente ha creado una red de reservas donde acoger a los chimpancés huérfanos: confiscados a los cazadores furtivos y a los comerciantes ilegales.

Su acceso al mundo académico le ha valido varios doctorados honoris causa. Ha recibido, asimismo, numerosos galardones: Premio Centenario de la National Geographic Society (1988); Medalla Hubbard de la National Geographic Society (1995); Medalla de Tanzania (1996); Medalla Benjamin Franklin; Mensajera de la Paz por la ONU (abril de 2002); Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica (2003); el título de Dama del Imperio Británico (2004); Medalla de Oro del 60 aniversario de la UNESCO (2006); Legión de Honor por Francia (2006). Al recibir el Príncipe de Asturias, con sesenta y nueve años, Jane declaró: “Emplearé el dinero del premio para ayudar a las buenas causas y hacer del mundo un lugar mejor”.

Infatigable conferenciante, entre sus proyectos destaca la celebración de las “Semanas para el Conocimiento de la Vida Salvaje”. En 1991 puso en marcha el programa “Roots and Shoots Clubs” (“raíces y brotes”), con el ánimo de fomentar entre los escolares el respeto y compasión por todos los seres vivos: actualmente hay más de tres mil clubes extendidos por sesenta y ocho naciones.

Entre sus libros destacan “In the Shadow of Man” (1971), “The chimpanzee of Gombe” (1984), “Through a window” (1990), “Visions of Caliban: on chimpanzees and people” (1993), “With love” (1994), “Reason for hope: a spitual journey” (1999) y “Jane Goodall: 40 years at Gombe” (2000)” en los que expone sus descubrimientos en el campo de la etología de los chimpancés. La primera obra referenciada, donde Goodall relata el comportamiento, las habilidades y la forma de comunicarse de los chimpancés, constituyó un éxito editorial entre las obras científicas más leídas. En el 2000 se publicó su autobiografía: “Africa in my Blood: An Autobiography in Letters”, “Gracias a la vida” en la traducción española. Su última obra, de la que es coatura con Marc Bekoff, ha visto la luz en el 2003: “Los diez mandamientos para compartir el planeta con los animales que amamos”.

Tres mujeres en el clan Leakey y más…

El Dr. Louis Leakey estaba convencido de que las mujeres poseen una especial sensibilidad para trabajar con los primates, un profundo poder de observación y un verdadero compromiso a largo plazo. Los hechos, los éxitos de sus colaboradoras, parecen -desde luego- darle la razón. Para conocer mejor la estructura social y la forma de vida de los homínidos primitivos, Leakey creía necesario estudiar la conducta de los primates vivos más cercanos al hombre: el chimpancé, el gorila y el orangután. En palabras del prestigioso antropólogo: “la conducta no se fosiliza”. Para llevar a cabo tan ambiciosa investigación, Leakey eligió a tres jóvenes científicas de campo: Jane Goodall, que estudiaría los chimpancés en Tanzania; Dian Fossey, que se encargaría de los gorilas de montaña en Zaire, Congo, Ruanda y Uganda; Biruté Galdikas, dedicada a los orangutanes de Indonesia.

Contemporánea de “Lady Chimpanzee”, Dian Fossey (Fairfax, California, 1932) fue la pionera en el estudio de los gorilas de montaña. En 1963 Fossey, ávida estudiosa de las obras del zoólogo George B. Schaller (un etólogo que en 1950 había estudiado los gorilas de Zaire), abandonó sus estudios de terapia ocupacional en la Universidad Estatal de San José, así como su trabajo en un hospital con niños discapacitados, viajando por primera vez a África, para encontrarse con el matrimonio Leakey en las excavaciones de Olduvai. Leakey la animaría a observar los gorilas de montaña (Gorilla beringei) y así, en 1967, se internó en las montañas de Virunga (Uganda), donde fundaría el Centro de Investigación de Karisoke.

Tras meses de seguimiento, Dian Fossey consiguió que los gorilas tolerasen su presencia. Para ello comía plantas silvestres como ellos, imitaba sus sonidos y empezó a comunicarse con ellos mediante un elaborado lenguaje de signos. Sus investigaciones demostraron que los gorilas no sólo no eran carnívoros, sino que tampoco eran, contra lo hasta entonces creído, violentos en absoluto. En reconocimiento a sus descubrimientos, la Universidad de Cambridge la nombraría Doctora en Zoología en 1974. A su vocación como etóloga, Fossey aunaba una decidida actitud proteccionista. Creó la Fundación “Digit”, a raíz de la muerte de un gorila así bautizado por ella, para luchar contra los cazadores furtivos. Los enfrentamientos con éstos culminarían con su asesinato en el campamento de Virunga, el 26 de diciembre de 1985: con cincuenta y tres años de edad y tras más de dieciocho estudiando a los gorilas. Actualmente apenas subsisten 600 gorilas de montaña.

En 1970 Leakey integró a Biruté Galdikas en el grupo de primatólogas. A diferencia de Goodall y Fossey, Galdikas si contaba con un postgrado en antropología. Biruté llegaría a Borneo en 1971 acompañada de su marido, de quien se divorciaría posteriormente. Quizás por su formación académica más exhaustiva, su metodología siguió más el protocolo científico. Sus registros cuentan con numerosas gráficas, tablas comparativas, mapas de distribución y estadísticas sobre los orangutanes de Borneo (Pongo pygmaeus).

Como veremos más adelante, la vida de las tres etólogas presenta una serie de dramáticos paralelismos.

El conocido como “clan Leakey” ha encontrado su perpetuidad en otras investigadoras de renombre. La psicóloga estadounidense Francine “Penny” Paterson lleva tres décadas estudiando el lenguaje, el vocabulario y la capacidad comunicativa de una gorila, “Koko”, que desde 1971 maneja más de mil signos, entiende perfectamente el inglés y posee un coeficiente intelctual de 80 (diez puntos por debajo de lo que la OMS considera “normal” en una persona).

Por su parte, la profesora Shelly Williams, primatóloga asociada al “Jane Goodall” Institute de Maryland (Estados Unidos), cree haber encontrado (2002) una nueva especie de primate, entre el gorila y el chimpancé, en Congo (http://www.celtiberia.net/articulo.asp?id=964).

Elizabeth Lonsdorf, doctoranda en la Universidad de Minnesota y miembro de la nueva generación de investigadores de Gombe, centra sus estudios en las habilidades de supervivencia que muestran los chimpancés jóvenes. Para ello recurre a las grabaciones en vídeo y a los análisis del ADN.

La presencia de etólogas en el estudio de los primates es una tendencia creciente: once primatólogas españolas trabajan en esta área (Jahme, 2002).

Algo sobre la biología de los chimpancés

Dentro de la clasificación taxonómica propuesta por la Antropología, se establecen tres grupos diferenciados: prosimios, simios y homínidos. Chimpancés, gorilas y orangutanes pertenecen a la familia Pongidae, dentro del grupo de los Catirrinos (“los monos del Viejo Mundo”).

Existen dos especies de chimpancés: el chimpancé común (Pan troglodytes), con cuatro subespecies (ssps. troglodytes, schweinfurthii, vellerosus y verus); el chimpancé pigmeo (Pan paniscus), menos polimórfico, que es el propio de las márgenes derecha e izquierda del río Congo. Circunscribiéndonos a esta última especie, en el ámbito del trabajo de Jane Goodall, comentemos algo sobre ella.

Pan paniscus es un primate arborícola (el 50-75 % de su jornada transcurre en los árboles), propio de las selvas húmedas de planicie y montaña (hasta los 3.000 metros de altitud). Su alimentación omnívora incluye diversas fuentes de recursos:

  • Vegetales: hojas y frutos de más de noventa especies distintas de árboles y plantas. También ingieren flores, cortezas y resinas.
  • Insectos: grandes cantidades de hormigas, termitas, larvas y orugas. No desprecian tampoco la miel de las colmenas ni las larvas de sus abejas.
  • Vertebrados: aves (polluelos) y sus huevos, jóvenes gacelas, cerdos salvajes, papiones, colobos rojos, monos azules, monos de cola roja.
  • Minerales: ocasionalmente ingieren algunas cantidades de tierra que contienen una cierta proporción de sal.
Aportaciones de Jane Goodall

Para comprender el etologismo extremo en el que se ha posicionado Goodall, que más adelante analizaremos, es preciso reconocer la vastísima compilación de observaciones realizadas durante más de cuarenta años en Gombe. Los estudios de campo de esta primatóloga abarcan la estructura social, vida sexual, afectividad y agresividad de los chimpancés. Una somera revisión de los mismos puede aproximarnos a entender mejor las motivaciones, actitud y pensamiento de Jane Goodall.

Uno de los aspectos más llamativos de los chimpancés es la capacidad que los individuos tienen de establecer relaciones amistosas entre sí; en palabras de Goodall (1986): “Las relaciones sociales de los chimpancés se asemejan en gran manera a las de los seres humanos, más, quizá, de lo que a muchos les gustaría admitir.” Si bien algunos individuos sólo contactaban circunstancialmente con algún otro, “otros frecuentaban la compañía de algún congénere determinado, mostrándose mutuamente una tolerancia y un afecto que creo sólo puede describirse con el nombre de amistad.” En realidad, esas estrechas relaciones se dan entre otros muchos vertebrados, no sólo simios: guepardos, elefantes, lobos o delfines, por ejemplo. Estas relaciones de amistad resultan particularmente firmes y duraderas entre los machos, puesto que las hembras se hallan sometidas a aquellos (adultos e incluso adolescentes). Para Goodall existía un innegable paralelismo entre las relaciones humanas y las de los chimpancés.

La infancia de los chimpancés, que dura cuatro o cinco años y finaliza con el destete, resulta una etapa crucial por cuanto supone de aprendizaje bajo la protección materna. En el grupo de Gombe, compuesto por treinta a cuarenta ejemplares, sólo se daban uno o dos alumbramientos al año: constituyendo un acontecimiento relevante. Exceptuando el juego con otras crías o con sus hermanos, la madre suele evitar todo contacto entre el recién nacido y cualquier adulto. Este periodo de dependencia permitirá a la cría, por imitación de la madre, familiarizarse con el medio, moverse con agilidad, perfeccionar la manipulación de objetos, aprender a buscar alimento y a preparar su propio nido.

Alcanzada la adolescencia, al cuarto año de vida, los juegos van creciendo en violencia, hasta el punto de ser severamente corregidos por los adultos. Es entonces cuando se produce el destete de la cría, iniciándose un progresivo alejamiento de la madre: independización que sucede antes entre los machos. No obstante, los chimpancés adolescentes mantienen una relación estable con sus madres hasta los diez u once años: una estrecha relación filial por la que se responsabilizan del bienestar de sus progenitoras. Cronológicamente esta etapa es decisiva, especialmente para las hembras jóvenes que, al permanecer junto a la madres que ya habrán alumbrado otra cría (sólo pueden dar a luz cada cuatro o cinco años), aprovecharán para familiarizarse con las conductas como futuras madres. Al no existir una vida familiar propiamente dicha, puesto que los padres no permanecen junto a las madres y sus crías, los adolescentes machos se alejaran de sus progenitoras en busca de la compañía de otros adultos, preferentemente de su mismo género. Esta diferencia supone una ventaja adaptativa para las hembras, en tanto que los machos deben desarrollar por sí solos la mayor parte de su aprendizaje. Entre estos últimos puede surgir una creciente tensión con los machos adultos, lo que les obligará a vivir aislados o a retornar temporalmente con sus madres. Y es que con siete u ocho años, los jóvenes machos ya tienden a aproximarse y dominar a las hembras: tentativas generalmente frustradas por las agresiones de sus congéneres adultos.

Las observaciones de Goodall confirman un diferente patrón comportamental entre los machos y las hembras adolescentes. Los primeros, entre los trece y los quince años, van incorporándose a una juventud más madura, integrándose en la jerarquía de los machos y alcanzando, incluso, un rango superior si los adultos observan en ellos una cierta superioridad en el alarde de aquéllos. En esta cuestión, efectivamente parece existir un paralelismo conductual con los varones humanos. Por lo que se refiere a las hembras, aún también entrando en la adolescencia a los siete años de edad, todavía tardarán dos años en ser fértiles y, lo que resulta más reseñable, manifestarán una fascinación por las crías: esa estrecha relación materno/filial que se extiende al recién llegado nuevo hermano. Puede deducirse, en paralelismo con las relaciones familiares humanas, una estrecha relación familiar entre las hembras no sólo por el cuidado de las crías, sino también en cuanto al aprendizaje de las funciones maternales: un garante adaptativo –al fin y a la postre- de claro carácter evolutivo. La interpretación de las observaciones de Jane Goodall parecen, hasta este punto, coincidentes con el comportamiento de las mujeres.

Ahora bien, por qué los chimpancés machos son tan extremadamente independientes, desinteresándose de toda relación pseudofamiliar: no se mantienen relaciones estables de pareja, entre cada gestación (cuatro a cinco años); no existe una fidelidad en la unión (como, por ejemplo, sí existe en los alcatraces); no hay cuidado alguno a las crías (papel que queda relegado a las hembras); sólo muestran una doble preocupación, la escalada en la jerarquización social y la potencial cópula con todas aquellas hembras disponibles.

Cuando una cría cae enferma, la madre parece comportarse con indiferencia. Y en caso de que muera, la llevará sobre la espalda hasta que decida abandonarla. Un comportamiento nada parecido, desde luego, al de los humanos.

En relación a las crías que quedan huérfanas, Goodall apunta un curiosa observación: suelen ser adoptadas “por un hermano mayor y no por otra hembra con hijos propios que podría proporcionarle el alimento, la protección y seguridad necesarias para su normal desarrollo.” Los tres años de edad parecen constituir un factor limitante en la supervivencia, un huérfano menor de esa edad depende estrechamente de la leche materna.

Las relaciones sociales entre los chimpancés no se limitan sólo a las afectivas ya reseñadas. No menos relevante es la agresividad observada. La más destacable es la referida a los enfrentamientos con los papiones, si bien estos últimos desarrollan un comportamiento más agresivo que los chimpancés. A nivel intraespecífico, las actitudes agresivas de los machos tienen por objetivo la escalada en la jerarquía social. Es así como se disputa el puesto de líder del grupo, conocido como “macho α”. Estas luchas dejan siempre un poso de venganza entre los perdedores, que se dirimirá en nuevos enfrentamientos a la mínima ocasión: algo que en las sociedades humanas, cuanto más cultas y civilizadas, sucede puntualmente pero no como norma. Es asimismo mencionable la formación de coaliciones entre los chimpancés antes de llegar al enfrentamiento, buscando así el éxito en la unión de sus fuerzas. El poder para un macho α significa (Goodall, 1994): “el respeto de todos los demás miembros de su grupo social y el derecho a acceder el primero a cualquiera de los lugares de alimento o a toda hembra atractiva que le fascinara.”

En segundo lugar, cabe mencionar la agresividad en el ámbito sexual. “La meta de un macho consorte es guardar a su hembra de los machos rivales durante el tiempo en que es más apta para la concepción” (Goodall, 1994). Los machos repudiados sexualmente pueden desarrollar un comportamiento fuertemente agresivo. Y un macho que elija en exclusividad una hembra que esté en el máximo de su atractivo, tendrá serios problemas para alejar de ella a otros machos merodeadores.

Sin duda, el mayor grado de agresividad se manifiesta en los esporádicos casos de canibalismo. Goodall refiere el caso de una cría devorada, en presencia de su madre, por miembros de otro grupo: “En otra ocasión, un grupo de machos atacó a una hembra de una comunidad vecina, la malhirieron, le quitaron a su hijo y lo devoraron parcialmente.” En algún documental televisivo hemos podido contemplar otros casos, en las situaciones que Jane califica como “guerra”: luchas que se producen entre distintas patrullas por salvaguardar su dominio territorial. Cuando dos o más machos patrullan (al menos dos veces por semana, según Goodall: ( http://www.muyinteresante.es) y se encuentran a un forastero solitario, se desencadena una persecución feroz que culmina con el asesinato de aquel y la ingesta de sus restos. Si se encuentran con hembras que portan a sus crías, el desenlace es más brutal si cabe: atacan salvajemente a las primeras, pero no las matan; a las segundas se las comen. Este comportamiento, observado también en los leones, asegura -de una parte- la descendencia de los atacantes y -de otra- la eliminación de los descendientes de sus rivales. Los enfrentamientos entre grupos pueden llegar al exterminio completo de una comunidad rival, en el que sólo se respetarán las hembras adolescentes. Goodall siguió una de estas “guerras” entre dos grupos, que duró cuatro años y finalizó en 1978 con la extinción de uno de ellos. En la especie humana el canibalismo se limita a relictos ritos en ciertas tribus (Nueva Guinea), o a puntuales casos de extrema hambruna: en ambos casos, siempre sobre individuos muertos, que no asesinados.

El aporte proteínico en la dieta de los chimpancés no resulta desdeñable. Goodall (1986) escribe sobre “chimpancés devorando jóvenes boosbogs, cerdos salvajes y papiones, así como colobos rojos, incluso pequeños adultos, monos de cola roja y monos azules.” La obtención de carne exige la organización de cacerías, una forma de cooperación en la que participa prácticamente todo el grupo, si bien los grandes machos actúan como dirigentes. Serán estos últimos los que, una vez obtenida la presa, agredan violentamente a los miembros de inferior rango que pretendan comer antes que ellos.

Una de las más fascinantes aportaciones de Jane Goodall a la etología de los chimpancés, posteriormente corroborada por otros autores, es el descubrimiento del empleo de herramientas por parte de éstos, entendiendo como tales: objetos naturales, modificados o no, empleados con un fin. Se ha observado el empleo de piedras como cascanueces: “no hay evidencia alguna de que las piedras empleadas hayan sido retocadas, pero si parece evidenciarse una homogeneidad en cuanto a su dureza, forma y tamaño y que algunas han sido acarreadas desde una cierta distancia” (Sabater Pi, 1984).

Merfield & Miller (1956), en el bosque denso del Camerún meridional, observaron la utilización por los chimpancés de unos bastones para la extracción de miel. En la región de Okorobikó, Sabater Pi (1984) dedujo que dichos bastones (variables en longitud y diámetro, así como en la madera de la que estaban constituidos) eran elaborados en un lugar distinto y distante de aquel donde se encontraban las colmenas. Es decir: los chimpancés son capaces de modificar un objeto natural y transportarlo para su uso. Ahora bien, parece que, tras su empleo, los chimpancés no guardan estas herramientas para ulteriores empleos. Esto podría tener justificación en el hecho de que las comunidades son errantes: al ir desplazándose por el bosque y construyendo sucesivos nidos para pernoctar, resultaría embarazoso cargar con estas herramientas (piedras y bastones). Otra significativa diferencia conductual con el ser humano. Goodall, por su parte, observó como los chimpancés seleccionan ramitas para extraer termitas de sus nidos, así como para el aseo personal.

Goodall (1986) refiere otros elementos empleados: “el chimpancé suele utilizar, a modo de esponjas, hojas previamente masticadas para absorber el agua de lluvia que no puede alcanzar con sus labios; utiliza hojas para frotar una herida abierta en la región posterior; también utiliza hojas a modo de papel higiénico o para limpiarse de barro.”

Amenazas que sufren los chimpancés

En 1960 existían alrededor de un millón de chimpancés. En el 2.000 apenas subsistían 150.000. Las cifras no son muy exactas, mas bien estimativas. Así, la propia Goodall, en una entrevista concedida recientemente ( http://www.muyinteresante.es) comentaba: “En las selvas que desde la costa oeste de África cruzan el cinturón ecuatorial hacia el Este y llegan a la zona occidental de Tanzania y Uganda, vivían dos millones de chimpancés; ahora quedan 200.000. Y muchos de ellos están en pequeños grupos tratando de sobrevivir. Incluso mis famosos chimpancés de Gombe están en la misma situación. Cuando llegué había unos 250 y ahora apenas quedan 120 en todo el Parque Nacional.”

El estado de conservación de Pan paniscus es crítico, estando catalogada como especie en peligro según la lista roja de la IUCN (Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza) ( http://www.redlist.org). Esta categoría se refiere a las especies expuestas a un alto riesgo de extinción, con poblaciones sometidas a una reducción igual o superior al 50 % de sus efectivos. Sin duda, el trabajo de Jane Goodall ha contribuido a clarificar el estatus del chimpancé pigmeo. Así, en 1965, coincidiendo con el doctorado de Goodall como etóloga por Cambridge y su retorno a Gombe, el estado de conservación del chimpancé pigmeo se consideraba inadecuadamente conocido por falta de datos. En 1986 la IUCN catalogó a la especie como vulnerable: estatus que duraría hasta 1994. Desde 1996 ha pasado a ser una especie en peligro de extinción.

En la misma situación se encuentra Pan troglodytes, con poblaciones sumamente vulnerables en veinticinco países del África ecuatorial: Angola, Benin, Burkina Faso, Burundi, Camerún, República Centroafricana, Congo, República Democrática del Congo, Costa de Marfil, Guinea ecuatorial, Gabón, Gambia, Ghana, Guinea, Guinea-Bissau, Liberia, Mali, Nigeria, Ruanda, Senegal, Sierra Leona, Sudán, Tanzania, Togo, Uganda.

La IUCN señala cuatro causas que amenazan la subsistencia del chimpancé pigmeo:

  1. La pérdida de hábitat (degradación) por causas agrícolas, debido a la extensión de los cultivos en los bosques subtropicales.
  2. La pérdida de hábitat (degradación) por causas forestales, dada la progresiva deforestación que causan las extracciones madereras en los bosques subtropicales. En estrecha relación con el comportamiento agresivo desarrollado por los chimpancés, comenta Goodall: “la mayor de las amenazas es la de las compañías madereras que recorren el continente talando los bosques y les obligan a desplazarse fuera de sus territorios. Esto les puede ocasionar la muerte a manos de otros chimpancés, ya que se trata de animales con un fuerte sentido de la territorialidad.”
  3. La pérdida de hábitat (degradación) por el desarrollo de infraestructuras, conforme se estabilizan y progresan los asentamientos humanos.
  4. La expansión de la agricultura, ganadería y caza en el hábitat de la especie.
Pero hay otras causas que, si bien no señala específicamente la IUCN, denuncia la propia Goodall ( http://www.muyinteresante.es): “Hay varios peligros para los chimpancés: uno de ellos es ser cazados como alimento para los refugiados que huyen de las guerras en sus territorios, como Zaire, Ruanda y Burundi. Otro peligro es ser capturados para venderlos como atracción en los parques occidentales o como alimento exótico en determinados restaurantes; tenemos localizados algunos de éstos en ciudades como Amberes, Londres o Nueva York”. La caza de chimpancés constituye una amenaza fehacientemente corroborada: “La carne es cortada, ahumada y transportada a las ciudades. Allí, la élite urbana pagará más por la carne de bosque que por el pollo o la cabra. Es su preferencia cultural”. En el centro de Tchimpounga, fundado por Jane Goodall, se acogen alrededor de 115 de chimpancés huérfanos. También son cazados por los 2.000 trabajadores de las compañías madereras que trabajan en los bosques de la zona.

El Proyecto Gran Simio

En 1993 un grupo de treinta y cuatro sociobiólogos, filósofos, antropólogos, juristas y etólogos, con una manifiesta presencia de anglosajones (Jane Goodall entre ellos), hizo pública la iniciativa del Proyecto Gran Simio (“Great Ape Project”, Cavalieri & Singer, 1993), así como la llamada “Declaración de los Grandes Simios Antropoideos”. Este documento se planteaba perspectivas más ambiciosas y contundentes que las recogidas en la “Declaración universal de los derechos del animal”, aprobada por la UNESCO en 1977 y ratificada por la ONU.

El lema de esta declaración, “la igualdad más allá de la humanidad”, ya denota claramente uno de los principales fines del proyecto (abreviadamente PGS, acrónimo que curiosamente recuerda al PGH: Proyecto Genoma Humano): ampliar la “comunidad moral” de los iguales al grupo zoológico de los grandes simios (chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes). En sus propias palabras (http://www.proyectogransimio.org): “La idea es radical pero sencilla: incluir a los antropoides no humanos en una comunidad de iguales, al otorgarles la protección moral y legal de la que, actualmente, sólo gozan los seres humanos”. Los integrantes del proyecto aducen ampararse en los más recientes aportes de las ciencias naturales (biología, evolucionismo darvinista, etología, psicología animal, genética) para plantear un cambio en el concepto tradicional de especie, especialmente en lo tocante a la distancia filogenética que nos separa de los grandes simios. En realidad, esa forzosa aproximación entre especies, hasta -prácticamente- la dilución del significado del término, se argumenta en base a una serie de supuestas similitudes halladas:

  1. Las referidas a las capacidades intelectuales, como serían: el uso de un lenguaje articulado, la resolución de problemas, el empleo de herramientas, capacidades éticas, morales y políticas.
  1. Aquellas otras relativas a la vida psíquica y emotiva: amistad, amor por los cuidadores, decepción, miedo, dolor, padecimientos varios.
Mencionábamos que se pretende derribar el concepto de especie porque así se anuncia ( http://www.proyectogransimio.org): “Derribando la barrera de la especie”. El Great Ape Project lo preside, paradójicamente, Peter Singer, un catedrático de Bioética del Centro por los Valores Humanos de la Universidad de Princeton, excesivamente preocupado en “incluir a los antropoides no humanos en una comunidad de iguales, al otorgarles la protección moral y legal de la que, actualmente, sólo gozan los seres humanos”, pero no en defender con igual celo -por ejemplo- la vida de los embriones humanos… al menos, no se conoce aporte bioético alguno de su pluma. En España el PGS es presidido por un conocido naturalista, no un biólogo, de popularista presencia en la televisión: Joaquín Araujo.

En honor a la verdad, las argumentaciones del PGS precisan de una sucinta pero detallada réplica, al menos si queremos ser honestos con esos recientes aportes de las ciencias naturales. Detengámonos escuetamente en algunos puntos clave.

La Genética corroborando la diferenciación

A menudo se ha citado la proximidad genética entre los chimpancés y el hombre, porcentuando la diferencia entre el genoma de ambos en un 1,2. En septiembre de 2005 la revista Nature dedicó prácticamente un número monográfico al chimpancé, en el que se ofrecía la secuenciación completa de su genoma, además de otros cuatro artículos sobre: la cultura, el comportamiento, la psicología y la evolución neurológica de esta especie. La secuenciación publicada muestra que, considerando sólo las sustituciones de nucleótidos (de bases), nuestro ADN difiere en el 1,23 % del del chimpancé. Ahora bien, existen otra serie de variaciones, como son las duplicaciones y reordenaciones en extensos segmentos de ADN, que añaden otro 2,7 % de diferencias; es decir: las disimilitudes suponen un 3,93 %, más del doble de lo creído hasta la fecha. Ese cerca de 4 % suponen 35 millones de bases diferentes y muchas variaciones cromosómicas. La mayor diferencia hallada, de momento, corresponde al cromosoma Y (recordemos que los ♂♂ son XY) y la menor al X (las ♀♀ son XX); es decir: es como si el cromosoma Y del chimpancé se hubiera quedado atrás, mientras que el humano se ha mantenido a lo largo de seis millones de años. Esto se debe a que el cromosoma Y del chimpancé acumula tal cantidad de mutaciones que le están haciendo menos útil. En el hombre, en cambio, el cromosoma Y es capaz de ejercer una cierta “selección purificadora”, por la que es capaz de corregir por sí mismo los errores genéticos. Esa selección purificadora ha sido, durante la evolución humana, mucho más eficaz de lo que se creía. Siete regiones del genoma humano divergen de las homólogas en el chimpancé y exhiben claros indicios de selección natural, una -por ejemplo- contiene elementos que regulan un gen que participa en el desarrollo del sistema nervioso, otra contiene genes ligados al habla. En el análisis de las particularidades genéticas del chimpancé y del hombre, se puede hablar de tres clases de genes:

  1. Con los chimpancés compartimos unos cuantos genes que han cambiado más rápido, en ambas especies, que en otros mamíferos. Entre ellos, los involucrados en: la percepción de sonidos, la transmisión de señales nerviosas, el intercambio celular de iones o de moléculas con carga eléctrica.
  1. Otros genes han evolucionado mucho más rápido en los hombres que en los chimpancés, como -por ejemplo- los que codifican los factores de transcripción: moléculas que regulan la actividad de otros genes y que desempeñen un decisivo papel en el desarrollo embrionario.
  1. Finalmente, se detectaron más de 50 genes presentes en el hombre que han desaparecido total o parcialmente en el chimpancé. Por ejemplo, tres involucrados en los procesos inflamatorios defensivos. Por su parte, los chimpancés cuentan con un gen (no presente en el hombre) que codifica una proteína clave en la protección contra el Alzheimer.
Los datos aportados por Cheng et all (2005), en uno de los principales artículos publicados en Nature, muestran que una parte importante de las diferencias entre ambos genomas se localizan en una zona del ADN hasta ahora carente de sentido. Sólo un 1,1-1,4 % del ADN humano, según las primeras conclusiones del Proyecto Genoma Humano, codifica a proteínas: al resto (un 98,9 – 98,6 %) aun no se le ha encontrado utilidad, por lo que se conoce como “ADN basura”. Pues bien, es una región de este ADN basura donde se han encontrado esas divergencias, una región involucrada en la regulación o duplicación. Cinco millones de estos fragmentos de ADN (un 1,23 %) difieren, entre el chimpancé y el hombre, debido a la inserción o destrucción de algún nucleótido.

Alrededor del 33 % de los segmentos duplicados del ADN humano son específicos de nuestro genoma. Estos segmentos pueden moverse a diversas regiones del genoma. En el hombre hay unos 7.000 segmentos “transportables”, frente a los 2.300 encontrados en el chimpancé, lo que indica que éstos han sido menos activos en los primates. Por ende, muchos de los genes situados en dichos segmentos se expresan de forma diferente en cada especie.

Así pues, es claro que la diferencias a nivel genético entre los hombres y los chimpancés no sólo son mayores de los que se pensaba, sino que ofrecen visos de ir creciendo conforme, por ejemplo, se vaya encontrando el significado del llamado ADN basura. Es por ello que entre los integrantes del Proyecto Gran Simio no conste ningún genetista, ni en el libro, del mismo nombre (Cavalieri & Singer, 1998) ningún artículo referido al estudio del genoma. Razón por la cual, los miembros del proyecto se centran en las argumentaciones más arriba señaladas: las referidas a las capacidades intelectuales y aquellas otras relativas a la vida psíquica y emotiva.

Cabe señalar, no obstante, que en la página web en español del Proyecto Gran Simio ( http://www.proyectogransimio.org) se mantiene una información en absoluto actualizada ni confrontada, conforme a lo ya resumido sobre el monográfico nº 7055 (septiembre de 2005) de Nature, donde textualmente se puede leer: “Un análisis más exhaustivo de los genes de los chimpancés demuestra que estos son más cercanos a nosotros de lo que se pensaba; hasta el punto de que Morris Goodman, el investigador que ha realizado estos trabajos en la Universidad de Wayne, propone que se incluya a los chimpancés en el mismo género que el nuestro; o sea, que pasen de llamarse Pan troglodytes a Homo troglodytes y así tener el mismo género que nosotros (los Homo sapiens)”. Resulta evidente que hay quienes, empeñados en derribar el concepto de especie desde un etologismo extremo, se niegan a asumir los resultados de la genética. Para cualquier biólogo resulta fácilmente establecer el concepto de especie, basado en la perpetuidad de los miembros pertenecientes a la misma. Que Goodman y otros colaboradores del PGS pretendan derribar el concepto de género e, incluso, el de especie denota, desde un magnánimo juicio, una absoluta ignorancia científica. Textualmente señala Beyer Ruiz (2005): “El esposo de Biruté [se refiere a la primatóloga Biruté Galdikas], quien le acompañó durante un par de años, se divorció indicando que no estaba dispuesto a compartir la cama con más orangutanes huérfanos”. Que los científicos se desplacen, pongamos por caso, al África ecuatorial para estudiar a los chimpancés es un hecho: lo que es un irrefutable imposible es que los chimpancés vengan a estudiarnos a Occidente.

Las capacidades intelectuales

La “Declaración sobre los Grandes Simios” incide en los siguientes tres puntos: el derecho a la vida, la protección de la libertad individual, la prohibición de la tortura. Nobles propósitos a los que ningún defensor de la vida, en su más amplio sentido, puede objetar nada. Nada, si no fuera porque el proyecto deriva hacia cuestiones más extremas y delicadas, en tanto sus autores, Jane Goodall entre ellos, no ocultan su pretensión de hominizar a los primates: ese “derribar la barrera de la especie”, sostenido por el citado Morris Goodaman. Las repercusiones del proyecto, no difíciles de prever, pueden -por ejemplo- incluir el vegetarianismo activo. Y a quién acabará englobando la “comunidad de iguales”: quizás a los animales de granja. ¿Se frenará la investigación biomédica que experimente con animales de laboratorio? Son preguntas que, a buen seguro, habrán de ir solventando los integrantes del PGS.

En cuanto al uso del lenguaje articulado, no es cierto que los chimpancés ni otros primates presenten esta facultad. Carecen, para empezar, de cuerdas vocales. Ya se mencionó que, entre las siete regiones del genoma humano divergentes de sus homólogas en el chimpancé, una contiene genes ligados a la capacidad del habla: algo exclusivo del ser humano. El “lenguaje” de los chimpancés se limita a un sistema de signos y gestos muy reducido, no a un habla desarrollada. Dian Fossey, como apuntábamos, consiguió comunicarse con los gorilas mediante un elaborado sistema de signos. Y Francine “Penny” Paterson logró enseñar más de mil signos a una gorila, en el laboratorio eso sí. Lo que han conseguido estas etólogas es enseñar, artificial y forzadamente, una cierta modalidad comunicativa (que no lenguaje articulado) basada en el lenguaje americano de los sordomudos (el “Ameslan”): en símbolos. Roger Fouts (1999), miembro del PGS, alardea en su libro de llevar treinta años “conversando” con un chimpancé procedente del Programa Espacial de EEUU, eso sí: a través del lenguaje de signos. Permítasenos poner algunos ejemplos aclaratorios. Distintas especies de aves (loros, córvidos,…) pueden aprender a “hablar”, mejor dicho, a “decir” frases cortas. Si se trata de que nos imiten, prueben ustedes mismos a imitar, con el silbido, el canto de los mirlos de nuestros parques: se sorprenderán con sus respuestas. Por no ser insistente, mencionaré el caso de los perros, también capaces de memorizar y reconocer hasta mil palabras. Mi perro, de momento, no llega a tanto: pero nos entendemos bastante bien, aunque -desde luego- no hablemos ni compartamos lenguaje articulado alguno.

En una insistente defensa de las habilidades comunicativas de los chimpancés, Pedro Pozas Terrados, miembro del Proyecto Gran Simio, ( http://www.medio-ambiente.info/displayarticle243.html) llega a afirmar: “Algunos también han aprendido a comunicarse mediante máquinas de escribir diseñadas para ellos o tarjetas marcadas con símbolos cuyo significado habían aprendido”. Grigg (1990) nos plantea un cálculo probabilístico muy curioso. Imaginemos un mono sentado frente a una máquina de escribir especialmente diseñada para su fácil manejo, ¿cuánto tiempo le llevaría escribir correctamente el primer versículo del Salmo 23 (“Jehová es mi pastor; nada me faltará”)? El resultado es asombroso: 7,2 x 1063 años (la edad de la Tierra es de 4,6 x 107 años).

Respecto al empleo de herramientas, no reiteraremos lo ya señalado. Cabe señalar que existen muchas especies animales que no sólo emplean herramientas (objetos del medio, más o menos modificados), sino que se sirven de otras como tales. Sin ánimo de ser exhaustivos, citaremos cuatro ejemplos. Los picamaderos de las bellotas, unos pájaros carpinteros, excavan cientos de agujeros en árboles muertos para guardar, como auténticos graneros, nueces. En California, las nutrias marinas sureñas emplean, a modo de yunques, piedras del fondo marino para quebrar moluscos, crustáceos y erizos marinos: piedras que suben desde el fondo, pues emplean estas “herramientas” en flotación. Tercero, un ave que se sirve de un mustélido como herramienta: el pájaro melero, en el desierto del Kalahari, se aprovecha de la glotonería del ratel (muy similar a nuestro tejón), guiándolo con su canto, para compartir la miel de las colmenas. Algunas especies de hormigas (Oecophylla smaragdina, por ejemplo) entretejen las hojas ayudándose del hilo que secretan sus larvas: portándolas entre las mandíbulas, van hilvanando. Y en cuanto a la habilidad para construir nidos, ¿por qué asombrarnos tanto de que los chimpancés los construyan cada tarde?, acaso no lo hacen las aves, algunas de ellas (cigüeñas, por ejemplo) como viviendas “fijas” para muchos años: una verdadera solución habitacional.

Hablar de capacidad de resolver problemas resulta, cuando menos, ambiguo, por ser una habilidad nada extraña en el mundo animal. En primer lugar, habría que establecer qué clase de problemas y en qué ámbito se plantean. No es lo mismo ensayar un método de aprendizaje sobre el modelo ensayo/error en el laboratorio que en la naturaleza. En aquél ustedes pueden, pongamos por caso, enseñar a un ratón a hacer maravillas: recorrerá el laberinto, abrirá la puerta del mismo, accionará la palanca y obtendrá su alimento. Ahora bien, ¿nunca se han encontrado, en el campo, un desesperado ratón atrapado en el interior de una botella abandonada? Los caballos de Elberfeld podían extraer raíces cuadradas y cúbicas (Katz, 1961), pero eran incapaces de responder a todo aquello que no correspondiera a un estricto adiestramiento sobre un sistema de signos: ¿cómo lo chimpancés? Hablando de primates, sobre una supuesta capacidad de resolver problemas relativamente complejos, no ya el empleo de herramientas, resulta paradójico que no sean los simios los capaces de desarrollar un sistema comunicativo con los humanos, sino que debamos ser nosotros quienes les enseñemos. En fin, me remito a mi perro.

El PGS plantea una serie de similitudes, por lo que se refiere a las capacidades intelectuales y en última instancia, a aquellas otras éticas, morales y políticas. Resulta obvio que no es lo mismo ética (parte de la filosofía que trata de la moral y de las obligaciones del hombre) que moral (aquello perteneciente o relativo a las acciones o caracteres de las personas, desde el punto de vista de la bondad o la malicia), y que ambas son -por definición- exclusivas del ser humano: en modo alguno atribuibles a otras especies animales. A menos que, no sólo se quiera derribar la barrera del concepto biológico de especie, sino arrumbar hasta el diccionario mismo. Un aseveramiento conceptual que bastaría para desarbolar los argumentos de Cavalieri, Singer, Goodall y demás integrantes del “Proyecto Gran Simio”, si no fuera porque se maneja una cierta trascripción inversa, cuando no clara tergiversación, en el empleo de otros conceptos: bondad, bien, malicia, mal. Ejercer el canibalismo sobre las crías de hembras de otro grupo, conducta observada también en otros animales (leones, por ejemplo), no puede clasificarse como amoral: simplemente es un mero acto instintivo e irracional, encaminado a mantener el propio patrimonio genético y el liderazgo.

En segundo término plantea el PGS la existencia de similitudes en la vida psíquica y emotiva entre los grandes simios y el hombre. Ya referimos que las relaciones de amistad observadas por Goodall entre los chimpancés de Gombe, por ejemplo, no son exclusivas de los simios, sino que se presentan en otros animales. Particularmente entre los grandes predadores (lobos, leones, guepardos), pero también en otros (delfines, elefantes): todos ellos con una organización social no menos estructurada que la de los chimpancés. Lo mismo puede decirse sobre el amor a los cuidadores, el miedo, el dolor, etc. En definitiva, se pretende hacer más humanos a los grandes simios en base a unas semejanzas simples y evidentes, pero compartidas con otras muchas especies. Obviando así las características fundamentales que nos diferencian como hombres: nuestra racionalidad, más allá de la inteligencia, y libertad.

Jane Goodall o un etologismo exacerbado

Las aportaciones de Jane Goodall al estudio etológico de los chimpancés son de un valor inapreciable, por lo innovador de sus observaciones y el amplio espectro que abarcan. Su organización social, el uso de herramientas, el despliegue de conductas variadas para la resolución de problemas diversos, la dieta omnívora son, entre otras, algunas de los más relevantes hallazgos de Goodall. Las observaciones acerca de una cierta capacidad comunicativa entre los chimpancés, un comportamiento pseudointeligente, o rasgos de una cierta infracultura son, asimismo, de notabilísima trascendencia, pero no exentas de controversia.

Entre los etólogos dedicados a la primatología, agrupados en torno al Proyecto Gran Simio, se manifiesta una doble tendencia gnoseológica. El origen de este cierto confusionismo puede radicar en una extrema sensibilización, tras años de contacto con los primates, unida a un conservacionismo relativista que les insta a salvaguardar el objeto de sus investigaciones. Ahora bien, en qué consiste ese doble enfoque. En primer lugar, Goodall y otros caen en un acentuado antropomorfismo, proyectando en los animales toda suerte de capacidades, emociones y sentimientos humanos; de forma y manera que no habría diferencias significativas entre el ser humano y los primates: negándose o desdibujándose las mismas, tan evidentes. Y en segundo lugar, al extrapolar al ser humano las conclusiones resultantes de sus observaciones etológicas: caen abiertamente en un marcado reduccionismo: en el ser humano no se encontraría nada significativo que no pudiera ser explicado en claves comportamentales o biológicas. Este doble y solapado enfoque epistemológico ha sido definido como “etologismo” por Fernández Tresguerres (2003), una corriente a la que Jane Goodall permanecería ajena hasta su incorporación al PGS: “el mismo proceso mediante el cual han convertido en demasiado humano al animal, ha acabado por volverlos a ellos demasiado inhumanos”. Se llega así a situaciones tan estrambóticas como la del mono “Cheeta”: con 74 años vive en una residencia de Palm Springs (California), no privándose de algún que otro refresco y hamburguesa (Belmonte, 2006).

Ese etologismo consistiría en procurar convertir a los grandes primates en personas, pues se aduce que cada chimpancé posee una personalidad única y propia, constituyendo así una comunidad de iguales. A tal fin se propone amplificar la “Declaración universal de los derechos del animal”, aprobada por la UNESCO en 1977 y ulteriormente ratificada por la ONU, equiparándola a la de los derechos del hombre. Y en la búsqueda, por parte de los integrantes del PGS, de esta equidad entre los derechos del hombre y los animales: resulta prioritario suprimir todo aquello que pueda separar a los chimpancés -pongamos por caso- del ser humano (antropomorfismo), así como atribuirles determinadas aptitudes humanas (reduccionismo). Paradójicamente, si el debate se centra en el ámbito jurídico, cabría preguntarse por qué sólo se habla de derechos y no de deberes: evidentemente, porque no hablamos de individuos iguales, libres y conscientes que se sometan, voluntariamente, al juego de derechos y deberes. Fernández Tresguerres (2003) se muestra contundente: “yo niego que los chimpancés tengan pensamientos privados, imaginación, sentido del humor, del tiempo, conciencia de la muerte, o que sean capaces de engañar o de sentir celos, envidia, o planificar el futuro, por poner algunos ejemplos”. Como ya hemos visto, las Genética corrobora que las diferencias entre ambas especies no son accidentales, sino esenciales.

Un radicalismo tan extremo ha marcado, en lo personal, a las tres integrantes del clan Leakey. Llevada por un exceso de celo profesional, Dian Fossey (1983) se hizo extirpar el apéndice antes de internarse en las montañas de Uganda en los años sesenta: acabaría siendo asesinada en otro exceso de celo, esta vez conservacionista. El primer matrimonio de Biruté Galdikas no duraría más de dos años en Borneo, rodeada por “seres razonables de los bosques” o “viejas personas” (en malayo: orang-után) pero abandonada por su hastiado esposo. Galdikas, tras más de treinta años buscando orangutanes en lo alto de los árboles, sufre serias lesiones cervicales y apenas confía en que nadie prosiga sus investigaciones, a la par que solicita fondos para proseguir su labor (http://www.muyinteresante.es). Jane Goodall, entre los “queridos hermanos” chimpancés (en lengua baulé), “hombres salvajes” (en beté) o “personas distintas” (en guineano: numu gbahamisia), se dirvociaría de su primer marido a los diez años de estar en Gombe; su segundo marido moriría de cáncer tras cinco de matrimonio.

Con la publicación en el 2003 de “Los Diez Mandamientos para compartir el planeta con los animales que amamos”, Goodall dará el paso decisivo en su integración en la filosofía del PGS y, por ende, una caída en el más exacerbado etologismo. Escribe Jane sobre Marc (Goodall y Bekoff, 2003): “Marc comenzó a soñar con... Un mundo en el que la desesperación que provoca la pobreza y el hambre sean cosas del pasado y en el que haya una distribución equitativa de los recursos necesarios para poder llevar una buena vida. Un mundo, sobre todo, en el que los humanos pudieran vivir en paz unos con otros, con los animales y la naturaleza”. En este “mundo feliz”, más allá de la visión de Huxley, sólo parecen tener cabida los animales “que amamos” (no el resto) y el propósito de “llevar una buena vida”. Los “diez mandamientos”, propuestos por Goodall y Bekoff (o “mantras”, según ellos), suponen un código normativo dentro del materialismo filosófico, de contradictoria interpretación: un poutpourri de supuestas éticas animales y ecológicas. Retornando a lo expuesto anteriormente, los ámbitos ético y moral se corresponden con el horizonte antropológico. No es argumentable trasponer lo trascendental de ese horizonte, procurar -en otras palabras- establecer relación ética alguna con los chimpancés, considerarlos personas (“derribando la barrera de la especie”) o constituir una “comunidad de iguales”.

A modo de epílogo

Una consciente defensa de la naturaleza, de la biodiversidad y su preservación, en modo alguno exige equiparar al ser humano a otras especies. La responsabilidad conservacionista del hombre radica, precisamente, en las aptitudes y capacidades que hacen de nuestra especie la más evolucionada. Es nuestra racionabilidad la que nos lleva a procurar la conservación de las especies, y es la inteligencia la que nos hace comprender la importancia y trascendencia de este empeño, del grave rango que está alcanzando la crisis ambiental. Es seguro que un chimpancé, después de una guerra de cuatro años concluida con el exterminio de un clan de congéneres vecinos, no sólo no padecerá sentimientos de culpa, arrepentimiento o dolor, sino que siquiera será capaz de plantearse cuestión alguna sobre cómo preservar al resto de las especies.

Un estudio de los puntos 337 a 344 del Catecismo de la Iglesia Católica (Estepa Llaurens et all., 1992) nos ofrece una resplandeciente, no por novedosa, visión del problema en conjunto. La Iglesia ofrece un enfoque nuevo y superior: el teocéntrico, sobre los antropo y biocéntricos. El dominio del hombre sobre las cosas (Génesis 1, 26-28)[1] queda fundamentado en su exclusiva capacidad moral. Además, se reconoce la existencia, previa al hombre, de una naturaleza ordenada. Se encuentran así respuestas a las cuestiones no resueltas por el antropocentrismo (¿para qué estoy hecho yo?) y el biocentrismo (¿para qué está hecha la naturaleza?).

Para la Iglesia Católica el problema medioambiental se transforma en un problema fundamental para la humanidad de dimensiones morales, cuya primera respuesta es la solidaridad o unidad en un destino común. Así lo especifica el punto 354 del Catecismo (Estepa Llaurens et all., 1992): “Respetar las leyes inscritas en la creación y las relaciones que derivan de la naturaleza de las cosas es un principio de sabiduría y un fundamento de la moral.” Juan Pablo II, en unas declaraciones hechas en Zamosc (Polonia), declaró que toda actividad que afecte al orden (la ley inscrita por Dios en la naturaleza) afectará inevitablemente al hombre mismo. Y es que el dominio del mundo que Dios concede al hombre supone, primeramente, dominio del hombre mismo, al estar este libre de la triple concupiscencia: los placeres de los sentidos, la apetencia de los bienes terrenos, la afirmación de sí contra los imperativos de la razón.

El pontificado de Juan Pablo II coincidió con el momento más álgido del debate ambiental, refiriéndose al mismo en diversas encíclicas: Laborem exercens, Sollicitudo rei sociales, Cristifidelis laici, Centesimus annus, Evangelium vitae,… Juan Pablo II enseña como el poder concedido por Dios al hombre no es absoluto, ni nos faculta para usar arbitrariamente de la creación. La “prohibición de comer del árbol prohibido” (Génesis 2, 16-17)[2] supone, simbólicamente, una limitación moral, una clara advertencia de no trasgresión. Y especifica el Papa que no es concebible un desarrollo justo prescindiendo de consideraciones relativas al uso de los recursos, a su renovabilidad y a la industrialización desordenada. Es deber del hombre legar a las generaciones futuras este don, mejorándolo si es posible.

Juan Pablo II encuentra un nexo entre el problema ambiental y el consumismo. Y es que el hombre actual se preocupa más por tener que por ser, lo que nos lleva a consumir desordenadamente los recursos de la tierra. La destrucción medioambiental se fundamenta en un error antropológico muy extendido: la crisis ecológica no es sino un problema moral, derivado del alejamiento del hombre del designio divino. No basta con una mejor gestión ambiental, ni con un uso más racional de los recursos, puesto que al alejarnos de Dios nos alejamos de la creación. La causa del deterioro ambiental hay que buscarla, por tanto, en la falta de respeto a las leyes de la naturaleza y en la pérdida del sentido del valor de la vida; puesto que el amor a la vida y a la naturaleza procede de un orden previo. A ese orden, que no es dado, a diferencia del resto de los seres vivos, podemos adherirnos o no según nuestra capacidad moral.

Es la fe cristiana la que ilumina ese debate. Por la fe se reconoce que Dios está en las entrañas del mundo. Cristo, primogénito de la creación, vino para redimir el mundo, para hacernos ver la dignidad de la naturaleza creada.

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Jesús Romero-Samper

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[1].- 26 Díjose entonces Dios: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y a nuestra semejanza, para que domine sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo, sobre los ganados y sobre todas las bestias de la tierra y sobre cuantos animales se mueven sobre ella”. 27 Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, y los creó macho y hembra; 28 y los bendijo Dios, diciéndoles: “Procread y multiplicaos, y henchid la tierra; sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre los ganados y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra”.

 

[2].-16 y le dio este mandamiento: “De todos los árboles del paraíso puedes comer, 17 pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres, ciertamente morirás”.


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