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Visualiza la realidad de un aborto. Rompe la conspiración que quiere ocultarlo. El aborto no es un problema abstracto. Es un asesinato sangriento. Qué la gente lo vea. Bájalo y difúndelo
España no tiene futuro sin españoles.
¡No la pongas en manos de quienes los matan!

Los abortos legales realizados en España durante el periodo de Felipe González desde el 5 de Julio de 1985 (sanción de Juan Carlos I) hasta el 5 de Mayo de 1996 (Toma de posesión de Aznar) fueron 359.624.

Los abortos legales realizados durante la presidencia de José María Aznar desde el 6 de Mayo de 1996 (Primer día de gobierno) hasta el 17 de Abril de 2004 (Toma de posesión de Rodríguez) fueron 511.429

(Fuente: Subdirección General de Promoción de la Salud y Epidemiología)



Religión y Pecado

por Arturo Robsy

El cristianismo devuelve la libertad al espíritu del hombre y lo hace descubriéndole que la única forma de ser libre es sometiéndose a la norma

 Uno de los campos en que más ha florecido la mentira ha sido la religión. No hay ninguna que no disponga de una larga lista de herejes y casi ninguna que no acepte la predestinación: incluso sectas cristianas de origen calvinista.

 La Iglesia, desde su fundación, hace dos mil años ya, ha sido permanentemente atacada, hasta el punto de que su creador fue a la muerte como un delincuente y, después, miles de sus seguidores mártires. ¿Por qué los romanos, que solían aceptar a los dioses de los nuevos territorios, hacerles templos y hasta rezarles, por puro espíritu práctico, atacan el cristianismo y hacen en él tantas víctimas como sólo algunos españoles repiten en 1936?

 Se han dado motivos económicos (el rechazo de la esclavitud, que entonces se llamaba servidumbre), la pura crueldad de una plebe que deseaba ver sangre... Pero esto no es suficiente. Como los antiguos republicanos de Roma, o como los jóvenes Inmortales de Persia, los cristianos decían la verdad e instaban a decirla. y eso era muy grave en aquel mundo que ya se basaba en algo parecido al liberalismo actual.

 El cristianismo devuelve la libertad al espíritu del hombre y lo hace descubriéndole que la única forma de ser libre es sometiéndose a la norma. Voluntariamente. Del mismo modo que el hombre no intenta volar (sin aparatos), porque no está dotado para ello, el que busca un mundo mejor ha de ser mejor él mismo y por esa libertad que da la excelencia, debe atenerse a la norma justa. Y la norma justa es la defensa contra el mal, que el cristianismo identifica muy bien a través de los pecados. Nadie, como bien sabemos, ha conseguido encontrar un nuevo pecado, aunque a algunos les haya cambiado el nombre.

 Si el cristianismo no se hubiera desarrollado, no hubiera triunfado o hubieran muerto sus seguidores, seguiría siendo necesario, porque es garantía de un mejor comportamiento, de una mayor compasión, de una caridad sincera y de un compañerismo llamado hermandad. Roma tenía policía. Nosotros también, pero las naciones cristianas vivieron más de un milenio sin ella como la entendemos ahora, sólo con la fe (por eso se protegía de los que la atacaban o desacreditaban), porque la justicia estaba también en manos del espíritu, del hombre que distinguía lo bueno de lo malo y que refrenaba de forma natural, sus malos instintos.

 Es una gran seguridad para la persona saber que su rey, su señor, ahora su presidente y sus ministros, tienen fe y la practican de corazón, porque la fe siempre es un elemento moderador del comportamiento que, entre otras cosas, defiende de la mentira, porque la mentira siempre, siempre es algo más: injusticia. Si la fe fuera universal, si se creyera con fuerza en Cristo, ¿habría delitos?. Muchos menos.

 Precisamente por ser un valladar contra ambiciones, mentiras y violencia gratuita, la decisión de dividir y fraccionar después a la Iglesia, se apoyó falsamente en dos virtudes capacer de mover el corazón de los cristianos: la pequeña corrupción de las bulas (pequeña al lado de lo que estamos viendo y de lo que vio el mundo antiguo) y la sospecha de que se había traducido mal la Biblia con la intención de beneficiarse de la mentira, porque la mentira siempre busca beneficio, y la verdad, no.

 De hecho, desde que la Iglesia Universal se fracciona en sectas, unas sectas que, además, predican que Dios perdona a todos con sólo decírselo, entre él y el pecador, o que nacemos ya predestinados al bien o al mal, a la salvación o a la condena (revisen las teorías psicológicas y genéticas y verán por dónde van hoy), suceden varias cosas que ya eran desconocidas en aquel mundo: aumentan la delincuencia y el bandolerismo, la banca deja de ser una oficina de cambio y se convierte en poder y las guerras con cada vez más crueles.

 Los dos últimos siglos, en que el ataque a la Iglesia y a su credo se hace más insistente y salvaje, desde las revoluciones (Americana, Francesa y, luego, la Rusa) vivimos las guerras más espantosas de la historia de la humanidad. El siglo XX, el nuestro, es una matanza continuada.Las ciudades grandes son una verdadera batalla entre la delincuencia y la policía y ya no parece quedar nada de ese autocontrol, de ese espíritu que sabe ditinguir el bien del mal.

 Ese trabajo, que la gente olvide la esencia del pecado y el autodominio del cristiano, lo lleva a cabo más el gran capital que la política atea. Cualquiera de nosotros ha visto publicaciones con burlas hacia Dios, Jesucristo y el Paráclito. Incluso se ha usado para la publicidad y hace bien poco salía Dios pidiendo un bocadillo y tronando de placer. Lo que empezó siendo la simple y discutible teoría de que el hombre busca la felicidad, hoy ha pasado a la definición de esa «felicidad» como placer. Y no placeres absolutos como la metafísica (que decía Chesterton), la búsqueda del estado de gracia que, quien lo haya sentido, sabe bien que es superior a todo, la satisfacción del deber cumplido, etcétera. No: placer ha quedado marcado como pecado.

 Y en nombre del placer la publicidad no deja de descubrirnos nuevas necesidades y de ofrecernos el remedio para saciarlas. Miren con cuidado los tiempos de publicidad y verán como el placer que ofrecen es todo físico y se basa en la comisión de pecados que antes sabíamos todos (durante dos mil años) y ahora ya ni siquiera enseñan los sacerdotes en las catequesis.

 ¿No se nos anima a comer una cosa u otra en nombre de la gula, del placer del paladar, de la lujosa satisfacción de un impulo básico y natural, el apetito? ¿No se nos muestran en los anuncios ejemplos de envidia, codicia, fornicio, engaño, mentira, robo (grandes robos para llevarse, por ejemplo, un tarro de crema o un automóvil), insolidaridad, dominación agresiva de los otros, burla del prójimo, pereza, e incluso de muerte, como esa Radical Fruit Company que asesina a las frutas con sadismo como reclamo para su venta? Busque el lector un pecado y encontrará pronto un nuncio que lo incluya en su apelación. Busque una virtud y espere en vano a verla usada en un «spot»

 Esta posición definitiva ante el mal, ante la perversión de la norma (también presente en películas y en libros) se repite miles de veces cada día e incluso se van aumentado las dosis para hacer del hombre un ser cada vez más terreno, más esclavizado por sus deseos, menos inocente e instado a que dedique su vida a conseguir bienes. Porque sólo consumiendolos será feliz y la felicidad se basa en el consumo, a pesar de que ciertas leyes económicas (generales) advierten que la satisfacción disminuye con el uso: el primer cigarrillo es mejor que el último.

 Cualquiera puede creer que estas coincidencias se deben a la casualidad, que no hay otra forma de promocionar un producto que relacionándolo con un placer, pero no con cualquiera, sino con alguno que es pecado. Incluso hay mensajes que insisten en la poca importancia del pecado ante el placer que da el consumo del producto.

 Seguimos, pues, donde empezamos: el ataque a la religión, sobre todo a la católica en nuestro caso, aunque también hay ataques a sectas, como esa humorada necia que convierte en pecado comer patatas fritas de una marca determinada. Y otra serie de tópicos, como el del militar sanguinario, el sacerdote comilón, el joven transgresor de las normas de tráfico, el policía corrupto, el asesino inteligente y sucesivamente.

 ¿Por qué el ataque a la religión? Porque es el ataque al código,  la conciencia del comportamieto ordenado a un fin superior, a la necesidad de señalar la mentira, la injusticia, el mal o la maldad, a la obligación de no acatar leyes injustas o de no obedecer a hombres falsarios. El poder verdadero, que ya se ha dicho que no se comparte, que es único, no quiere oposición. Si él dice que el hombre siempre tiene razón cuando vota por la mayoría, no quiere oír ninguna risa. Si dice que somos libres, quiere que lo creamos. Si dice que matar al feto es un derecho, no quiere oír la palabra asesinato. Y si impone que ley humana equivale a Justicia, no soporta que se lo discutan

 Pero, en este mundo controlado por la mentira, ¿se puede ser tan feliz, como nos animan a serlo?

 Que la Humanidad estaba a punto de entrar en el marasmo del Romanticismo, cuando empezó esta gran batalla por la falsa felicidad,  se demuestra por la Constitución Americana, que da a los hombres el derecho a la búsqueda de la felicidad. Luego, ese romanticismo que aún no ha dejado de ser elemento activo de la historia y que ha convertido ciertas libertades artísticas en libertades sociales y sin límites, tendió a identificar la felicidad con el goce del otro, con el enamoramiento, con el matrimonio, con el sexo, o con la riqueza...

 Pero la felicidad, que, según el viejo Boecio, sería la contemplación de la Verdad o de Dios, no necesita hoy de credos religiosos y la más elemental observación permite deducir que es la sensación optimista que proporciona la satisfacción de un apetito, es decir la posesión de un bien, ya vivo, ya inerte: la posesión de algo que creemos necesitar.

 En estos tiempos, donde el materialismo corre disfrazado de economía, se habla permanentemente de felicidad y, sin embargo, nuestra sociedad la hace imposible cuando no frágil y pasajera y lo hace tras un largo estudio económico. Queremos un mundo feliz, a lo Huxley, con soma (las drogas de todo tipo, que son aturdimiento y no felicidad), y, sobre todo, con el Estado del Bienestar. El bienestar, que es una de las características de la Felicidad, también es imposible:

 Ya no somos ciudadanos sino consumidores. Consumimos todo, incluso la cultura, la sabiduría, la lengua... todo está a la venta y, lo que es más, sólo en España se emiten 45.000 minutos mensuales de publicidad sólo en televisión. ¿Por qué? Porque una de las claves irrenunciables del consumismo es descubrir nuevas necesidades que se conviertan en una presión irresistible que nos lleve a su compra.

 ¿Querría un romano del Imperio un ordenador? ¿Desearía un bisabuelo nuestro viajar en avión a reacción? Pero nosotros lo deseamos todo hasta el punto que la lectura más extendida es la de los catálogos (Color y fotos, con alguna explicación), nueva y triunfante literatura que ofrece paraísos previo pago. Hay destornilladores eléctricos, baños vibratorios de pies; cintas para caminar en casa y quemar calorías; masajeadores de las lumbalgias, aparatos masturbadores, rodillos para pintar que no vierten gota... Y sucesivamente. Cosas, útiles o no, que harán más cómoda nuestra vida y que satisfarán la esperanza en un mundo mejor

 Conocemos los productos y los deseamos, incluso sin necesitarlos verdaderamente. Pero los deseamos y, por lo tanto, intentamos satisfacernos. Con qué ilusión encargamos el producto o nos lo llevamos de la tienda. Y en ese momento, cuando poseemos el bien de consumo, cuando se satisface el apetito que teníamos, la felicidad queda en equilibrio inestable, y caerá tan pronto como la maquinaria mundial publicitaria nos presente otro bien que nos llame la atención. Es como si los objetos y el hombre hubieran establecido un pacto de cooperación como el del hombre con el perro y el caballo. Pero esta vez son los objetos, apoyados en la publicidad, los que nos han domesticado.

 En este universo todos persiguen la felicidad (eso ya lo decía Sócrates), pero nuestra actual sociedad liberal está de tal modo organizada que la hace imposible,, inalcanzable. Icluso en asuntos tan importantes como el matrimonio: poco después, acabada la novedad, «consumido» el producto, no hay felicidad  y la economía enseña que hay que buscar a otra mujer o a otro hombre, según. A alguien nuevo.

 Nuestro mundo feliz es pues un mundo construído por la insatisfacción que, además, la estimula para convertirla en aliado económico. El que quiera ser feliz que aprenda a no desear, a no necesitar o que, como muchos de nosotros, ponga arriba sus ojos, en un Gran Deseo, quizá inalcanzable, quizá sobrehumano: Dios y España; España y Dios. Y esa felicidad gigante de darse entero a una causa en lugar de hacer causa de todas las cosas que nos enseñan a querer.

 La mayor infelicidad, hoy y siempre, ha consistido en querer ser feliz. No dejan. Y en ser, como somos cada día un poco más, hombres absolutamente tutelados.

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Arturo Robsy


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