Pinceladas
de una historia reciente
a)
Empresa y persona
Durante los
años setenta del pasado siglo, ante el inesperado boom económico de los japoneses, se renovó casi de raíz el
planteamiento de muchos empresarios occidentales, empezando por los de Estados
Unidos y seguidos muy de cerca por los europeos.
Algunos hablaron de una reintroducción de
la ética y de los valores en la esfera de la economía y los negocios; junto con
otros muchos, elaboraron códigos deontológicos, «filosofías» de empresa y
«políticas» corporativas… Latía en todo esto, tal vez junto a otros motivos
menos claros, una convicción de fondo: «tratar bien a las personas es
rentable».
Con el correr del tiempo, demasiados
directivos fijaron exclusivamente su atención en la última palabra citada: la rentabilidad. Se produjo entonces lo que en su momento me atreví a calificar como una
«prostitución de la ética» en este concreto ámbito, el laboral. De cara a la
galería se trataba bien a los empleados y a cuantos se
relacionaban con la empresa, pero en realidad no se
quería su bien. Lo único
que importaba era la cuenta de resultados. Y la aparente atención a las
personas se instrumentalizó, hasta convertirse en mera estrategia
para incrementar los ingresos.
¡Lástima!… porque sin querer el bien (intervención de la voluntad) el amor «es
imposible», y sin amor «es imposible» el crecimiento y la maduración de la
persona.
Felizmente, otros muchos empresarios —los
mejores—, caminaron en la dirección opuesta y llegaron hasta el fondo de la cuestión. Si Tuleja había escrito que «servir al público es bueno no solo por constituir
"lo correcto", sino también porque reporta beneficios», ellos
ahondaron y dieron la vuelta a ese lema, insistiendo con gran honradez en que
(además de reportar beneficios y por encima de ello) se trataba de «lo
correcto», lo que promovía el bien de los demás.
De una manera u otra, adquirieron el
convencimiento de que el
fin de la empresa, un
objetivo de mucha mayor envergadura que la simple acumulación de ventajas
monetarias, consiste en promover
la mejora humana de
cuantos con ella se relacionan y de la sociedad en su conjunto, mediante la
gestión económica de los bienes y servicios que genera y distribuye, y de los
que naturalmente se siguen unas ganancias con las que logra también subsistir y
crecer como empresa.
b)
Empresa y familia
Desde
entonces, y sigo hablando de los mejores, semejante actitud se ha
intensificado, adquiriendo al mismo tiempo un matiz peculiar, que es el que en
este momento querría poner de relieve: lo importante continúa siendo la
persona, pero ahora —gracias también a que el conocimiento cabal y efectivo de
la familia ha aumentado exponencialmente en los últimos lustros— en cuanto ser familiar, en cuanto parte de un hogar.
Desde el punto de vista teorético, y como
ya anuncié, ha contribuido a ello la persuasión, cada vez más fundada, de que
familia y persona se encuentran indisolublemente unidos. Y esto, no sólo en el
sentido de que propiamente la familia solo se da entre personas; sino en el
otro, inverso y más radical, de que cualquier ser humano, para desarrollarse en
plenitud en todos los
dominios propiamente humanos,
necesita del apoyo de una familia… y no solo ni principalmente por indigencia o
debilidad, sino al contrario, en virtud de su propia grandeza o sobreabundancia
de ser, que lo destina a entregarse.
Bien que mal, bastantes gobiernos han
hecho eco a esta evidencia. Corren en muchos países nuevos aires para la familia. Si hasta hace poco era casi universalmente objeto de persecución, desde hace unos
años esa actitud, ¡a veces tristemente agudizada, como en nuestro país!,
convive —quizás sin suficiente coherencia y con demasiadas ambigüedades— con un
intento no siempre logrado de revalorizar la institución familiar.
También en las empresas. Y no sólo porque
las políticas familiares de la administración pública y algunas organizaciones
privadas empiezan a primar a los directivos que —haciendo más flexible los
horarios, permitiendo el trabajo desde el propio hogar, incrementando las
ayudas a la maternidad… ¡y a la paternidad!, adecuando los salarios al número
de hijos, etc.— facilitan la atención a la familia. Ni tampoco porque se han convencido de algo tan obvio como que cada uno de sus
trabajadores, como cualquier ser humano en cualquier circunstancia en que se
encuentre, lleva consigo
su propia familia y por
tanto que, a la larga y muchas veces a la corta, «rinde» más aquel que es feliz
en el seno de su hogar. Sino porque, remedando de nuevo a Tuleja, están
persuadidos de que esta forma de obrar es «la correcta».
A ellos me dirijo en las páginas que
siguen, para fundamentar esa convicción y animarlos a proseguir por la ruta
iniciada.
3.
Naturaleza y función del trabajo
a)
Trabajo y perfeccionamiento humano
No puedo
ahora desarrollar lo que tantas otras veces he expuesto: que el ser humano sólo
crece en cuanto persona en la medida en que incrementa y
multiplica la calidad de sus amores, en la proporción en que ama más y mejor. Y
que el ámbito más propio y específico de ese crecimiento es la familia.
Sí me gustaría apuntar que el medio más
concreto y más a la mano para enseñar a amar bien,
con auténtica pasión desprendida —también en el seno del hogar, como después
apuntaremos—, es justamente el trabajo.
Illanes lo expone
de manera muy sugerente: «Amar
es querer al otro, desear y procurar su bien, compartir su querer, aspirar a
formar una sola cosa con él. En un ser corporal e histórico —en el sentido
descrito— el amor implica el trabajo, el esfuerzo por dominar la naturaleza y
orientarla en beneficio y en servicio del amado. Es ese amor lo que, al
implicarlo y provocarlo, dota al trabajo de sentido. La significación última y
radical del trabajo no se capta en la mera relación hombre-naturaleza (aunque
la presuponga), puesto que esa relación ha de ser situada en el interior de un
haz de relaciones más hondo y radical: la relación de cada persona singular con
las demás personas y con Dios. El trabajo es un momento interior al proceso de
amar. El trabajo recibe su valor decisivo del amor que expresa, del que nace,
del que se alimenta y al que se ordena».
Pero cabe explicitarlo más.
Por una
parte, existe una muy estrecha conexión entre amor y trabajo. A menudo he
expuesto, siguiendo a Aristóteles, que amar es «querer el bien para otro».
Ahora añado que para que el amor sea pleno, ese querer debe resultar eficaz:
esto es, ha de dispensar efectivamente a la persona amada lo que constituye el
bien para ella. No bastan las buenas intenciones, ni siquiera una más o menos
determinada determinación de la voluntad que no culmina en obras. ¡Hay que
lograr ese provecho!… o, al menos, poner todos
los medios a nuestro alcance para conseguirlo.
Pero la gran
mayoría de los bienes reales, objetivos y con frecuencia indispensables que
podemos ofrecer a nuestros conciudadanos se obtienen gracias al trabajo
profesional, entendiendo estas dos palabras en su acepción más dilatada. Por
eso, de quien pudiendo hacerlo no trabaja —en este sentido amplio—, no cabe
decir que de veras ame o, al menos, que su amor sea pleno, cabal… pues deja de
otorgar a los otros unos bienes que podría y debería ofrendarles, contribuyendo
de este modo a su mejora. Y por eso, porque en verdad logra el bien para la
persona querida, suelo añadir que trabajar por amor es amar en plenitud, amar
dos veces… y aumentar por todo ello la propia valía y la consiguiente
felicidad.
Como apunta
Kierkegaard: «La perfección
consiste en trabajar. No es como suele exponerse de la manera más mezquina, que
es una dura necesidad eso de tener que trabajar para vivir; de ninguna manera,
es precisamente una perfección eso de no ser toda la vida un niño, siempre a la
zaga de los padres que tienen cuidado de uno, tanto mientras viven como después
de muertos. La dura necesidad —que, sin embargo, cabalmente refrenda lo
perfecto en el hombre— se hace precisa solo para obligar, a quien no quiere
reconocerlo por las buenas, a que comprenda que el trabajo es una perfección y
no sea recalcitrante en no ir alegre al trabajo. Por eso, aunque no se diese la
así llamada dura necesidad, sería con todo una imperfección el que un hombre
dejase de trabajar».
b)
Trabajo bien hecho e influjo de la familia
Queda
bastante claro, entonces, que la elevación del trabajo a medio prioritario de
perfeccionamiento humano y, en su caso, de santidad, no constituye una opción
arbitraria o caprichosa. Es cierto que cualquiera de las actividades lícitas
del hombre y de la mujer —desde las lúdicas hasta las meramente fisiológicas—
pueden ser realizadas con y por amor. Pero constituye una verdad de mayor
calibre y relevancia que el trabajo, por
su propia naturaleza, se
encuentra mucho más cercano al amor (y al bien que este persigue) que la
mayoría de las restantes acciones: dormir, comer, pasear, hacer deporte o
turismo…
De ahí que,
cuando se lo realiza con afán de servicio, compone una herramienta maravillosa
del propio crecimiento y de la consiguiente dicha; mientras que si se hace por
propio lucimiento, por afán de éxito o, en fin de cuentas, como medio exclusivo
de afirmación del yo, produce efectos devastadores.
Aquí viene
muy a pelo el adagio clásico que califica la corrupción de lo óptimo como
pésima, y que suelo traducir de la siguiente forma: lo que no tiene categoría,
lo que no pasa de mediocre, está inhabilitado tanto para el mal como para el
bien de cierta envergadura. Por el contrario, quien es «grande» en el mal, por
ignorancia o error o incluso por malicia, goza también de la posibilidad de
sobresalir en el bien, como muestran, entre otros muchos, María Magdalena o
Agustín de Hipona.
Aplicado a
nuestro tema: justo porque el trabajo, realizado correctamente, engloba una
enorme capacidad de adelantamiento, cuando se lo desvirtúa produce una fractura
interior, un deterioro de la persona, que en muy otros pocos casos encontramos
(por ejemplo, y por el mismo motivo, el inmenso crecimiento derivado de las
relaciones íntimas realizadas por amor dentro del matrimonio o, en el extremo
opuesto y con efectos contrarios y desoladores, en la unión sexual fuera de
él).
En semejante
ámbito, el de educar para un buen trabajo, la tarea de la familia se muestra
indispensable. Y no consiste sólo en fortalecer la voluntad, creando hábitos de
estudio, pongo por caso. Requiere sobre todo robustecerla con eficacia en su
núcleo y acto más propio —el de amar—, enseñando a vivir la propia tarea y la
formación que prepara para realizarla, no como medio de afirmación personal ni
de adquisición egoísta de ganancias, sino como instrumento de servicio, como
búsqueda real del bien para otro en cuanto otro, como vehículo del amor… no
solo en el futuro, sino en el mismo instante en que el chico o la chica
estudian, por seguir con supuesto recién nombrado, y saben —pongo por caso— desprenderse de la matrícula de honor dedicando
tiempo a un amigo que, gracias a esa ayuda, puede aprobar la asignatura.
Más allá de
los ejemplos menudos en que la he concretado, Juan Pablo II ha expuesto esta
verdad con claridad y firmeza: «La familia es, al mismo tiempo, una comunidad
hecha posible gracias al trabajo y la primera escuela doméstica de trabajo para
todo hombre».
A lo que
cabría añadir un comentario sucinto pero esclarecedor. Me gusta decir, un tanto
provocativamente, que la expresión «entregarse por completo al trabajo» u otras
similares, aunque comprensibles, resultan inexactas… e incluso expresan una
realidad imposible: porque, como hoy ya bien se sabe, lo único capaz de
«acoger» la sublimidad de una persona… es otra persona.
El fruto de
nuestra labor puede, sí, como enseguida veremos, recibir y transportar gran
parte de nuestro ser, en la justa medida en que trabajamos por amor, y
activamos todos los resortes de nuestra persona. Pero ni la obra de arte más
sublime está capacitada para «aceptar» libremente aquello que le damos ni, por
ende, para ser el sujeto terminalmente beneficiario de nuestra entrega. En consecuencia, como enseguida
desarrollaré, el trabajo es siempre «lugar de paso» de nuestra actividad e
intención más íntimas, y desemboca por fuerza en una o más personas: las de los
demás (plenitud y dicha)… o la de uno mismo (empequeñecimiento y decepción,
cuando no depresión o incluso neurosis).
c)
Amor, trabajo y «revolución» social
Por otro
lado, siempre en la dinámica de la vida adulta, el trabajo compone el
instrumento por excelencia para instaurar esa cultura del amor a la que tantos
aspiramos. ¿Cómo y por qué? Antes que nada, porque las relaciones laborales
gozan de una importancia primordial en el mundo contemporáneo, hasta el punto
de conformar la trama más sólida de nuestra civilización. De ahí que modificar
los nexos de trabajo equivalga, en definitiva, a transformar la sociedad.
¿Sonaría
exagerado asegurar que tales relaciones se configuran hoy, en una porción
considerable de los casos, como vínculos en buena parte egoístas, en los que
predomina casi incontrastado el do ut des, primando de manera bastante
notable el ansia de beneficios? No lo sé con certeza, pero tampoco importa
mucho. Lo que sí querría dejar sentado es que, por sí mismas, las conexiones en
torno al trabajo pueden convertirse en vehículo extraordinario de la donación cuasi
universal de uno mismo.
¿Bajo
qué condiciones?
El
requisito imprescindible y ya aludido es que dicho trabajo se encuentre
realizado por amor, no en el sentido fácil y sensiblero que a menudo hoy se le
atribuye, sino en el muy eficaz y real que antes sugería: la búsqueda del bien
para otro, con frecuencia costosa. Aplicándolo a nuestro supuesto, se trataría
de un trabajo que, sin excluir la justa y debida remuneración, persiga
fundamental y sinceramente el bien para sus destinatarios. Entonces se establece
como una auténtica entrega de nuestro yo.
¿Motivos?
Prosiguiendo y perfilando lo que antes simplemente apuntaba, en circunstancias
normales el fruto de nuestro quehacer intelectual o manual constituye una
excelsa encarnación de la propia persona. Cuando el hombre termina bien su
tarea, cumplidamente y hasta el fondo, poniendo en juego lo mejor de sí, hace
reposar su ser más propio en el resultado de esa labor profesional, se expresa
íntimamente a través de ella. El trabajo se configura, entonces, como exquisita
cristalización de nuestro yo más noble: en él hacemos descansar lo más digno de
nosotros mismos. Pero, entonces, esa actividad representa una clarísima
posibilidad de donación universal del propio ser (que no «hacemos pesar»,
puesto que los destinatarios de nuestro bien ni siquiera nos conocen, y por eso
el trabajo ha sido denominado, según veremos de inmediato, «el incógnito del
amor»). Y gracias a ella podemos alcanzar la plenitud de la vocación a la
entrega —ser-para-el-amor— que nos compete como personas.
Curiosamente,
aunque a modo de simple hipótesis ideal-utópica, lo habían anticipado Marx y
Engels: «Supongamos
—afirman— que produjéramos como seres humanos: en su producción cada uno
confirmaría a la vez a sí mismo y al otro. 1º) En mi producción realizaría mi
individualidad, mi peculiaridad. Al trabajar gozaría de una manifestación
individual de mi vida, y al contemplar el objeto producido me alegraría conocer
mi propia personalidad, como una potencia actualizada, como algo que se podría
ver y coger, algo concreto y nada incierto. 2º) El uso y goce que obtendrías de
mi producto me proporcionaría la inmediata y espiritual alegría de satisfacer
por mi propio trabajo una necesidad humana, de cumplir la naturaleza humana y
de procurar a otro el objeto que necesita. 3º) Tendría conciencia de ser el
mediador entre tú y el género humano, de ser experimentado y reconocido por ti
como un complemento de tu propio ser y como una parte indispensable de ti
mismo, de estar recibido en tu espíritu y tu amor. 4º) Al aprovechar lo que
produce, me harías experimentar la alegría de cumplir tu vida por el
cumplimiento de la mía, y de confirmar así en mi trabajo mi verdadera
naturaleza, es decir, mi sociabilidad humana. Nuestras producciones serían
otros tantos espejos donde nuestros seres irradiarían unos hacia otros».
Con
otras palabras. Cuando el trabajo y sus frutos proceden de un auténtico amor,
que procura el bien real de los otros; y cuando, además, se encuentra realizado
con toda la perfección técnica y humana de que uno es capaz… arroja como saldo
una realidad —materia transformada, idea, servicio— profundamente expresiva de
nuestra persona: «algo» que manifiesta y transporta nuestra más íntima
substancia. Nos damos ¡nosotros mismos! merced a nuestra labor. Por otra parte,
al recibirlos con agradecimiento, sus destinatarios, en los productos que hemos
elaborado acogen nuestro propio ser… al tiempo que se instaura la comunión de
bienes en que consiste definitivamente el amor y la amistad. Y eso, hoy, con dimensiones universales.
Así
lo explica Grimaldi. «El
peor castigo, la más amarga soledad, consiste en la rigurosa excomunión de
haber trabajado mucho, transfundiendo nuestra vida en lo que hemos producido,
mientras nadie lo aprovecha. Lo que uno produce sin que nadie lo consuma, esta
vida derramada en un objeto, pero que nadie quiere recoger, es parecido a un amor no compartido. A la inversa, el máximo cumplimiento del trabajo consiste
en satisfacer con lo que hacemos lo que otros esperan. Lo que necesitan, lo que
desean para cumplirse y hacerse felices, somos nosotros quienes lo hacemos.
Mediante nuestro trabajo traemos a los otros su propia plenitud: al trabajar es
nuestra vida la que regenera la de los otros. Nos experimentamos mayores que
nosotros mismos, puesto que nuestra vida da vida a los otros, y los otros nos
necesitan para ser ellos. Así es, pues, como el trabajo transmuta la comunidad
en comunión y sella nuestra unión con los otros. Como el amor, el trabajo hace,
pues, mi vida importante para otra persona y alegra su vida sólo al entregarle la mía. Pero, a diferencia del amor, el trabajo es la única manera de dar su vida a los otros
sin imponerles nuestra persona. Bajo su forma anónima, silenciosa y discreta,
el trabajo es el incógnito del amor».
¡Gracias
al trabajo enamorado se hace realidad, en la medida en que es posible, una
auténtica civilización del amor!
Conclusión…
y reto
Por
eso cabría afirmar que el camino de la revitalización de este Occidente un
tanto despersonalizador, cansino y desamorado, tiene su inicio en la familia,
ámbito primordial donde la persona es siempre advertida, tratada y reforzada
como persona, como principio y término de amor. A lo que hay que añadir que la
herramienta más adecuada para llevar a término esa convulsión es, justo, la amorosa dádiva de sí a través del trabajo… cuyo «lugar» de ejercicio más común es
la empresa.
Familia
y empresa, por tanto: he aquí los dos motores principales del necesario y ya
inmediato —¡si nos empeñamos!— resurgimiento de nuestro mundo. Pero un trabajo,
la puntualización es clave, cuyo sentido más hondo se aprende, antes y más que
en cualquier otra institución, en el hogar, y desde él dimana, confiriendo
auténtico vigor humanizador y calor vital, a la sociedad entera.
Algo
así escribía hace unos años. Ahora, por convicción profunda y no por simple
oportunidad, quiero añadir: para colaborar con la familia, y en beneficio de
ambas, la empresa cuenta, entre muchos, con un medio muy específico al que no
debe renunciar (entre otros motivos porque la familia se debilita y no alcanza
a cumplir toda sus funciones): enseñar también ella el sentido del trabajo… y
favorecer la realización de un trabajo con sentido.
He
aquí el reto que deseo lanzar, amabilísimamente, en este artículo.
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Tomás Melendo Granados
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